Un dedo me va señalando las palabras de la primera
página del libro. Siguiendo la linea y luego pasando a la
siguiente, mis ojos y mis labios, con deleite, van leyendo en voz
alta, como suelen hacer los párvulos cuando aprenden a leer.
Todo eso sucedía después de haberme perdido. Pero empecemos por el principio:
Un grupo de seis personas teníamos que dejar una
vivienda, llevábamos cajas de cartón y bolsas y nos dirigíamos
a un coche que estaba estacionado muy cerca.
Uno tras otro iban entrando en el automóvil, sin
embargo no cabíamos todos. Yo era la última y tenía que colocarme
entre el conductor y el copiloto.
- No pasa nada, puedo ir en tranvía o en metro, les
dije.
En un santiamén el coche arrancó y se fueron. Me
quedé sola en aquella ciudad desconocida, quizás se trataba de un
barrio de Lisboa o de San Francisco u otra ciudad. ¡Quien sabe dónde
me hallaba!. La mayoría de las calles eran empinada y yo sin saber
que dirección tomar.
- ¿Por qué no les he dicho que estaba desorientaba y
que no me conocía el camino de vuelta?
Creo que no se lo comuniqué, porque pensé en mi
bicicleta, ya que con ella no me pierdo jamás, me siento segura,
esté donde esté. Pero el caso es que no lograba encontrar mi bici.
Recuerdo que fui a la oficina municipal de objetos
perdidos, para ver si daba con ella. No se cómo llegué hasta aquel
gran edificio blanco, construido en los años cuarenta.
Seguí al único empleado que había, quien me
atendió con amabilidad. Bajamos por unas anchas escaleras de caracol
hasta los sótanos. Era un espacio enorme, en el que dos
fluorescentes daban una luz mortecina. Buscamos y buscamos de nuevo
mi bici entre miles de objetos raros: maniquís, bastones, máquinas
de escribir, bolsos, cajas, imágenes de santos, carpetas, paquetes, libros, cajones
llenos de cachivaches, cámaras fotográficas, perchas con vestidos, impermeables, abrigos y
chaquetas, rosarios, cestas, pelucas, sombreros, guantes, cirios, velas, jarrones, maletas, paraguas, plumas y muchas cosas más,
entre ellas decenas de bicicletas.
-¡Mire esa que lleva un cesto detrás, parece la mía!
le dije más de una vez al empleado, gritando de alegría.
Luego me llevaba una gran desilusión, pues todas se
parecían y ninguna era mi bicicleta.
Sentía una gran pesadumbre en aquella ciudad
desconocida, sin mi bicicleta.
El empleado municipal al verme tan decaída, para que me distrajera y me entreteniera, me llevó a una sala grande completamente vacía. Allí me hizo sentar en el único mueble que había, una butaca roja.
Me abre un libro y empieza a indicarme lo que he de leer
en voz alta. Las últimas palabras que logro leer son océano
hogareño.
Repito muchas veces con los ojos cerrados aquellas
palabras, para no olvidarme de ellas, son bonitas y me dan
bienestar.
Abro los ojos, repitiendo sin cesar: océano
hogareño, océano hogareño. En ese momento pienso que no
se donde me hallo, mis ojos en la oscuridad no perciben casi nada, sin embargo aquellas palabras han logrado darme
seguridad.
Poco a poco me
acostumbro a la penumbra y reconozco los muebles de la casa de
Poppi.
Ahora me acuerdo de
todo, llegamos ayer bajo un sol de primavera, pero hoy al amanecer
el tiempo se ha echado perder. Lo he podido comprobarahora tras abrir
un poco la ventana. Llueve, parece un día de otoño. He salido sigilosa del
cuarto para no despertar a U. quien sigue durmiendo, pues está muy
resfriado y ha pasado la noche tosiendo. Al acostarnos ya se encontraba mal, seguro que tenía un poco de fiebre.
¡Qué lástima! Habíamos planeado ir todo el día a dar una vuelta, aprovechando las vacaciones
de Semana Santa, por la costa Adriática. Ni hablar, el tiempo no es
el más indicado para ir de excursión.
Nos hemos quedado en
casa, hemos leído, charlado, cocinado y luego por la tarde he intentado escribir, para no olvidar todo lo que recuerdo de ese sueño tan raro.
-¿Querrá decir algo? Quizás sí. Lo quiero interpretar a mi manera:
Las aguas mansas del oceano son plácidas como los momentos hogareños.
Las aguas mansas del oceano son plácidas como los momentos hogareños.
Nessun commento:
Posta un commento