lunedì 17 aprile 2017

El abogado gandul
















Conchita llegó temprano, no había nadie en el apartamento, cosa un poco rara, pues al atardecer solían empezar las idas y venidas, los portazos y el bullicio. Se deleitó entrando despacito para poder escuchar el silencio del hogar. Se sacó el abrigo, lo colgó en el perchero y se fue hacia el salón.
Sabía que poco a poco irían llegando los demás, primero Damián, su marido, luego los muchachos, por eso le gustaba tanto gozar a su manera de los pocos momentos de soledad.
Su primer instinto al abrir la puerta fue tumbarse en el sofá, poner un disco de música jazz y abrir el libro que estaba leyendo, bueno, uno de los tantos que había empezado a leer en aquellos días.
Luego pensó que era mejor apresurarse e ir preparando la cena.
- Al menos cuando lleguen los demás el primer plato ya va a estar apañado, luego en un santiamén aliñaré un poco de ensalada y haré una tortilla, se dijo.
A Conchita no le gustaba dejar cosas pendientes, por eso siempre se hacía listas de lo que tenía que hacer. Otra cosa que a ella le encantaba era ver la mesa puesta cuando por la noche era la última en llegar a casa. Dado que a ella le gustaba tanto aquel gesto, pensaba en que también los demás iban a apreciarlo, por eso se esmeraba en poner con cuidado el mantel,  servilletas,  cubiertos, vasos y platos.
Al acabar las tareas de la cocina se fue al dormitorio y cogió los cuatro libros que tenía encima de la mesita de noche. Puso la pila encima del sofá y empezó a hojearlos. En cada uno, hacia la mitad, había un punto, era un billete de tren o la entrada de un cine. Le gustaba recordar las noches en que ella y Damián iban a ver algún espectáculo. No es que salieran mucho, pues a ambos les gustaba estar en casa y se entretenían haciendo mil cosas; por ello cuando salían, era un  acontecimiento para Conchita.
Observó aquel montón de libros, tomó el de arriba, cuyo título era Los intrusos de Georges Simenon, lo había empezado hacía una semana y por cierto la noche anterior había leído dos capítulos. No sabía porque su mano lo escogía cuando quería relajarse. En realidad en las novelas de Simenon siempre había alguien que moría, pero todo trascurría lentamente y era eso lo que Conchita necesitaba para cerrar los ojos.
Recordaba que la historia se desarrollaba en una ciudad francesa del Norte. A Conchita  le  gustaba imaginar que el protagonista,  un abogado a quien sólo le apetecía holgazanear, fumando y bebiendo vino tinto cerca de una estufa de cerámica, viviera en Rouen, quizás porque ella había ido recientemente a aquella ciudad. El abogado, tras haber sido abandonado por su  esposa quince años atrás, casi nunca salía de casa, trabajaba cada vez menos y se pasaba el día  leyendo libros de filosofía o ensayos políticos; tenía una hija ventiañera con quien almorzaba y cenaba cada día, pero sin apenas dirigirle la palabra; una criada bajita, que odiaba al abogado y hacía las tareas domésticas de mala gana, se ocupaba de todo; hasta que una noche el abogado oyó ruidos extraños en el piso de arriba del caserón destartalado donde vivían.
Cogió la segunda novela, Música para feos de Lorenzo Silva y recordó que lo había comprado en una librería de Barcelona porque le gustaba el título. Se acordó enseguida que los protagonistas, Mónica y Ramón, se conocieron por azar y de que su historia de amor era muy especial; Mónica no sabía  de que trabajaba Ramón, sólo  había entendido que iba a irse fuera del país por cuatro meses a raíz de una especie de misión secreta; por la cabeza de Mónica pasaban mil dudas, pero de una  cosa  estaba cierta: la música estaba de su parte.  Ramón le decía que por el momento no podía decirle cuál era su oficio, tenía confianza en él, pero todo aquel misterio  la entristecía y asustaba. Leyendo  el libro de Silva, Conchita temía que algo malo iba a  sucederle a la pareja, por eso lo dejó para volver a tomarlo más adelante.
Agarró el tercero y recordó que se lo había traído su hija de Madrid. Era una novela de Almudena Grandes, Las tres bodas de Manolita. Al principio a Conchita le daba un poco de cosa empezarlo, siendo una novela de más de setecientas páginas; lo hizo un día que tenía la gripe. Sentada en la cama o en el sofá, envuelta en una manta, le iba enganchando aquella historia tan dura de Manolita y de otros personajes,  que como ella estaban en el bando de los perdedores, recién terminada la guerra civil española. Después de haber leído tres cuartas partes de la novela tuvo que volver al trabajo, por lo cual sólo podía leerla antes de acostarse. Un poco se le hacía incómodo sostener aquel tocho echada en la cama, pero sobre todo lo dejó porque sufría cuando el Orejas, el delator, merodeaba por el barrio madrileño donde vivía Manolita.
- ¿Por qué hace más de un año que la Autobiografía erótica di Aristide Gambia de Domenico Starnone yace en el fondo de la pila? Se preguntó Conchita.
- Quizás porque a veces se me hace un poco aburrido, a pesar de que haya algunos trozos impregnados de erotismo. Se contestó a sí misma
Estaba lleno de historias de sexo, de amor y sobre todo había cantidad de desenlaces, eso también le entristecía y por eso arrinconaba su lectura.
Por último, La romana de Alberto Moravia. Lo compró en un mercadillo, lo hizo porque de joven vio la película basada en esa novela. A Conchita al principio le encantó y le pareció que estaba muy bien escrito, pero también lo dejó porque le daba pena la protagonista, quien un día decidió que iba a ser prostituta al desmoronarse el sueño de su boda con un cantamañanas. La desilusión y la pobreza la llevaron a pensar que lo único que podía hacer era ganar dinero vendiendo su cuerpo.
- ¿Por qué últimamente comienzo a leer un libro y luego lo dejo sedimentar día tras día? Se dijo casi riñiéndose, como si fuera culpable.
- Sin embargo luego los voy terminando; cada uno tiene su tiempo, añadió para consolarse de aquella costumbre suya, tan descabellada.
De repenete se le ocurrió  que también guardaba una novela empezada en la bolsa de deportes: Ti prendo e ti porto via, de Niccolò Ammaniti. Sus dos personajes principales, cuando ella abría la cremallera de la bolsa en los vestidores, parecía que quisieran salir para contar su historia. Ponía el libro en otra bolsita pequeña junto a la cantimplora, el móvil y los auriculares y se iba hacia la sala de las bicicletas. Mientras pedaleaba, leía aquel libro y se sumergía en las desventuras que acaecían a los dos bichos raros  de un pueblo de la costa toscana. Pietro, un niño sensible y  desafortunado, a quien unos gamberros de su clase lo pegaban, le gastaban bromas pesadas y una noche lo obligaron a entrar en la escuela para que escribiera en las paredes frases obscenas de una profesora. Graziano, un trotamundos extravagante, quien un día, mientras trabajaba tocando la guitarra en un local nocturno, tuvo una revelación casi divina: Erica, uno de sus tantos ligues, era la chica ideal para casarse. Graziano decidió volver al pueblo para darle a su madre la gran noticia, sin embargo la chica, que quería ser actriz y se metía en la cama con quien pudiera ayudarla a introducirse en el mundo del espectáculo, jamás llegó al pueblo. Graziano para no defraudar a su madre y a los amigos, se puso a buscar desesperadamente otra novia.
- ¡Qué desastre! ¡Cuántas historias voy dejando sin terminar! Se dijo de nuevo, pero esta vez riendo y sin sentirse culpable.
Luego miró con satisfacción la mesa puesta y ya relajada tomó el primer libro del montón, leyó dos páginas y cuando iba por la tercera sus párpados se le fueron cerrando poco a poco.
Se le apareció el abogado de Rouen sentado en su escritorio. Sus manos se movían con destreza al ponerse un poco de vino tinto en una copa, primero sorbiéndolo poco a poco y después tomándoselo de un trago. Luego con un gesto delicado encendió un cigarrillo y le dijo a Manolita, quien estaba sentada en frente de él, que iba a ayudarla a encontrar al Orejas, el delator fascista, pues había descubierto su punto débil, gracias a Adriana, la Romana.
Al cabo de poco entró en el despacho el secretario del abogado, Aristide, que como segundo empleo escribía autobiografías eróticas para quien se lo pidiera; llevaba una larga barba blanca y caminaba con un bastón, sin embargo su voz estaba llena de ímpetu, cuando empezó a darles consejos a Mónica y a Ramón, quienes estaban sentados silenciosos en el fondo de la sala. Aristide le dijo al abogado que hacía todo ello para que la historia de amor de aquella pareja no se acabara, como en cambio había sucedido con todas las suyas.
Luego el abogado, leyendo unos papeles, les anunció a los presentes que Adriana desde aquel día, ya no hacía de puta, pues se había casado con Graziano.
También les dijo que había logrado sacar a Pietro del calabozo donde lo habían metido por todo el follón de la escuela, pues había demostrado que los culpables eran  dos alumnos maleantes y el bedel mentiroso.
Conchita se despertó al oír el ruido de la llave en la cerradura.
La puerta se abrió y cuando entró Damián,  le dijo:
- Siéntate, quiero contarte  el sueño que he tenido para no olvidarlo.
- Espera,  me quito el abrigo, dejo la cartera en el estudio y vuelvo enseguida, le dijo él.
Conchita cogió un cuaderno y un bolígrafo  que  había encima de la mesa, cerca del sofá y mientras esperaba a Damián se puso a escribir:
Ésta es la historia disparatada de un abogado que a pesar de ser gandul logra meterse dentro de los libros inacabados y consigue rematarlos.








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