domenica 11 febbraio 2018

La tapia del jardín














Era sábado y Felisa se levantó temprano, aunque no tuviera que madrugar para ir a trabajar. Se preparó una infusión aromática y mientras leía el periódico del día anterior iba sorbiendo el  líquido de la taza que sujetaba con las dos manos. Le gustaba levantarse al amanecer, cuando empezaba a clarear.
Sus ojos cayeron sobre un artículo que decía: la mujer que no trabaja pueda que se sienta encerrada en una jaula, cuando por alguna razón decida tomar el vuelo de una relación de pareja que no funciona.
Introdujo de nuevo hierbas en el agua hirviendo de la tetera y pensó en el pueblo donde había pasado los años de su infancia; en él la mayor parte de las mujeres eran amas de casa. Se acordó de sus vecinas de antaño, de una señora gorda y refunfuñona y de su hija flaca y apocada. Vivían en la casa de al lado, los patios estaban separados por una tapia bastante baja, por donde llegaban las voces. Al marido de la flaca le trataban como a un intruso, pues la vieja, quien era la dueña de la finca, mandaba como un sargento. Él trabajaba en una fábrica textil, normalmente hacía turnos de noche y de día dormía, sin embargo cuando le cambiaban de turno, en aquella casa todos se volvían locos, echando sapos y culebras por la boca. Las dos mujeres al pobre hombre le acusaban de vago y de borracho, pero al final era él quien más levantaba la voz, insultándolas con odio y rencor.
Felisa recordó que a finales de los años sesenta la vieja murió y que durante unos meses dejaron de oírse gritos, pero la tregua duró poco. Empezaron de nuevo las peleas cuando él dejó de trabajar de noche. Por la calle el vecino saludaba siempre y parecía una persona normal, sin embargo al otro lado de la pared del patio surgían riñas y amenazas cada vez más violentas e incluso palizas. Él era alcohólico y la pareja perdía el control cada  noche después de cenar, pero  al final nadie se alarmaba, era como una costumbre.
- ¿Por qué la esposa no echó a su marido de casa o por qué ella no se marchó con los hijos? Se preguntó Felisa mientras se llenaba otra taza de té.
- Pues porque la esposa no trabajaba y dependía económicamente del marido, se dijo.
Felisa pensando en lo que sucedía detrás la tapia del jardín, se sintió afortunada, en seguida se le aparecieron imágenes a saltos de su vida laboral, pero la primera fue la de una tarde en que el director de una escuela privada, un hombre bajito y muy hablador, la dejó sola en un aula con sus futuros alumnos. Pensó en que fue un acontecimiento importante para ella, pues a partir de aquel día su sueño de ser maestra se estaba cumpliendo. Se sacó de la cabeza aquella escena y se preguntó:
- ¿Cómo se pueden evitar gritos y peleas en una pareja?
- No lo sé, sin embargo estoy segura de que si ambos salen de casa para ir al trabajo puede que todo marche mejor, se dijo.
Luego empezó a apuntar  los recuerdos de sus empleos como le iban saliendo y  después los fue  recreando siguiendo un orden cronológico, escribiendo lo que sigue: 
A finales de los años sesenta, durante las vacaciones, iba con mis padres y mis hermanos a recoger hortalizas en los campos del abuelo, los niños también ayudábamos a los mayores a  encajar tomates o a reponer judías verdes en cestos y sacos.
Un verano, a los catorce o quince años, tras mucho insistir para convencer a mis padres, hice de dependienta en el estanco del pueblo. Me encantaba vender cigarrillos, puros y encendedores. Éramos dos amigas las encargadas de despachar. Cuando el dueño salía y no había clientes, no parábamos de hablar y de reír.
A los dieciocho años remplacé tres meses a mi hermana, al estar ella embarazada, en una empresa ubicada en las afueras del pueblo. Era un trabajo de secretaria, tenía que madrugar y aquel año casi no fui a la playa con mis amigas. Fue realmente mi primer trabajo de responsabilidad. Con el dinero que gané me pagué el alojamiento en una residencia universitaria de Barcelona.
El segundo año en la ciudad compartí piso con otras estudiantes y una de ellas me proporcionó un trabajo de cajera en el comedor de la facultad de arquitectura. Eran dos horas cada día, de una a tres de la tarde, les cobraba y les daba un folleto a los comensales donde apuntaba el plato que habían escogido, para que se lo entregaran a los camareros. Era divertido hablar con los estudiantes y luego charlar con las cocineras.
Antes de marcharme de España me dediqué unos meses a clasificar facturas para un banco. Había montañas de albaranes en un cuarto,  teníamos que  ordenarlos por fecha y por clase. Éramos casi todos estudiantes los que disponíamos los papeles en carpetas, nos proporcionó el trabajo el hijo de un director de una agencia de crédito, quien solía pasar por nuestro piso, al estar enamorado de una de las inquilinas, con quien años después se casó.
Llegué a Italia a finales de 1977, me costó mucho matricularme y hacerme equiparar los dos cursos universitarios que había hecho en España y por supuesto encontrar trabajo. Hice de dama compañía a la esposa deprimida de un fotógrafo. El marido, que era un buen cocinero, me invitaba a comer, yo le ayudaba a poner y sacar la mesa y sobre todo animaba a la esposa, es allí donde comí por primera vez sesos fritos. Por la tarde arreglábamos cajones y armarios y yo le contaba a la esposa triste mis líos y todo el papeleo necesario para poder estudiar en Firenze. Creo que nunca llegaron a pagarme. Más que un empleo era un favor que le hice al fotógrafo. Luego cuidé al hijo de una pareja mixta, ella era italiana y él peruano. Tenía que jugar con el niño y hablarle en castellano, para que no perdiera el idioma del padre, quien pasaba muchos meses en el extranjero.
Al año siguiente, en septiembre hice la vendimia en Santa Brigida, zona rural a unos quince kilómetros de Firenze. Allí vivía, en una especie de comuna, un amigo, las viñas eran de un conde y recuerdo que los jornales eran muy bajos. Nos alojábamos en una  casa rural, nuestro amigo, nos dejó su cuarto situado en el altillo, era un poco destartalado pero tenía su encanto. Mi novio no quiso participar en la recolección de uva, pero cada noche nos preparaba la cena a los que vendimiábamos. Fueron dos semanas agotadoras, sin embargo estuve contenta ganando un poco de dinero, para no tener que ir pidiéndolo a mis padres.
En aquella época me salieron clases particulares de español y en noviembre empecé a enseñar en una academia de idiomas. Me cuidé más y dejé de ponerme vaqueros y botas camperas, descubriendo la belleza y comodidad de faldas y vestidos. Las tres veces por semana que daba clases nocturnas de lengua española a adultos disfrutaba luciendo mi ropa nueva. Al año siguiente la misma academia me contrató para substituir a una profesora de español que daba clases por la mañana a chicos de bachillerato que se presentaban por libres, entonces es cuando aprendí a gestionar un aula.
Hice alguna que otra traducción, pero no tenía mucha paciencia y me agobiaba al tener que especializarme en varios sectores y siempre con prisas para la entrega.
Una amiga me dijo que buscaban a una chica de buena presencia para promocionar un licor, ofreciendo copas a los parroquianos y turistas, en la entrada de un prestigioso café del centro de la ciudad.  Fui un par de veces.
Estaba a punto de terminar la carrera cuando alguien me informó que en verano buscaban personal en un hotel de cuatro estrellas. Me contrataron por dos meses, tenía que hacer camas y limpiar aseos. El primer día fue muy duro, pero estaba segura que conseguiría llevar a cabo el empleo, sin embargo a la mañana siguiente tuve un ataque de cistitis y no pude presentarme al trabajo. Cuando volví al hotel al cabo de tres días la directora no se lo podía creer, pues pensaba que me había asustado el primer día y que no iba a volver. Lo más pesado fue moverse por la habitación, pues a a menudo me daba golpes con las esquinas puntiagudas de la cama. Cuando terminé de trabajar mis piernas estaban llenas de cardenales.
Durante varios años hice de azafata para los congresos que se organizaban en la ciudad, nos contrataban por pocos días, pero era divertido, allí conocí a muchas chicas extranjeras que vivían en la ciudad.
Terminé la carrera, me casé y encontré un puesto de trabajo en una escuela privada, me pagaban poco, daba clases a grupos pequeños de alumnos y para sacar un sueldo decente trabajaba muchas horas por semana.
Por suerte a los treinta años saqué oposiciones y al año siguiente  conseguí ganar una plaza en Grosseto, donde alquilé un piso y me fui a vivir, aquel cambio me ayudó a superar la muerte de mi primer hijo.
Para pagar el alquiler daba clases de español a un grupo de profesoras del Instituto donde yo trabajaba. Cuando me dieron el traslado a una ciudad cerca de Firenze, dejé los empleos extras y me dediqué un poco más a la familia que iba creciendo. Nació una niña y al cabo de dos años un niño. Desde entonces no he dejado de dar clases en varios Institutos. Y por ahora sigue gustándome enseñar a pesar del cansancio que a veces acumulo.  Ahora ya sólo me faltan  cinco años para acceder a la pensión.
Felisa dejó el bolígrafo sobre la mesa y pensando en su jubilación, le vino a la memoria una compañera de trabajo, quien tras jubilarse tuvo una depresión.
Añadió una frase  a la hoja que había dejado sobre la mesa:
He tenido mucha suerte en la vida, pues cada trabajo me ha dado seguridad e independencia, sin embargo cumplidos los sesenta  quiero crearme poco a poco, un espacio personal en el que disfrute, para que cuando deje  mi empleo logre ser feliz y  no caíga en  el aburrimiento y  la monotonía.
Pensó en que de no haber escrito aquella página nunca habría recordado las voces que salían de la tapia, las que nunca hubiera querido escuchar, sin embargo las que le dieron el empuje  y la fuerza para  intentar ser una mujer indipendiente.







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