Llegó un aviso de una carta certificada que procedía
del extranjero. Para Julia la palabra extranjero quería decir España,
de donde había emigrado hacía un montón de años.
-¿Qué será ? Se preguntó.
No esperaba nada, por lo tanto por su cabeza pasaron las
cosas más disparatadas:
- ¿Serán los impuestos de la finca del pueblo? No
puede ser, pues me los paga el banco, no sé, no sé, se decía.
Julia
tenía una buena filosofía: pensaba lo peor, para que acaeciera lo
mejor.
Le
envió un mensaje a su hija que vivía en Madrid, para asegurarse de
que no fuera ella la que le había enviado la carta misteriosa, pues
con la hija se carteaban de vez en cuando.
A
Julia le encantaba escribir cartas, pero desde que habían salido los
nuevos medios de comunicación electrónicos lo hacía poco, sin
embargo con su hija era distinto; usaba la pluma estilográfica, quizás para que le volvieran recuerdos de aquellos tiempos lejanos, en los que escribía a su madre cada semana.
Su
marido al día siguiente fue a correos y desde el móvil le escribió:
¡No puedes
imaginarte lo que ha llegado!
Un
paquete achatado que contiene el teclado para tu ordenador. ¿Te
acuerdas, el que te compré a través de Internet? Ha tardado casi
un mes, por eso nos habíamos olvidado de ello.
- ¡Qué tontos que hemos sido al no pensar en China!
Se dijo Julia sonriendo.
Se tranquilizó y dejó de dedicar atención a las pegas
burocráticas que tenía o podía tener a raíz de la herencia de
sus padres.
A veces le hubiera gustado, no tener ningún lazo con el
pueblo, en otras ocasiones estaba contenta de seguir atada a su
tierra natal. No era nada fácil ser de dos países. En España se
sentía extranjera y en el país donde vivía se sentía española.
Pensó que con el teclado nuevo ya no se
equivocaría escribiendo las contraseñas, pues hacía tiempo que la
tecla del número “uno” no funcionaba bien, y cada vez que quería
entrar en su cuenta bancaria, al no quedar grabado el número, le
salía la pestaña donde se mostraba el error.
Salió del trabajo contenta, pero mientras peladeaba, notó que le dolía la
garganta. En realidad no quería ponerse enferma, por eso iba deglutiendo sin cesar, como si quisiera tragarse aquel foco de inflamación.
No sabía si ir al gimansio o volver en seguida a casa, al final decidió ir al curso de yoga y al salir, bien abrigada, hizo los últimos recados. Llegó rendida, pero
feliz por estar a solas con su marido. Su hijo ventiañero aún vivía con ellos, pero aquel fin de semana había ido
a Madrid para ver a una amiga y por supuesto a la hermana.
Tenía escalofríos, se cubrió con una manta. Le
costaba respirar, se sentía apretar una soga en la garganta.
Su marido le preparó una manzanilla con dos cucharaditas de miel. Miraron
una película en la tele, pero Julia cada vez se sentía peor. Se fue
a la cama temprano y no tuvo fuerzas para leer, como hacía cada
noche. Ambos habían cogido un día de permiso para poder estar
juntos, por eso no pusieron el despertador.
A las dos de la madrugada se levantó sudada y se puso el termómetro. Tenía fiebre, por eso se tomó un comprimido analgésico e antipirético.
Julia no era pastillera como su madre, le costaba tomar
medicinas, pero aquella noche no se lo pensó dos veces.
Se durmió profundamente, a las once le despertó la mano de su
marido.
- ¿Cómo estás? Creo tienes unas buenas anginas, mañana no vas a poder ir a trabajar.
- Me encuentro mucho mejor, la píldora que he tomado
esta noche me ha despejado.
Julia empezó a pensar en todo el trabajo que tenía
pendiente y sobre todo en el trajín que tenía que montar para que su
doctora le diera la baja: llamarla, ir al ambulatorio para que la visitara, avisar al jefe, etc.
En aquel momento le llegó un mensaje del despacho donde trabajaba,
en el que le pedían que cambiara de turno y fuera más tarde.
- Qué suerte, mañana no tendré que madrugar. Si hoy
no tengo fiebre en todo el día seguro que voy a ir trabajar, dijo a su marido.
Él le contestó que estaba loca y riendo volvió a
entrar en la cama. Luego le dijo que, con sus mimos y caricias, él la curaría.
Julia se relajó y se dejó llevar. Se sentía un poco
débil, pero aquella ternura le gustó.
Desayunaron en la cama a la una. Julia se levantó al cabo de un par de horas y la primera cosa que le dijo a su marido fue, que el reloj de la cocina
estaba parado, pues marcaba las tres.
- Son realmente las tres, dijo él.
Julia volvió a acostarse para
gozar de aquellas horas que se comprimían y dilataban sin seguir el ritmo rutinario de cada día.
El marido fue a comprar naranjas y ella se puso a
leer. Miró por la ventana y vio que llovía, por eso se sintió afortunada al poder estar calentita en su cama.
Cuando volvió su marido le preparó un zumo de
naranja, luego le dijo que le cambiaría el teclado del ordenador.
Al cabo de poco le trajo el portátil diciéndole:
- Hay una sorpresa para ti.
- Hay una sorpresa para ti.
Julia probando el teclado, que por cierto funcionaba perfectamente,
en seguida notó la letra “ñ”.
- ¡Qué ilusión, poder escribir con un teclado español! Dijo riendo.
En realidad la empresa China de componentes electrónicos se había equivocado enviando aquel teclado, pero
para Julia el error se transformó en un milagro y en seguida
empezó a escribir.
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