Era la última quincena de julio, normalmente en aquella comarca y por aquellas
fechas hacía mucho calor, en cambio aquel día, al bajar del avión, fue como pasar al otoño. Era una tarde gris y estaba a punto de
llover.
El
vuelo había sido muy movido, a causa de las numerosas turbulencias.
Los
pasajeros no podíamos levantarnos de las butacas, donde teníamos
que permanecer con los cinturones abrochados. Las azafatas con el
carrito de las bebidas intentaban transitar, sin embargo de vez en cuando
desistían y volvían deprisa hacia atrás.
Sentía
que podía pasar algo, me decía para animarme: la muerte rápida es siempre mejor que un largo
sufrimiento.
Tan
pronto dejamos atrás el ojo de la tormenta, pude concentrarme en
el libro que estaba leyendo, sin darme cuenta cerré los ojos y me
quedé dormida.
Me
despertó la voz del comandante que nos decía que íbamos a
aterrizar. Me fijé que volábamos a través de una capa de nubes muy
bajas. Tocamos tierra un poco más tarde de la hora prevista, con lo
cual perdí el autobús que iba a un pueblo de la costa cercano al
mio, por lo que tuve que esperar el siguiente, más de una hora. Lentamente y
saboreando aquel tiempo en el que no tenía ningún quehacer, me
dirigí a la estación de autobuses ubicada al lado del aeropuerto.
Miré
el reloj de la fachada principal del pequeño edificio de ladrillos: era la una y media
de la tarde. Me senté en un banco y comí con gusto el bocadillo que
me había preparado en casa, antes de salir.
Masticaba
despacio aquel pan, con tomate y los trocitos de queso pecorino, mirando a los chicos y chicas que subían al autobús
para Barcelona.
El
bullicio duró poco pues la mayor parte de los jóvenes se
marchó hacia la ciudad condal. Solo algunos de ellos iban a esperar el autocar para a la costa. Me quedé quieta mirando las idas y venidas,
escuchando las voces chillonas y oliendo el aroma del aire cargado de
humedad. Hasta que oí una voz detrás de mí que me preguntaba algo
en inglés.
Era
uno de los tres muchachos, más tarde descubrí que procedían
de una pequeña ciudad toscana, quien deseaba saber dónde estaba
situado el hotel que habían reservado a través de Internet.
Yo
le dije que no lo sabía pero que se lo podía preguntar al
conductor, quien dormitaba dentro del vehículo, esperando la hora de
la salida.
El
chófer era afable y hablador. Era gracioso oírle hablar con acento
canario. Les dijo a los jóvenes que su hotel estaba en el centro de la localidad y
ellos se tranquilizaron.
El
conductor empezó a charlar conmigo y me contó que algunos años atrás, al llegar a
Cataluña, tuvo que adaptarse a otro clima, a una nueva manera de vivir y también a otra forma de conducir.
A finales de su primer invierno, un día al amanecer le cogió una gran nevada y lo
pasó muy mal por la carretera. Me contó todos los pormenores,
haciendo unas muecas muy raras, por lo que entendí que le espantaba
la nieve.
Subimos
al autobús mientras empezaba a llover.
El
hombre de las Canarias me habló, de política, de economía y de los
problemas laborales que sufría el país, durante todo el viaje, como
si estuviéramos solos alrededor de una mesa. El hecho de que yo
estuviera recreada en la primera fila y que los pocos pasajeros
estuvieran sentados en la parte trasera del vehículo, hizo que
tuviera lugar aquella tertulia. Cayó tanta agua que parecía que
estuviéramos en otras latitúdines. La visibilidad no era muy buena, por
lo que el chófer iba conduciendo despacio y con prudencia. Aquel
aguacero podía hacer desbordar algún riachuelo, pensé por mis
adentros, pero no se lo dije al canario, pues lo veía risueño y no
quería echarle a perder aquella charla tan amena.
Llegamos
a una gran población, la más importante de la zona por el gran
número de turistas que cada verano iban a pasar sus vacaciones,
justo para coger otro autobús, que iba a llevarme a la estación
de ferrocarriles.
Me
despedí del conductor, quien por sus palabras daba a entender que
no temía los chubascos de verano.
-
Parece un diluvio pero estoy seguro que no va a durar mucho. A mí lo
que me asusta es la nieve. Al ver los primeros copos de nieve o de
granizo, siento terror y me paralizo, como si tuviera un ataque de nervios. Es una fobia. Por suerte en esta zona no nieva casi nunca, de no ser así
ya me habría marchado.
La
gente, sin miedo de hacer el ridículo, se guarecía como podía, toallas playeras que servían de
abrigo, sombreros de paja o sombrillas como paraguas. Me puse un
chaqueta que llevaba en una maleta de mano y cogí el segundo
autocar.
Mis
hermanos, me lo dijeron luego, estaban muy preocupados por mí. Yo,
por suerte, pasando de estación a estación, no me mojé
mucho. Llegué a mi pueblo cuando llovía menos.
No
me perdí de ánimos y guareciéndome bajo los tejados de las casas
llegué sana y salva a la casona que había sido de mis padres.
Llamé
a mis hermanos para que estuvieran tranquilos y en seguida abrí
todas las ventanas, pues al estar la casa cerrada todo el invierno
parecía una tumba.
Mi
hermana había puesto en marcha la lavadora, con sábanas y colchas
que habían servido para cubrir los muebles. A mi llegada pude notar
que la lavadora había dejado de funcionar sin haber terminado el
programa:
- ¡Qué raro! me dije y sin pensarlo dos veces apreté el botón para que terminara el lavado. Luego puse un poco de pan, que me había sobrado del viaje, en el tostador, para poder comer algo, junto a una taza de té.
- ¡Qué raro! me dije y sin pensarlo dos veces apreté el botón para que terminara el lavado. Luego puse un poco de pan, que me había sobrado del viaje, en el tostador, para poder comer algo, junto a una taza de té.
Para
sentirme menos sola puse la radio que estaba en el comedor. Mientras
intentaba buscar una estación donde diesen noticias o buena música, olí a quemado y oí un ruido como si
fuera un lamento. Tuve un poco de miedo y me fui corriendo hacia la
cocina.
Había
mucho humo por las tostadas totalmente carbonizadas. Abrí de nuevo
todas las ventanas y me dirigí hacia el lavadero desde donde llegaba
aquel ruido extraño.
La
lavadora no podía con toda su alma, se movía lentamente como
apesadumbrada. El roce del bombo con algo hacía salir el ruido
peculiar, que parecía casi humano.
Me
tranquilicé al apagar aquel aparato quejumbroso.
Salí
con un paraguas a comprar víveres. Las calles estaban desiertas.
Volví a casa empapada y tiritando de frío. Me puse ropa seca y
preparé judías tiernas con patatas, plato que mi madre guisaba a
menudo en verano.
Cené
con la radio puesta para que me diera calor y compañía.
Dormí
muy mal por el frío y por el ruido que hacían las puertas golpeando,
a causa del vendaval. Me levanté de madrugada para cerrar las
ventanas de toda la casa y al volver de nuevo a la cama me sentí un
poco más tranquila.
El
segundo día amaneció también gris y triste. Estuve en la
biblioteca del pueblo y en casa de mis hermanos, con quienes charlé mucho rato.
A veces pienso que es verdad lo que dice el refrán, que le gustaba tanto a mi padre, no hay mal
que por bien no venga;
aquella vuelta al otoño hizo que el tiempo fuera más lento y que
pudiera leer mucho y hacer tertulia con familiares y amigos.
Por
la noche miré en el televisor viejo una película que parecía
interesante: era la historia de una pareja que se mudaba a la casa de
sus antepasados, donde por la noche se oían ruidos sospechosos y
pasaban cosas raras, como si hubiera fantasmas. Apagué la pantalla
cuando la historia empezó a impresionarme.
- ¡Qué tonta que soy! ¿Por qué me pongo a mirar una película de miedo, estando sola?
Aquella noche también dormí poco. Me desperté al amanecer, quizás por el viento que hacía vibrar los cristales. Miré por la ventana, y vi que había caído una enorme granizada. La luz era tenue, pero pude distinguir bien la calle totalmente blanca.
- ¡Qué tonta que soy! ¿Por qué me pongo a mirar una película de miedo, estando sola?
Aquella noche también dormí poco. Me desperté al amanecer, quizás por el viento que hacía vibrar los cristales. Miré por la ventana, y vi que había caído una enorme granizada. La luz era tenue, pero pude distinguir bien la calle totalmente blanca.
Pensé
en el chófer canario y en lo mal que lo estaría pasando en
aquellos momentos. Me lo imaginé tiritando mientras conducía
despacito su autocar por la calzada cubierta de granizo.
Por
la mañana aún seguía lloviendo, pero al atardecer escampó. Después
de cenar fui a pasear por el casco antiguo del pueblo y aquella noche
por fin dormí como un tronco, en aquel cobijo donde habían vivido
mis tatarabuelos.
Las
vacaciones fueron amenas, sobre todo cuando empezaron a llegar mi
marido e nuestros hijos.
Al
volver, me acordé de que el hombre que tenía miedo de la nieve, despidiéndose de mí, me había dicho que nos íbamos a ver de nuevo, ya que la semana en que nosotros emprendíamos el viaje de vuelta él tenía turno de mañana, por lo tanto lo busqué en la parada, sin embargo no pude dar con él.
En
el aeropuerto, ya que nos sobraba un poco tiempo antes de
embarcarnos, fui a la oficina de autobuses. Pregunté por el
conductor canario y me dijeron que hacía unos días que había
dejado de trabajar en la empresa.
-
¿Quién sabe si ha vuelto a su isla? Me pregunté.
Despegamos puntuales y durante el vuelo volví a pensar en el chófer: lo vi alegre y campechano, conduciendo un autocar por una
carretera llena de baches, en un paisaje volcánico tropical. Esa imagen me meció y poco a poco fui rindiédome al sueño.
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