martedì 27 giugno 2023

La Habana - Cap. 5 (en español)


Una tarde de finales de abril, más fresca y menos bochornosa de lo que solía hacer en aquella época, Miguel y el Capitán zarparon rumbo a las islas Canarias. Mariano fue al muelle para despedirse de ellos. Se puso melancólico observando las maniobras del velero y el izado de velas. De buena gana se hubiera embarcado con ellos para regresar a su tierra. Desde que había pisado Cuba, cada mañana se despertaba con espanto y dolor en el pecho. Se lo comentó a Miguel, y él le dijo:

- A mí también me pasó lo mismo cuando me alejé de La Palma.

- Me siento abandonado y añoro a mi familia.

- No te preocupes, todos hemos pasado por eso.

- Mientras navegábamos, no noté nada. Ahora, en cambio, me despierto de sobresalto y paso un mal rato, le confesó Mariano.

- Claro, en el barco te sentías acogido y protegido por todos nosotros, le dijo Miguel riendo.

Antes de que el buque desprendiera el ancla del fondeadero, Mariano le entregó a Miguel una carta que escribió a su madre la noche anterior.


La Habana, 28 de abril de 1873.

Estimada madre,

me alegraré de que al recibir la presente esté usted en perfecta salud en compañía de toda la familia. Yo sigo bien gracias a Dios.

El señor Sarrá me está ayudando mucho, de momento me alojo en la trastienda de la Farmacia y muchos días me invita a almorzar en su casa. Por ahora estoy trabajando con él, pero me gustaría emplearme en el ramo comercial.

Cada día me levanto cuando empieza a clarear. A las seis de mañana bajo a la farmacia, a las ocho salgo para desayunar y tomo un café con leche en un establecimiento que está en la misma manzana. En Cuba los trabajadores solemos comer dos veces al día: el almuerzo a las once de la mañana y la comida a las cinco de la tarde. Después de la comida pasamos un rato sin hacer nada, que son las horas más pesadas por el calor que hace. A las seis volvemos a trabajar hasta las nueve. Tenemos un domingo libre cada quince días.

A veces al atardecer salgo a dar una vuelta con Pau, Pepe y Pedro, mis antiguos compañeros de camarote. ¿Se acuerda? Le hablé de ellos en otra carta. Son los que han abierto una tienda de comestibles en el centro de la ciudad, esperemos que les vaya bien. Pedro, me ha dicho que más adelante empezarán a vender semillas de siembra y que si logran salir adelante, voy a ocuparme yo de ese comercio. ¡Ojalá!

Como le dije me hice muy amigo de Miguel, un oficial del barco y también del Capitán. Siento que se embarquen mañana, me había acostumbrado a cenar con ellos. Usted se peguntará, ¿qué se come en Cuba?

Mi plato preferido es el arroz con frijoles, también llamado moros y cristianos. Los frijoles son menudos y negros, muy sabrosos, pero no tan delicados como los “fesols ganxet“ de Malgrat. Suelo almorzar cerdo, preparado de maneras muy diversas, otras veces comemos langostas y camarones. La cocinera del señor Sarrá guisa platos deliciosos, como la yuca con mojo (una raíz de sabor delicioso que se prepara con una salsa de ajos y limón), aguacates rellenos y plátanos fritos.

Espero que dentro de unos meses la situación política de España mejore y que yo pueda volver a casa, sin embargo ya me he hecho a la idea de que me voy a quedar aquí un año o al máximo dos. Les echo mucho de menos a todos. ¿Cómo están mis hermanos? Pienso a menudo en usted y en mi padre, en todo lo que me han enseñado. Les agradezco de corazón. ¿Cómo va todo por Malgrat? Dele recuerdos al maestro, al cura y al alcalde.

Nada le diré del juicio que formo de Cuba, porque hasta ahora apenas he visto el barrio de la Habana vieja y la zona del puerto. El señor Sarrá quiere que Felipe, un cochero de confianza, me lleve de paseo por toda la ciudad y por los alrededores. Un domingo quisiera coger el tren e irme a Güines, una ciudad al sur de La Habana. Ya les iré contando. Me voy a dormir porque mañana hay que madrugar. Me despido de usted con mucho afecto. Su hijo que le quiere mucho.

Mariano Defaus Moragas


Mientras el barco se iba alejando e iba perdiéndose de vista, Mariano se enderezó y se encaminó hacia el Palacio de Correos e Intendencia, ubicado en la plaza de Armas. Compró sellos y sobres y al salir oyó que alguien lo llamaba desde un coche de caballos:

- ¡Mariano! Era la voz de Felipe.

- Anda súbase, le llevo a dar una vuelta por la ciudad.

- ¿Pero hoy no haces de cochero? Le contestó Mariano.

- Hoy no, ya he terminado mi turno. ¿Le apetece dar una vuelta? ¿O tiene que ir al trabajo?

- Yo suelo trabajar de martes a sábado y algún que otro domingo.

- Hoy es lunes, así que he tenido suerte.

Mariano se sentó al lado del cochero para ver mejor todo lo que le iba mostrando.

- ¿Conoce usted la historia de La Habana? ¿Y la de esta plaza?

- ¡No tengo ni idea!

- Pues antes de empezar el recorrido sería mejor que supiera que esta ciudad fue fundada en 1514 por el conquistador español Pánfilo de Narváez, pero fue trasladada dos veces por plagas de mosquitos. En 1519 quedó ubicada en su situación actual y, según la leyenda, la primera misa se dijo debajo de una ceiba en la actual plaza de Armas. Poco después fue llamada Plaza de la iglesia, al construirse la Parroquia Mayor.

- ¿Qué es una ceiba?

- Es un árbol muy alto, de tronco grueso y de flores rojizas, ya se lo enseñaré cuando vea uno.

- Vale. Ya me imagino por qué se llama plaza de Armas. Allí defendían la ciudad. ¿No?

- No corra tanto, Mariano, vayamos por partes.

Felipe iba conduciendo el coche de caballos despacio, mientras contaba al muchacho catalán la historia de la ciudad y le iba indicando con la mano los edificios que citaba.

Al principio la ciudad que estaba naciendo se trataba de una pequeña área junto a la bahía, ocupada con construcciones, sobre todo de madera, que servían para las más elementales funciones públicas. Se cree que, por uno de sus lados, esta plaza se abría hacia a la bahía para facilitar las labores de desembarcadero y muelle. En 1558 se inició la construcción del Castillo de la Real Fuerza, que comprendía un espacio abierto en torno al castillo, una plaza de armas propiamente dicha, que serviría para recoger a los vecinos y bienes en caso de peligro. En el siglo pasado la Parroquia, perdiendo importancia al construirse la Catedral barroca de San Cristóbal a cinco cuadras más allá, se derribó y en su lugar se construyó el Palacio de Correos e Intendencia, también llamado palacio del Segundo Cabo, y por último se edificó el Palacio de los Capitanes.

Felipe dejó de hablar, detuvo el coche y le preguntó:

- ¿Le estoy aburriendo con toda mi charla?

- ¡Qué va, me interesa mucho! ¿De quién es esa estatua en el centro de la plaza? Y, por favor, tutéame.

- Me siento raro tuteándolo, pero lo voy a intentar. Es la estatua del rey Fernando VII de Borbón. ¿Sabes quién es? ¿No?

- Claro que lo sé, era rey de España, reinó a principios de siglo y era el padre de Isabel II.

- Cuéntame, cuéntame que yo sé poco de todo eso.

Mariano le contó que Fernando VII en 1830 abolió la Ley sálica, la que no permitía a las mujeres subir al trono, a favor de su hija Isabel, recién nacida. Cuando al cabo de tres años Fernando murió, Carlos, hermano del difunto, quiso tomar la corona, no aceptando a Isabel como reina, y de ahí empezaron las guerras carlistas. En 1868 la reina fue destronada tras la sublevación de los partidos progresistas, pero no lograron terminar con la monarquía.

- Esas malditas monarquías resisten siempre, le dijo Felipe.

- Sí, España ha sido siempre muy monárquica. Y quizás por eso la nueva constitución de 1869 mantuvo la monarquía.

Felipe volvió a detener a los caballos para escuchar las vicisitudes de la monarquía española.

En 1870 Amadeo de Saboya, hijo del rey Vittorio Emanuele de Italia y emparentado con la familia real borbónica, fue elegido rey, pero los partidos políticos y la nobleza nunca lo aceptaron, así como las clases populares que se burlaban de él por ser extranjero. Los carlistas aprovecharon la inestabilidad política para conquistar terreno. Y en 1872, a raíz de todo eso, estalló una verdadera guerra civil, sobre todo en el norte de España. En muchas ciudades hubo revueltas obreras y alzamientos republicanos. Ante tantas dificultades, Amadeo I abdicó en febrero de 1873. Así nació la primera República.

- Por ahora el gobierno republicano no ha sabido ni contener los malestares internos ni pactar con los carlistas… Me pongo malo pensando en esas malditas guerras que me han alejado de España, concluyó Mariano.

- Gracias por habérmelo narrado de forma tan sencilla y clara. A los cubanos nos llegan sólo las noticias de las grandezas de la Corona española y no las disputas internas.

- Mi familia era conservadora. Se fiaba de la política monárquica que promulgaba la iglesia y no se enteraba de lo que sucedía en el país. Cuando yo vivía allí no entendía el porqué de tantas disputas. Hasta hace poco yo tampoco conocía la historia de España.

- Es normal. Eres muy joven.

- Sin embargo, en el barco entablé amistad con un señor, al que todos llamaban profesor. Él me prestó un libro que había recién escrito sobre la historia contemporánea de España. Muchas tardes conversábamos y me confesó que era un republicano empedernido... Pero últimamente estaba desengañado por todo lo que estaba sucediendo y estaba huyendo antes de que cayera la República. El gobierno tenía los días contados, según él.

- Me hubiera gustado conocer al profesor. Yo, como él, aboliría todas las dinastías de Reyes. Según mi humilde parecer, la Monarquía es un mal de la sociedad. Espero que el mundo cambie y que deje atrás todos los errores que ha ido cometiendo. El peor para mí es la herencia al trono de los monarcas. De ahí nacen las guerras por el poder.

Se calló unos segundos, se puso de nuevo en marcha y luego le dijo al catalán:

- Bueno, antes de que oscurezca te llevo al otro lado de la bahía. En la boca del golfo de México, para que veas la posición estratégica de la ciudad, dijo Felipe.

- He visto en un mapa que al mar de la Habana lo llaman el Estrecho de Florida.

- Sí, da lo mismo, el estrecho de Florida es la continuación del Golfo de México. La Bahía de La Habana ha sido siempre un magnífico puerto natural, pero también ha sido muy vulnerable. ¿Tú sabías que la ciudad fue saqueada varias veces por piratas y corsarios?

- Me lo imaginaba.

Felipe disfrutó contándole que para proteger la entrada del puerto, a principios del siglo diecisiete fue erigido el Castillo de los Tres Santos Reyes Magos del Morro. Pero más tarde la ciudad también fue atacada por los ingleses cuando España entró en guerra con ellos. En 1762 los ingleses retuvieron La Habana por once meses. Cuando los españoles recuperaron el enclave a cambio de Florida, empezaron a construir la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña y amurallaron toda la ciudad. La Habana se convirtió en la ciudad más fortificada del Nuevo Mundo.

- Anda, Felipe, tú sabes mucho. Tus explicaciones me hacen volar a aquel entonces. Me emociona conocer los vestigios de La Habana.

- ¿Dónde naciste exactamente?

- Nací en Malgrat, una aldea marinera de la costa noroeste española... A unos cincuenta kilómetros al norte de Barcelona. Era un pueblo que subsistía gracias a la agricultura y a la pesca, pero desde que en 1859 llegó el ferrocarril se empezaron a desarrollar industrias y comercios. Incluso hay un astillero donde se construyen barcos bastante grandes. Mi pueblo no tiene puerto, los barcos no pueden desembarcar en la playa, hay que hacerlo con barcas.

- Pues a La Habana el ferrocarril llegó en 1837. Y el alumbrado público de gas en 1848... Yo espero siempre que el progreso nos salve. Pero tienen que dejar de maltratar a los esclavos, haciéndoles trabajar como animales. Ellos son los que construyen nuestras redes de ferrocarriles, clavan los palos del telégrafo e instalan las farolas. Sin negros, Cuba no tendría nada, dijo Felipe.

- Yo también creo en el progreso y aborrezco la esclavitud… Cuando de pequeño veía los barcos del astillero de mi pueblo, soñaba con ir a América. Y aquí me tienes, le contestó Mariano.

- Algún día te voy a contar cómo llegué a Cuba, le masculló Felipe encendiéndose un cigarrillo.

- Yo otro día también te voy a narrar mi historia, le contestó Mariano con voz triste.

- Bueno, pensemos en cosas positivas. ¡Cuánta prosperidad en Malgrat! Supongo que también llegaron los cables telegráficos. ¿No?

- Sí, y por cierto el año pasado el telégrafo me salvó la vida. Pero en Malgrat aún no tenemos alumbrado público... Sin embargo, en Barcelona desde 1850 hay más de 1500 farolas de aceite que iluminan las calles... ¡Pero, hay que ver, en Cuba, cuántos adelantos!

- Son las compañías francesas e inglesas las que invierten en Cuba para sus comercios e intereses. No te creas que salen perdiendo. Explotando a los esclavos se enriquecen sólo ellas y a los cubanos no nos llega nada.

Mientras Felipe hablaba, estaba alerta guiando sus caballos y en poco tiempo lo llevó al otro lado de la bahía, desde donde admiraron la belleza de La Habana. Bajaron del coche, pasearon por los alrededores del Castillo y, cuando recorrían el perímetro de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, cayó de golpe la noche.










giovedì 22 giugno 2023

L'arrivo a Cuba - Cap. 4 (in italiano)

 



Quando la nave si stava avvicinando al porto, le figure oscure che si muovevano da un posto all’altro lungo la banchina divenivano sempre più nitide per Mariano. Gli uomini di pelle nera che caricavano e scaricavano le merci erano alti e robusti e lui, guardandoli dal ponte, si sentiva piccolo rispetto a quei giganti.
L'odore di pesce marcio era così forte che le signore di prima classe si coprivano il naso con un fazzoletto imbevuto di profumo.
- Sto per svenire, disse la signora Valls, appoggiandosi alla dama di compagnia che aveva portato portata con sé da Barcellona.
La povera cameriera, che era nata e vissuta fino a un paio di mesi prima in un paesino sperduto della Catalogna e che non aveva mai visto una persona nera, nemmeno in un libro illustrato, era più spaventata che stordita dall'odore nauseabondo del porto.
- Devo mettere ancora un po' di acqua di colonia sul suo fazzoletto? Domandò la ragazza nascondendo la sua angoscia e lo sforzo che stava facendo per sostenere la paffuta padrona.

La signora Valls guardò di sbieco la cameriera, ma subito ricordò che l'aveva scelta come dama di compagnia per la sua nuova vita oltreoceano anche se era piuttosto inesperta. Aveva bisogno di una ragazza discreta, prudente, che non si lamentasse di nulla e se giovane tanto meglio, in modo da potersi adattare al suo modo di essere e alle sue manie, e finora la ragazza rispondeva a tutti questi requisiti, pensò.
Mariano, Pedro e i due fratelli sul ponte cominciarono a ridere quando videro l'espressione di comando della signora Valls mentre sorvegliava le operazioni di scarico dei suoi sessanta bauli.
- Attenti, maldestri che siete, mi romperete la cristalleria, le stoviglie e tutti gli oggetti delicati contenuti nei miei bauli.
- Non si preoccupi, signora, se lei ha imballato bene le cose, non si rovinerà nulla, rispose Miguel, che era quello che comandava le operazioni di scarico.
- Ramón, non dirmi che Alfredo si è occupato dell'imballaggio, devi licenziare quell'uomo, non sa fare niente, te lo ripeto da anni, brontolò la signora Valls.
- Eulalia, non è il momento di parlare male di Alfredo e, perché tu lo sappia, per me è un uomo affidabile e non penso di mandarlo mai via.
- A volte mi sembri sciocco, faccio fatica a credere di essere sposata con te, disse con rabbia.

- Se continui ad essere così agitata, ti sentirai male e poi sarà peggio. Per favore, adesso calmati! Gridò, in modo che tutti sapessero chi comandava.

- Vuole che le porti il ventaglio, signora? Domandò la povera ragazza, sudata e con affanno.

In pochi minuti ci fu un gran trambusto sulla banchina, cominciarono ad arrivare persone di ogni tipo: scugnizzi, venditori ambulanti, ciarlatani, donne con abiti succinti e sgargianti, saltimbanchi, nani e mendicanti.

La signora catalana ebbe un sussulto quando si accorse che a pochi metri da lei c'era una ragazza con un vestito attillato che rideva e si dimenava, avvicinandosi ai marinai che scaricavano la nave.

- Madonna santa ! Gridò disperata la signora Valls.

I passeggeri che stavano scendendo le scalette della nave si fermarono a guardare le manfrine della donna.

- All'imbrunire di solito le prostitute si offrono nei bassifondi del porto, ma di giorno si aggirano nei moli dove attraccano le navi, spiegò il farmacista a Mariano e ai suoi compagni.

- Quanto sono belle le donne cubane e con quale garbo si muovono, se potessi le morderei una ad una! Disse Pedro, il più spavaldo dei tre fratelli.

- Facciamo scendere tutti i passeggeri e restiamo quassù per non perdere lo spettacolo dello sbarco.

Mariano era impaziente di scendere a terra, ma seguendo le indicazioni del farmacista Sarrá, fu uno degli ultimi a lasciare la nave.

Appoggiato alla ringhiera del ponte, rimase immobile e mentre ascoltava il frastuono del porto e osservava la grottesca pantomima messa in scena dalla signora Valls, il suo pensiero tornò a Malgrat, il suo paese, al tendone dove si stava svolgendo una rappresentazione teatrale. Un paio di giorni prima della festa di San Rocco, il santo patrono, un gruppo di attori itineranti arrivava in paese per recitare sotto la grande tenda che il sindaco faceva allestire per i festeggiamenti. Un pomeriggio Mariano e i suoi fratelli andarono con i genitori a vedere ¿Quién es el novio, un sainete di Pedro María Barrera. Un folto pubblico, composto dagli abitanti del villaggio e dei dintorni, applaudì con entusiasmo la satira della vita quotidiana di provincia. L'opera di Barrera era una commedia, ma l'autore volle darle un'intenzione morale toccando il tema dei matrimoni combinati, condannando la smania di beni materiali che accecava alcune donne all’ora di sposarsi. L'esilarante interpretazione della protagonista fece piangere Mariano dalle risate.

Le urla della signora Valls lo riportarono alla realtà. La donna diceva al marito che la carrozza era sgangherata e che lei non ci voleva salire. Il marito, che aveva acquistato una villa fuori dell'Avana tramite procura notarile e che non vedeva l’ora di raggiungerla, perse la pazienza e la costrinse a salire sulla carrozza con una spinta.
Nel frattempo i passeggeri che scendevano dalla nave rimasero sbalorditi guardando una donna mulatta dal corpo statuario e dal vestito scollato, che prese un marinaio per un braccio e lo condusse via, ondeggiando sensualmente i fianchi.
- Vi avevo avvertito che le donne cubane sono molto intraprendenti, disse José Sarrá, sorridendo.
- Sì che ce l’aveva detto e anche che sull'isola faceva molto caldo; aveva ragione su tutto, ma l'aria dell'Avana non è solo calda è soprattutto carica d’umidità, gli disse Mariano piuttosto timoroso, evitando di parlare della bellezza delle ragazze cubane.
- È come essere in un bagno turco pieno di belle donne, disse Pedro.
- Non preoccupatevi del clima, vi abituerete, invece dovete stare attenti alle donne, non lasciatevi sedurre dalla prima bella cubana che vi voglia conquistare.
- A me piacciono da morire le mulatte! disse il maggiore dei fratelli, lasciando da parte la sua timidezza.
- Bene ragazzi, smettetela di pensare alle ragazze mulatte. E adesso sarebbe l’ora di farmi conoscere i vostri progetti. Sarebbe una brutta cosa non avere un posto dove andare a dormire questa notte.
- Noi alloggeremo in una pensione di via Mercaderes, proprio dietro il molo, vicino al negozio che vogliamo comprare. Il bottegaio di Mataró ce l'ha raccomandata nella sua ultima lettera, ha detto che merita ed è molto economica, disse Pedro.
- Tenete d'occhio le vostre cose, in quelle zone rubano da morire, rispose il farmacista.
- Non si preoccupi, siamo catalani e sappiamo come tenere al sicuro i nostri soldi. Mariano, ti lasciamo l'indirizzo della pensione così potrai venire a trovarci, disse il secondo dei fratelli.
Mentre i tre fratelli scendevano dalla nave, il farmacista seguitò a parlare con Mariano:
- E tu cosa farai?
- Le avevo già detto che ho un po' di soldi da parte e che mi posso permettere di affittare una stanza da qualche parte.
- Non è necessario. Ho promesso al sindaco di Malgrat che ti avrei ospitato nel retrobottega della farmacia finché non avrai trovato un posto decente dove vivere.
- Le sono molto grato, ma non voglio disturbarla.
- Non disturbi affatto, inoltre, come sai, ho bisogno di un assistente di farmacia. Il mio socio è un po' tirchio e non voleva prendere nessun altro, ma io gli ho mandato un telegramma e l'ho convinto. Sono riuscito a farti lavorare per noi tre o quattro volte alla settimana, nei giorni in cui arrivano gli ordini. Ti occuperai del rifornimento del magazzino, ma sappi che nessuno ti obbligherà a rimanere in farmacia.
- Per il momento accetterò volentieri la sua offerta. Mi vergognavo a dirle che vorrei dedicarmi al commercio delle sementi, ma adesso che lei mi ha chiarito la sua posizione io mi sono tolto un peso, disse Mariano, sorridendo.
- All'inizio è la cosa migliore che tu possa fare per abituarti alla nuova vita. Ma penso che sia molto positivo che tu abbia dei progetti per il futuro e che tu sia un po’ ambizioso. Oh, parlando, parlando rischiamo di essere gli ultimi a lasciare la nave. Direi che adesso possiamo scendere, disse il farmacista.
José Sarrá si muoveva molto bene per il porto e per la città, era evidente che era conosciuto da tutti, invece Mariano si sentiva fuori luogo e guardava con stupore tutto ciò che lo circondava.
Mentre stavano salutando il capitano e gli ufficiali, Miguel disse a Mariano:
- Ci vediamo una di queste sere a bere un bicchierino?
- Noi ci fermeremo più di una settimana in città, prima che tutto sia pronto per il nostro viaggio di ritorno, disse il capitano.
- Che ne dite di vederci domani alle otto? In via Lamparilla c'è una trattoria chiamata Tio Ramiro, dove cucinano piatti di pesce che fanno resuscitare i morti, gli disse Miguel.
José chiamò qualcuno fischiettando e subito arrivò una carrozza, guidata da un omino nero.
- Buona sera, signor Sarrá, ha fatto buon viaggio? Che piacere rivederla! Cosa l’ha riportato all'Avana?
- Ciao Felipe, come sempre la Farmacia mi chiama. Questo è Mariano, un mio compaesano.
A Mariano sembrò strano che un signore distinto come il farmacista si rivolgesse al conducente di una carrozza trainata da cavalli come se fosse un amico, ma gli piacque quella cordialità.
- Felipe conosce a memoria l'indirizzo della farmacia, ma tu, Mariano, dovresti memorizzarlo : Calle Teniente Rey 41
- Stia attento Señorito Mariano, sono tempi duri, i ribelli guidati da Céspedes combattono per l'indipendenza di Cuba dalla Spagna e ci sono lotte tra spagnoli e separatisti. Sembra che gli spagnoli si siano alleati con i peninsulares, così chiamiamo gli spagnoli nati in Spagna ma residenti a Cuba, ed è per questo che Céspedes non se la passa molto bene. Comunque qui per adesso siamo abbastanza tranquilli, ma tra non molto anche da noi dovrebbe arrivare l'eco della rivoluzione.
- Felipe è al corrente di tutto, gli disse José Sarrá quando vide lo sguardo stupito di Mariano.
- Chi è Céspedes? Domandò Mariano a Felipe.
- Carlos Manuel de Céspedes è un poeta, un avvocato e un proprietario di piantagioni di zucchero. È stato lui la forza trainante della rivolta dell'ottobre 1868, con un inizio promettente. Chiedeva l'abolizione della schiavitù e liberò i suoi schiavi in un atto di solidarietà. Céspedes proclamò il famoso Grito de Yara, un grido di libertà per una Cuba indipendente, incoraggiando altri separatisti ad unirsi a lui. Alcune settimane dopo lo storico Grito de Yara, l'avvocato radunò un esercito di oltre 1.500 uomini e marciò fiducioso verso Bayamo, che fu conquistata in pochi giorni, ma le cose non andarono come aveva previsto, il conflitto si arenò, nonostante l'aiuto del generale mulatto di Santiago, Antonio Maceo, piuttosto duro e intransigente, per questo soprannominato il Titano di Bronzo, e dell'altrettanto battagliero dominicano Máximo Gómez.

- Ci dipinge una brutta situazione, disse Sarrá.

- Si, adesso è un brutto momento, Céspedes è rimasto impantanato. La ribellione non sta decollando, anche a causa degli sconvolgimenti economici che ne derivano: gli spagnoli stanno distruggendo le piantagioni di zucchero di coloro che appoggiano i sostenitori dell'indipendenza.

- Intende dire che i successi iniziali si sono insabbiati?

- Sì, sono pessimista, sarà una vicenda lunga, disse Felipe.

- Accidenti quante cose sono successe nei mesi in cui sono stato in Spagna, rispose il farmacista.

Mariano, dopo aver ascoltato le ultime parole di Felipe, pensò che non era stato molto fortunato: era fuggito dalla Spagna in guerra e ora si trovava nel bel mezzo della guerriglia cubana.

- Non lo dirò ai miei genitori, si disse.

Il farmacista gli raccontò poi che Felipe era stato schiavo in una piantagione di tabacco, ma che il suo padrone lo aveva liberato e lo aveva fatto studiare all'Avana.

- Felipe legge molto e ama conversare con la gente, concluse il farmacista.

- È per questo che conosce la realtà politica del Paese. Parla così bene, sembra un professore, disse Mariano.

I primi giorni all'Avana furono difficili per Mariano. I rivoluzionari erano piuttosto attivi nella parte orientale, ma in tutta l'isola nascevano sommosse e disordini.

Ogni volta che poteva, Mariano si recava al quartiere dei mercanti, dove si comprava e si vendeva ogni genere di merce. Quando una pattuglia di soldati coloniali si fermava, alla ricerca di sostenitori dell'indipendenza o di persone che li appoggiassero, lui si nascondeva dietro i portoni. Mariano non smise mai di recarsi alla Lotja, così veniva chiamato dai catalani l'edificio dove si svolgevano le procedure mercantili, anche se sapeva che era un brutto momento per avviare un'attività.

Anche per i tre fratelli barcellonesi gli affari non andavano come si sarebbero aspettati, il negozio di alimentari che avevano avviato non rendeva a sufficienza, ma loro tre continuavano a divertirsi, mangiando e bevendo nelle taverne e, soprattutto frequentando i bordelli. Pedro andava spesso in farmacia a cercare Mariano e insieme uscivano a bere un bicchiere di vino.

- Mariano, non metterti insieme a nessuna donna e non sposarti mai, Pedro gli diceva.

- Beh, mi piacerebbe sposarmi, ma non adesso, forse tra qualche anno.

- Noi abbiamo un patto tacito: resteremo celibi tutta vita.

- Siete tre strani bottegai, vi piacciono le donne, ma non volete condividere la vostra vita con una di loro, preferite frequentare i bordelli.

A quel tempo era consuetudine per gli uomini saziare i propri appetiti sessuali con le prostitute. In molte strade dell'Avana vecchia e soprattutto nei bassifondi del porto, donne di tutte le età e di tutti i colori si offrivano ai passanti. Mariano non poteva crederci, anche nel suo paese c'era una casa di barrets, così si chiamavano i bordelli in Catalogna, ma tutto avveniva con discrezione e non alla luce del sole e con tanta sfacciataggine come in quella città.

- I bottegai di Barcelona non sono persone così bizzarre, disse Mariano a Miguel l'ultima notte che passarono insieme, prima che l'ufficiale salpasse per le Canarie.

- Che cosa intende dire?

- A quanto pare, dato che io detesto i bordelli e sogno una bella moglie, sarei io quello più strano di tutti.







venerdì 9 giugno 2023

La llegada a Cuba - Cap. 4 (en español)

 


Cuando el barco empezó a acercarse al puerto, las siluetas oscuras que se movían por el muelle se le hicieron a Mariano cada vez más nítidas. Los muchachos negros que cargaban y descargaban mercancías eran altos y robustos y él, observándolos desde la cubierta, se sintió bajito comparado con aquellos gigantes.

El olor a pescado podrido era tan fuerte que las señoras de primera clase se cubrieron la nariz con un pañuelo empapado de perfume.

- Me voy a desmayar, dijo la señora Valls, apoyándose en María, la dama de compañía que se había traído de Barcelona.

La pobre criada, que había nacido y vivido hasta hacía un par de meses en un pueblecito del interior de Cataluña y que no había visto jamás a un negrito, ni siquiera en un libro ilustrado, estaba más asustada que mareada por el olor nauseabundo del puerto.

- ¿Le pongo un poco más de agua de colonia en el pañuelo? Le preguntó María, disimulando su angustia y el esfuerzo que hacía aguantando a la rechoncha señora.

La señora Valls miró a la doncella de soslayo, pero en seguida recordó que la había elegido para que la acompañara en su nueva vida cubana a pesar de que no tuviera experiencia. Ella necesitaba a una muchacha, discreta, prudente, que no se quejara de nada y cuanto más joven mejor para que se fuera amoldando a su forma de ser y a sus manías; hasta ahora la chica estaba cumpliendo esos requisitos, pensó.

Mariano, Pedro y sus dos hermanos desde la cubierta se reían al ver la cara que ponía la señora Valls vigilando como un alguacil la descarga de sus sesenta baúles.

- ¡Cuidado, energúmeno! ¡Qué me vais a romper mi cristalería y mi vajilla!

- No se preocupe, señora, si las ha embalado bien, no se va a estropear nada, le contestó Miguel, que estaba dirigiendo el desembarco.

- Ramón, no me digas que del embalaje se encargó Alfredo. Ese hombre lo tienes que despedir. Es una birria, hace años que te lo digo, refunfuñó la señora Valls.

- Eulalia, no es el momento de hablar mal de Alfredo. Y para que te enteres bien, él es un hombre de fiar, no voy a despedirlo jamás.

- A veces pareces tonto, me cuesta creer que estoy casada contigo, le dijo enojada.

- Si sigues tan nerviosa te dará un patatús y será peor. ¡Por favor, cálmate ya! Le soltó él gritando, para que todo el mundo se enterara de quién era el que mandaba.

- ¿Quiere que le traiga el abanico, señora? Le preguntó María, sudada y sofocada.

En pocos minutos se produjo en el muelle un gran alboroto, empezó a llegar gente de toda clase: chiquillos, vendedores ambulantes, charlatanes, mujeres con trajes escotados y chillones, saltimbanquis, enanos y mendigos.

A la dama catalana se le crispó la cara al darse cuenta de que a pocos metros de ella había una muchacha con un vestido muy ceñido que se reía y que con gran desenvoltura se insinuaba a los marineros que estaban ayudando a los mozos a descargar bultos.

- Virgen Santa, chilló desesperada la señora Valls.

Los pasajeros que estaban bajando por la escalerilla del barco se pararon contemplando divertidos los aspavientos de aquella mujer.

- Al atardecer las prostitutas suelen ofrecerse en los tugurios del puerto, de día en cambio rondan por los muelles donde atraca un navío, les explicó el farmacéutico.

- ¡Qué guapas son las cubanas y que bien contonean, me las comería a todas! Dijo Pedro, el más desenfadado de los tres hermanos.

- Dejemos bajar a todos los pasajeros. Yo me quedaría aquí arriba para no perder el espectáculo del desembarque, dijo el farmacéutico.

Mariano estaba impaciente por tocar tierra, sin embargo, siguiendo las indicaciones del señor Sarrá, fue uno de los últimos en dejar el buque.

Apoyado en la barandilla de la cubierta, se quedó quieto escuchando el barullo del puerto y mirando la pantomima grotesca que montaba la señora Valls. Sus pensamientos volaron hacia su pueblo, a la carpa donde se representaba una obra de teatro. Un par de días antes de las fiestas de San Roque, el santo patrón, llegaba al pueblo un grupo de actores ambulantes para actuar en el palco del entoldado que el ayuntamiento montaba para los festejos. Una tarde Mariano y sus hermanos fueron a ver con sus padres ¿Quién es el novio?, un sainete de Pedro María Barrera. Una gran muchedumbre, compuesta por numerosos paisanos del pueblo y por gente de los alrededores, aplaudió con entusiasmo aquella sátira de vida cotidiana provinciana. La obra de Barrera era una comedia, sin embargo, al autor quiso darle una intención moral al tocar el tema de las bodas concertadas, condenando el afán de bienes materiales que ciega a algunas mujeres al contraer matrimonio. A Mariano la actuación hilarante de la protagonista hizo que se le cayeran las lágrimas de risa.

Los gritos de la señora Valls, lo devolvieron a la realidad. La mujer le chillaba al marido que el carruaje era destartalado y que no quería subirse. El marido, que había comprado a través de poder notarial una finca con una mansión en las afueras de La Habana estaba impaciente para ir a verla, perdió la paciencia, obligándola a subirse con un empujón.

Los pasajeros que iban bajando del barco se quedaron boquiabiertos mirando a una mulata, con un cuerpo escultural y un vestido escotado, que, cogiendo del brazo a un marinero, se lo llevó moviendo sus caderas de forma sensual.

- Ya os avisé de que las cubanas tienen mucho desparpajo, les dijo sonriendo José Sarrá.

- Sí, y también nos dijo usted que hacía mucho calor en la isla, y llevaba razón en todo. Sin embargo, el aire de La Habana no es sólo caliente sino que está cargado de humedad, le dijo Mariano, un poco cohibido.

- Es como estar en un baño turco lleno de hembras guapas, dijo Pedro.

- No os preocupéis por el clima, ya os iréis acostumbrando. De lo que sí que hay que tener cuidado es de las mujeres. No os dejéis engatusar por la primera cubana hermosa que quiera atraparos.

- ¡Me encantan las mulatas! Dijo tímidamente Pau, el mayor de los hermanos.

- Bueno, chicos, dejad de pensar en las negritas. Ya va siendo hora de que me contéis vuestros planes. Sería una mala pasada no tener dónde caerse muerto.

- Nosotros vamos a ir a una pensión de la calle Mercaderes, justo detrás del muelle, cerca de la tienda que vamos a comprar. El tendero de Mataró nos la recomendó en su última carta, dijo que era buena y barata, le comentó Pedro.

- Vigilad vuestras pertenencias, en esa zona de la Habana vieja desvalijan de mala manera, le contestó el farmacéutico.

- No se preocupe, somos catalanes y sabemos cómo guardar bien nuestro dinero. Mariano, te dejamos la dirección de la pensión para que vengas a vernos, dijo Pepe.

Mientras los tres hermanos bajaban del navío, el farmacéutico siguió hablando con Mariano:

- ¿Y tú, qué piensas hacer?

- Ya se lo dije en el barco, tengo un poco de dinero y voy a alquilar un cuarto.

- No hace falta. Le prometí al alcalde de Malgrat que te acogería en la trastienda de la farmacia, hasta que no encontraras una vivienda decente.

- Se lo agradezco mucho, pero no quisiera molestarlo.

- De ninguna manera molestas, además, como ya sabes, necesito a un ayudante de farmacia. Mi socio es un poco agarrado y no quiere emplear a nadie más. Pero yo le he enviado un telegrama y lo he convencido.

- De verdad?

-Sí, he conseguido que trabajes cuando llegan los pedidos, es decir casi cada día. Te ocuparás del abastecimiento del almacén. Pero tienes que saber que nadie te obligará a quedarte en la farmacia.

- De momento acepto de buena gana su oferta. Me daba vergüenza decirle que quisiera dedicarme al comercio de semillas, pero ahora que usted me acaba de aclararlo todo, me he sacado un peso de encima, le dijo Mariano sonriendo.

- Al principio, para ambientarte, es lo mejor que puedes hacer. Sin embargo, me parece muy bien que tengas planes para el futuro y que seas ambicioso. ¡Uy! habla y que te hable, vamos a ser los últimos en dejar el buque. Ahora sí que podemos ir bajando, le dijo el farmacéutico.

José Sarrá se movía bien por el puerto, se le notaba que todo el mundo le reconocía, en cambio Mariano se sentía desubicado y miraba pasmado todo lo que había a su alrededor.

Cuando se estaban despidiendo del capitán y de los oficiales, Miguel le dijo a Mariano:

- ¿Nos vemos para ir a tomar una copa?

- Vamos a quedarnos más de una semana en la ciudad, hasta que todo esté listo para el viaje de vuelta, le dijo el capitán.

- ¿Te parece bien mañana a las ocho? En la calle Lamparilla hay una taberna llamada Tío Ramiro, sirven raciones de pescado que resucitan a los muertos, le dijo Miguel.

José llamó a alguien con un silbido y enseguida llegó un carruaje, guiado por un negrito.

- Buenas tardes, José, ¿has hecho un buen viaje? ¡Qué gusto volver a verte! ¿Qué se te trae otra vez por La Habana?

- Hola, Felipe, pues como siempre la Farmacia me llama. Éste es Mariano, un compaisano mío.

A Mariano le pareció raro que un señor distinguido como el farmacéutico se dejara tutear por un conductor de coche de caballos, como si fuera un amigo, sin embargo le gustó aquella cordialidad.

- Felipe ya sabe de memoria la dirección de la Farmacia, pero tú, Mariano apúntatela: calle Teniente Rey número 41.

- Tenga cuidado, señorito Mariano, son tiempos duros, los rebeldes guiados por Céspedes luchan para que Cuba sea independiente de España y hay peleas sangrientas entre españoles y separatistas. Aquí en el oeste estamos bastante tranquilos, pero no tardará a llegar el eco de la revolución.

- Felipe está al tanto de todo, le dijo José Sarrá al ver la cara de asombro que ponía Mariano.

- ¿Quién es Céspedes? Le preguntó Mariano a Felipe.

- Carlos Manuel de Céspedes era un poeta, abogado y dueño de plantaciones de azúcar. Fue él quien impulsó el levantamiento en octubre de 1868 y tuvo un inicio prometedor.

Felipe, guiando con cuidado los caballos, siguió contándoles de Céspedes:

Reclamaba la abolición de la esclavitud y liberó a sus esclavos en un acto de solidaridad. Proclamó el famoso Grito de Yara, un grito de libertad por una Cuba independiente, en el que alentaba a otros separatistas a sumarse. Semanas después del histórico Grito de Yara, el abogado, convertido en general, formó un ejército de más de 1500 hombres y marchó desafiante por Bayamo, ciudad que fue tomada en cuestión de días. Pero las cosas no fueron cómo él quería, el conflicto se fue estancando, a pesar de la ayuda que tuvo del general mulato Antonio Maceo, un duro e inflexible santiaguero apodado el Titán de Bronce, y del dominicano igualmente aguerrido Máximo Gómez. Los españoles se aliaron con los peninsulares, españoles nacidos en España pero que vivían en Cuba, y Céspedes empezó a perder terreno, a pesar de que había reunido a más de siete mil hombres, casi todos negros. Los españoles atacaron Bayamo. Los revolucionarios empezaron a quemar la ciudad y los pocos soldados huyeron.

- Nos lo pintas fatal, dijo José Sarrá.

- Es un mal momento, pues ahora Céspedes se ha quedado rezagado. Más que nada hay guerrillas. Los revolucionarios, retirándose, siguen quemando las plantaciones para que no sean tomadas por los españoles. A su vez, los españoles requisan ganado, azúcar y tabaco de los terratenientes que apoyan a los independentistas.

- ¿Quieres decir que los éxitos iniciales se han quedado en punto muerto?

- Sí, yo soy pesimista, la guerra siempre es un desastre. Además la mayor parte de los que luchan y mueren siguen siendo los negros, contestó Felipe.

- Pero los negros luchan por su libertad, ¿no? preguntó José Sarrá.

- Piensa en que la mayor parte de las veces los amos han obligado a sus exesclavos a coger un machete y a combatir. Pobres negros, catapultados en primera línea con palos y cuchillos, mientras que los españoles pelean con fusiles y cañones, dijo Felipe.

- Hay que ver todo lo que ha pasado en los meses que he estado en España, dijo el farmacéutico.

Mariano, tras oír las últimas palabras de Felipe, pensó en que no tenía mucha suerte: había huido de las guerras carlistas de España y había desembarcado en una isla repleta de guerrillas.

- Por ahora no le voy a decir nada a mi madre, se dijo.

El farmacéutico le contó que Felipe había sido un esclavo en una plantación de tabaco, pero que su dueño le dio la libertad y le costeó los estudios en La Habana.

- Felipe lee mucho y le gusta conversar con la gente, concluyó el farmacéutico.

- Claro, por eso sabe tanto de la realidad política del país y habla tan bien como un profesor, le contestó Mariano.

Los primeros tiempos en La Habana, fueron difíciles para Mariano. Los revolucionarios seguían actuando en la parte oriental, pero en toda la isla había revueltas y desórdenes.

Mariano siempre que podía iba al barrio de los mercaderes, donde se vendían y compraban toda clase de mercancías. Cuando una patrulla de soldados coloniales se detenía, en busca de independentistas o gente que les apoyara, él se escondía dentro de los portales. Mariano no dejaba de ir a la Lotja, así llamaban los catalanes al edificio donde tenían lugar los trámites mercantiles, a pesar de que supiera que era un mal momento para abrir una actividad comercial.

A los tres hermanos de Barcelona, los negocios tampoco les iban del todo bien, la tienda de comestibles que les habían traspasado no daba para más; sin embargo, seguían disfrutando, comiendo y bebiendo en las tabernas y sobre todo dedicándose al alterne de mujeres. Pedro, a menudo pasaba por la farmacia a buscar a Mariano y juntos salían a tomar una copa.

- No te enredes seriamente con ninguna mujer y no te cases nunca, le sermoneó Pedro.

- Pues a mí me gustaría casarme, pero no ahora, quizás dentro de unos años.

- Los tres tenemos un pacto tácito: nos quedaremos solteros para toda la vida.

- ¡Mira que sois unos tenderos raros! Os gustan las mujeres, pero no queréis compartir vuestra vida con una de ellas, preferís las prostitutas.

En aquella época era costumbre que los hombres saciaran sus apetitos sexuales con prostitutas. En muchas calles de La Habana vieja y sobre todo en los tugurios del puerto, mujeres de todas las edades y colores se ofrecían a los viandantes. Mariano no se lo podía creer, en su pueblo también había una casa de barrets, así llamaban en Cataluña los prostíbulos, pero todo sucedía con discreción y no a la luz del sol y con tanto desparpajo como en aquella ciudad.

- No son tan raros los tenderos, le dijo Mariano a Miguel la última noche, antes de que el oficial se embarcara para las islas Canarias.

- ¿Qué quieres decir con eso?

- Por lo visto, detestando los prostíbulos y soñando con una bella esposa, la persona rara, aquí soy yo.

- ¡Pues sí que eres raro! ¡Pero yo me voy a dormir! le dijo Miguel bostezando y dándole con los puños golpecitos en la espalda.

Mariano estaba a punto de contarle sus escaramuzas en el prostíbulo de Malgrat, pero se calló.