domenica 16 novembre 2014

La permanente - La permanente



Anoche mi marido invitó a una pareja de amigos a cenar. Hacía algunos años que no coincidíamos con ellos.
Nuestro invitado al verme, tras abrazarme me dijo:
- Te veo muy guapa.
- Pues mira que, precisamente en esos días, no me acabo de gustar, no se si cortarme el pelo o dejármelo crecer, le dije yo espontáneamente.
- Si ese es tu único problema, quiere decir que estás la mar de bien.
Era verdad, estaba pasando una buena temporada en armonía con mi pareja, con ganas de experimentar cosas nuevas en el trabajo y satisfecha con nuestros hijos que ya eran independientes y vivían fuera de casa.
Sin embargo sentía un malestar raro, que ya otras veces había tenido. En aquellas ocasiones percibía mis cabellos más lánguidos y sobre todo me sentía más insegura.
Llevaba días mirándome al espejo detenidamente. Mi pelo, que suelo llevar siempre bastante corto y teñido de rubio, iba creciendo.
- Quiero ir a la peluquería antes de Navidad, sólo para que me arreglen el corte, pero sin que me rapen. Me decía, echándome la pequeña melena, si te esta manera se podía llamar a los pocos mechones que cubrían mi cuello.
Desde pequeña que me encantaban las trenzas, los moños o el pelo recogido y por consiguiente las greñas despeinadas a los lados de la cara, pero pocas veces había logrado que adornaran mi cabeza.
Suelo ir casi cada dos meses a una peluquería, cuyo peluquero alegre y cumplimentero, pero muy profesional, me arregla el pelo.
Siempre me dice, cuando yo le comento mi intención de dejarme un poco de melena:
- Vamos a escalarte el pelo para que te coja forma.
Luego con las tijeras en la mano sigue diciéndome con su voz cálida:
- Tus cabellos son fuertes y sanos, pero tan finos que no puedes llevarlos largos, pues al cabo de unas horas se te quedarían aplastados en la cabeza.
Son casi las mismas palabras que pronunciaban, primero mi madre, todas las santas semanas cuando de pequeña, me lavaba el pelo, luego Ramona y todas los peluqueros que a largo de los años me habían peinado.
Después de pensar en todo ello, mientras mi marido y los invitados miraban en la pantalla del ordenador unas fotos y unos mapas de una  zona del Chianti, se me apareció un recuerdo que  casi había  olvidado:
El día antes de Navidad a principios de años de sesenta, mi madre intentó arreglar a su manera el problema de mi cabellera fina, llevándome casi a rastras a su peluquería. Le dijo a Ramona, la dueña, que me ondulase los cabellos con una permanente y se marchó a casa, dejándome rodeada de mujeres curiosas, quienes me observaban descaradamente. Estaban sentadas muy tiesas, los cascos de  los secadores cubrían sus cabezas, pero sus ojos se volvían sin cesar hacia mí. Por aquel entonces yo tenía unos seis años.
Mi permanente fue una cosa muy larga. Primero, me hicieron esperar sentada en una butaca. La chica que lavaba el pelo a las señoras era muy amable, me miraba y me sonreía, como si quisiera decirme, pobrecita. Ramona, no se ocupó de mí durante mi larga espera. Pude descubrir que era una mujer muy habladora y bastante chismosa.
Su marido, quien vino al salón a traerle unos paquetes, era mucho más bajito y enclenque que ella.
Cuando me tocó la tanda, la chica  me colocó unos cojines en el asiento y me puso con delicadeza una peinadora blanca ajustada en el cuello, luego un lienzo grueso para protegerme el vestido. Ramona que era algo más brusca empezó arrollándome pequeños mechones con unos carretes de madera, luego los fijó con unas tiras elásticas.
Mientras hacía la labor me decía, que yo estaría condenada a hacerme la permanente toda la vida, como llevaba haciéndolo mi madre.
Puso poco cuidado en la tarea, pues al terminar, la cabeza me dolía por culpa de los tirones que me había dado. Luego con una especie de pincel me puso un potingue helado y pegajoso, que olía mal. Ramona me dijo que aquel líquido hacía efecto poco a poco, por lo que tendría que esperar más de una hora. Hallándose la peluquería bastante cerca de nuestra casa, me envolvieron la cabeza con una toalla y me dijeron que me fuera  a casa.
Recuerdo mi enfado y mi bochorno al cruzar la plaza principal del pueblo con aquellos rulos en la cabeza.
Al llegar a casa en seguida me puse a llorar sentada en una silla cerca de la ventana que daba al patio. No quería volver a ver a Ramona en toda mi vida, solo deseaba salir de aquel enredo.
Mi madre me convenció para que volviera a la peluquería, diciéndome que si no me hubieran enjuagado el líquido de la permanente, mis cabellos se habrían quemado.
Volví angustiada al establecimiento de Ramona, quien viendo mi cara de pocos amigos me sacó los rulos con más delicadeza.
Me miré al espejo con el pelo rizado, más que una niña vi a una mujer enana. Llorando le dije a Ramona en voz alta, para que lo oyeran  todas aquellas cotillas, que me espiaban bajo los cascos, que no iba a volver jamás a pisar su peluquería.
Mantuve la promesa y nunca más volví a entrar en el establecimiento, que siguió abierto hasta que al cabo de unos años, al morir Ramona, lo cerraron.
Por suerte el día de Navidad me olvidé de mis cabellos y lo pasé bien jugando con mis hermanos y primas.  
Recuerdo que antes de aquella permanente desventurada, mi madre cada mañana me hacía dos trenzas, que a mí me encantaban. Y a veces me decía:
- Uniendo tus trenzas no llegaríamos ni al grosor de una trenza de tu prima.
-¿Por qué no le gustaban mis trencitas? Me preguntaba yo, sin darle a ello demasiada importancia y sin saber lo que me iba a ocurrir en la peluquería de Ramona.
Sólo de mayor, entendí que mi madre estaba ilusionada con mi permanente  porque  quería que yo estuviera guapa durante las fiestas, pues ella también tenía el pelo sutil y había sufrido por ello.
A veces se me ocurre imaginar a  mi madre adolescente mirándose al espejo: 
Veo a una chica que no se da cuenta de la belleza de sus ojos oscuros como el azabache, de su tez clara y de sus facciones delicadas. Ella nota sólo sus cabellos sin vigor.
Luego la veo ya jovencita, primero un poco cohibida y luego contenta, el primer día que fue a la peluquería de Ramona para que su cabello tuviera una ondulación que se le mantuviera durante largo tiempo.
Dejé de pensar en mi madre y en la permanente para dedicarme a los invitados.
La cena fue muy amena y durante la sobremesa hablamos de nuestros viejos tiempos de estudiantes, cuando vivíamos juntos.
- ¿Te acuerdas de la peluquera de S. Polo? La que te cortó el pelo escalado de forma tan rara. Dijo nuestra invitada, sonriendo.
Nos pusimos los cuatro a reír y desde entonces  mi  malestar desapareció completamente.

La permanente

Ieri sera mio  marito ha invitato due amici a cena. Erano alcuni anni che non ci vedevamo, ma conoscevamo quella coppia da molto tempo.
Il nostro ospite guardandomi, dopo avermi salutata, mi ha detto:
- Sei molto carina.
- Beh, proprio in questi giorni, non mi vedo molto bene, non so se lasciarmi crescere i capelli o tagliarmeli, gli ho detto spontaneamente.
- Se questo è il tuo unico problema, significa che stai molto bene.
Era vero, stavo trascorrendo un buon periodo in armonia col mio compagno, al lavoro avevo voglia di esperimentare cose nuove ed ero soddisfatta dei nostri figli che erano già indipendenti e vivevano  per conto proprio.
Tuttavia sentivo una strana inquietudine, che qualche altra volta avevo già percepito. In quelle occasioni vedevo i miei cappelli più sottili e mi sentivo particolarmente insicura.
Erano diversi giorni che mi guardavo da vicino allo specchio. I miei capelli, che di solito  porto piuttosto corti e tinti di biondo, stavano crescendo.
- Andrò dal parrucchiere prima di Natale solo per ritoccare il mio taglio, ma non voglio che mi accorcino troppo i capelli. Mi sono detta tirandomi su la mia chioma, se si possono chiamare così le piccole ciocche che mi coprono appena il collo
Fin da bambina ho amato le trecce, le crocchie o i capelli raccolti e quindi mi piacevano i capelli un po' spettinati che cadevano ai lati del viso, ma che raramente ornano la testa.
Vado circa ogni due mesi da un parrucchiere, allegro e complimentoso, ma molto professionale, il quale mi aggiusta via via il taglio.
Mi dice sempre, quando le faccio sapere la mia intenzione di far crescere i capelli:
- Te li scaleremo un po' e cosi ti prenderanno forma.
Poi con le forbici in mano continuava a dirmi con la sua voce calda,
- I tuoi capelli sono forti e sani, ma così fini che non puoi permetterti di portarli lunghi, perché dopo poche ore ti rimarrebbero schiacciati alla testa.
Sono quasi le stesse parole pronunciate, prima da mia madre, tutte le sante settimane in cui da piccola mi lavava i capelli, poi da Ramona e da tutte le altre parrucchiere che nel corso degli anni mi hanno messo a posto i capelli.
In mezzo a tutti quei pensieri, mentre i nostri ospiti e mio marito guardavano al computer delle fotografie e delle mappe topografiche di una zona del Chianti, mi sono apparssi dei ricordi che avevo quasi dimenticato:
Il giorno prima di Natale dei primi anni sessanta, mia madre cercò di risolvere a modo suo il problema dei miei capelli fini, trascinandomi dalla sua parrucchiera.
Disse a Ramona, la proprietaria del salone, di ondularmi i capelli con un permanente e se ne andò subito a casa, lasciandomi circondata da donne curiose, che mi guardavano senza ritegno. Erano sedute con la schiena diritta, sotto i caschi degli asciugacapelli che coprivano parte delle loro teste, ma i loro occhi erano sempre puntati su di me. A quel tempo avevo circa sei anni.
La mia permanente è stata una lunga impresa. In primo luogo, mi hanno fatto aspettare parecchio, seduta in una poltrona. La ragazza che lavava i capelli alle signore era molto gentile, mi guardava e sorrideva come per dire, poverina.
Ramona invece, non mi ha quasi considerata durante la lunga attesa. Quel giorno ho potuto scoprire che era una donna molto loquace e anche piuttosto pettegola.
Suo marito, che è venuto al salone a portare dei pacchi, era basettino e gracile al contrario di lei.
Quando è toccato a me, la ragazza sorridente ha messo nella mia sedia dei cuscini per  rialzarmi e mi ha messo delicatamente una specie di asciugamano bianco ben stretto sul collo, poi sopra un panno spesso per proteggere il vestito. Ramona è stata molto meno premurosa nell'operazione di prendermi piccoli ciuffi e arrotolarli intorno a dei bigodini di legno e fissarli con dei nastrini elastici.
Mentre Ramona mi metteva gli ultimi bigodini, mi ha detto che sarei stata condannata a farmi fare, durante tutta la vita, la permanente, come del resto aveva dovuto fare mia madre.
Ramona aveva arrotolato i mie capelli con noncuranza. Dopo la testa mi faceva male a causa delle sue tirate di capelli. Poi con una sorta di pennello mi hanno messo un intruglio appiccicoso che puzzava. Ramona mi ha detto che quel liquido agiva lentamente, per cui avrei dovuto aspettare più di un'ora. Trovandosi il salone abbastanza vicino a casa nostra, mi hanno avvolto la testa con un asciugamano e mi hanno spedita a casa.
Mi ricordo la rabbia e la vergogna che povrai nell'attraversare la piazza principale del paese con quel pastrocchio sulla testa.
Appena arrivata a casa sono scoppiata a piangere e mi sono seduta su una sedia vicino alla finestra che dava sul cortile. Non volevo mai più rivedere Ramona, volevo solo uscire da quel pasticcio.
Mia madre mi ha convinto a tornare dalla parrucchiera, dicendomi che se non mi avessero sciacquato la testa per mandare via il liquido della permanente i miei capelli si sarebbero bruciati.
Sono tornata sconvolta da Ramona, la quale vedendo la mia smorfia mi ha tolto i bigodini con più attenzione.
Mi sono guardata allo specchio con i capelli ricci, ma non mi sono riconosciuta come una bambina, bensì come una donna in miniatura. Ho detto, a voce alta e quasi piangendo, a Ramona, in modo che tutti le pettegole che mi spiavano sotto i caschi sentissero, che non avrei mai più messo piede da lei.
Ho mantenuto la mia promessa e non sono mai più ritornato nel salone, che è rimasto aperto fino a che, dopo qualche anno, morendo Ramona, hanno chiuso.

Per fortuna l'indomani, il giorno di Natale, dimenticai la mia permanente, perché dopo pranzo ci lasciarono, a noi bambini, liberi di gioccare per tutta la casa, mentre  gli adulti stetero  a tavola, ore e ore.
Prima della permanente, ogni mattina mia madre mi faceva due trecce, che mi piacevano molto. E a volte lei mi diceva:
- Nemmeno mettendole insieme le tue due trecce raggiungerebbero lo spessore di una delle trecce di tua cugina.
- Perché non le piacevano le mie trecce? Mi chiedevo, ma senza darle troppa importanza e soprattutto senza sapere a cosa sarei andata incontro dopo poco.
Da adulta, mi sono resa conto che mia madre facendomi fare la permanente aveva creduto di agire nel miglior modo possibile, voleva che in quelle feste natalizie io fosse bella,  perché lei aveva i capelli sottili come me e di questo ne aveva sofferto molto.
A volte mi viene da immaginare mia madre adolescente guardarsi allo specchio:
Vedo una ragazza  che non si rende conto della bellezza dei suoi occhi scuri come il carbone, della sua carnagione chiara e dei lineamenti delicati. Si accorge solo dei capelli troppo lisci.
Poi la vedo già adulta, prima con un po' di imbarazzo e poi felice, il primo giorno in cui era andata da Ramona per dare forma ai suoi capelli.
Ho smesso di pensare a mia madre e alla permanente e mi sono dedicata agli ospiti.
La cena è andata molto bene, ci siamo divertiti, soprattutto mentre parlavamo dei vecchi tempi, quando da studenti abitavamo insieme.
- Ti ricordi della parrucchiera S. Polo? Quella che ti ha scalato i capelli in modo così strano. Ha detto la nostra ospite, sorridendo. 
Siamo scoppiati tutti insieme a ridere e il mio malessere  è completamente scomparso.


Nessun commento:

Posta un commento