Aquel
domingo hacía frío, pero por la tarde salió el sol, por eso
Elvira convenció a su marido, quien leía tranquilamente echado en
el sofá, para que saliera a dar un paseo con ella.
Se
dirigieron a un mercado de antigüedades que quedaba bastante cerca
de su casa, donde había muebles, libros, ropa de segunda mano y
demás cacharros.
El
marido solía pararse largo rato en los tenderetes de libros, a
Elvira también le gustaba darles una ojeada, pero cuando estaba al
aire libre prefería observar a la gente que pasaba. Sin embargo
aquel día le llamó la atención un puesto destartalado de libros viejos. El vendedor, quien
llevaba un traje un poco arrugado, estaba
sentado en una tumbona con un libro en las manos. Por sus muecas
ella dedujo que leía una obra cómica o burlesca.
Para
que el lector no se sintiera observado Elvira tomó
un libro al azar, era un tomo ilustrado de la historia del cine. Hojeándolo descubrió fotogramas de antiguas películas de su infancia.
Se
vio, los domingos por la tarde, yendo con sus amigas a la sala cinematográfica,
ubicada en la calle mayor del pueblo; allí se reunían con una pandilla de adolescentes quienes bromeando, bromeando se empujaban y se daban patadas; ellas reían por cualquier
cosa, mientras comían caramelos, chicles o pipas. Cuando se apagaban las luces Elvira no se
dejaba distraer por el barullo, aislándose y concentrándose en la
historia que salía en la pantalla. Las amigas, una tras
otra, se fueron emparejado. En cambio Elvira a los dieciseis años seguía sola. Se
le ponían los pelos de punta y un gran bienestar, cuando sus amigas
le decían que a un tal chico le gustaba ella, sin embargo e Elvira no quería liarse con él, lo tenía muy claro.
Prefería
a los chico forasteros, cuanto de más lejos mejor, pero eso no
se lo decía a sus compañeras porque solían enamorarse de los
paisanos y se hubieran reído de ella, cosa que hacían a menudo
cuando a Elvira no le apetecía pintarse o ponerse
prendas llamativas. Para las chicas de sus edad era un deshonor no
tener novio, por eso las más espabiladas no se dejaban escapar a
los guapos, conformándose las demás con los feos.
Quizás esteís pensando que Elvira era una chica un poco rara; en realidad lo era, pero no de
una rareza patológica, sino que era sensible, observadora, afable
con todo el mundo, intentaba amoldarse a cualquier persona o
situación, pero también se deleitaba estando sola, quizás porque
de pequeña, para huir de riñas o malhumores familiares, se
entretenía leyendo o escribiendo en un cuarto de la casa donde nunca
iba nadie. Tampoco le gustaba lucir, sufría al
depilarse, se avergonzaba enseñando las piernas cuando le tocaba
llevar minifaldas y tardó años en ponerse bikini, pues se sentía
más a gusto en bañador.
A
su madre y a Luisa, su hermana mayor, les encantaba arreglarse por
eso ponían un grito al cielo, viéndola tan deslucida y le
chillaban:
-
No puedes salir de casa con esos tejanos descoloridos. ¿Qué dirá
la gente?
Por
suerte llegaron los pogres y la ropa de los jóvenes se volvió más
informal, pero esa moda no les tocó a las chicas de la generación
de Luisa, quienes ya estaban demasiado acostumbradas a acicalarse.
Al final la
madre tuvo que resignarse y dejar de regañar a Elvira y más
tarde a Matilde, la hija menor, quien cogió de lleno la moda hippie,
llevando siempre con desaliño faldas largas, jerséis anchos, zuecos
y bolsos de paja.
Elvira
tenía seis años menos que Luisa y seis más que Matilde, por
eso no le fue fácil llevarse bien ni con una ni con otra.
Cuando
eran pequeñas, Luisa a menudo le tomaba el pelo a Elvira y la hacía
llorar, contándole historias tristes o de miedo; a su manera la
quería, sin embargo estaba resentida con ella, pues de hija única
le había tocado una hermanita, que al nacer prematura había atraído
todos los mimos de la madre y sobre todo de tía Encarnación, quien
en aquella época estaba soltera y vivía con ellos.
Elvira,
de mayor finalmente había entendido porque Luisa a veces la enojaba y la
zahería con palabras mordaces; también logró comprender su falta
de paciencia y las broncas que armaba con la madre, casi cada noche,
mientras lavaban juntas los platos de la cena.
“Mi hermana estaba celosa de mí y para más inri tía Encarnación
se casó pocos meses después de mi nacimiento; pobre Luisa, de
princesa de la casa, pasó a ser la cenicienta”, pensó.
Con
Matilde las cosas no fueron mejor, pues pasaba de
todo, hacía lo que le daba la gana. Elvira sufría por ella, la veía
demasiado libre, a los quince años ya fumaba porros a
escondidas. Hizo el último año de Bachillerato en un Instituto privado de una ciudad cercana, pero pocos meses
antes de terminar el curso volvió al pueblo y se puso a trabajar en la tienda de bolsos que la
madre y tía Encarnación regentaban. Había sido el abuelo materno
el que había fundado aquella casa donde se trabajaba el cuero, pero
esa era otra historia.
A
medida que pasaban los años Elvira siguió yendo al cine con alguna
amiga sin novio, hasta que lo cerraron porque toda la juventud iba
de discotecas. Por suerte en el pueblo había una sala parroquial, en
la que hacían teatro los sábados y cine forum entre semana. A ella
le encantaba ver películas, por lo tanto se espabiló para ir a
alguna sesión de cine.
Al ver la fotografía de la película Los amores de una rubia de
Milos Forman, se le apareció de nuevo la protagonista, quien antes de hacer el amor por primera vez con
un chico recién conocido, mira hacia la ventana y le pide al amante que baje la persiana; luego otra escena en la que la chica rubia con la maleta que va
a Praga para ir a buscar al muchacho.
Aquella imagen le trajo el recuerdo de la noche en que vio esa película, a las nueve se levantó de la mesa y salió diciendo que iba estudiar a casa de una compañera. Mintió porque a la madre no le gustaba que fuera al cine sola. Se sentó en
la sala casi desierta y esperó con paciencia a que llegara la gente, pues sabía que empezaban siempre con retraso. Al final de la película se fue corriendo a
casa perdiéndose debate, todo ello porque debía madrugar para ir al Instituto.
La voz del marido la sacó de su ensimismamiento:
- ¿Vamos a aquel chiringuito a tomar algo?
Mientras se disponía a dejar el libro que tenía entre
sus manos vio una novela de Alberto Moravia, La
romana.
- Espera un momento que quiero dar un vistazo a un
libro, le dijo Elvira a su marido.
Era una edición de los años setenta, las páginas amarillentas estaban bien ecuadernadas. Empezó a leer el primer capítulo
y otros recuerdos perdidos volvieron a menearse por su cabeza.
Se vio, primero con una maleta en el tren que la llevaba
al colegio mayor para estudiantes de la capital, luego por las mañanas
ocupada en ir a clases, por las tardes agobiada con las prácticas de
laboratorio o estudiando cosas que entendía poco y por las noches
bostezando con los libros abiertos sobre el escritorio. Su cara era triste mientras pensaba en que sus pasatiempos favoritos iban menguando.
A veces salía con alguna amiga o estudiaba con un grupo
de compañeros de la facultad, por eso poco a poco fue cogiendo
confianza en sí misma y se lo fue pasando bien, descubriendo la
ciudad y conociendo a personas nuevas, pero no le sobraba el tiempo
ni para leer o ni para ir al cine.
Una mañana en que no había clases por una vaga
universitaria, Elvira se fue al cine.
Era una sala pequeña. Entró casi sin saber que película ponían, a tientas se sentó en una butaca libre de la última
fila. Sentía la barriga revuelta por la emoción. Ir sola al cine de
mañanas, le parecía una empresa heroica.
Era una película italiana, La Romana, contaba la historia
de una chica buena, sensible y guapa, quien por una serie de
desventuras, desilusiones y sobre todo pobreza, decidió ser
prostituta.
Elvira levantó la cabeza del libro y vio a su marido
que le hacía señas para que se apresurara. Compró la novela de
Moravia, se la puso en el bolso y se dirigió hacia la terraza donde
él había hallado una mesa libre.
Tomaron una cerveza y Elvira le dijo al marido:
- Si le contara a un psiquiatra cuáles son las películas de antaño que más recuerdo, quizás encontraría algún significado.
- Déjate de psiquiatras, disfruta la bebida y la tarde maravillosa, le dijo su marido.
Elvira pensó que tenía razón, era realmente una tarde bonita y llena de
coincidencias.
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