Iba pensando en que era todo un lujo quedarse sola en
casa, un sábado a las nueve de la mañana. Mi hijo, mientras
cerraba la puerta, me dijo que tenía que ir a no sé dónde y mi
marido acababa de salir para dar una vuelta en bici con sus amigos.
Desde que él dejó de trabajar, coincidiendo con la
vuelta de nuestro hijo del extranjero, las cuatro paredes del
salón-comedor, donde hacíamos vida, a menudo me parecían
abarrotadas de gente, sobre todo en los días de lluviosos o fríos.
Nuestro piso era bastante pequeño, estaba ubicado en
casco antiguo de la ciudad, en una de las calles estrechas tranquilas
del barrio de Santa Croce, justo detrás de la basílica. Hasta que
nuestros dos hijos no se fueron de casa vivíamos un poco apretados.
A menudo por la mañana debíamos hacer cola para ir al cuarto de
baño, por suerte casi nunca salíamos todos a la misma hora. Yo me
levantaba temprano, incluso en los días que no debía madrugar. Mi
marido al contrario iba a trabajar más tarde para poder disponer
del aseo sin prisas, en fin a nuestra manera cada uno intentaba
respetar los espacios comunes. Ya que todos salían, para ir al
trabajo o al cole, de siete y media a ocho de la mañana y regresaban
hacia las cinco de la tarde, el día en que yo empezaba a dar clases
más tarde o terminaba temprano, tenía noventa metros cuadrados
totalmente para mí.
Encendía
la radio para escuchar un canal donde ponían música jazz y hablaban
de literatura o de temas de actualidad. Llenaba una tetera de té
verde y me disponía a trabajar, preparando clases, corrigiendo
exámenes o leía una novela. Lo hacía en la mesa del comedor o en
el sofá.
Ya
desde pequeña adoraba leer libros ilustrados o hacer deberes.
¿Quién sabe por qué? No tenía ningún modelo en casa, en mi
familia nadie tenía la costumbre de leer. Tuve que irme a vivir
al extranjero para descubrir que mi mamá se deleitaba escribiendo
cartas. Cada semana me llegaba un sobre rosa o azul claro, con dentro
una hoja del mismo color escrita con una caligrafía muy bonita. En
una de sus cartas me contó que cuando era joven se escondía para
leer libros de amor, ya que la abuela al acostarse le hacía apagar
la luz de la mesita de noche, luego de casada tuvo que cuidarnos a
nosotros, los hijos, quienes le dábamos bastante guerra, por eso
dejó de apasionarse por las novelas de amor.
En
inverno ya que el caserón familiar era muy frío, me sentaba cerca
de la estufa de leña que calentaba toda la cocina. Cogía dos
sillas, una pequeña de madera blanca y paja y otra grande que hacía
de mesa, donde abría un libro y un cuaderno. Era mi escritorio en
miniatura.
Oía
las conversaciones de los mayores que entraban y salían de la
cocina, sin embargo no me desconcentraba, allí empecé a aprender,
lo que las mujeres vamos haciendo a lo largo de nuestra vida:
hacer dos o más cosas a la vez.
A
veces sufría por las quejas que salían de la boca de mis padres: la
enfermedad crónica de mi madre; la tierra que daba poco dinero, la
tozudez de mi abuelo, quien tras quedarse viudo vivía con nosotros;
el carácter inquieto e inconformista de mi hermana mayor, entonces
adolescente; las travesuras de mi hermano menor; la poca herencia que
había recibido mi padre; el tiempo malo que había destruido la
cosecha y en fin las condiciones políticas pésimas de aquella
interminable época franquista.
No
fui nunca la primera de la clase, sin embargo sacaba buenas notas,
porque jamás dejé de estudiar o hacer deberes para el día siguiente.
Mientras
aún pensaba en mis vivencias y en mi pequeño escritorio de antaño,
decidí que iba a escribir una carta a mi hija, quien vivía
desde hacía varios años en Madrid.
Cogí
una hoja de papel y mientras estaba escribiendo las primeras
palabras, oí la llave en la cerradura de la puerta.
-
Se esfumó mi soledad, pensé.
-
Mamá, he olvidado los documentos, dijo el muchacho, entrando,
cogiendo una carpeta y volviendo a salir de nuevo.
Con
aquellas palabras todavía en el aire, suspiré y seguí
escribiendo la carta.
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