mercoledì 2 settembre 2015

El hombre que tenía miedo a la nieve











Era la última quincena de julio, normalmente en aquella comarca y por aquellas fechas hacía  mucho calor, en cambio aquel día, al bajar del avión, fue como  pasar  al otoño. Era una tarde gris y estaba a punto de llover.
El vuelo había sido muy movido, a causa de las numerosas turbulencias.
Los pasajeros no podíamos levantarnos de las butacas, donde teníamos que permanecer con los cinturones abrochados. Las azafatas con el carrito de las bebidas intentaban transitar, sin embargo de vez en cuando desistían y volvían deprisa hacia atrás.
Sentía que podía pasar algo, me decía  para animarme: la muerte rápida es siempre mejor que un largo sufrimiento.
Tan pronto dejamos atrás el  ojo de la tormenta, pude concentrarme en el libro que estaba leyendo, sin darme cuenta cerré los ojos y me quedé dormida.
Me despertó la voz del comandante que nos decía que íbamos a aterrizar. Me fijé que volábamos a través de una capa de nubes muy bajas. Tocamos tierra un poco más tarde de la hora prevista, con lo cual perdí el autobús que iba a un pueblo de la costa cercano al mio, por lo que tuve que esperar el siguiente, más de una hora. Lentamente y saboreando aquel tiempo en el que no tenía ningún quehacer, me dirigí a la estación de autobuses ubicada al lado del aeropuerto.
Miré el reloj de la fachada principal del  pequeño edificio de ladrillos: era la una y media de la tarde. Me senté en un banco y comí con gusto el bocadillo que me había preparado en casa, antes de salir.
Masticaba despacio aquel pan, con tomate y los trocitos de queso pecorino, mirando a los chicos y chicas que subían al autobús para Barcelona.
El bullicio duró poco pues la mayor parte de los jóvenes se  marchó hacia la ciudad condal. Solo algunos de ellos iban a esperar el  autocar para a la costa. Me quedé quieta mirando las idas y venidas, escuchando las voces chillonas y oliendo el aroma del aire cargado de humedad. Hasta que oí una voz detrás de mí que me preguntaba algo en inglés.
Era uno de los tres muchachos, más tarde descubrí que procedían de una pequeña ciudad toscana, quien deseaba saber dónde estaba situado el hotel que habían reservado a través de Internet.
Yo le dije que no lo sabía pero que se lo podía preguntar al conductor, quien dormitaba dentro del vehículo, esperando la hora de la salida.
El chófer era afable y hablador. Era gracioso oírle hablar con acento canario. Les dijo a los jóvenes que su hotel estaba en el centro de la  localidad y ellos se tranquilizaron.
El conductor empezó a charlar conmigo y me contó que algunos años atrás, al llegar a Cataluña, tuvo que adaptarse a otro clima,  a  una nueva manera de vivir y  también a otra forma de conducir.  A finales de su primer  invierno, un día al amanecer le cogió  una gran nevada  y lo pasó muy mal por la carretera. Me contó todos los pormenores, haciendo unas muecas muy raras, por lo que entendí que le espantaba la nieve.
Subimos al autobús mientras empezaba a llover.
El hombre de las Canarias me habló, de política, de economía y de los problemas laborales que sufría el país, durante todo el viaje, como si estuviéramos solos alrededor de una mesa. El hecho de que yo estuviera recreada en la primera fila y que los pocos pasajeros estuvieran sentados en la parte trasera del vehículo, hizo que tuviera lugar aquella tertulia. Cayó tanta agua que parecía que estuviéramos en otras latitúdines. La visibilidad no era muy buena, por lo que el chófer iba conduciendo despacio y con prudencia. Aquel aguacero podía hacer desbordar algún riachuelo, pensé por mis adentros, pero no se lo dije al canario, pues lo veía risueño y no quería echarle a perder aquella charla tan amena.
Llegamos a una gran población, la más importante de la zona por el gran número de turistas que cada verano iban a pasar sus vacaciones, justo para coger otro autobús, que  iba a llevarme a la estación de ferrocarriles.
Me despedí del conductor, quien por sus palabras daba a entender que no temía los chubascos de verano.
- Parece un diluvio pero estoy seguro que no va a durar mucho. A mí lo que me asusta es la nieve. Al ver los primeros copos de nieve o de granizo, siento terror y me paralizo, como  si tuviera un ataque de nervios. Es una fobia. Por suerte en esta zona no nieva casi nunca, de no ser así ya me habría marchado.
La gente, sin miedo de hacer el ridículo, se guarecía como podía, toallas playeras que servían de abrigo, sombreros de paja o sombrillas como paraguas. Me puse un chaqueta que llevaba en una maleta de mano y cogí el segundo autocar.
Mis hermanos, me lo dijeron luego, estaban muy preocupados por mí. Yo, por suerte, pasando de estación a estación, no me mojé mucho. Llegué a mi pueblo cuando llovía menos.
No me perdí de ánimos y guareciéndome bajo los tejados de las casas llegué sana y salva a la casona que había sido de mis padres.
Llamé a mis hermanos para que estuvieran tranquilos y en seguida abrí todas las ventanas, pues al estar la casa cerrada todo el invierno parecía una tumba.
Mi hermana había puesto en marcha la lavadora, con sábanas y colchas que habían servido para cubrir los muebles. A mi llegada pude notar que la lavadora había dejado de funcionar sin haber terminado el programa:
- ¡Qué raro! me dije y sin pensarlo dos veces apreté el botón para que terminara el lavado. Luego puse un poco de pan, que me había sobrado del viaje, en el tostador, para poder comer algo, junto a una taza de té.
Para sentirme menos sola puse la radio que estaba en el comedor. Mientras intentaba  buscar una estación donde diesen noticias o buena música, olí a quemado y oí un ruido como si fuera un lamento. Tuve un poco de miedo y me fui corriendo hacia la cocina.
Había mucho humo por las tostadas totalmente carbonizadas. Abrí de nuevo todas las ventanas y me dirigí hacia el lavadero desde donde llegaba aquel ruido extraño.
La lavadora no podía con toda su alma, se movía lentamente como apesadumbrada. El roce del bombo con algo hacía salir el ruido peculiar, que parecía casi humano.
Me tranquilicé al apagar aquel aparato quejumbroso.
Salí con un paraguas a comprar víveres. Las calles estaban desiertas. Volví a casa empapada y tiritando de frío. Me puse ropa seca y preparé judías tiernas con patatas, plato que mi madre guisaba a menudo en verano.
Cené con la radio puesta para que me diera calor y compañía.
Dormí muy mal por el frío y por el ruido que hacían las puertas golpeando, a causa del vendaval. Me levanté de madrugada para cerrar las ventanas de toda la casa y al volver de nuevo a la cama me sentí un poco más tranquila.
El segundo día amaneció también gris y triste. Estuve en la biblioteca del pueblo y en casa de mis hermanos, con quienes charlé mucho rato. A veces pienso que es verdad lo que dice el refrán,  que le gustaba tanto a mi padre, no hay mal que por bien no venga; aquella vuelta al otoño hizo que el tiempo fuera más lento y que pudiera leer mucho y hacer tertulia con familiares y amigos.
Por la noche miré en el televisor viejo una película que parecía interesante: era la historia de una pareja que se mudaba a la casa de sus antepasados, donde por la noche se oían ruidos sospechosos y pasaban cosas raras, como si hubiera fantasmas. Apagué la pantalla cuando la historia empezó a impresionarme.
- ¡Qué tonta que soy! ¿Por qué me pongo a mirar una película de miedo, estando sola?
Aquella noche también dormí poco. Me desperté al amanecer, quizás por el viento que hacía vibrar los cristales. Miré por la ventana, y vi que había caído una enorme granizada. La luz era tenue, pero pude distinguir bien la  calle totalmente blanca.
Pensé en el chófer canario y en lo mal que lo estaría pasando en aquellos momentos. Me lo imaginé tiritando mientras conducía despacito su autocar por la  calzada cubierta de granizo.
Por la mañana aún seguía lloviendo, pero al atardecer escampó. Después de cenar fui a pasear por el casco antiguo del pueblo y aquella noche por fin dormí como un tronco, en aquel cobijo donde habían vivido mis tatarabuelos.
Las vacaciones fueron amenas, sobre todo cuando empezaron a llegar mi marido e nuestros hijos.
Al volver, me acordé de que el hombre que tenía miedo de la nieve, despidiéndose de mí, me había dicho que nos íbamos a ver de nuevo, ya que la semana  en que nosotros emprendíamos el viaje de vuelta él tenía turno de mañana, por lo tanto lo busqué en la parada, sin embargo no pude dar con él.
En el aeropuerto, ya que nos sobraba un poco tiempo antes de embarcarnos, fui a la oficina de autobuses. Pregunté por el conductor canario y me dijeron que hacía unos días que había dejado de trabajar en  la empresa.
- ¿Quién sabe si ha vuelto a su isla? Me pregunté.
Despegamos puntuales y durante el vuelo volví a pensar en el chófer: lo vi alegre y campechano, conduciendo un autocar por una carretera llena de baches, en un paisaje volcánico tropical. Esa imagen  me meció y poco a poco fui rindiédome al sueño.


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