Hacía dos o tres semanas que daba vueltas por mi cabeza
la mancha roja de mi americana. Me había comprado aquella chaqueta
a finales de verano. Era de un algodón peinado de color marfil. No
sé porque me gustaba tanto, quizás se debía al hecho de que era
una de las pocas prendas que me quedaban bien encima de los vestido veraniegos.
Recuerdo que el día en que me manché acababan de
llegar Julia y Elisa. Hacía tiempo que planeaban un viaje por la
Toscana. Finalmente habían logrado hacerlo.
En aquella época yo estaba muy atareada en la oficina,
sin embargo me apresuré para estar libre a la hora de comer. Las
llamé a media mañana para saber si habían llegado y en seguida,
como en nuestra niñez, empezamos a decir disparates.
Parecía que alguien enchufara y desenchufara el hilo
del teléfono. La conexión se iba cada dos por tres y las frases me
llegaban entrecortadas:
- …. nos gustaría ir al parque.... enfrente del
hotel... fue lo poco que oí de las palabras de Julia, que era la voz
cantante del grupo y la que siempre improvisaba, pues le encantaba ir
a la aventura, sin guías ni planos.
Yo le respondí:
- ¿He oído bien? ¿Has dicho en frente del hotel? Es
muy bonito todo el Lungarno, pero justo la zona delante de
vuestro alojamiento, no mata; pero si queréis pasear por ahí, yo
os acompaño encantada.
Pero no creo que les llegaran por completo mis palabras, pensé y luego me dije:
Pero no creo que les llegaran por completo mis palabras, pensé y luego me dije:
- Qué raro que Elisa, la que siempre lo organiza todo,
haya cambiado de planes y quiera ir a pasear por aquella zona
periférica.
Quedamos en la Torre della Zecca. Fue
grazioso verlas con prendas de abrigo, pues estaba acostumbrada a
sus vestidos playeros. Julia llevaba una gabardina beig y Elisa un
especie de tabardo marrón. Cuando me dijeron que el parque
que querían visitar era el de los jardines de Boboli, me salió
una carcajada.
- No me lo podía creer que quisiérais pasar toda la
mañana dando vueltas alrededor del hotel. Bueno, ahora vamos a Boboli, les dije.
A Julia y a Elisa les contagié mi alegría y las tres
risueñas nos dirigimos hacia la parte alta de la ciudad. Subiendo la
cuesta charlamos de trabajo, de amigos comunes, de nuestra pareja e hijos adolescentes. Reímos
de cosillas de la vida cotidiana. No dejamos de recordar anécdotas
de nuestra infancia. Las palabras nos salían rápidas como si el
tiempo nos apurara y tuviéramos miedo de no poder contárnoslo todo.
Visitamos la iglesia medieval de San Miniato a Monte,
tiramos fotos y apoyadas en la balalustra del piazzale
Michelangelo admiramos el panorama. Aquella luz matinal, típica
de octubre, hacía lucir el Duomo y demás torres que
sobresalían del perfil de la ciudad.
- Me parece un sueño estar de viaje sola, sin marido e
hijos. Dijo Julia, divertida.
- Tienes razón ¿Por qué hemos tardado tanto en
escaparnos, siendo tan fácil? Añadió Elisa con un guiño y un
ademán de huir. Luego siguió diciendo:
- Los maridos nos han acompañado al aeropuerto. Mientras nosotras estábamos sentadas en el avión ellos ya se estaban ocupando
de los chicos ¡Qué delicia!
A volver hacia abajo me desorienté y tomamos un
camino estrecho y empinado, donde la hierba crecía entre las
junturas de los adoquines. Unos antiguos muros de piedra bordeaban campos de olivos. Parecía que estuviéramos
paseando por los huertos de la ciudad amurallada de antaño.
Todo estaba silencioso pues no pasaba nadie y nosotras en el último tramo también dejamos de hablar, mientras nuestras botas se movían ligeras hacia abajo.
Aquella vieja calzada nos condujo al Barrio de San
Niccolò. Bajando aún más fuimos a parar a una Trattoria
con un jardín, al que se subía por una escalera exterior. Nos sentamos en una mesa bajo una parra. La
camarera nos aconsejó un plato de pasta casera aliñado con salsa de
tomate picante, era la especialidad de la casa.
Me puse la servilleta blanca alrededor del cuello para
no mancharme, sin embargo no me sirvió de nada tanto esmero, pues un
fruto maduro de una planta enredadera me cayó encima. Miré mi
brazo derecho y vi una mancha roja en la manga de la americana. Luego
cayeron otras bolas rojizas y tuvimos que cubrir los platos con las
servilletas. Por suerte ya estábamos tomando los postres.
Cuando fuimos a pagar le conté a la cajera lo que me
había pasado. Se disculpó y me informó que se lo iba a decir al
dueño para saber como debía actuar. Al cabo de poco me comunicaron
que la casa pagaba la cuenta y que si la mancha de la chaqueta no se
iba del todo ellos abonarían lo que faltara.
Mis amigas se quedaron calladas detrás de mí. Luego me
confesaron que ellas no se hubieran atrevido a pedir daños y
perjuicios a un restaurante. A mí en cambio me pareció una cosa
natural sobre todo si uno lo reclamaba con amabilidad.
Julia y Elisa se fueron a los jardines de Boboli y
yo me dirigí a la Tintorería.
- Vamos a lavarla a seco y a quitar la mancha. La prenda
estará lista a finales de la semana que viene. Me dijo la encargada
de la lavandería, casi sin mirarme.
Me dio un recibo y me marché no del todo convencida,
pues me parecía demasiado fácil, pero me animé en seguida y
diciéndome:
- No voy a echar a perder el día por una pequeñez.
Desde aquel momento perdí de vista la mancha.
Aquel fin de semana con mis amigas fue inolvidable:
callejeando, fuimos a visitar muchos rincones de Firenze tan campechanas como de pequeñas. Una noche cenamos en casa e invitamos a un amigo, quien Julia
conocía de los años setenta y que no veía desde entonces; nos lo
pasamos muy bien contándonos historias y haciendo bromas, al
final todos nos desternillamos de risa.
Julia al despedirse de mí me dijo:
- Me lo he pasado tan bien contigo y Elisa que
recordaré este viaje toda la vida. Te agradezco que nos hayas
mimado y dedicado tanto tiempo. Eres una gran amiga.
Luego me abrazó fuerte, como si quisiera que las
palabras sinceras que acababa de pronunciar se hicieron camino por
las grietas que se se iban abriendo en mi coraza.
- Gracias de verdad, nos ha salido todo redondo, dijo
Elisa y luego añadió, escríbeme pues quiero saber como va la historia del desmanche.
- No exageréis! Yo no he hecho nada. Sois vosotras las
que me habéis traído alegría y buen humor.
La semana siguiente fui a la tintorería.
- No está lista, señora. Vuelva la semana que viene. Me dijo la dueña dirigiendo
la mirada hacia las pilas de ropa blanca que yacían por todas
partes.
La dejé mientras doblaba servilletas, en el único
trozo de mostrador que estaba libre, y refunfuñaba algo entre
dientes a la chica que la ayudaba. Noté en ella un gesto de
impaciencia, como si quisiera sacarse de encima un trasto.
Volví la semana siguiente. La encargada me dijo lo
mismo que la otra vez, pero en un tono más afable; también noté en
su cara algo distinto, su piel era más fina y relajada y sus
ademanes más lentos.
- Me parece otra, pero es la misma, quizás se trate
sólo del peinado nuevo, que lío me dije.
- Llame antes de volver. Siento que haga tantos viajes.
Volviendo a casa pensé:
- Aquí hay gato
encerrado: la americana manchada no aparece y la tintorera
tiene dos semblantes.
Llamé un par de veces y me dijeron que no aún no
estaba lista la prenda.
Pasaron cinco semanas y un día en el que ya había
dejado de pensar en mi chaqueta, me telefoneó la dueña de la
tintorería para decirme que tras dos lavados la mancha no había
desaparecido. Yo estaba a punto de decirle que me daba igual, que me
devolviera la prenda y san sé acabó, pero ella siguió diciendo:
- Si usted me da el permiso yo puedo intentarlo de nuevo
con lejía.
Durante algunos segundos pasaron por mi cabeza los
relatos trágicos que mi madre me contaba de pequeña: un niño se
había desfigurado cayéndole encima una botella de blanqueador de
un anaquel de la cocina; un chico se había tragado un poco de
aquella substancia nociva pensando que fuera agua, por suerte había
escupido en seguida, pero se le había quemado la boca y un poco el
esofago; por último un abuelo que quiso matarse bebiendo un trago
de aquel veneno y que lo consiguió fue una larga agonía.
- Es la voz de la tintorera en su faceta amable, pensé
y en seguida le contesté:
- Sólo si me asegura que mi chaqueta no va a
estropearse.
- No se preocupe, quizás se blanqueará un poquito,
pero seguro que desaparecerá la mancha roja.
- Vale.
- El viernes ya estará lista. Perdone por las
molestias, me dijo antes de colgar.
Fui a la tienda aquel viernes por la tarde, con un poco
con desgana y sin ninguna esperanza, en cambio fue un milagro ver mi
americana limpia. A la encargada no parecía importarle nada de mí.
Estaba enfadada con una empleada y se lo contaba a una señora mayor
que planchaba en el fondo de la tienda.
- Me ha tomado el pelo durante todos esos meses, iba
siempre al bar del al lado con cualquier excusa, hablaba demasiado
con los clientes y era lenta. Pero la cosa que más me ha mosqueado
es que me pidiera que le subiera el sueldo. Al final he tenido que
despedirla.
Después de pagar le dije:
- Gracias por haberme salvado la americana.
- Se lo debe agradecer a mi hermana que es la mejor
quitamanchas de la ciudad.
Volví a casa contenta porque llevaba conmigo la
chaqueta y porque había descubierto que la tintorera tenía una
hermana gemela.
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