Laura, me llamó para decirme que habían llegado las
manzanas.
Nosotros no pertenecíamos al grupo de compra y consumo
sostenible, sin embargo Laura estaba muy metida en ello. Le
encantaba repartir naranjas, manzanas, hortalizas u otras mercancías
a los familiares y amigos. Tenía un trastero en la planta baja y
allí depositaba las cajas, que ella misma iba a buscar a las afueras de la ciudad.
- Voy a pasar por tu casa a media tarde, le dije.
Toqué el timbre de su apartamento y nadie me contestó.
- Qué raro, quizás haya salido y esté a punto de
volver, me dije.
Más tarde supe que en aquellos momentos estaba tan
ensimismada trabajando en un dibujo, que no me había oído.
Por la calle pasaba mucha gente, sin embargo en seguida
noté a una mujer de unos cuarenta años, su melena castaña estaba
muy bien cuidada, llevaba un traje gris, alrededor del cuello
destacaba un pañuelo de seda rojo. Era llamativa pero sus facciones
eran duras, quizás porque estaba peleándose con alguien en el
móvil. Gesticulaba y gritaba, por eso llegó a mis oídos su voz
mientras decía:
- A mí no me hacen eso. No acepto que me tomen el
pelo. Ya estoy hasta la coronilla de ti y de todo el tinglado.
Luego la mujer elegante dobló
la esquina y por consiguiente no pude oír nada más.
Hice sonar el timbre de nuevo y al cabo de poco Laura
me contestó, diciendo:
- Puedes atender unos minutos, solo el tiempo
necesario para ponerme el chaquetón y los zapatos.
Durante aquel rato, delante de la puerta, me entretuve
mirando a la gente. Muy cerca había una escuela primaria.
Los niños a esa hora salían alborotados de las clases. Vi de nuevo
a la mujer llamativa con una niña de unos seis años a su lado.
La chiquilla llevaba una bata azul marino de cuello
blanco que le quedaba un poco holgada; con la mano tiraba la punta de
chaqueta de la madre, quien seguía impertérrita hablando por
teléfono. Luego cortó la conversación, sacándose a la niña de
encima, con gestos de impaciencia.
Recuerdo lo contentos que estaban mis hijos cuando
íbamos mi marido o yo a buscarlos al cole; alguna que otra vez
estaban nerviosos y enfadados, más que nada por el agotamiento. Me diréis que quizás
en algunas ocasiones los hijos puedan resultar pesados, sobre todo
durante los primeros cursos, cuando intentan hacer pagar a los
padres el haberlos dejado todo el día con los
maestros; sin embargo la reacción de aquella mujer me resultó
exagerada.
Laura bajó las escaleras corriendo y me abrió la
puerta con una gran sonrisa.
Me enseñó todas sus provisiones y me ayudó a poner
encima de mi bicicleta una caja de manzanas; luego le pagué y muy agradecida me despedí de ella, quedando que íbamos a vernos aquella misma noche en una bar
del barrio.
Yendo hacia casa pasé por una callejuela y reconocí a la mujer elegante, quien en aquel momento estaba parada en medio de la calle
riñiendo a la niña. Le decía cosas que yo jamás había oído salir de
la boca de una madre:
-¡Tú que te crees! He estado todo el día trabajando y ahora tú dándome la lata. ¡No te lo voy a permitir! Eres pegajosa y débil como
tu padre. No te soporto, déjame en paz.
Sus últimas palabras echaban chispas de rabia y de
rencor.
- ¿Pero qué tenía aquella mujer para ser tan cruel
con la hija?
La niña parecía un cachorro
rechazado. De su tez blanca bajaban dos lágrimas cargadas de
dolor. En aquellos momentos sentí dentro de mí el sufrimiento de aquella hija desafortunada.
Mientras abría la puerta de la calle, con la caja de
manzanas a cuestas, pensé en mis padres. Durante mi niñez y
adolescencia mi madre sufría de una enfermedad crónica de pulmones
y a menudo era infeliz, mi padre trabajaba demasiado y casi no se le
veía por casa, sin embargo reconozco que los dos se esforzaban para que la familia flotara. Nunca nos trataron mal, al contrario nos
ayudaron a crecer y a su manera nos dieron cariño, a mis
hermanos y a mí. Subí despacio las escaleras, primero un peldaño
luego el otro y me paré en el descansillo. Tras oler el aroma de
las manzanas, cogí una, le dí un mordisco y me sentí una mujer
afortunada.
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