El otro día, fui a tomar una copa con Alicia, quien
conocía desde hacía algunos años, a raíz de nuestro trabajo.
Sin embargo aquella era una de las primeras veces que salíamos
solas, normalmente coincidíamos en una cafetería cerca del Instituto, donde comíamos algo con los compañeros de
departamento. Era un atardecer de finales de septiembre y todavía
hacía calor. Aquel aire veraniego era un milagro, pensé mientras
nos sentábamos en la terraza de un bar cerca del río.
- Hace tiempo que no charlamos. ¿Cómo lo llevas todo?
Le pregunté, mientras bebía mi primer sorbo de cerveza.
Alicia, sonriendo, me dijo que finalmente había
descubierto el secreto del tiempo lento y me contó la historia de la mujer de mascarilla, con tantos rodeos, que no sé si
lograré acordarme de todos los detalles.
Su charla empezó, haciendo un resumen de los veranos
de su juventud y remarcó varias veces, que ambas teníamos suerte al tener tantos días libres por delante. Siendo profesoras de
Instituto gozábamos de dos largos meses de vacaciones.
Me dijo, con una mueca muy graciosa que, cuando sus
hijos eran pequeños, las jornadas de julio se le
escapaban de las manos, llevando o yendo a buscar a los niños a los
campamentos en la montaña o a los cursos de verano, luego viajando por el
país en furgoneta. A su marido le encantaba conducir e iban
recorriendo kilómetros y kilómetros por carreteras nacionales o
comarcales a lo largo de las costas del mediterráneo y del
cantábrico; a medida que pasaban los años, fueron haciendo nuevas
rutas por el interior de la península, descubriendo, paisajes, ciudades, pueblos, monasterios u otras obras artísticas. A principios de agosto solían ir, Alicia y los niños, al pueblo de la costa valenciana donde vivían sus padres.
En aquel entonces, ella y su marido pasaban una semana solos en casa, eran sus vacaciones verdaderas y concidía cuando los niños iban de
campamento. No querían marcharse lejos, emprendiendo un largo
viaje, por si los iban a avisar de que, uno de los hijos se había
puesto enfermo o tenido un accidente en el bosque. En aquella época, a
finales de los noventa, Alicia empezó a apreciar la lentitud de los días trascurridos en su proprio hogar, los recordaba como momentos de
libertad, sin obligaciones. Dejaba que los días se deslizaran
suavemente y gozaba de la compañía del marido, que durante aquella
semana solía trabajar menos. Por la tarde se sentaban en el suelo
del salón, que era el único lugar fresco del piso, leyendo o
escuchando música. Salían a pasear o a tomar una copa cada noche,
por el casco antiguo. Solían caminar y charlar y charlar.
Bebió un poco de vino tinto de su copa y siguió
diciendo:
- Pero este verano ha sido distinto pues, sin mis padres y con los hijos ya emancipados, me he podido entretener yo sola largos ratos en casa. Dijo eso con un
poco de añoranza.
Años atrás, al quedarse viudo su padre pasaba una
temporada con él, generalmente en julio. Su marido y los chicos
llegaban al pueblo en agosto.
Hacía dos años que había muerto su padre, Alicia ya
no iba tanto por el pueblo, sin embargo, seguía reuniéndose,
unos pocos días de verano, toda la familia en la vieja casona, que
desde entonces se había quedado completamente deshabitada.
El año anterior, se pasó todo el mes de julio preparando clases para el nuevo curso, ya que, tras una reforma
escolar, cambiaron los programas de algunas asignaturas. E
decir, sin darse cuenta, las vacaciones se le habían esfumado.
Volvió a recalcar que aquel verano era el primero de su vida, en
el que había tenido cuatro o cinco semanas sin planes. Sus hijos
estudiaban o trabajaban lejos de casa, el marido salía temprano por
la mañana y volvía al atardecer, por lo tanto trascurría sola, en
casa, las calurosas jornadas, que se dilataban paulatinamente, como los metales cuando se calientan al sol.
Al terminar el curso se dejó llevar por el
frenesí y fue quedando con algunos amigos, para ir de copas,
conciertos o cine a aire libre. Luego poco a poco dejó de llamarlos,
pues le encantaba ir paseando por la ciudad, a solas con su marido.
- ¿Qué hacía durante todo el día Alicia? Os
preguntareis.
Tenía una rutina: por la mañana iba al gimnasio o
a correr a lo largo del río, después desayunaba
despacio, escuchando música, luego se dirigía al mercado, casi
paseando, para comprar fruta y verdura fresca; mientras almorzaba, a
base de ensalada mixta, guisaba platos veraniegos para que la cena
con su marido fuera deliciosa; por la tarde, después de dormir la
siesta, leía novelas y algún que otro libro de divulgación
científica y a veces arreglaba sus apuntes. Ah! también me dijo que los miércoles se subía
a la escalera portátil de madera y empezaba a quitar el polvo de
los ventanales o de las vigas, antes de que llegara la chica de la
limpieza.
Sin embargo, las tareas que, aquel verano, le habían
cundido más fueron las improvisadas:
En una ocasión se quedó unos días más en la playa
con una pareja de amigos, tras un fin de semana que pasaron en su casita. Su marido regresó a la ciudad el domingo por la noche.
Le encantó estar sola con ellos, el hecho de leer y hablar bajo la
sombrilla, pasear a su perrita, por la orilla del mar, cenar y hacer
tertulia en el patio, fue como ver a sus amigos desde otro punto de vista.
Un mañana tocó el timbre del primer piso e luego del tercero. En cada apartamento vivía una señora de unos ochenta años. Las dos vecinas eran viudas y ambas tenían un perrito. Las invitó a que fueran a merendar a su casa. Se lo pasó muy
bien charlando con ellas. Escuchó con mucho interés, mientras
tomaba una taza de té tras otra, la vida de las dos viejecitas.
Otro día dejó que una amiga la invitara a pasar
varios días en la playa, en la costa genovesa. Por casualidad su
amiga en aquellos días estaba sola con la hija ventiañera y por
consiguiente tenía en su apartamento un cuarto libre. Su amiga se acababa de comprar una vespa y le
encantaba conducir.
Cada mañana salían de casa en moto, con la sombrilla y dos
mochilas. Coincidió que
en aquella época el hijo de Alicia estaba trabajando en un pueblo
cercano, por lo tanto cada tarde podía ir a verla y bañarse con
ella.
Quien sabe por qué, un día de finales de julio, se le
ocurrió contestar a la llamada de un centro de belleza, que le
ofrecía una limpieza de cutis. Primero les dijo que no, sin embargo
luego aceptó.
Era una promoción de productos de belleza, para
darse a conocer e incrementar sus ventas. A pesar de lo poco que le
interesaban las cremas, intentó aprovechar aquella ocasión de
relax.
Le
pusieron en la cara una mascarilla de color gris, a base de barro y
la dejaron unos diez minutos sola, sentada ante un espejo; primero observó las paredes del cuarto de color azul,
luego miró los estantes repletos de tarros de cosméticos,
toallas, espejos u otros cacharros para la depilación. Enseguida en
lo alto, vio los dos pequeños altavoces por donde salía una
música suave. Luego se quedó mirando al espejo y pensó en que era una mujer afortunada,
disponía de mucho tiempo libre, el que durante todo el año había
anhelado sin cesar. Estaba contenta, sin embargo, por primera vez reconocía que a
menudo no sabía aprovechar aquel tiempo regalado.
Me
confesó que poco a poco su mente se tambaleó con el pensamiento de los malos ratos. Casi siempre eran tardes bochornosas en las que no podía salir a la
calle, por el gran calor y a ella le parecía que el tiempo pasaba
despacio: se cansaba de leer y no sabía como matar las horas. Entonces empezaba a verlo todo negativo y sentía un
ligero malestar, quizás porque estaba reflexionando obsesivamente
sobre su vida y tal vez sobre su muerte.
Alicia
me dijo que luego, ante el espejo, le pasó algo muy raro, hizo una cosa que no se le había ocurrido antes: hablarle a la mujer reflejada, mientras la mascarilla empezaba a secarse.
- ¿Por qué a veces me deprimo y me entristezco, cuando no
tengo nada que hacer? Tendría que ser todo lo contrario.
La
mujer de la mascarilla le contestó:
-
A raíz de los momentos de aburrimiento uno puede entender lo que
quiere decir, el tiempo lento de las personas mayores y de los
enfermos. Quizás de esta manera nos vayamos preparando poco a poco
hacia la vejez. Nadie nos enseña a ser viejo o a tener una
enfermedad y aún menos a morir. Ya sería hora que
aprendiéramos. Por lo tanto bienvenidas sean esas sensaciones de
pesadumbre.
Alicia
pensó en su su madre, quien, pocos años antes de morir, solía
decirle que para ella y para muchos ancianos, el atardecer era la parte del día
más difícil de pasar.
Cuando
le sacaron la mascarilla con una esponja húmeda, se volvió a mirar
al espejo y se dio cuenta de que era la misma de siempre, quizás su tez, al tocarla, era
un poco más fina. Luego se fijó en
todas las arrugas y los surcos de la cara y sintió una specie de cariño hacia la mujer del espejo.
Desde
entonces cada mañana se miraba sin gafas al espejo y se veía guapa. Recuerdo que recalcó la
palabra, gafas, dos veces, como burlándose de su vista cansada.
Al
final, cuando ya empezábamos a ponernos la chaqueta, porque soplaba
un poco de viento fresco, me dijo:
-
¡Qué bobada, querer ser siempre jóvenes! Estoy segura de que tiene
sus ventajas envejecer. Quiero aprender a apreciar la
lentitud de la vida senil, para estar preparada. Mucha gente cuando se jubila, lo pasa mal. Yo quiero pasarlo bien.
Volví
a casa andando y pensé en que Alicia siempre me ponía de buen humor y nunca dejaba de
asombrarme.
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