Un sábado por la mañana, Lucía se levantó más tarde de lo
normal. Antes de entrar en el cuarto de baño miró hacia la estantería y se fijó en un
libro rojo. En seguida lo reconoció, era de una
escritora francesa. Lo abrió donde había
un marcador, un billete de tren del 7 de julio
2017. Cerró los ojos y se vio sentada en un vagón repleto
de gente con su marido; estaban dirigiéndose a
Viareggio, ciudad toscana famosa por sus grandes playas. Pasaron un día precioso y
entrañable, Lucía aún se acordaba de lo que le
dijo Vittorio cuando le propuso aquella
excursión:
- ¿Te
gustaría ir a la playa en tren? Nada de coche, una
mochila, una sombrilla y un libro como en los viejos tiempos.
Luego sus ojos se
fijaron en una frase de la página 222 que
decía:
“Ho
iniziato a fare di me stessa un essere letterario, qualcuno che
vive le cose come se un giorno dovessero essere scritte” (he empezado a convertirme en un ser literaro, en alguien que vive las cosas como si tuvieran que escribirse)
La
leyó dos veces y en seguida aquellas
palabras le trajeron un recuerdo:
Era un
domingo de finales de verano o principios de otoño,
paseaba cerca del mar con Ana, una compañera del colegio,
tenían diecisiete años. Lucía desde que nació
vivía en el pueblo. Ana en cambio llegó al empezar
la escuela secundaria. Su padre, quien era agrimensor,
decidió dejar su trabajo y Lleida, su tierra natal, para
trasladarse al pueblo de su mujer y poner una granja en
las afueras del pueblo, donde criaría gallinas
ponedoras. Era una chica estudiosa y con ideas muy claras,
ya en primero de bachillerato les
dijo a sus compañeras:
-
Yo quiero ser médico, cueste lo que cueste.
Ana
era miope, llevaba gafas de pasta, tenía una cara muy bonita y una
cabellera ondulada. A los doce años era la más alta de la clase,
pero pronto otras chicas crecieron más que ella y dejó de tener una
estatura mayor al promedio. Lucía, a quien todos llamaban Lía,
tenía el pelo lacio, no era tan guapa como Ana, pero tenía una
sonrisa agasajadora. Nunca había sido alta pero fue creciendo
despacio y a los catorce años alcanzó a Ana.
Lucía estaba
muy a gusto con Ana, quizás porque se parecían un
poco, las dos eran tímidas por lo que se refería
a amores o noviazgos. No les gustaba
engalanarse como solían hacer las chicas de su edad.
Casi nunca iban a bailar y no les gustaba lucir
trajes ceñidos. En cambio eran curiosas y les interesaba
lo que pasaba más allá de pueblo.
A los dieciséis
años casi todas las chicas del pueblo tenían novio formal, las
madres de las muchachas estaban orgullosas de ello y radiantes de
alegría. Si los muchachos eran buenos partidos, les
invitaban a comer algún que otro domingo soñando con una
boda de película.
Cuando
las ideas hippies llegaron al pueblo, Ana fue una de las
primeras en comprarse un capazo de paja, una falda ancha floreada y
botas camperas. A Lía no le gustaba pertenecer
exclusivamente a una pandilla de amigos, por eso tenía siempre
los pies en varios bandos, pero poco a poco fue
decantándose hacia los grupos más progres y por
consiguiente poniéndose prendas más informales, a pesar
de las quejas de su madre.
Ana
y Lía eran un
poco raras para los chicos de la zona, se les notaba
que les sofocaba
el pueblo. El último
año, el COU, se matricularon
en el Instituto
público de Mataró; eso
ya les pareció una
conquista, a pesar delo agotador que era coger el
tren tan temprano por las mañanas.
El
viaje hacia Mataró duraba una media hora, todos los
viajeros subían soñolientos y nada más sentarse
se dormían, ni siquiera los
estudiantes reparaban en
ellas. Fue una pequeña decepción
para ambas, pues se habían imaginado que su vida fuera del
pueblo, iba a ser más
emocionante y con
encuentros interesantes; en cambio muchos de los compañeros y
compañeras de curso eran sosos y algunos incluso las miraban de
soslayo, como diciendo, sois unas
pueblerinas. Pero ellas se divertían lo mismo charlando
y riendo, pues sabían que sólo les faltaba un año para
ir a Barcelona, Ana para
estudiar ella Medicina y Lía Químicas.
Lucía recordaba
como si fuera ayer las palabras de Ana mientras paseaban a
orillas del mar:
-
Algunas veces me veo como en una película, me observo desde lo alto
y me asombro de lo que hago y pienso. Entonces soy más sabia y menos
impulsiva cuando he de decidir alguna cosa importante.
- A
mí también me pasa algo parecido. Me gusta alejarme de mí
misma para espiarme. Tal vez estoy
de acuerdo con como actúo, pero la mayor parte de las
veces, estoy convencida de que hubiera debido hacer lo contrario. Soy
demasiado indecisa, sobre todo cuando pienso en que
mi madre no estará de acuerdo conmigo, tú ya sabes que ella es
muy sufridora.
- Es
normal tener dudas, a todos nos pasa lo mismo, tonta. Yo
también tengo miedo de equivocarme, por eso el próximo año haré
todo lo que quieran mis padres, pero una vez instalada en Barcelona
quiero independizarme, le dijo Ana cogiéndola del brazo.
Aquella
tarde de 1973, quietas tomando
el sol, aún no sabían que sus caminos iban a
separarse completamente.
Las
dos, parcas y sobrias, llegaron a Barcelona a
los dieciocho años, cada una con su maleta se
instaló en una
residencia universitaria. Ana obtuvo
una plaza en un
colegio mayor, sin embargo, como
ella había
previsto duró muy
poco su vida
monacal, en primavera se trasladó a un piso
de estudiantes.
Lucía
se alojó en una
residencia que hospedaba tanto
a estudiantes como a enfermeras jubiladas. Estaba
muy bien de precio y era céntrica,
pero el ambiente era un poco lúgubre. Las
muchachas coincidían en el comedor con las señoras
ancianas, quienes sorbían silenciosas un
plato de caldo para
cenar, ya que algunas de ellas eran desdentadas. Compartían
también con las mujeres jubiladas
el cuarto de baño, puesto que en las habitaciones había
sólo un lavabo.
Ana
y Lucía aquel
año estudiaron de verdad, madrugaban para ir a
clases y salían poco, mucho
menos de lo que se habían imaginado cuando juntas hablaban de su
vida futura en Barcelona. Tenían horario fijo para
desayunos y cenas y sus residencias cerraban a las once de la
noche. Sin embargo, cada
una en su Facultad, empezó a
conocer a gente nueva, dejando de lado a los
amigos del pueblo, y poco
a poco las dos se
distanciaron. A veces coincidían algún que otro fin
de semana en el pueblo pero nunca más fueron a pasear juntas a
orillas del mar.
Al
final del primer curso Lucía se fue a vivir a un apartamento. Montse, una compañera suya de facultad, su hermana mayor y a otra
chica, todas oriundas de
Tarragona eran las inquilinas del piso. El departamento era
diminuto, pero moderno y cómodo, estaba un poco lejos del
centro y de la
zona universitaria, pero andando
o en autobús se llegaba a plaza Lesseps
y desde allí se podía coger el metro para ir
a cualquier parte. Lucía
compartía habitación con Montse, con quien entabló una
buena amistad, y con la que compartía muchas horas de
estudio. Montse era una chica alta y delgada, su
cara tenía una belleza exótica, pero sus
labios finos le daban un aire melancólico; tenía afición
a los estudios y era
muy buena en matemáticas, pero
no tenía muchos amigos.
A
principios del tercer
curso Lía conoció
a Vittorio, un chico italiano, del que se enamoró. Lo
hospedó en su pequeña habitación con un ventanuco que
daba al hueco del ascensor. Era casi un trastero, pero para
Lía era todo un lujo, quizás
porque era su primera habitación sin compartir. Le encantaba
aquel apartamento antiguo y céntrico, ubicado en
el Ensanche, cerca de la estación de Sants, al que se
había mudado con las chicas de Tarragona a
finales del segundo año.
Sin
embargo tuvieron
que marcharse del
piso del Ensanche, ya
que sus compañeras de piso se
quejaban de que Lucía invitara amigos cada
dos por tres. Alba, era una chica que estudiaba
para enfermera, era
la inquilina que más guerra le
daba a Lía, le
reprochaba sin cesar, como llevaba haciendo siempre su
madre y un día le
dijo:
-
Por tu culpa no puedo pegar ojo y al
día siguiente tengo que
madrugar. No cómo tu que puedes dormir porque no tienes
clases. Yo hago prácticas en el hospital y necesito
descansar. No podemos seguir de esta manera, tienes que
buscarte otro alojamiento, ya te devolveremos la fianza.
Había
muerto Franco hacía pocos meses, era época
huelgas generales y durante
todo el mes de noviembre de 1976 en la Universidad no
hubo clases, por eso los
estudiantes no paraban de salir y trasnochar.
Montse
hubiera querido defenderla para que se quedara en el apartamento,
pero su hermana y Alba eran las mayores y las que
mandaban.
Lucía llamó
a Ana, hacía tiempo que no la veía, pero hablaron
por teléfono como si se hubieran visto el día anterior.
- No
tenemos ninguna habitación
libre en nuestro apartamento, pero una compañera de
piso se acaba de ir hoy y
estará dos semanas fuera. Podéis dormir en
su cuarto tú y Vittorio, si queréis, incluso
desde mañana; luego
tú puedes quedarte
en mi habitación que
es muy grande, pondremos otro colchón en el suelo y
estaremos de maravilla, le
dijo Ana a Lucía.
Al
día siguiente Lía y Vittorio dejaron el
piso del Ensanche y se fueron al apartamento de
Ana que estaba ubicado en la calle Maestro Nicolau, bastante
cerca de la zona universitaria.
Lucía notó
que Ana era la de siempre, quizás un poco más radical en
sus ideas, más libre e independiente. Estudiaba muchas
horas al día, sin embargo salía de copas cuando
podía. Cuando Vittorio volvió a Italia, las
dos amigas solían cuchichear por
las noches para no despertar a Paola y Raquel, las otras inquilinas, hasta
que caían rendidas de sueño. Su amistad se volvió
más entrañable y sólida. Cada
una ofrecía ayuda a la otra sin juzgarla. Se querían
y respetaban. Las dos
habían tenido en aquellos dos años lejos
de pueblo las
primeras experiencias sexuales. Se habían convertido en mujeres. Ana
salía con Andrés, un
chico de Barcelona que estudiaba veterinaria y le regalaba toda clase
de bichos. Ana le decía a su amiga que estaba enamorada de Andrés, que se lo pasaba bien
con él y con sus animales. Lucía le confesó a
Ana que amaba a Vittorio. Sin embargo lo que le preocupaba a Lucía por quel entonces era su propia
carrera:
-
Demasiado laboratorio y fórmulas, nadie lee libros, casi todos
mis compañeros estudian y nada más, no les interesa el mundo,
hablan sólo de substancias químicas. Yo quisiera
regocijarme con una novela o una película, pero no tengo
ni tiempo para respirar, eso me agobia. Desde que conocí
a Vittorio me
viene rondando por la
cabeza dejarlo todo e irme a Italia a
estudiar, pero temo defraudar
a mis padres; quizás vaya a finales de mes, para ver
cómo está la cosa, le decía Lucía a su amiga.
- Me
parece una idea estupenda marcharse de España, no te preocupes por tus
padres, vete unos días y yo, cuando llame tu madre, le diré
que te has ido de excursión al Pirineo con ty amiga Montse, le dijo
Ana y luego añadió de un tirón,
te confieso que llevo tiempo pensando
en que cuando acabe la carrera me voy ir a
vivir al campo, a una
comuna.
-
¡Qué loca que estás! ¿Una comuna en el campo? Tendrás que
compartirlo todo, incluso los novios. ¿Estás preparada? Le decía
Lía riendo.
En
aquella época las dos escuchaban canciones chilenas, Lía las de
Victor Jara y Ana las de Violeta Parra. La canción preferida de Ana
era: Quisiera tener un hijo, la de Lucía era: Te recuerdo
Amanda.
Mientras
Ana y Lucía volvían a tejer su vieja amistad todavía no sabían
que aquel mismo año ambas tomarían decisiones audaces: Ana se iría
a vivir a una comuna y se quedaría embarazada de Andrés y Lucía se marcharía
a Italia.
Lucía
salió del cuarto de baño y depositó el libro rojo en la
estantería. No podía sacarse a Ana de la cabeza. Se
arregló y salió de casa. Dobló la esquina, caminó lentamente hacia
el estanco y fue a comprar sellos, porque había decidido que iba a
escribir varias cartas, la primera a su amiga Ana para contarle los
pormenores de aquella mañana llena de coincidencias.