domenica 15 gennaio 2017

El teclado


Llegó un aviso de una carta certificada que procedía del extranjero. Para Julia la palabra extranjero quería decir España, de donde había emigrado hacía un montón de años.
-¿Qué será ? Se preguntó.
No esperaba nada, por lo tanto por su cabeza pasaron las cosas más disparatadas:
- ¿Serán los impuestos de la finca del pueblo? No puede ser, pues  me los paga el banco, no sé, no sé, se decía.
Julia tenía una buena filosofía: pensaba lo peor, para que acaeciera lo mejor.
Le envió un mensaje a su hija que vivía en Madrid, para asegurarse de que no fuera ella la que le había enviado la carta misteriosa, pues con la hija se carteaban  de vez en cuando.
A Julia le encantaba escribir cartas, pero desde que habían salido los nuevos medios de comunicación electrónicos lo hacía poco, sin embargo con su hija era distinto; usaba la pluma estilográfica, quizás  para que le volvieran recuerdos de aquellos tiempos lejanos,  en los que escribía  a su madre  cada semana.
Su marido al día siguiente fue a correos y desde el móvil le escribió:
¡No puedes imaginarte lo que ha llegado!
Un paquete achatado que contiene el teclado para tu ordenador. ¿Te acuerdas, el que te compré a través de Internet? Ha tardado casi un mes, por eso nos habíamos olvidado de ello.
- ¡Qué tontos que hemos sido al no pensar en China! Se dijo Julia sonriendo.
Se tranquilizó y dejó de dedicar atención a las pegas burocráticas que tenía o podía tener a raíz de la herencia de sus padres.
A veces le hubiera gustado, no tener ningún lazo con el pueblo, en otras ocasiones estaba contenta de seguir atada a su tierra natal. No era nada fácil ser de dos países. En España se sentía extranjera y en el país donde vivía se sentía española.
Pensó que con el teclado nuevo ya no se equivocaría escribiendo las contraseñas, pues hacía tiempo que la tecla del número “uno” no funcionaba bien, y cada vez que quería entrar en su cuenta bancaria, al no quedar grabado el número, le salía la pestaña  donde se mostraba el error.
Salió del trabajo contenta, pero mientras peladeaba, notó que le dolía la garganta. En realidad no quería ponerse enferma, por eso  iba deglutiendo sin cesar,  como si quisiera tragarse aquel foco de  inflamación.
No sabía si ir al gimansio o volver en seguida a casa,  al final  decidió ir al curso de yoga  y al salir, bien abrigada, hizo los últimos recados. Llegó rendida, pero feliz por estar a solas con su marido. Su hijo ventiañero aún vivía con ellos, pero aquel fin de semana había ido a Madrid para ver a una amiga y por supuesto a la hermana.
Tenía escalofríos, se cubrió con una manta. Le costaba respirar,  se sentía  apretar una soga en la garganta.
Su marido le preparó una manzanilla con dos cucharaditas de miel. Miraron una película en la tele, pero Julia cada vez se sentía peor. Se fue a la cama temprano y no tuvo fuerzas para leer, como hacía cada noche. Ambos habían cogido un día de permiso para poder estar juntos, por eso no pusieron el despertador.
A las dos de la madrugada se levantó sudada y se puso el termómetro. Tenía fiebre, por eso se tomó un comprimido analgésico e antipirético.
Julia no era pastillera como su madre, le costaba tomar medicinas, pero aquella noche no se lo pensó dos veces.
Se durmió profundamente, a las once le despertó la mano de su marido.
- ¿Cómo estás? Creo tienes unas buenas anginas, mañana no vas a poder ir a trabajar.
- Me encuentro mucho mejor, la píldora que he tomado esta noche me ha despejado.
Julia empezó a pensar en todo el trabajo que tenía pendiente y sobre todo en el trajín que tenía que montar para que su doctora le diera la baja: llamarla, ir al ambulatorio para que la visitara, avisar al jefe, etc.
En aquel momento le llegó un mensaje del despacho donde trabajaba, en el que le pedían que cambiara de turno y fuera más tarde.
- Qué suerte, mañana no tendré que madrugar. Si hoy no tengo fiebre en todo el día seguro que voy a ir trabajar, dijo a su marido.
Él le  contestó que estaba loca y riendo volvió a entrar en la cama. Luego le dijo que, con sus mimos y caricias, él  la curaría.
Julia se relajó y se dejó llevar. Se sentía un poco débil, pero aquella ternura le gustó.
Desayunaron en la cama a la una. Julia se levantó  al cabo de un par de horas y la primera cosa que le dijo a su marido fue, que el reloj de la cocina estaba parado, pues marcaba las tres.
- Son realmente las tres, dijo él.
Julia volvió a acostarse para gozar de aquellas horas que se comprimían y dilataban sin seguir el ritmo rutinario de cada día.
El marido fue a comprar naranjas y ella se puso a leer. Miró por la ventana y vio que llovía, por eso se sintió afortunada al poder estar  calentita en su cama.
Cuando volvió su marido le preparó un zumo de naranja, luego le dijo que le cambiaría el teclado del ordenador.
Al cabo de poco le trajo el portátil diciéndole:
- Hay una sorpresa para ti.
Julia probando el teclado, que por cierto funcionaba perfectamente,  en seguida notó la letra “ñ”.
- ¡Qué ilusión, poder escribir con un teclado español! Dijo riendo.
En realidad la empresa China de componentes electrónicos se había equivocado enviando aquel teclado, pero para Julia el error se transformó en un milagro y en seguida empezó a escribir.





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