Era sábado y Felisa se levantó temprano, aunque no
tuviera que madrugar para ir a trabajar. Se preparó una infusión
aromática y mientras leía el periódico del día anterior iba
sorbiendo el líquido de la taza que sujetaba con las dos manos. Le
gustaba levantarse al amanecer, cuando empezaba a clarear.
Sus ojos cayeron sobre un artículo que decía: la
mujer que no trabaja pueda que se sienta encerrada en una jaula,
cuando por alguna razón decida tomar el vuelo de una relación de
pareja que no funciona.
Introdujo de nuevo hierbas en el agua hirviendo de la
tetera y pensó en el pueblo donde había pasado los años de su
infancia; en él la mayor parte de las mujeres eran amas de casa.
Se acordó de sus vecinas de antaño, de una señora gorda y
refunfuñona y de su hija flaca y apocada. Vivían en la casa de al
lado, los patios estaban separados por una tapia bastante baja, por
donde llegaban las voces. Al marido de la flaca le trataban como a
un intruso, pues la vieja, quien era la dueña de la finca, mandaba
como un sargento. Él trabajaba en una fábrica textil, normalmente
hacía turnos de noche y de día dormía, sin embargo cuando le
cambiaban de turno, en aquella casa todos se volvían locos, echando sapos y culebras
por la boca. Las dos mujeres al pobre hombre le acusaban de
vago y de borracho, pero al final era él quien más levantaba la
voz, insultándolas con odio y rencor.
Felisa recordó que a finales de los años sesenta la
vieja murió y que durante unos meses dejaron de oírse gritos, pero
la tregua duró poco. Empezaron de nuevo las peleas cuando él dejó
de trabajar de noche. Por la calle el vecino saludaba siempre y
parecía una persona normal, sin embargo al otro lado de la pared del patio
surgían riñas y amenazas cada vez más violentas e incluso palizas.
Él era alcohólico y la pareja perdía el
control cada noche después de cenar, pero al final nadie se alarmaba,
era como una costumbre.
- ¿Por qué la esposa no echó a su marido de casa o
por qué ella no se marchó con los hijos? Se preguntó Felisa
mientras se llenaba otra taza de té.
- Pues porque la esposa no trabajaba y dependía
económicamente del marido, se dijo.
Felisa pensando en lo que sucedía detrás la tapia del jardín, se sintió afortunada, en seguida se le aparecieron
imágenes a saltos de su vida laboral, pero la primera fue la de una tarde en que el
director de una escuela privada, un hombre bajito y muy hablador,
la dejó sola en un aula con sus futuros alumnos. Pensó en que fue un acontecimiento importante para ella, pues a partir de aquel día su sueño de ser maestra se estaba cumpliendo. Se sacó de la
cabeza aquella escena y se preguntó:
- ¿Cómo se pueden evitar gritos y peleas en una pareja?
- No lo sé, sin embargo estoy segura de que si ambos salen de casa para ir al trabajo puede que todo marche mejor, se dijo.
Luego empezó a apuntar los recuerdos de sus empleos como le iban saliendo y después los fue recreando siguiendo un orden cronológico, escribiendo lo que sigue:
- ¿Cómo se pueden evitar gritos y peleas en una pareja?
- No lo sé, sin embargo estoy segura de que si ambos salen de casa para ir al trabajo puede que todo marche mejor, se dijo.
Luego empezó a apuntar los recuerdos de sus empleos como le iban saliendo y después los fue recreando siguiendo un orden cronológico, escribiendo lo que sigue:
A finales de los años sesenta, durante las vacaciones, iba con mis padres y mis
hermanos a recoger hortalizas en los campos del abuelo, los niños
también ayudábamos a los mayores a encajar tomates o a reponer
judías verdes en cestos y sacos.
Un verano, a los catorce o quince años, tras mucho
insistir para convencer a mis padres, hice de dependienta en el
estanco del pueblo. Me encantaba vender cigarrillos, puros y
encendedores. Éramos dos amigas las encargadas de despachar. Cuando
el dueño salía y no había clientes, no parábamos de hablar y de
reír.
A los dieciocho años remplacé tres meses a mi
hermana, al estar ella embarazada, en una empresa ubicada en las
afueras del pueblo. Era un trabajo de secretaria, tenía que madrugar
y aquel año casi no fui a la playa con mis amigas. Fue realmente mi
primer trabajo de responsabilidad. Con el dinero que gané me pagué
el alojamiento en una residencia universitaria de
Barcelona.
El segundo año en la ciudad compartí piso con otras
estudiantes y una de ellas me proporcionó un trabajo de cajera en el
comedor de la facultad de arquitectura. Eran dos horas cada día, de
una a tres de la tarde, les cobraba y les daba un folleto a los
comensales donde apuntaba el plato que habían escogido, para que se
lo entregaran a los camareros. Era divertido hablar con los
estudiantes y luego charlar con las cocineras.
Antes de marcharme de España me dediqué unos meses a
clasificar facturas para un banco. Había montañas de albaranes en
un cuarto, teníamos que ordenarlos por fecha y por clase. Éramos casi
todos estudiantes los que disponíamos los papeles en carpetas, nos
proporcionó el trabajo el hijo de un director de una agencia de
crédito, quien solía pasar por nuestro piso, al estar enamorado de
una de las inquilinas, con quien años después se casó.
Llegué a Italia a finales de 1977, me costó mucho
matricularme y hacerme equiparar los dos cursos universitarios que
había hecho en España y por supuesto encontrar trabajo. Hice
de dama compañía a la esposa deprimida de un fotógrafo. El marido,
que era un buen cocinero, me invitaba a comer, yo le ayudaba a poner
y sacar la mesa y sobre todo animaba a la esposa, es allí donde comí
por primera vez sesos fritos. Por la tarde arreglábamos cajones y
armarios y yo le contaba a la esposa triste mis líos y todo el
papeleo necesario para poder estudiar en Firenze. Creo que nunca
llegaron a pagarme. Más que un empleo era un favor que le hice al
fotógrafo. Luego cuidé al hijo de una pareja mixta, ella era
italiana y él peruano. Tenía que jugar con el niño y hablarle en
castellano, para que no perdiera el idioma del padre, quien pasaba
muchos meses en el extranjero.
Al año siguiente, en septiembre hice la vendimia en
Santa Brigida, zona rural a unos quince kilómetros de Firenze. Allí
vivía, en una especie de comuna, un amigo, las viñas eran de un
conde y recuerdo que los jornales eran muy bajos. Nos alojábamos en
una casa rural, nuestro amigo, nos dejó su cuarto situado en el
altillo, era un poco destartalado pero tenía su encanto. Mi novio no
quiso participar en la recolección de uva, pero cada noche nos
preparaba la cena a los que vendimiábamos. Fueron dos semanas
agotadoras, sin embargo estuve contenta ganando un poco de dinero, para no tener que ir pidiéndolo a mis padres.
En aquella época me salieron clases particulares de
español y en noviembre empecé a enseñar en una academia de
idiomas. Me cuidé más y dejé de ponerme vaqueros y botas camperas,
descubriendo la belleza y comodidad de faldas y vestidos. Las tres
veces por semana que daba clases nocturnas de lengua española a
adultos disfrutaba luciendo mi ropa nueva. Al año siguiente la misma
academia me contrató para substituir a una profesora de español que
daba clases por la mañana a chicos de bachillerato que se
presentaban por libres, entonces es cuando aprendí a gestionar un
aula.
Hice alguna que otra traducción, pero no tenía
mucha paciencia y me agobiaba al tener que especializarme en varios
sectores y siempre con prisas para la entrega.
Una amiga me dijo que buscaban a una chica de buena
presencia para promocionar un licor, ofreciendo copas a los
parroquianos y turistas, en la entrada de un prestigioso café del centro de la
ciudad. Fui un par de veces.
Estaba a punto de terminar la carrera cuando alguien me informó que en verano buscaban personal en un hotel de cuatro
estrellas. Me contrataron por dos meses, tenía que hacer camas y
limpiar aseos. El primer día fue muy duro, pero estaba segura que
conseguiría llevar a cabo el empleo, sin embargo a la mañana
siguiente tuve un ataque de cistitis y no pude presentarme al
trabajo. Cuando volví al hotel al cabo de tres días la directora
no se lo podía creer, pues pensaba que me había asustado el primer
día y que no iba a volver. Lo más pesado fue moverse por la
habitación, pues a a menudo me daba golpes con las esquinas
puntiagudas de la cama. Cuando terminé de trabajar mis piernas
estaban llenas de cardenales.
Durante varios años hice de azafata para los
congresos que se organizaban en la ciudad, nos contrataban por pocos
días, pero era divertido, allí conocí a muchas chicas extranjeras
que vivían en la ciudad.
Terminé la carrera, me casé y encontré un puesto
de trabajo en una escuela privada, me pagaban poco, daba clases a
grupos pequeños de alumnos y para sacar un sueldo decente trabajaba
muchas horas por semana.
Por suerte a los treinta años saqué oposiciones y
al año siguiente conseguí ganar una plaza en Grosseto,
donde alquilé un piso y me fui a vivir, aquel cambio me ayudó a
superar la muerte de mi primer hijo.
Para pagar el alquiler daba clases de español a un
grupo de profesoras del Instituto donde yo trabajaba. Cuando me dieron el traslado a
una ciudad cerca de Firenze, dejé los empleos extras y me dediqué
un poco más a la familia que iba creciendo. Nació una niña y al
cabo de dos años un niño. Desde entonces no he dejado de dar
clases en varios Institutos. Y por ahora sigue gustándome enseñar
a pesar del cansancio que a veces acumulo. Ahora ya sólo me faltan cinco años para
acceder a la pensión.
Felisa dejó el bolígrafo sobre la mesa y pensando en
su jubilación, le vino a la memoria una compañera de trabajo, quien
tras jubilarse tuvo una depresión.
Añadió una frase a la hoja que había dejado sobre la
mesa:
He tenido mucha suerte en la vida, pues cada trabajo me ha dado seguridad e independencia, sin embargo cumplidos los sesenta quiero crearme poco a poco, un
espacio personal
en el que disfrute, para que cuando deje mi empleo logre ser feliz y no caíga en el aburrimiento y la monotonía.
Pensó en que de no haber escrito aquella página nunca habría recordado las voces que salían de la tapia, las que nunca hubiera querido escuchar, sin embargo las que le dieron el empuje y la fuerza para intentar ser una mujer indipendiente.
Pensó en que de no haber escrito aquella página nunca habría recordado las voces que salían de la tapia, las que nunca hubiera querido escuchar, sin embargo las que le dieron el empuje y la fuerza para intentar ser una mujer indipendiente.
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