Aquella tarde Juana estaba sentada al lado de la ventana, iba bien abrigada, con un chal de lana echado en la espalda, jersey grueso, pantalones vaqueros, calcetines de lana y zapatillas mullidas.
Había
tenido la gripe por eso estaba un poco destemplada y no se atrevía a
salir.  Hacía un par de días  que  no paraba de toser, sentía 
escalofríos y mareos,  sin embargo tenía  sólo un poco de décimas
de fiebre,  por lo que  pensó que era solo un gran resfriado, pero a
medida que pasaba  el tiempo se dio cuenta de que era una cosa más 
seria y de que debía quedarse en casa y dejarlo todo por hacer. 
Apartó
las cortinas, estaba anocheciendo, vio sólo su imagen reflejada en
los cristales, luego  sus pensamientos se trasladaron a otra ventana,
la del local donde  había ido  la  noche  anterior.
Había
quedado con unas amigas  que  veía poco, por eso no quiso  postergar
la cita y decirles que se encontraba mal.  Se fue bien abrigada  a la
cafetería, entró en  una gran sala casi desierta  y buscó  con su
mirada a  las  tres mujeres  que estaban  en la mesa del fondo, junto
a la ventana. 
Al
sentarse  empezaron a hablar  todas a la vez, como si les  faltara
tiempo.  Al cabo de una  media hora Juana miró  el  móvil, luego
contempló la ventana  que daba a un patio interior y  pensó que  no
 servía para mucho pues dejaba  entrar  poca luz,  pero era  grande 
y daba desahogo  al  salón. Volvió a mirar a sus amigas y tuvo muy
claro que  había que cambiar  el rumbo, por eso les dijo:
- Dejemos  ese   tema  y hablemos de  otra cosa.
- Espera, espera  ya falta poco,  dijo Irene, insistiendo aún más  en
 saberlo todo.
“ ¿Es
el virus que me estropea la tertulia  o  soy  yo  quien  me
vuelvo menos tolerante?” Se dijo Juana.
Le
encantaba estar junto a sus amigas, pero aquel día estaba un poco
decepcionada,  quizás porque cada una iba hablando por su cuenta, 
casi  sin escuchar a las demás, pero eso pasaba siempre; lo que en
realidad le molestó fue la frase inicial de  Irene:
-
¿Qué  tal  va  tu peque, Amelia, ya ha terminado los estudios?
-
 ¡Qué va, su lentitud me mata! Me gustaría que fuera rápida como el
 mayor de Clara.
Las
 cuatro mujeres tenían  hijos de misma  edad: unos estaban
terminando la carrera,  otros hacían prácticas en un hospital  o 
estudiaban para oposiciones, algún que otro se había ido una
temporada al extranjero.
Juana
escuchó atentamente los inconvenientes que iban saliéndole a una de
las  hijas de Amelia,   que era muy meticulosa y por eso tan lenta,  decía  su amiga  o
las peripecias  para encontrar trabajo de  un de los hijos de Clara,
quien según su mamá, era muy inteligente, pero con poco nervio.
Luego suspiró y  pensó que nunca estábamos contentas del todo. 
No
le apetecía  contar nada de sus dos hijos,  de quienes ella  en
aquella época estaba  orgullosa, porque ambos estaban empezando a
abrirse camino en el mundo del trabajo.
Cuando
le preguntaron por ellos fue muy escueta y dijo sólo:
-
Están bien, la mayor sigue trabajando en  el extranjero y el pequeño
hace prácticas en una empresa de la ciudad.  
La
camarera les trajo bebidas y unas tapas que devoraron  en un
santiamén; mientras comían seguía   saliendo de sus bocas palabras
de   orgullo o   insatisfacción, según los casos. Ella no  tomó casi nada, 
solo un  vaso de cerveza.
Juana
se  sacó las gafas  de vista cansada y se puso a mirar bien a sus
amigas,  era cómo si cada una  intentara  salir de sus miserias y se
 refugiara en los triunfos de los hijos. Quizás ella también lo 
hacía alguna vez  y no se daba cuenta, puede que  fuera  una cosa
natural que repiten y siguen  repitiendo desde  siglos todas las
madres del mundo.
”¿Por
qué hoy eso  me  incomoda tanto?” Se preguntó.
Le
hubiera gustado que  las amigas le hubieran trasmitido algún 
detalle bello de sus vidas o  quizás  una adversidad, pues tenéis
que saber que a Juana se le daba bien consolar a la gente.  Le
encantaba transmitir todo lo  positivo que sentía en su interior, 
apreciaba la belleza  de  la vida, las pequeñas cosas cotidianas,
estaba contenta  de lo que tenía,  le interesaban todas las
personas, quienes quiera que fueran,  evitaba las riñas y los
enfados, sin embargo  a veces pensaba que  que su filosofía de vida
estaba equivocada, pues notaba que casi todo el mundo huía de la
rutina, queriendo irse a cada momento de vacaciones o  planeando 
viajes. 
El
virus le daba flojera y no logró que dejaran de hablar de hijos. 
Sin embargo al cabo de una hora las mujeres abandonaron
exámenes, becas y empleos y  otras 
historias hicieron que el hilo de la  madeja se  fuera anudando, pero Juana 
seguía sin   lograr  prestar demasiada atención y su vista se iba  perdiendo
hacia la ventana postiza.
Cuando
volvió a mirar a sus amigas se dio cuenta de que estaban
comentando que el novio de la hija  mayor de Amelia tenía una
enfermedad  sanguina y que tras una herida se le producían grandes
hemorragias, luego hablaron de  una de las tantas novias del  pequeño
 de Irene, una finlandesa que veía al enamorado sólo en París dos
veces al año, al  final salió  el tema de los  consuegros de Clara 
que vivían como anacoretas en  una pequeña isla  de las Canarias y
la conversación  fue languideciendo hasta que Irene miró el reloj y dijo:
-
¡Qué tarde es, tengo que irme! 
Mientras
se ponía el abrigo, Juana le preguntó:
-
¿Cómo estás  Irene?
Sin
dar muchos detalles y de prisa como si no quisiera hablar de ello,
les dijo que estaba contenta pues ya habían pasado cinco años desde
que la operaron de cáncer de mama y que finalmente podría dejar los
medicamentos que le daban muchos efectos secundarios. 
Al
salir del local,  Irene  desapareció a la vuelta de la esquina, 
Clara y Amelia  se dirigieron con ella hacia  la plaza. Hacía frío
y las tres andaban despacio, bien cubiertas con bufandas, gorros y
guantes,  por  las calles brumosas. Juana  estaba un poco
mareada y deseaba volver a casa, pero también  deseaba pasear con sus
amigas, pues apreciaba mucho que hubieran querido acompañarla.  
Se conocieron muchos años atrás, cuando los niños iban al
parvulario, se ayudaron mutuamente, haciéndose de canguro y
cuidando a los peques,  se consolaron cuando tuvieron problemas con
maridos, suegras o  cuñados, organizaron fiestas e incluso
salieron juntas de vacaciones.
-¿Por qué hablamos siempre de nuestros hijos? Ya no nos pertenecen
como cuando eran pequeños, dejémoslos en paz. Quiero saber cómo
estáis vosotras, les dijo Juana.
Clara
se animó contándoles que  había días  en que estaba fatal pues se
sentía muy sola,  pero que poco a poco  iba superando la 
separación. Ya no sentía tanta rabia por su ex- pareja, el odio se
había transformado en pena.
Luego
terminó diciendo que la única cosa buena era que estaba muy
unida  con su hija,  quien la animaba y  apoyaba  sin cesar.
-
No sé lo que haría sin ella, espero que no se vaya a vivir lejos de
mí.
Amelia,
la más dicharachera,  habló de la depresión del marido, de las
pastillas que tomaba y de las dejaba de tomar. Les dijo que en aquel
momento él  estaba de baja y  no se levantaba de  la cama durante
todo el día, por  eso luego trasnochaba pasando horas y horas en
frente del ordenador, fumando sin cesar. 
-
Lo peor es que ya no le hago  caso  a sus rarezas, me he  ido
acostumbrando.  
Luego
 añadió que sus  dos hijas estaban muy encariñadas con ella y que
por ahora no querían irse a vivir por su cuenta,  se lo
agradecía muchísimo, pues no lograba imaginarse una vida sin ellas.
-
Yo quiero deciros que estoy muy contenta de  que me acompañéis    a casa, 
les dijo Juana.
Besó
y abrazó a  las amigas cuando llegaron en frente de su casa.   
La
imagen  de las  dos mujeres que se despedían de ella en la puerta  se fundió con la suya en los  cristales  de la ventana. Volvió
la vista hacia  la mesa, cogió un bolígrafo y escribió en un
cuaderno: 
Hay
mujeres quienes están pendientes de los hijos  toda la vida porque
creen que es lo mejor, por eso viven compenetradas con ellos, otras
en cambio quieren que se vayan de casa y que decidan por su cuenta.
No es fácil  para una madre  decidir  cuál de los dos caminos hay
que seguir, a veces la inercia o las circunstancias llevan  por  un
lado o  por otro,  otras veces la buena suerte  hace  descubrir 
atajos  para  lograr  pasar  libremente de una senda a otra. 

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