Al día siguiente de la ecografía fuimos al ambulatorio.
La
doctora, tras leer el contenido del sobre blanco que yo deposité en
sus manos, me visitó y nos confirmó que el feto, de casi ocho
meses, sufría una grave patología al corazón.
Nos
aconsejó que fuéramos directamente al hospital.
En
aquel momento saqué mi dolor y mi tozudez diciendo:
-
Yo no me muevo de casa, pase lo que pase. Hoy es el día de mi
cumpleaños. Cumplo treinta y uno, no me pueden ingresar
precisamente hoy.
-
No se preocupe señora, esta tarde ya no le pueden hacer nada, vaya
mañana temprano. Me dijo la ginecóloga apenada por mí.
Salimos
del ambulatorio más tristes de lo que habíamos entrado, pues
reponíamos una esperanza remota en la doctora.
Decidimos
distraernos e ir a un restaurante con una pareja de amigos, quienes
durante aquella noche tan triste nos apoyaron y mimaron.
Al
amanecer llegamos al hospital, en seguida me ingresaron en el área
de ginecología y me dieron una cama en una habitación con dos pacientes más.
Eran
mujeres bastante jóvenes: una un poco más que yo y la otra era casi una niña. Estaban muy nerviosas y su embarazo no era evidente.
Me
despedí de U. decaída y asustada, pues ni él ni yo no sabíamos lo
que iba a ocurrir a partir de aquel momento.
Al
cabo de unas horas pasó un médico, quien me dijo que estaban
analizando mi caso, que tuviera paciencia, pues al no estar ellos
preparados para patologías pre-natales debían buscar otro hospital
y no era tan fácil. Por suerte había llevado conmigo un libro.
Me
puse cerca de la ventana intentando encontrar sosiego en la lectura.
Mientras tanto llegaron unas enfermeras con una camilla y se
llevaron a las chicas de mi habitación. Otras
auxiliares me trajeron la comida.
Cuando
las embarazadas volvieron al cuarto lloriqueaban, pero la chica joven parecía la más desesperada,
me acerqué a ella para consolarla.
Me
contó que había sido espantoso, que no hubiera querido abortar, pero que se había visto obligada, pues su novio no quería saber nada del niño y que todavía no se lo había dicho a sus padres, que en aquel momento estaban de vacaciones, mientras que ella se había quedado en la ciudad para preparar exámenes.
Tras esas palabras sentí dos lágrimas que iban resbalando por mi mejilla.
Al
oír una voz conocida detrás de mí me espabilé y me sentí más segura. Era U. que me
buscaba impaciente. Mientras nos abrazábamos me dijo:
- Un especialista de esta planta me ha comunicado que hay una clínica en Padova, en la que pueden operar el corazón de
nuestro hijo.
Era
la única esperanza que teníamos y a ella nos agarramos.
Creo
que estuve en el hospital de nuestra ciudad un par de días, pero no
tengo ni idea de cómo trancurrí el largo tiempo de espera, sin embargo recuerdo que unos
amigos y luego unos parientes de U. vinieron a verme para animarme.
Con ellos estuve distraída y a gusto. Me sentía bien con las
personas que me demostraban cariño, ero lo único que nos daban
consuelo.
Una
mañana me llevaron a Padova en ambulancia.
El
Hospital era muy antiguo y por consiguiente las habitaciones amplias.
Había ocho camas en cada cuarto y cada una de las mujeres llevaba a
cuestas un embarazo difícil. Debían guardar cama muchas semanas. El
tiempo no se contaba, ni por días, ni por meses, sino por semanas.
Algunas conocían bien el ambiente, pues no era la primera vez que lo pisaban.
Una de ellas más tarde me dijo que aquel era su quinto embarazo con
riesgo de aborto inminente y que ya había perdido cuatro bebés.
Casi
todas se encontraban mal y se quejaban y no era para menos. Además hacía un calor infernal.
Yo, como ellas, me sentía prisionera en aquel hospital. Muchas tenían esperanzas de que, guardando cama, su bebé habría nacido sano, en cambio yo estaba angustiada porque llevaba encarcelado a un ser que tenía pocas
probabilidades de llegar sano al mundo.
-¿Habría aguantado todo eso el pobre niño? ¿Y yo, habría soportado aquella
pena? Eso me preguntaba mientras intentaba leer, sentada en un
rincón de la habitación.
Poco
a poco me familiaricé con las chicas, quienes cada día me iban
contando sus aventuras ginecológicas.
Aprendí
cuáles eran los síntomas de un embarazo de riesgo, cuáles eran los
análisis, las pruebas y los exámenes de sangre y de orina para
detectar anomalías fetales, cuáles eran los tratamientos oportunos
y sobre todo descubrí que mi hijo se movía poco respecto a un feto
sano.
Los
movimientos de mi niño eran muy suaves, casi como cosquillas, quizás por eso en
aquellos ocho meses jámas había tenido las molestias, de las que me hablaban las chicas, ni mareos, ni hipertensión,
ni hinchazones en los pies, ni dolores cabeza, ni cansancio e insomnia. Al contrario desde el principio del embarazo dormía la siesta y por las noches descansaba de maravilla.
A menudo cuando
iba al cuarto de baño, me miraba al espejo de cara y de perfil, luego me remangaba el camisón acariciándome los pechos y la
barriga. En aquellos momentos recordaba las manos de U. cuando me tocaban los pezones erectos durante nuestros experimentos eróticos, sin embargo aquellos instantes placenteros duraban poco, pues en seguida caía en la cuenta de que tenía que hacer frente a una situación muy dolorosa y me echaba a llorar
En
aquellos días me hicieron muchos análisis y ecografías.
Recuerdo
sobre todo a un ecografista y a su ayudante que, mientras me
inspeccionaban, hacían comentarios en voz baja, sin embargo lo suficiente alta para que yo les pudiera oír.
- ¿Ves este riñón atrofiado? ¡ Y el otro en herradura! ¡Qué raro! La
cardiopatía parecía típica de la trisomía 21, sin embargo ahora,
descubriendo esos riñones,
pienso que podría tratarse de la síndrome de Edwards.
- Por favor díganme lo que pasa ¿Qué anomalías conlleva exactamente la Trisomía 21
y la Síndrome de no sé qué? Les pregunté con tanta ansiedad que casi
no logré terminar la última frase.
-
No se preocupe señora, todavía no estamos seguros de nada. Se lo va
a comunicar mañana el doctor Gardin.
Menos
mal que aún no existía Internet y no pude consultar el significado de aquellas síndromes. Sospechaba que algo grave tenía nuestro hijo, pero no tanto como lo que luego íbamos a descubrir.
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