Conchita
llegó temprano, no había nadie en el apartamento, cosa un poco rara, pues al
atardecer solían empezar las idas y venidas, los portazos y el
bullicio. Se deleitó entrando despacito para poder escuchar el
silencio del hogar. Se sacó el abrigo, lo colgó en el perchero y
se fue hacia el salón.
Sabía
que poco a poco irían llegando los demás, primero Damián, su
marido, luego los muchachos, por eso le gustaba tanto gozar a su
manera de los pocos momentos de soledad.
Su
primer instinto al abrir la puerta fue tumbarse en el sofá, poner un
disco de música jazz y abrir el libro que estaba leyendo, bueno,
uno de los tantos que había empezado a leer en aquellos días.
Luego
pensó que era mejor apresurarse e ir preparando la cena.
-
Al menos cuando lleguen los demás el primer plato ya va a estar
apañado, luego en un santiamén aliñaré un poco de ensalada y
haré una tortilla, se dijo.
A
Conchita no le gustaba dejar cosas pendientes, por eso siempre se
hacía listas de lo que tenía que hacer. Otra cosa que a ella le
encantaba era ver la mesa puesta cuando por la noche era la última
en llegar a casa. Dado que a ella le gustaba tanto aquel gesto, pensaba en que también
los demás iban a apreciarlo, por eso se esmeraba en poner con
cuidado el mantel, servilletas, cubiertos, vasos y
platos.
Al
acabar las tareas de la cocina se fue al dormitorio y cogió los
cuatro libros que tenía encima de la mesita de noche. Puso la pila
encima del sofá y empezó a hojearlos. En cada uno, hacia la mitad,
había un punto, era un billete de tren o la entrada de un cine. Le
gustaba recordar las noches en que ella y Damián iban a ver algún
espectáculo. No es que salieran mucho, pues a ambos les gustaba
estar en casa y se entretenían haciendo mil cosas; por ello cuando
salían, era un acontecimiento para Conchita.
Observó
aquel montón de libros, tomó el de arriba, cuyo título era Los
intrusos de Georges Simenon, lo había empezado hacía una semana y por cierto la noche anterior había leído dos capítulos. No sabía
porque su mano lo escogía cuando quería relajarse. En realidad en
las novelas de Simenon siempre había alguien que moría, pero todo
trascurría lentamente y era eso lo que Conchita necesitaba para cerrar
los ojos.
Recordaba
que la historia se desarrollaba en una ciudad francesa del Norte. A
Conchita le gustaba imaginar que el protagonista, un abogado a
quien sólo le apetecía holgazanear, fumando y bebiendo vino tinto cerca de una
estufa de cerámica, viviera en Rouen, quizás porque ella había ido recientemente a aquella ciudad. El abogado, tras haber sido
abandonado por su esposa quince años atrás, casi nunca salía de
casa, trabajaba cada vez menos y se pasaba el día leyendo libros de
filosofía o ensayos políticos; tenía una hija ventiañera con
quien almorzaba y cenaba cada día, pero sin apenas dirigirle la
palabra; una criada bajita, que odiaba al abogado y hacía las
tareas domésticas de mala gana, se ocupaba de todo; hasta que una
noche el abogado oyó ruidos extraños en el piso de arriba del
caserón destartalado donde vivían.
Cogió
la segunda novela, Música para feos de Lorenzo Silva y
recordó que lo había comprado en una librería de Barcelona porque
le gustaba el título. Se acordó enseguida que los protagonistas,
Mónica y Ramón, se conocieron por azar y de que su historia de amor
era muy especial; Mónica no sabía de que trabajaba Ramón, sólo había entendido que iba a irse fuera del país por cuatro meses a raíz
de una especie de misión secreta; por la cabeza de Mónica pasaban
mil dudas, pero de una cosa estaba cierta: la música estaba de su parte. Ramón le decía que por el momento no podía decirle cuál era su oficio, tenía confianza en él, pero todo aquel misterio la
entristecía y asustaba. Leyendo el libro de Silva, Conchita temía que algo
malo iba a sucederle a la pareja, por eso lo dejó para volver a
tomarlo más adelante.
Agarró
el tercero y recordó que se lo había traído su hija de Madrid. Era una novela de Almudena Grandes, Las
tres bodas de Manolita. Al
principio a Conchita le daba un poco de cosa empezarlo, siendo una novela de más de setecientas páginas; lo hizo un día que tenía la
gripe. Sentada en la cama o en el sofá, envuelta en una manta, le
iba enganchando aquella historia tan dura de Manolita y de otros
personajes, que como ella estaban en el bando de los perdedores, recién
terminada la guerra civil española. Después de haber leído tres
cuartas partes de la novela tuvo que volver al trabajo, por lo cual sólo podía
leerla antes de acostarse. Un poco se le hacía incómodo
sostener aquel tocho echada en la cama, pero sobre todo lo dejó
porque sufría cuando el Orejas, el delator, merodeaba por el
barrio madrileño donde vivía Manolita.
-
¿Por qué hace más de un año que la Autobiografía erótica
di Aristide Gambia de Domenico Starnone yace en el fondo de la pila? Se preguntó
Conchita.
- Quizás porque a veces se me hace un poco aburrido, a
pesar de que haya algunos trozos impregnados de erotismo. Se contestó a sí misma
Estaba
lleno de historias de sexo, de amor y sobre todo había cantidad de
desenlaces, eso también le entristecía y por eso arrinconaba su
lectura.
Por último, La
romana de Alberto Moravia. Lo compró en
un mercadillo, lo hizo porque de joven vio la película basada en
esa novela. A Conchita al principio le encantó y le pareció que
estaba muy bien escrito, pero también lo dejó porque le daba pena
la protagonista, quien un día decidió que iba a ser prostituta
al desmoronarse el sueño de su boda con un cantamañanas. La
desilusión y la pobreza la llevaron a pensar que lo único que
podía hacer era ganar dinero vendiendo su cuerpo.
-
¿Por qué últimamente comienzo a leer un libro y luego lo dejo
sedimentar día tras día? Se dijo casi riñiéndose, como si fuera culpable.
-
Sin embargo luego los voy terminando; cada uno tiene su tiempo,
añadió para consolarse de aquella costumbre suya, tan
descabellada.
De repenete se
le ocurrió que también guardaba una novela empezada en
la bolsa de deportes: Ti prendo e ti porto via, de Niccolò
Ammaniti. Sus dos personajes principales, cuando ella abría la
cremallera de la bolsa en los vestidores, parecía que quisieran
salir para contar su historia. Ponía el libro en otra bolsita pequeña junto a la
cantimplora, el móvil y los auriculares y se iba hacia la sala de
las bicicletas. Mientras pedaleaba, leía aquel libro y se sumergía
en las desventuras que acaecían a los dos bichos raros de un pueblo de la costa toscana. Pietro, un niño sensible y desafortunado, a quien unos gamberros de su clase lo pegaban,
le gastaban bromas pesadas y una noche lo obligaron a entrar en la
escuela para que escribiera en las
paredes frases obscenas de una profesora. Graziano, un trotamundos extravagante,
quien un día, mientras trabajaba tocando la guitarra en un local
nocturno, tuvo una revelación casi divina: Erica, uno de sus tantos ligues, era la chica ideal para
casarse. Graziano decidió volver al pueblo para darle a su madre la gran noticia, sin embargo la chica, que
quería ser actriz y se metía en la cama con quien pudiera
ayudarla a introducirse en el mundo del espectáculo, jamás llegó al
pueblo. Graziano para no defraudar a su madre y a los amigos, se puso
a buscar desesperadamente otra novia.
-
¡Qué desastre! ¡Cuántas historias voy dejando sin terminar! Se
dijo de nuevo, pero esta vez riendo y sin sentirse culpable.
Luego
miró con satisfacción la mesa puesta y ya relajada tomó el
primer libro del montón, leyó dos páginas y cuando iba por la
tercera sus párpados se le fueron cerrando poco a poco.
Se
le apareció el abogado de Rouen sentado en su escritorio. Sus manos
se movían con destreza al ponerse un poco de vino tinto en una
copa, primero sorbiéndolo poco a poco y después tomándoselo de un trago. Luego con un gesto delicado encendió un cigarrillo y le
dijo a Manolita, quien estaba sentada en frente de él, que iba a
ayudarla a encontrar al Orejas, el delator fascista, pues
había descubierto su punto débil, gracias a Adriana, la Romana.
Al cabo de poco entró en el despacho el secretario del abogado, Aristide, que como segundo empleo
escribía autobiografías eróticas para quien se lo pidiera;
llevaba una larga barba blanca y caminaba con un bastón, sin embargo
su voz estaba llena de ímpetu, cuando empezó a darles consejos a
Mónica y a Ramón, quienes estaban sentados silenciosos en el fondo
de la sala. Aristide le dijo al abogado que hacía todo ello para
que la historia de amor de aquella pareja no se acabara, como en
cambio había sucedido con todas las suyas.
Luego
el abogado, leyendo unos papeles, les anunció a los presentes que
Adriana desde aquel día, ya no hacía de puta, pues se había
casado con Graziano.
También
les dijo que había logrado sacar a Pietro del calabozo donde lo
habían metido por todo el follón de la escuela, pues había
demostrado que los culpables eran dos alumnos maleantes y el bedel
mentiroso.
Conchita
se despertó al oír el ruido de la llave en la cerradura.
La
puerta se abrió y cuando entró Damián, le dijo:
-
Siéntate, quiero contarte el sueño que he tenido para no olvidarlo.
-
Espera, me quito el abrigo, dejo la cartera en el estudio y vuelvo enseguida, le dijo él.
Conchita
cogió un cuaderno y un bolígrafo que había encima de la mesa, cerca del
sofá y mientras esperaba a Damián se puso a escribir:
Ésta
es la historia disparatada de un abogado que a pesar de ser gandul logra meterse dentro de los libros inacabados y consigue rematarlos.
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