domenica 14 gennaio 2024

Cap. 20 - La finca Bonanza

 


Gabriel fue poniendo la mesa para que desayunaran sus amos y los invitados que acababan de entrar en la finca. Había amanecido sin nubes y la primera luz del día hacía brillar las hojas de los árboles y las plantas del jardín. Gabriel sonreía, pues le gustaba la pareja de recién llegados: Olivia era muy amable y Felipe siempre bromeaba con él y le llamaba compadrito.

- Gabriel siéntate con nosotros, le dijo Mariano.

- Se lo agradezco, me gustaría pero no puedo, pues la cocinera se pone nerviosa cuando le pido que haga platos españoles. Le sale muy bien la sopa de ajo y también el cocido madrileño, pero al girar la tortilla de patatas se le rompe y por eso hoy la quiero hacer yo... no me mal interpreten, no me estoy quejando de ella, la mujer es un portento preparando los manjares de nuestra tierra.

- Déjate de tortilla y quédate con nosotros.

Los cuatro se sentaron risueños bajo la sombra de la parra y Gabriel, después de ir a darle órdenes a la cocinera, se sentó un rato con ellos.

- ¿Ya no vivís en La Habana? Les preguntó Nieves.

- No, nos hemos mudado, dijo Olivia.

- Hemos comprado una finca muy cerquita de aquí, era la sorpresa que hoy os queríamos dar, dijo alegre Felipe.

- ¡No me digas que es la misma de la que os hablé tiempo atrás! Exclamó Mariano, sonriendo.

- Sí, es la finca Bonanza, dijo Olivia.

- ¡Qué alegría! ¡No me lo puedo creer que vayamos a ser vecinos!dijo Nieves.

- Ha sido una ganga, pues la finca estaba abandonada. Sólo hemos podido reformar una parte de la mansión, la que estaba en mejores condiciones, la otra la hemos derrumbado y convertido en un gran patio. También ha sido remodelado el jardín y se han plantado muchos árboles de fruta. Nuestro jardinero y una patrulla de albañiles han trabajado sin descanso. Todavía tenemos cosas por hacer, pero ya podemos instalarnos. Llegamos anoche para quedarnos, les dijo Felipe.

- ¡Qué un pícaro que eres! Si me lo hubieras dicho antes te hubiera ayudado, dijo Mariano.

- ¡Tú ya sabes que a mí me gusta ocultarte las novedades para que cuando las descubras te quedes pasmado! le contestó Felipe riendo.

- Había notado idas y venidas de carros en la finca Bonanza y cuando le pregunté al maestro de obras quién había comprado la casa, me dijo que los dueños eran un matrimonio de La Habana, pero nunca me hubiera imaginado que erais vosotros, les dijo Mariano.

- Ya te conté que mi antiguo amo me pagó por los años de esclavitud y yo pude estudiar, pero quizás no te dije que el año pasado, cuando él murió, me nombró en su testamento, dejándome una buena cantidad de dinero, con ella Olivia y yo podemos vivir holgadamente.

- Para celebrarlo os invitamos a cenar, les dijo Nieves.

- Gracias, aceptamos tu invitación con mucho gusto, le contestó Olivia.

- Esta tarde os quiero presentar a Lucas, el hijo de Isabel, nuestro carpintero. Lástima que ahora no esté, se ha ido al pueblo, al paradero de tren de Las Ovas, para recoger unas piezas madera, les anunció Nieves.

- ¡No sabía que Isabel tuviera un hijo! Le contestó Olivia.

- Nosotros tampoco lo sabíamos, Isabel lo tuvo antes de que yo la conociera, pero lo ocultó a todo el mundo. Se lo crió Rogelia, la mujer que a ella también le hizo de madre, les dijo Mariano.

- Lucas es un magnífico ebanista. Además de dedicarse a la carpintería nos está haciendo dos mesas de caoba ¡Son preciosas! Estamos encantados con él, se ha instalado en la casita blanca, la de Gabriel, les dijo Nieves.

- Lucas es muy buen chico, nos llevamos bien… ahora perdónenme pero tengo que volver a la cocina, se atrevió a decir Gabriel

- ¿Cómo está Isabel? Le preguntó Felipe a Mariano.

- Está bien, ya le tocaba. Un cura le enseñó con paciencia a leer y a escribir. Ahora me envía largas cartas y poco a poco ha ido mejorando su caligrafía y su ortografía.

- ¡Ya me contaréis la historia de Isabel! Cuando la conocí en vuestra boda, me cayó muy bien, les comentó Olivia, sonriendo.

Su rencuentro con Felipe, fue como una recarga de entusiasmo para Mariano. Desde entonces las dos parejas se unieron más, pasando largas veladas juntos. Olivia era muy niñera y le encantaba juguetear con los chiquillos en el patio, mientras Felipe le enseñaba a Ángel juegos de mesa.

El tiempo iba pasando y Ángel a los veinte años se enamoró perdidamente de Eloína, una muchacha de Las Ovas y dejó de jugar a ajedrez y domino con Felipe. Sus futuros suegros, criaban ganado y cuando falleció el viejo contable de su granja, le contrataron a él para que llevara las cuentas.

Mariano dejó que Olivia y Felipe empezaran a ocuparse de la escuela que él había fundado. La pareja además de recorrer la región en coche de caballos, para ir recogiendo a los niños analfabetos, se dedicaba en cuerpo y alma a enseñarles a leer y escribir. Más tarde fundaron una escuela ambulante para adultos que consistía en una carreta llena de libros, una pequeña pizarra y unas tablas de madera con cuadernos y lápices. Al atardecer, cuando los trabajadores terminaban la jornada laboral, la carreta se paraba, cada día en una finca distinta, desmontaba los trastos y los jornaleros se sentaban delante de la pizarra, para aprender a leer y hacer cuentas.

Las familias de los alumnos estaban muy agradecidos con ellos y les regalaban gallinas, cerdos y hortalizas y cuando podían les daban una mano en los quehaceres de la finca Bonanza.

Olivia no podía tener hijos. Fue violada varias veces por los capataces de la plantación y tras dos abortos se quedó estéril.

- Soy una mujer yerma, le dijo un día a Felipe, sollozando.

- Eres una mujer extraordinaria, yo te quiero mucho. No me importa que no tengamos hijos. ¡Hay tantos huérfanos en Cuba! Le contestó Felipe, besándola.

Las dos fincas, Esperanza y Bonanza, tenían una parte de terreno lindante, pero estaban separadas por un riachuelo. La primera contaba con inmensos campos de cereales, un huerto muy grande, establos y corrales, un amplio jardín con flores y plantas tropicales y un bosque en la parte del monte, con palmas reales que llegaban a veinticinco metros de altura, robles, cedros, caobas y plantas de bajo porte. Además de la mansión, que había edificado el abuelo de Ángel, había otras construcciones: la escuela, la ermita, las casas de los jornaleros y la casita blanca. La finca Bonanza era mucho más pequeña, pues tras la guerra un ala de la antigua mansión fue derribada y los pedazos de tierra más fértiles, fueron expropiados por los españoles. El jardinero que les cultivaba el huerto, antes de que ellos llegaran, salvó de los terrenos quemados durante de la guerra, algunos árboles y plantó otros, para que los amos pudieran recoger plátanos, piñas, cocos, aguacates y mangos. Poco a poco la finca Bonanza se convirtió en una tupida selva tropical, sin embargo el jardín y el patio que cuidaba y regaba Olivia era más ralo, con algunas plantas ornamentales y grandes macetas de flores.

Cuándo hacía buen tiempo los dos amigos, durante sus paseos matutinos, iban al riachuelo,  desde donde se llamaban. Año tras año los dos no dejaban de bromear, gritando con las manos cerca de la boca.

- Mariano… ¿Tienes limones?

- Felipe… Tengo matas, pero limones no los he visto, contestaba Mariano.

- No te hagas el tonto, yo desde aquí los veo.

- ¿Tienes vista de lince?

- No me enredes, tú me escondes los limones.

- Ojalá los tuviera, gritaba Felipe.

- ¡No te oigo!

- ¿Estás sordo?

Los años iban pasando deprisa, en la finca Esperanza los niños iban transformándose en adultos sin que los padres se dieran cuenta y poco a poco empezaron a emparejarse con muchachas o muchachos de los alrededores. El primero que se casó fue Ángel, se fue a vivir a la casa de los padres de Eloína, a Las Ovas, pero cada dos por tres iba a visitar a sus padres.

Dos años después de la boda, Mariano fue a la granja de los padres de Eloína, montado en su yegua, para conocer a Eloísa, su primera nieta. Nieves había ido la noche anterior para ayudar a la comadrona, pues el parto se presentó difícil.

Aquella noche Ángel fue a avisar a su suegra que su mujer había roto aguas. Nieves quiso acompañarlo y luego los dos fueron a buscar al médico, pero no lo encontraron pues estaba asistiendo con la comadrona de los blancos a otra mujer que iba de parto. La esposa del doctor les dijo que fueran a buscar a Octavia, la partera de los negros. Octavia vivía con su madre en una una barriada de Las Ovas y cuando Ángel le pidió que le siguiera, se sacó el delantal y se subió al coche de caballos. Ángel y Nieves iban delante y Octavia detrás, el trayecto fue breve y casi no hablaron. Llovía cuando llegaron y Octavia tras lavarse las manos, corrió a la alcoba donde estaba la parturienta.

- La criatura viene de nalgas, dijo Octavia, tras poner una mano dentro del cuerpo de Eloína.

Octavia, era una mujer menuda de pocas palabras que había aprendido el oficio observando a su abuela, una esclava negra que tenía buena mano para los partos difíciles de vacas y caballos.

Eloína empujó y chilló de dolor largas horas sin ningún resultado. Ángel estaba desesperado oyendo los gritos. Su suegra que era una mujer muy delicada y esperaba fuera de la puerta con su marido no le dejó entrar, sin embargo él en un arrebato de exasperación penetró en la alcoba y abrazó a su esposa. Las dos mujeres al cabo de poco, viendo que el hombre estaba muy pálido, le aconsejaron que saliera del cuarto. Mientras Octavia iba tirando las piernas y las nalgas de la criatura, Nieves le daba a Eloína golpes en los carrillos, pues parecía haber perdido el sentido.

- Aguanta mujer, la niña está a punto de nacer, le dijo dulcemente, pero con determinación Octavia.

Eloína recuperó fuerza al oír las palabras de la comadrona y le preguntó casi sin aliento:

- ¿Es una niña? ¿Está viva?

- Sí, está viva, empuja, ya la tenemos aquí.

En aquel momento Octavia extrajo la criatura, que en seguida empezó a llorar. La partera mulata logró lo que pocos médicos hubieran conseguido: la recién nacida salió de las entrañas de la madre sin traumas u otras consecuencias derivadas del largo parto podálico.

Los padres de la niña y los cuatro abuelos lloraron de felicidad al ver aquel ser tan pequeño y tan lindo. Eloína al principio no quería tener más hijo, pues estaba asustada por lo mucho que le costó parir, sin embargo al cabo de tres años todos volvieron a saltar de alegría tras su nuevo embarazo. Octavio nació tan de prisa que Eloína quiso ponerle el nombre de la partera. Andrés, Josefina, Bernardo, Esther, Leonardo y Maria de los Ángeles también nacieron en poco tiempo, pero Eloína quiso siempre que Octavia estuviera a su lado.

Juan, el primogénito de Nieves y Mariano, se casó con Manuela, una chica de Puerta de Golpe y se fueron a vivir a pocos kilómetros de la finca Esperanza. Tuvieron ocho hijos, los cinco primeros fueron niñas, Gudelia, Nieves, Mariana, Esther y Cristina, llamada Cuca. Juan ya no contaba con ello, cuando nacieron dos varones, Enrique y Gilberto. José, el segundogénito, tuvo cinco hijos, primero tres, Joseito, Alfonso, que era muy menudo y todos lo llamaban Chiquitín y Tití que se llamaba Mariano como el abuelo y bastantes años más tarde, tuvo dos niños más con la segunda esposa. También Teresa dio a luz a cinco hijos: Mariano, Emilio, Regino, Pedro y Nena. Las hijas pequeñas de Nieves y Mariano, Ramona y Coltilde, tardaron en casarse y ninguna de las dos tuvo descendencia. Más que una casa la finca Esperanza parecía una guardería, por el patio y el jardín correteaban niños de todas las edades.

Nieves y Mariano estaban muy entretenidos y contentos con tantos nietos, que llegaron a ser veinticinco. Sin embrago también hubo lutos en la familia: María de los Ángeles murió a los siete años por una enfermedad misteriosa de estómago y Caridad, la gemela de Enrique falleció siendo un bebé. Otra desgracia llegó años más tarde: José se quedó viudo con tres chiquillos, Pastora su mujer era muy delicada de salud y murió de fiebres tifoideas. Nieves y Mariano acogieron a José en la finca Esperanza durante unos años, hasta que él volvió a su casa al casarse con una muchacha muy guapa, a la que todos llamaban La Niña y con quien tuvo dos varones más, Armando y Roberto.

Olivia y Felipe disfrutaban haciendo de niñeros cuando iban a la finca Esperanza. A Gabriel también le encantaba jugar con los chiquillos y con paciencia fue enseñándoles a cada uno de ellos a montar a caballo, con los potros enanos que él mismo criaba. Lucas les iba haciendo camitas y tronas para aquel tropel de niños.

Los cabellos de Gabriel iban volviéndose canos, pero él nunca dejó de trabajar en la hacienda. Había nacido en las barracas de los tabacales del abuelo de Ángel y jamás se había alejado de Las Ovas. Se casó con Nélida, la hija de la cocinera y Mariano les entregó a los esposos las llaves de la casita blanca donde él había vivido los primeros años. Gabriel se quedó viudo muy pronto, su mujer falleció dando a luz a un niño muerto. Cuando llegó Lucas, Gabriel lo acogió en su casita blanca. Lucas se había acostumbrado a estar escondido y cuando se retiraron los españoles y él dejó de ser un fugitivo, no quiso marcharse de la finca. Cada mañana bajaba a su taller de carpintería, el olor de madera le daba buen humor y se ponía a trabajar con esmero. A los treinta años se echó una novia, con quien un año más tarde se casó y se llevó a vivir a la casita blanca. La chica, una hermosa mulata, vivió poco tiempo con Lucas, pues se fugó con un forastero, un vendedor ambulante. Gabriel y Lucas se quedaron solos en la casita y en lugar de desesperarse por su mala racha, se hicieron más amigos y se volcaron con entusiasmo a los cuidados de habitantes de la finca. Los dos ayudaban a organizar las fiestas y participaban de buena gana en ellas, convirtiéndose en verdaderos miembros de la familia Defaus-Herrera.

Cuando se agrupaban todos para un almuerzo o una merienda no fallaban nunca Felipe y Olivia. Una tarde, Enrique, uno de los nietos de Nieves y Mariano le pidió a Felipe:

- Cuéntanos una hazaña de la guerra de independencia.

Felipe les contó a los niños que antes de conseguir la independencia, Cuba había logrado abolir la esclavitud a un caro precio para los negros, pues durante la Grande Guerra los esclavos de las plantaciones lucharon en el bando de los separatistas que prometían libertad e igualdad, pero ellos nunca consiguieron nada, pues la mayor parte de ellos cayó en el frente o fue asesinado brutalmente por los españoles, como represalia.

- ¡Esa sí que fue una gran injusticia! declaró Mariano.

- Os quiero hablar de la muerte en el campo batalla de los dos grandes líderes cubanos, Manuel de Céspedes y José Martí, para que entendáis que los conflictos armados no llevan a ninguna parte, les dijo Felipe.

Cuando ese día Felipe terminó de narrar los episodios bélicos, se levantó y con un gesto teatral dijo:

- De jóvenes vuestro abuelo y yo fuimos revolucionarios pacíficos y caminábamos por las calles, comiéndonos el mundo. Estábamos convencidos de que el futuro estaba en nuestras manos, de que nuestros actos del presente crearían el porvenir de mañana, pero no admitíamos de ninguna manera que se derramara sangre. Díselo Mariano… diles que queríamos la independencia sin guerras.

- Otra cosa por la que luchábamos Felipe y yo era por la igualdad entre blancos y negros. En nuestra familia lo hemos conseguido, por vuestras venas corre sangre negro y yo estoy muy orgulloso de ello, les dijo Mariano.

- Por la mías corre sangre aún más negro, les dijo Felipe estallando en una carcajada.








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