Primero
puso el mantel rojo sobre la mesa, luego el jarrón con las rosas del
jardín. Eran flores que duraban poco, los pétalos iban cayendo
lentamente, pero a Isabel le encantaban. El gusto por los floreros lo
había descubierto gracias a Luís, su marido. Él, que pasó su infancia en un apartamento de un segundo piso, apreciaba las flores,
reconocía muchas especies de árboles y se fijaba en todo lo verde,
en cambio ella que había crecido en una casa con patio y corral, no
le daba mucho valor. Aquel talento Luís lo había heredado de su madre, quien a pesar de haber tenido una vida dura, al quedarse
viuda a los cuarenta años con pocos recurso y dos hijos pequeños,
le gustaba pasear por la campiña y recoger ramilletes de flores. La mamá de Isabel había crecido en el campo, pero no
le interesaban mucho las plantas, pues a ella le hubiera encantado
vivir en la ciudad, sin embargo pocos años antes de fallecer
empezaron a gustarle las flores. Isabel recordaba aquel cambio
repentino en su manera de ser, incluso se volvió más detallista y
cariñosa con los hijos y nietos.
De
pequeña, su madre le contaba que la abuela y la bisabuela cuidaban
y regaban las macetas del patio; una cancela de madera lo separaba
del amplio corral, que daba a una calle secundaria por donde salían
y entraban los carruajes. Pegados al muro había un gallinero, una
cuadra para el mulo y otra para el cerdo. En un rincón un
estercolero emanaba hedor y un cobertizo albergaba cajas, hoces,
palas u otros utensilios para labrar la tierra. Al otro lado, a lo
largo de la tapia, las dos mujeres habían plantado con esmero flores
y otras plantas ornamentales.
Tras
fallecer la bisabuela y la muerte repentina de la abuela, el jardín
empezó a quedar descuidado. Fue una desgracia para todo el mundo ya
que la abuela era alegre, trabajadora y muy ordenada. Tenía sólo
cincuenta y siete años cuando un mal misterioso se apoderó de sus
entrañas.
La
madre de Isabel, tampoco tuvo mucha suerte, una infección pulmonar,
que por un pelo no se la llevó al otro mundo, la dejó delicada
por toda la vida
El
jardín, donde Isabel jugaba con sus hermanos, se convirtió más que
nada en un almacén polvoriento lleno de utensilios para la labranza
de la tierra; los gallineros desaparecieron poco a poco, lo mismo
pasó con el estercolero. A finales de los años sesenta el carro y
el mulo fueron substituidos por un coche y las azadas por un
tractor. Isabel se acordaba que a menudo apoyada en la cancela
observaba con tristeza los vehículos que entrando y saliendo
destrozaban lo poco que quedaba del jardín de las abuelas.
-
¿Por qué nadie de mi familia cuida el jardín? Se
preguntaba.
A
ella le encantaba invitar a sus amigas a jugar en el corral de su
casa, pero a veces se avergonzaba de tanto descuido.
La
madre de Luís, cuando se jubiló, decidió mudarse, porque
deseaba plantar rosales. Sus hijos la ayudaron a conseguir una
vivienda adosada con jardín. Logró disfrutar algunos años cuidando
sus rosas, incluso cuando iba perdiendo la cabeza, algunas veces
salía al jardín para admirar sus flores.
Tras
la muerte de la madre, Luís y sus hermanos no quisieron vender la
casa de los rosales. El hermano de Luís, quien seguía viviendo en
el pueblo, cada dos por tres iba a abrir la casa y a cuidar el
jardín. Las rosas florecían sanas y bellas.
Isabel
había llegado en coche a media mañana. Antes de
salir de la ciudad había pasado por el taller mecánico, pues uno de
los faros no le funcionaba, luego fue a la gasolinera, no tan solo
para poner gasolina sino también para que le miraran el nivel del
aceite del motor. Mientras el empleado le limpiaba los cristales
ella se acordó de lo que hacía su padre antes de emprender un
viaje y pensó en que había heredado muchas cosas de él.
Preparó
la comida a base de hortalizas. Para postre pensó que iban a tomar
una tajada de sandía. Pues tenéis que saber que la sandía que había llevado, no había parado de rodar por el
maletero, cada vez que surgía una curva, por eso Isabel fue
conduciendo despacio y con cuidado para que no se partiera.
A
Luís le encantaba ir al pueblo en bici. Llegaba cansado, no sólo
por los 50 kilómetros que había recorrido sino por el desnivel de
la calzada. La carretera cruzaba un puerto de montaña de mil metros
de altitud.
Aquel
día mientras Luís se duchaba, Isabel mirando el mantel rojo pensó
en la mesa de la cocina de su infancia, donde nunca ponían manteles, un hule era más páctico, en ella cada tarde hacía los deberes.
En
el caserón había un comedor donde jamás ningún comensal se había sentado, lo usaban
solo para recibir a las visitas importantes; cuando era pequeña, hurgando en los cajones del aparador, había visto algunos manteles
blancos, los mismos que tras morir la madre, el padre se los
entregó a los hermanos para que se los repartieran. A pesar de que nadie los hubiera estrenado, el tiempo y la
humedad los habían estropeado un poco, pues habían surgido sombras amarillentas, pero los encajes de la bisabuela aún
eran preciosos.
Durante
los años en los que estuvo compartiendo piso con otros estudiantes
tampoco acostumbraban poner mantel sobre la mesa.
En
1983 Isabel y Luís se casaron y alquilaron una vivienda amueblada en
el centro de la ciudad. Una nave abovedada, donde entraba la luz de
la calle a través de una gran ventana, era el salón-comedor,
donde había un sofá destartalado, dos butacas orejeras y una mesa
redonda con cuatro sillas; a través de una escalera de madera se
subía a un altillo, donde había una cama matrimonial y una pequeña
ventana. Justo debajo había una cocina y un cuarto de
baño, ambos con una ventana que daba a un patio enorme. También
había cerca de la entrada un trastero muy útil para poner
bicicletas. Era perfecto para una pareja.
La
primera noche en que cenaron allí pusieron la mesa con un mantel
floreado que les regaló la madre de Luís y prepararon con esmero
un plato de pasta. En aquella época Isabel empezó a aprender algo
de cocina y a saborear cada vez más las noches entrañables con
Luis. Él guisaba los primeros platos cuando tenían invitados y ella
se había especializado en tortillas de patatas y ensaladas. La mesa
redonda era ideal para sobremesas y tertulias con amigos.
El
trabajo de Luís era un poco monótono y a él le aburría, pero
siendo un empleo a tiempo indeterminado no se quejaba. Ella daba
clases en un colegio y estudiaba para oposiciones, pues aún no tenía
plaza fija. Fueron años felices en los que Isabel y Luís empezaron
a conocerse de veras, hasta que pasó lo que pasó. Isabel tocando
lentamente las rayas blancas que se entrecruzaban y formaban
cuadros en la tela roja del mantel recordó el desconsuelo y el
dolor atroz que sintieron tras la muerte del hijo recién nacido.
Isabel
siguió mirando concentrada las rayas blancas, era como si en aquel
momento se diera cuenta de que estaban descoloridas.
- ¿Te acuerdas? Lo compramos el día en que descubrimos que estaba de nuevo embarazada, le dijo a Luís mientras salía del cuarto de baño envuelto en un albornoz azul.
Aquel
mantel, ideal para la mesa rectangular del piso nuevo, soportó las manchas de las papillas del primer bebé y del segundo, que llegó al cabo de dos años.
A
medida que pasaba el tiempo iban comprando otros manteles, pero el
rojo era el que más les gustaba.
Los
niños crecían y el mantel se iba gastando por eso Isabel decidió
llevarlo a la casa de campo.
-
¿Por qué tanta añoranza? Se preguntó cuando iba
sacando la mesa.
Luego
pensó que podía meter el mantel en la lavadora con algunas toallas.
Mientras la máquina ronroneaba, se sentó en una tumbona del
jardín. Aprovechó el tibio sol otoñal y leyendo se durmió.
Se
despertó con una poco de frío y entró en casa. Luís había salido
y ella empezó a tender la ropa.
Antes
de que se pusiera el sol, salió a dar una vuelta. Se citaron, en la plaza del pueblo, luego fueron a tomar una copa en la
taberna. El dueño del establecimiento había estudiado con
Luís. Aquel día había pocos parroquianos, por lo tanto se sentó
con ellos. Les contó que se sentía otra persona desde que se había
separado de su mujer. Los problemas económicos lo habían
paralizado. Sin embargo ahora estaba reaccionando y ni siquiera
sentía tanto odio hacia su esposa.
-
No sé lo que me ocurre, ya no me interesan las mujeres, no quiero
volver a vivir con una de ellas, quiero dedicarme a todo lo que nunca
he podido hacer, sin tener que dar cuentas a nadie. Les dijo despidiéndose de ellos.
Volvieron
a casa un poco pensativos, ella no sabía si alegrase e apenarse por
el tabernero.
Isabel salió al jardín para recoger la
ropa tendida y notó en seguida que había desaparecido el mantel
rojo. Todo lo demás estaba intacto.
Se
puso como loca buscándolo por los matorrales.
Tuvo
que resignarse y aceptar que alguien había cogido el mantel. Entró
en casa y le dijo a Luís:
-
Nos han robado el mantel.
-
¿Qué dices? No puede ser, está tan deslucido que no hay quien lo quiera,
dijo él.
-
Estaba anocheciendo, por eso quien se lo ha llevado no ha notado
que era viejo.
Mientras
se lo decía, Isabel sacó de uno de los cajones de la vitrina un mantel verde, que
no poseía tanta historia como el que acababan de perder, pero que
con el tiempo iba a alcanzarla.
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