Había llegado el verano de golpe. Por la noche hacía un poco de fresco, sin embargo de día caía un sol tan fuerte que la ciudad se transformaba, en un amasijo indistinguible de casas, calles, plazas, terrazas, coches, autobuses, papeleras, farolas y avenidas ardientes, como si fuera un gran tejado de lata, que si lo tocas te quema.
Aquel día de mitades de junio
era el primero en que Flavia no trabajaba y se deleitó en la
cama sumergida en un revoltijo de pensamientos positivos:
- Hoy no quiero pensar ni en el
trabajo, ni en la nevera vacía, ni en los quehaceres caseros, ni en
las facturas que caducan, ni en la familia, en nada. Me encanta el
mes de junio, este año quiero realmente saborearlo.
Desde siempre Flavia anhelaba la
llegada de aquel mes; primero de jovencita porque ya faltaba poco
para finales de curso y de adulta, siendo profesora como era, porque
terminaba de dar clases en el Instituto. A veces, como aquel año,
no le tocaba tomar parte en el tribunal de los exámenes de revalida
y por eso iba a tener mucho tiempo libre para hacer lo que le
gustaba: leer o escribir en su diario, pero aquel bochorno era
insoportable y cuando el sol picaba, no paraba de abrir y cerrar
ventanas, encender y apagar ventiladores, bajar y subir persianas. Al
final cansada iba a refrescarse bajo la ducha. Y no digamos que por
la noche ella pudiera descansar como debiera: primero tapaba con una
cortina la ventana del dormitorio para que no entraran mosquitos,
mientras tanto leía algunas páginas de una de las novelas que tenía
empezadas; luego sentía un ahogo molesto y acababa por levantarse,
corría la cortina y abría los postigos de par en par; después
apagaba la luz y se acostaba de nuevo, sin embargo al cabo de poco
volvía a cerrar la ventana porque pasaba algún que otro
trasnochador gritando por la calle. De madrugada finalmente se dormía
gracias a la brisa fresca, sin embargo hacia las cinco de la mañana
comenzaba a entrar luz y ella o su marido se levantaban otra vez para
bajar de nuevo la persiana.
Parecía que en aquella casa
durante los días calurosos todos tuvieran el baile de San Vito.
Mientras Flavia soñaba con
transcurrir el fin de semana en un lugar fresco lejos de aquella ola
de calor, sonó el móvil.
- ¿Qué tal Flavia? ¡Qué
calor tan horroroso que hace hoy! ¿Qué estabas haciendo? Le
preguntó Francesca, a su amiga.
- ¡Qué alegría oír tu voz!
Estaba recreándome en la cama, pues esta noche casi no he pegado
ojo.
- Por eso mismo, mi marido y yo
quisiéramos invitaros a pasar el fin de semana en Assisi, donde se
está mejor, pues estando como está a unos cuatrocientos metros de
altitud, por noche el aire es más fresquito. Nos gustaría ir a pasear
por las montañas de Castelluccio de Norcia donde ahora florecen los
campos amapolas, de lentejas y demás plantas de cultivo. Los colores
de las flores son bellísimos, parecen alfombras, con matices rojos,
violetas, azules y amarillos, dijo entusiasmada Francesca. ¿Os
apuntáis?
- Me parece una idea estupenda.
Le respondió Flavia.
- Podríamos salir el viernes
por la tarde ¿Qué te parece? Ahora tengo que colgar porque estoy
en el despacho. Llámame luego para quedar. Francesca fue diciendo
todo eso de un tirón, pues en aquel momento un compañero de trabajo
se había asomado a la puerta y le estaba requiriendo algo.
- Vale, te voy a llamar más
tarde. Gracias por la invitación. Le contestó Flavia.
Por la noche Flavia se lo
comentó a su marido y decidieron que aquel fin de semana irían a Assisi con
sus amigos.
Salieron, como habían planeado,
hacia media tarde; en la autopista, cerca de Perugia, encontraron un poco de cola, sin embargo lograron llegar a Assisi antes de las
ocho. La vivienda estaba en el segundo piso de un edificio medieval ubicado en la parte
alta de la plaza del Comune. Hacía
calor, pero al llegar abrieron todas las ventanas para que el aire
nocturno refrescara los cuartos. Antes de salir de nuevo se
detuvieron unos minutos en el balcón, que recorría toda la fachada,
para admirar la ciudad desde lo alto. Luego se fueron a cenar.
Las tabernas del casco antiguo
estaban abarrotadas de gente, pues en aquella época, además de turistas, había peregrinos que deseaban visitar la Basílica de San Francesco y los demás lugares del Santo, por lo tanto cogieron de nuevo el coche y fueron alejándose de
la ciudad; al final tuvieron suerte encontrando, a unos diez
kilómetros, una fonda de comidas caseras.
Se sentaron bajo una parra, en
una de las pocas mesas libres que quedaban. Flavia enseguida se
dio cuenta de que toda las personas que había a su alrededor eran
aldeanos, porque se les veía joviales, de risa bonachona y hablaban
chillando. Los camareros también eran alegres y campechanos.
Mientras esperaban a que
llegaran los platos, Flavia le preguntó a Francesca:
- ¿Desde cuándo es de tu
familia la casa donde nos alojamos?
- Desde hace cantidad de años.
Creo que la compraron mis bisabuelos por parte de madre, sólo sé
que a principios del siglo pasado dos primas solteras de mi abuela
vivían allí. Cuando murieron la abuela heredó una tercera parte de la
vivienda, pero luego compró a sus hermanos los restantes dos
tercios.
- ¿Tú las conociste a las
primas de tu abuela?
-
¡Qué va! Murieron poco antes
de que yo naciera, fueron desafortunadas las pobres; a ver si me acuerdo de todo lo que mi abuela me
contaba:
Empezaba diciendo que eran un poco raras, la mayor era melancólica, solía salir poco de casa, era muy trabajadora, cosía, o mejor dicho remendaba, cerca del balcón, vestidos, trajes, colchas, camisas, cortinas, toallas, en fin toda la ropa vieja y raída que atiborraba los armarios; mientras zurcía, miraba de vez en cuando tras los visillos, tal vez con la esperanza de ver a su amado, quien se había ido a la guerra del catorce y que nunca más se supo de él. Tenían una criada que se ocupaba de la limpieza y de la cocina, con los años se volvió un poco majadera, hacía gestos desagradables a quien fuera a visitar a las solteronas, estaba celosa de los forasteros porque tenía miedo de que le robaran sus señoritas, por eso mi abuela iba a verlas cuando la criada se marchaba al mercado. Los muebles eran pobres, menos algunos que indicaban ciertos esplendores pasados, las sillas con la tapicería estropeada y las esteras agujereadas; vivían con estrechez desde que el padre, al quedarse viudo, había despilfarrado casi todo el patrimonio, jugando a cartas. Habían tenido que vender parte del caserón y muchos muebles, quedándoles solamente aquella vivienda repleta de cachivaches. Al viudo una noche lo atropellaron, las malas lenguas dijeron que iba borracho. Su situación económica fue cada vez empeorando. La menor al principio se pasaba toda la mañana en la cama gimiendo por las desgracias, pero tuvo que espabilarse yendo a ver a abogados para gestionar las deudas que el padre había contraído con algunos acreedores y salir a finales de mes a cobrar las pocas rentas que les proporcionaban los alquileres de algunas tiendas y almacenes. La criada le organizaba las citas y a veces la acompañaba, sugeriéndole cómo debía actuar, viendo que ésa no tenía agallas para luchar y hacerse valer. La menor además era lunática y un poco latosa, solo sabía hablar de las grandezas de sus antepasados, su tema preferido era alabar la belleza y el esplendor de la tumba de familia. La mayor platicaba poco, pero cuando en verano por la noche sacaban las sillas al balcón, se divertía escuchando a su hermana y a la criada, imitando a los abogados gandules o a los inquilinos que no querían pagar.
Empezaba diciendo que eran un poco raras, la mayor era melancólica, solía salir poco de casa, era muy trabajadora, cosía, o mejor dicho remendaba, cerca del balcón, vestidos, trajes, colchas, camisas, cortinas, toallas, en fin toda la ropa vieja y raída que atiborraba los armarios; mientras zurcía, miraba de vez en cuando tras los visillos, tal vez con la esperanza de ver a su amado, quien se había ido a la guerra del catorce y que nunca más se supo de él. Tenían una criada que se ocupaba de la limpieza y de la cocina, con los años se volvió un poco majadera, hacía gestos desagradables a quien fuera a visitar a las solteronas, estaba celosa de los forasteros porque tenía miedo de que le robaran sus señoritas, por eso mi abuela iba a verlas cuando la criada se marchaba al mercado. Los muebles eran pobres, menos algunos que indicaban ciertos esplendores pasados, las sillas con la tapicería estropeada y las esteras agujereadas; vivían con estrechez desde que el padre, al quedarse viudo, había despilfarrado casi todo el patrimonio, jugando a cartas. Habían tenido que vender parte del caserón y muchos muebles, quedándoles solamente aquella vivienda repleta de cachivaches. Al viudo una noche lo atropellaron, las malas lenguas dijeron que iba borracho. Su situación económica fue cada vez empeorando. La menor al principio se pasaba toda la mañana en la cama gimiendo por las desgracias, pero tuvo que espabilarse yendo a ver a abogados para gestionar las deudas que el padre había contraído con algunos acreedores y salir a finales de mes a cobrar las pocas rentas que les proporcionaban los alquileres de algunas tiendas y almacenes. La criada le organizaba las citas y a veces la acompañaba, sugeriéndole cómo debía actuar, viendo que ésa no tenía agallas para luchar y hacerse valer. La menor además era lunática y un poco latosa, solo sabía hablar de las grandezas de sus antepasados, su tema preferido era alabar la belleza y el esplendor de la tumba de familia. La mayor platicaba poco, pero cuando en verano por la noche sacaban las sillas al balcón, se divertía escuchando a su hermana y a la criada, imitando a los abogados gandules o a los inquilinos que no querían pagar.
- ¡ Vaya trío de mujeres!
Dijo Flavia.
- Las tres perdieron la
razón, pero lograron vivir cada cual en su mundo y a su manera,
recordando tiempos pasados y antiguas glorias. Hasta que la criada
enfermó y el equilibrio se quebró. Mi abuela nos decía que en pocas
semanas murieron las tres.
Llegó el camarero con cuatro
porciones de torta
al testo y strangozzi, mientras saboreaban aquellas delicias la
conversación torció hacia otros temas, sin embargo Flavia aquella
noche antes de dormirse no dejó de pensar en las tres mujeres.
Al día siguiente prepararon
mochilas para irse de excursión a los prados floridos de
Castelluccio. Cogieron el coche y sin prisas se fueron parando en
cada pueblo, para visitarlo. Almorzaron en una zona de montes
verdes, con lomos suaves, donde había un restaurante especializado en
trufas y fue allí donde supieron, por el dueño del establecimiento,
que la carretera para Castelluccio aún estaba cerrada, a causa del
terremoto que unos meses atrás había provocado el derrumbe de
pueblos enteros.
- Iremos a Norcia dijo el marido
de Francesca quien conocía bien la zona.
- Vale. Dijeron todos.
Compraron salchichones y quesos
típicos en una de las antiguas charcuterías de la ciudad, que poco a poco iban reabriendo, después de la inesperada sacudida
violenta de la corteza terrestre. La mayor parte
de los edificios no eran aptos para vivir y la gente se las
arreglaba como podía en caravanas o pequeñas viviendas
prefabricadas.
Les impresionó ver casas
agrietadas, la iglesia mayor derrumbada y montones de escombros que
cubrían largos tramos de algunas calles, por las que
aún no se podía pasar. Por la noche no pararon de hablar de aquella tierra terremoteada.
Al día siguiendo decidieron
quedarse en Assisi, pero evitaron los lugares turísticos; fueron
paseando por la zona del anfiteatro romano, en cuyo interior en la
época medieval habían construido algunos edificios, luego fueron
descendiendo hacia el cementerio monumental.
Francesca les dijo que quería ir a llevar
flores a la tumba de sus tíos. Le costó mucho encontrar los
nichos, pero después de dar algunas vueltas dio con ellos. Mientras
ponía las flores en los floreros laterales, les contó a
Flavia y a su marido, que su tía Bruna, quien en realidad se
llamaba Elisa, siempre había estado muy delicada de salud, la única hija que tuvo también sufría de
nervios. En cambio su tío era un señor muy activo y siempre había sido muy cariñoso con ella.
- Me gustaría volver a ver la
tumba de mi bisabuela, donde también están enterradas las tres mujeres de las que anoche os hablé.
- ¿La
tumba de tus abuelos y la de tus padres están en otro camposanto? Le preguntó Flavia.
- Si, sepultamos a mis padres
y a mis abuelos en Ancona, donde en los años
treinta se mudó toda la familia, a raíz de que el abuelo había ganado oposiciones de
catedrático en el Instituto Politécnico, siendo como era ingeniero
de caminos. Es allí donde mis padres se conocieron y donde nacimos
mi hermano y yo.
- Ahora lo entiendo, dijo Falvia.
- Recuerdo que de pequeña cuando iba a pasar los veranos a Assisi, en una casita con jardín a los pies de la ciudad, cada dos por tres acompañaba a mi abuela al cementerio, para llevar flores a la tumba de sus antepasados, que debe de estar en la parte más antigua, dijo Francesca.
- Ahora lo entiendo, dijo Falvia.
- Recuerdo que de pequeña cuando iba a pasar los veranos a Assisi, en una casita con jardín a los pies de la ciudad, cada dos por tres acompañaba a mi abuela al cementerio, para llevar flores a la tumba de sus antepasados, que debe de estar en la parte más antigua, dijo Francesca.
- Subamos la cuesta por el
camino principal, allí veo que sobresalen la cúpula de una capilla y los
techos de algunos mausoleos, propuso el marido de Flavia.
- Se apedillaban
Ceccarani, dijo Francesca.
Todos nos dirigimos hacia la parte alta y nos pusimos a buscar la
tumba de la familia Ceccarani. Al cabo de media hora, cuando ya
habíamos perdido toda esperanza, Francesca gritó:
- Ahí está. Es ésa, la de
la derecha.
Vimos un amasijo de piedras
gastadas, las columnas estaban quebradas, pero en la lápida aún
podía leerse: Familia Ceccarani. Las fechas y los nombres de
las personas enterradas allí estaban completamente borrados.
- Creo que en los años
cincuenta fueron sepultadas las primas de mi abuela y su criada, a quien los demás familiares no la querían de ninguna manera, pero insistieron tanto las solteronas que lo consiguieron, luego nadie más fue enterrado allí. Dijo Francesca un poco pensativa.
Depositó un ramillete de flores,
que se había guardado, en una de las grietas de la losa de mármol grisácea,
que la intemperie y el descuido había ido consumiendo.
Mientras volvían a casa Flavia
traía a la mente las tres mujeres enterradas juntas. Un voz que venía del
balcón le sacó de sus pensamientos.
- Apresuraros, la mesa está
lista, les gritaba el marido de Francesca, quien se había ido antes
a casa para preparar la comida, pues a él le encantaba cocinar.
Mientras
devoraban un plato de penne all'arrabbiatta, que por cierto le había salido al cocinero delicioso,
iban bebiendo vino
rosado frío y haciendo tertulia; al principio le contaron la historia de la tumba abandonada y luego, ya de
sobremesa, la conversación se desvió hacia temas más cotidianos:
que si el trabajo, la situación política del país, la rutina de
la pareja, los hijos ventiañeros, los achaques, etc.
Echaron
una siesta breve. Después lavaron los platos,
limpiaron el cuarto de baño, pasaron el aspirador y arreglaron
el piso. Al final cada uno recogió sus cosas y las puso en la maleta. Mientras
cerraban las ventanas y la puerta de la casa, Flavia pensó en que
aquellos días transcurridos en aquella casa le habían cundido de verdad,
pues se había estado muy a gusto con sus amigos y había sabido de las tres mujeres del siglo pasado, quienes, a pesar de las desgracias acaecidas, se iban ayudando para que su vida fuera más llevadera.
Ya
en el coche, sentada en el asiento de atrás, a pesar de que
el aire acondicionada estuviera conectado, notaba un bochorno raro, por eso quizás se le
fueran cerrando los ojos; se despertó de pronto y recordó una imagen
de su sueño: tres mujeres en el balcón, refrescándose con jarros y
cántaros de aqua fresca.
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