domenica 1 novembre 2015

Julia

    








Las noches de Julia eran intermitentes. No entendía porque  se despertaba al amanecer. En aquellas horas, que no pertenecen ni al día ni a la noche, su cabeza ya estaba empezando a funcionar, en cambio sus ojos permanecían  cerrados. Podría decirse que  por una parte añoraba la cama y por la otra estaba impaciente por levantarse. A veces le invadía un no sé que de ansiedad, quizás por las tantas cosas que debía hacer durante la jornada de trabajo y luego en casa o porque había heredado de sus padres el sentido de la responsabilidad y jamás quería llegar  tarde a ningún sitio. Finalmente abría los párpados y veía sólo tinieblas, sin embargo poco a poco la oscuridad se hacía más llevadera, un poco grisácea, como si se mezclara con un ligero resplandor. Con las manos buscaba las gafas encima de la mesita de noche, se las ponía y observaba atentamente el despertador. A veces se le caía el libro, el que solía leer antes de acostarse. Al cabo de unos minutos, no le costaba nada empujar su cuerpo y salir de la cama.
Aquel día notó una luminosidad tenue que entraba por las rendijas de la persiana. Aquellas franjas  podían ser debidas a las farolas de la calle o  a la luz del amanecer.
-Ojalá sea de día, se dijo, mientras miraba a su marido que dormía profundamente.
Era sábado y efectivamente clareaba. Julia había quedado a media mañana con una pareja de amigos, para ir a pasear por un bosque a las afueras de la ciudad, por lo tanto no tenía ninguna prisa.
- ¿Por qué me he levantado tan temprano? Se preguntó.
- Quizás porque, las horas matutinas son las mejores para leer o escribir, se dijo.
Desayunó despacio y luego se  sentó en el sofá del salón. Cogió el libro que había empezado la noche anterior y se puso a leer.
Hacia las nueve, todo seguía silencioso. Se preparó otra taza de té. Mientras sorbía lentamente la infusión, pensó que le gustaría estrechar entre sus brazos a su marido. Entonces Julia recordó el día en el que cumplió treinta años:
En aquella época, tras largas oposiciones para la enseñanaza, fue destinada a una ciudad lejana. Su marido, fue a verla y le trajo un regalo envuelto en papel amarillo, atado con una cinta de seda de color verde botella. Dentro de la caja había un libro muy bien encuadernado de un escritor checo, de quien ellos habían hablado días antes. El había apreciado mucho la lectura y ella había visto la película basada en la novela, cuyo protagonista se parecía enormemente al marido. La misma nariz grande, sin embargo bien perfilada, la mata de pelo negro rizado, los luminosos ojos marrones, los labios carnosos y el porte elegante. 
Aquel regalo le encantó. Mientras lo hojeaba, se vio sentada en una butaca roja de un cine casi vacío y sintió de nuevo una oleada de enamoramiento hacia su marido.
Recordaría toda la vida lo contenta que se puso cuando luego descubrió que en la caja, debajo del libro, había  algo más; un papel fino  escondía una combinación y unas medias de seda.
Se sintió otra mujer, cuando se puso aquellas prendas tan suaves.
Las llevaba  una noche, en la que fue a un restaurante a cenar con sus antiguas compañeras del colegio. En los lavabos se arremangó el vestido y le enseño a su amiga, Matilde, la combinación y las medias  finas, sujetas por un liguero.
- ¡ Ay qué guapa que estás! Yo nunca voy a dejar mis pantalones. Mis piernas destapadas parecen dos palillos y además me cohíbe ponerme ropa interior tan fina, sin embargo tienes que saber que últimamente, yo también me pinto y me arreglo  mucho. Mira mi blusa nueva. ¿Te gusta? Le preguntó Matilde y sin dejarle contestar, añadió:
- ¡Quién nos hubiera dicho que de mayores íbamos a ser tan coquetas y sensuales!
- Me encanta tu blusa y estoy contenta de que te gusten mis medias.
Se abrazaron y al volver  a la mesa, Julia observó detenidamente a sus amigas allí reunidas, por primera vez las vió distintas: casi todas estaban casadas o vivían en pareja, algunas  incluso tenían   hijos, unas eran  amas de casa, otras  trabajaban duramente para conseguir un sueldo decente, sin embargo todas ellas se habían convertido en mujeres  atareadas, siempre con prisas, haciendo dos o tres cosas  al mismo tiempo y tal vez con poco tiempo para ellas mismas; ya  les quedaba poco de aquellas  chicas progres de los años setenta, que no se sacaban nunca  de encima los vaqueros y las botas camperas, mientras dejaban fluir lentamente el tiempo, riendo, bromeando, charlando, discutiendo de literatura o  de la situación política y sobre todo,  soñando un mundo mejor  del que les había tocado vivir a sus madres o abuelas.
Oyó a lo lejos las campanas que anunciaban las nueve de la mañana. Sin hacer ruido entró en el cuarto donde su marido aún dormía y buscó a tientas, en el cajón del armario, las prendas de seda. Se las puso y luego entró de nuevo en la cama. Abrazó a su marido y se sintió como si fuera la muchacha de antaño.
Unas horas más tarde, paseaba por los bosques de Vallombrosa y escuchaba detenidamente el ruido que hacían sus  botas de montaña, pisando las hojas muertas. Miraba a menudo hacia arriba, admirando las tonalidades rojizas y amarillentas de los árboles. Alguna que otra vez se detenía y sonreía pensando en el tenue claror del amanecer de aquel sábado, el que le había dado el impulso para levantarse y transformarse en la otra  Julia.





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