La imagen de aquella mujer echada en el sofá rojo me recordó a mi amiga Filomena.
A principios de los años setenta Filomena era una adolescente alegre y despreocupada. A veces se ponía triste pensando en su nombre tan rebuscado, que había heredado de su abuela paterna y que le tocaría llevar a cuestas toda su vida. Las amigas la llamaban Filo y muy pronto descubrió que le habían puesto una cantilena:
Filo- filo – mena
Filo- filo – mena
mena, mena, nena 1
nena, nena, mona 2
Filo- filo – mona
Cuando sus compañeras querían verla rabiar la llamaban Filomona.
Sus enfados duraban poco, porque se olvidaba de ello apreciando el gusto de las pequeñas cosas. Le encantaba tomar el sol invernal en el patio del caserón donde su familia vivía desde hacía muchas generaciones. Mientras los tímidos rayos de sol calentaban su cara, limpiaba su bicicleta. Con el pincel empapado de aceite mojaba los rayos de las ruedas sacando la grasa y la suciedad que el tiempo había acumulado. Filomena sentía un bienestar enorme y deseaba limpiar y arreglar toda su vida viejas bicicletas en algún rincón soleado del planeta.
Cada día después del almuerzo, antes de volver a la escuela, pues en la España de aquellos años los estudiantes íbamos tres horas por la tarde al colegio, se escondía en aquel rincón del patio donde tocaba el sol a primeras horas de la tarde. Cerraba los ojos y sólo deseaba que la tensión, la infelicidad, el ansia, la tristeza y el dolor de los demás no contagiasen su ánimo plácido y positivo.
Su familia era normal: el padre muy trabajador, la madre siempre delicada de salud, el abuelo a menudo se apartaba en el jardín para apaciguar su dolor, porque desde que se quedó viudo añoraba noche y día a su amada esposa, la hermana mayor cada dos por tres se enfadada y reñía con la madre y su hermanito pequeño era todo un bicho.
Como muchos adolescentes se sentía distinta a los demás, no solo por arrastrar un nombre antiguo y raro, sino porque cuando salía con la pandilla de amigos y amigas a menudo extrañaba su mundo interior. Entonces se entretenía observándolos como si estuviera flotando a algunos metros por encima de sus cabezas. Quizás ella aún era infantil respecto a sus amigas tan desarrolladas y con ganas de sacarse un novio. Filo a los quince años fue la última que se volvió mujer.
Poco a poco todas las chicas del barrio empezamos a salir los sábados, primero por la tarde y luego por la noche. Todo el mundo deseaba trasnochar y Filo en aquel entonces comprendió que no le gustaba dejar que el tiempo nocturno se fuera de aquella manera.
Cuando de madrugada nos hallábamos con el grupo de amigos de siempre, todos estábamos muertos de sueño, sin embargo la mayoría, anhelaba robar obstinadamente las horas a la oscuridad, quedándose en el local musical de turno. La cabeza de Filomena en cambio se alejaba y volvía a su viejo oficio de reportera, volaba unos metros sobre nosotros y empezaba a observar todos los detalles y movimientos de la gente del local y luego los dejaba depositados en su memoria.
No quería que sus amigos pensaran que no estaba a gusto con ellos, por lo tanto esperaba a que se cansaran y que alguien dijese:
-Vayámonos.
Otras noches no aguantaba la pesadumbre de la madrugada y se iba a casa.
Algunas veces yo regresaba con ella, pues vivíamos bastante cerca. Andando, ya en los primeros pasos, sentía un poco de remordimiento por haber dejado a los amigos, sin embargo poco a poco aquellas momentos se volvían mágicos para mi. Era emocionante pasear por las calles desiertas del pueblo con Filo y luego pararse bajo el farol de la plaza de la iglesia y escuchar su voz. Recuerdo que hacía unas largas pausas y yo entonces podía percibir el ruido de la noche. Mi amiga me contaba su mundo interior a través de todo lo que había observado desde arriba, mientras nosotros tocábamos con los pies al suelo. Yo le decía que lo escribiese todo, pues eran bellas sensaciones. Ella siempre repetía que no sabía escribir, que solo le gustaba mirar y escuchar.
A lo largo de toda mi vida he seguido viendo escenas en la que todos se obstinaban en robar horas a la noche, pero la gente más trasnochadora que había conocido, habían sido los invitados de una una pareja italo-alemana, que vivía en una casa de campo cerca de la nuestra.
A finales de los ochenta en el inmenso patio de nuestros amigos se daban muchas fiestas a las que a menudo nos invitaban.
Las Tertulias en su casa empezaban durante la sobremesa, con interminables charlas, seguían canciones de Guccini, Batttisti e De Andrè tocadas a la guitarra y cantadas a coro, luego bajo una suave música de fondo empezaban los juegos de mesa, el más popular era el backgammon. La sesión terminaba al amanecer, cuando con una voz ronca, que apenas se oía, pues las ondas sonoras tenían que transmitirse a través de una densa nube de humo de tabaco que cubría el inmenso salón, el anfitrión decía:
- Ha llegado la hora de acostarse, yo me voy a dormir.
Cuando la mayor parte de los invitados jugaba yo me sentaba delante del hogar. Cada vez, me llamaba la atención aquella mujer bajita y morena, que medio yacía en un pequeño sofá rojo al lado de la chimenea. Nunca participaba en los juegos. Con una copa de vino en una mano y con la otra un cigarrillo siempre encendido, daba la impresión de que estuviese en letargo, pues parecía apática y ausente.
Aquella noche me acerqué a la mujer del sofá rojo.
Al cabo de mucho rato me miró y me dijo:
- Tengo sueño.
- ¿Por qué no te acuestas? Le pregunté.
- No lo sé, es como un vicio, empiezas un día trasnochando y no logras dejarlo.
1 bambina
2. scimia
La trasnochadora1
L'immagine di quella
donna sdraiata sul divano rosso mi aveva ricordato la mia amica
Filomena.
All'inizio degli anni '70
Filomena era un'adolescente allegra e spensierata. A volte, quando
pensava al suo nome, poco comune ereditato dalla nonna paterna e che
le sarebbe toccato portare tutta la vita, diventava triste. Le sue
amiche la chiamavano Filo e molto presto aveva scoperto che le
avevano dedicato una cantilena:
Filo-filomena
Filo-filomena
mena,
mena, nena 2
nena, mena, mona 3
Filo
- filo - mona
Quando le sue compagne
volevano farla arrabbiare la chiamavano Filomona.
Le duravano poco le
arrabbiature e si dimenticava presto della cantilena nell'apprezzare
le piccole cose della vita.
Le piaceva molto prendere
il sole invernale nel cortile della vecchia casa dove la sua
famiglia abitava da molte generazioni. Mentre i timidi raggi di sole
le riscaldavano il viso, puliva la sua
bicicletta. Con un pennello inzuppato di olio bagnava i raggi delle
le ruote, levando il grasso e la sporcizia che il tempo aveva
accumulato. Filomena sentiva un gran benessere e desiderava pulire ed
accomodare tutta la sua vita vecchie biciclette in un angolino
assolato del pianeta.
Tutti giorni dopo pranzo,
prima di ritornare a scuola, dato che in quei tempi in Spagna gli
scolari andavano tre ore il pomeriggio a lezione, si nascondeva nel
suo angolino del cortile dove batteva il sole durante le prime ore
del pomeriggio.
Chiudeva gli occhi e solo
desiderava che la tensione, l'infelicità, l'ansia, la tristezza e il
dolore degli altri non contagiassero il suo animo leggero e positivo.
La sua famiglia era
normale: il padre era un gran lavoratore, la madre sempre di salute
delicata, il nonno spesso si allontanava nel giardino per placare
il dolore che sentiva pensando alla sua amata sposa morta da poco,
la sorella maggiore litigava sempre con la madre e il fratello
piccolo era molto vivace.
Come molti adolescenti si
sentiva diversa, non solo per il fatto di trascinare un nome così
antico e poco comune, bensì perché quando usciva con il gruppo di
amici spesso si sentiva lontana da loro.
Allora si fermava a
osservarli come se fosse volata qualche metro al disopra le loro
teste. Forse lei era ancora infantile in confronto alle sue amiche
ben sviluppate e con una gran voglia di trovare un fidanzato. Filo ai
quindici anni era stata l'ultima a diventare donna.
Lentamente noi
ragazze del quartiere abbiamo cominciato a uscire il sabato,
prima il pomeriggio e poi la sera. Tutti volevano fare tardi la
notte e fu allora che Filo capì che non amava lasciare che il tempo
notturno se ne andasse in quella maniera.
Quando, all'alba, ci
ritrovavamo insieme gli amici di sempre, eravamo tutti stanchi, ma la
maggior parte desiderava rubare ostinatamente le ore all'oscurità
rimanendo nel locale di turno. La testa di Filomena invece si
allontanava e ritornava al suo mestiere di reporter: volava sopra di
noi e cominciava ad osservare i dettagli e i movimenti de la gente
del locale e poi li lasciava depositare nella sua memoria.
Non voleva che i suoi
amici pensassero che non stava bene insieme a loro, quindi aspettava
che si stancassero e qualcuno dicesse:
-Andiamocene.
Altre serate non
sopportava più la pesantezza del crepuscolo e se ne andava a casa.
Qualche volta io
ritornavo a casa con lei, dato che abitavamo abbastanza vicino.
Mentre facevo i primi
passi mi sentivo un po' in colpa per aver lasciato gli amici, ma dopo
poco quei momenti diventavano magici per me. Era emozionante
passeggiare per le strade deserte del paese con Filo e poi fermarsi
sotto la luce di un lampione della piazza della chiesa e ascoltare la
sua voce. Ricordo che faceva delle lunghe pause e nel silenzio
ascoltavo il rumore della notte.
La mia amica mi
raccontava il suo mondo interiore attraverso le cose che aveva
osservato dall'alto, mentre noi toccavamo con i piedi per terra. Io
le dicevo di scrivere tutto, poiché erano delle belle sensazioni.
Filo mi ripeteva sempre che non sapeva scrivere e che solo le piaceva
osservare e ascoltare.
Lungo la mia vita ho
continuato a vedere scene nelle quali le persone si ostinano a
rubare ore alla notte, ma la gente a cui piaceva di più fare le ore
piccole erano gli ospiti di una coppia
italo-tedesca, che viveva in una casa colonica vicino alla nostra.
Alla fine degli anni
ottanta nell'immenso cortile dei nostri amici si facevano molte feste
alle quali ci invitavano spesso.
Le serate nella loro casa
cominciavano a tavola con delle lunghe chiacchierate, poi seguivano le canzoni di Guccini,
Battisti e De Andrè suonate alla chitarra e cantate
in coro, poi con una soave musica di fondo si dava inizio ai
giochi da tavola, quello più popolare era il backgammon. La serata
finiva all'alba, quando con la voce rauca, che appena si sentiva,
dato che le onde sonore dovevano passare attraverso una densa nube di
tabacco che ricopriva l'immenso salone, l'anfitrione diceva:
- È arrivata l'ora di
andare a letto.
Spesso mentre gli altri giocavano mi sedevo di
fronte al camino. Ogni volta mi richiamava l'attenzione una minuta
donna mora, che era quasi sdraiata su un divanetto rosso
accanto al caminetto. Non partecipava mai ai giochi. Con una mano
teneva un calice di vino e con l'altra una sigaretta sempre accesa,
sembrava che fosse in letargo, perché era apatica e come assente.
Quella notte mi sono
avvicinata alla donna che giaceva nel divano rosso.
Dopo poco mi ha guardato
e mi ha detto:
- Ho sonno.
- Perché non vai al
letto?, le ho chiesto
- Non lo so, è come un
vizio, cominci una notte a fare le ore piccole e dopo non puoi
smettere di farlo.
1nottambula
3scimmia
bello leggere il titolo anche in catalano "trasnochadora" evoca da sola già un mondo...
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