Era un giovedì il giorno in cui sono caduta per le scale del condominio dove abitavo. Erano quasi le due e mezzo e a quell'ora tornavo dal lavoro ed ero stanca e affamata. Dopo aver lasciato la bicicletta in garage, camminavo per la strada e mi vedevo già dentro casa: mi levavo le scarpe, mi lavavo le mani, accendevo la radio e mi preparavo una bella insalata. A un tratto mi sono sentita chiamare. Era la voce della vicina della casa di fronte. La giovane donna, col marito e il figlio adolescente, si era trasferita da poco nella nostra strada. La conoscevo appena, quindi mi ha fatto piacere parlare con lei.
Dopo
avermi restituito la sciarpa viola, in lana e seta, che mio marito mi aveva
regalato l'anno prima e che mi era caduta per strada, si è messa a
raccontarmi che il figlio, dal prossimo anno, avrebbe iniziato le
scuole superiori. Mi ripeteva che era molto intelligente, aveva molta
memoria ed era molto bravo nello studio. Ero immobile come una
statua, con una mano reggevo la borsa piena di libri e la sciarpa, con
l'altra, il braccio destro proteso in avanti, cercavo di infilare la
chiave nella serratura. Mentre ci salutavamo e stavo quasi per
entrare nel portone, lei
ricominciava a parlarmi del figlio e
intanto stavo morendo di
fame e dalla voglia di togliermi gli
stivaletti.
Finalmente
ho varcato la soglia entrando di volata. Per le scale, prima di
arrivare al secondo piano, sul pianerottolo del nostro appartamento,
mi sono accorta di aver dimenticato le chiavi appese al portone. Ho
agito molto rapidamente, d'istinto, mi sono girata di scatto e senza
riflettere ho cominciato a scendere le scale spedita. All'altezza del
primo piano sono scivolata e sono caduta in avanti. In quegli attimi,
sdraiata per terra, ho pensato:
- ¡Ésta si que ha sido una señora caida!1
- ¡Ésta si que ha sido una señora caida!1
Mi
sono alzata appoggiandomi
al muro, sentivo la gamba e il braccio
sinistro indolenziti. Mentre scendevo zoppicando ripetevo a me stessa
che non mi ero fatta niente. Le chiavi erano ancora infilate nella
serratura dal portone.
- Meno male, ho pensato.
- Meno male, ho pensato.
Il pomeriggio sono andata alla solita lezione di yoga, ma non sono riuscita a fare alcune posizioni. La
sera continuavo a ripetermi che andava tutto bene, che non mi era mi successo niente, quindi anche questa volta me la sarei cavata, ma il gomito
continuava a dolermi. La
notte è stata lunga, sentivo un dolore strano. Il malessere era
simile a quello che avevo
percepito, molti anni prima, quando mi sono svegliata dopo il taglio
cesareo, che era stato necessario per far nascere Giacomo, il nostro
primo figlio, morto pochi giorni dopo. La mattina, molto presto,
seguendo anche i consigli di mio marito, ho deciso di andare al pronto
soccorso
Nella
sala d'attesa ho letto tranquilla un libro di racconti che avevo
cominciato il giorno prima, ma ogni tanto mi guardavo intorno. Mentre
osservavo dei pazienti sdraiati su delle barelle, la maggior parte
dei quali erano persone anziane, pallide
e spaventate, pensavo che il mio
incidente, ed un eventuale osso rotto, non era niente difronte alla
sofferenza di quei poveri vecchi.
Di
solito, quando un'amica si faceva male le consigliavo di guardare
il lato positivo dell'inatteso evento.
Questa
volta, sarei
stata capace di dire a me stessa?
- ¡No hay mal che por bien no venga!2 Citando mio padre che ancora oggi, nonostante gli acciacchi e i suoi novanta anni, pronuncia spesso.
- ¡No hay mal che por bien no venga!2 Citando mio padre che ancora oggi, nonostante gli acciacchi e i suoi novanta anni, pronuncia spesso.
Dopo
aver osservato attentamente le radiografie, l'ortopedico mi ha
diagnosticato una piccola frattura nel capitello del radio e che mi
avrebbero dovuto immobilizzare il braccio per alcune settimane.
Mentre un infermiere mi ingessava, per un momento ho avuto la
sensazione di venire
imprigionata, ma
subito mi sono abituata a quel mio primo gesso. Sono uscita
dall'ospedale quasi contenta, perché capivo che mi si presentava
davanti un mese diverso dal solito.
Fin
dalla prima notte, mi sono abituata
ad appoggiare il braccio ingessato
su un cucino
sistemato
nel letto tra mio marito e me. Quando mi giravo e toccavo il cuscino,
ricordavo con nostalgia le volte che mettevamo
nel lettone fra
noi due i
nostri figli
appena nati, quando
piangevano
o non volevano dormire.
Il gesso mi ha
accompagnato per venticinque giorni e mi ha permesso di guardare la
vita scorrere lentamente. Ho potuto leggere, scrivere delle lettere a
nostra figlia che in quel periodo studiava a Madrid, parlare con tranquillità con mio marito e
con l'altro figlio ventenne, passeggiare per la città e vedere
amici, ma soprattutto apprezzare le piccole cose. Il giorno che sono
andata in ospedale a togliermi il gesso, mentre aspettavo il mio
turno, l'ho guardato e toccato per ultima volta, come se mi
dispiacesse separarmene, mi sono detta che, almeno per questa volta, la caduta per le scale aveva portato con se anche del bene.
1
Questa si che è stata una bella caduta
2
Non c'è male che non porti anche del bene
Les escales i el guix
Finalmente crucé el umbral y el zaguán rapidamente. Subiendo las escaleras, antes de llegar al segundo piso, en el rellano de nuestro apartamento, me di cuenta de que había olvidado las llaves en la cerradura.
Les escales i el guix
Era
un jueves el día en que me caí por las escaleras del edificio
donde está ubicado nuestro apartamento. Eran casi las dos y media
de la tarde y estaba volviendo a casa del trabajo, cansada y
hambrienta. Dejé la bicicleta en el garaje. Mientras iba andando por
la calle, mis pensamientos ya se estaban acelerándo y yo ya me veía
dentro del la vivienda, primero sacándome los zapatos, luego
lavándome las manos, poniendo la radio y por fin preparándome y
comiendo una buena ensalada.
De repente me di cuenta de que alguien
me estaba llamando. Era la voz de la vecina de en frente, que con
su esposo e hijo adolescente, se había mudado recientemente a
nuestro barrio. Apenas la conocía, sólo nos salúdabamos algunas
mañanas cuando concidíamos, por eso me paré a hablar con ella.
Me
llamaba para devolverme el pañuelo morado de lana y seda, que mi marido me había regalado el año anterior y que se me había caído
por la calzada.
-
Sé que usted es profesora, por eso quisiera hablarle de mi hijo,
pues el próximo año va a empezar la escuela secundaria, comenzó diciéndome.
-
Ah! Le dije, pero ella me cortó enseguida y siguió enrollándose.
-
Es un muchacho muy inteligente, tiene cantidad de memoria y es
muy bueno en todas las asignaturas.
Yo
me quedé inmóvil como una estatua, con un brazo sosteniendo la
bolsa llena de libros y la bufanda morada, con el otro traté de echarme
hacia adelante, para poner la llave en la cerradura. Ella seguía
hablando como una cotorra.
-
Quisiéramos matricularlo en la escuela mejor de la ciudad. Tenemos
pensados dos Institutos privados, quisiera tu consejo.
-
Perdona pero tengo un poco de prisa, podemos hablar de ello otro día, aún falta mucho par la matrícula del próximo año. ¡Cuándo quieras ya hablaremos !
Mientras
nos despedíamos y yo ya estaba a punto de entrar por la puerta
principal, comenzó a hablarme de nuevo de su hijo.
-
Incluso tiene tiempo para hacer deporte, sabes que juega a basquet,
en un equipo juvenil, mientras decía eso yo me moría de hambre y
sólo quería quitarme las botas.
Finalmente crucé el umbral y el zaguán rapidamente. Subiendo las escaleras, antes de llegar al segundo piso, en el rellano de nuestro apartamento, me di cuenta de que había olvidado las llaves en la cerradura.
Actué
muy rápido, instintivamente di media vuelta y sin pensar en nada
comencé a bajar las escaleras corriendo. A la altura del primer piso resbalé
y caí hacia adelante. En aquellos momentos, tirada en el suelo,
pensé:
-
¡Esto sí que ha sido una señora caída!
Me
puse de pie contra la pared, sintiendo que me dolían la pierna y el
brazo izquierdo. Mientras cojeaba, seguía diciéndome a mí misma
que no me había hecho nada.
Bajé
despacio y ví que las llaves todavía estaban metidas en la
cerradura.
-
Menos mal, me dije.
Por
la tarde fui a la clase de yoga de los jueves, pero no pude hacer
bien casi ninguno de los ejercicios, pues me dolía más que nada el
brazo. Por la noche, seguía diciéndome a mí misma que todo
marchaba bien, que no me había sucedido nada, que esta vez también
había tenido suerte, pero mi codo seguía doliéndome.
La noche
fue larga, tenía un dolor extraño. El malestar era similar al que
había sentido, muchos años atrás, cuando me desperté después de
la cesárea, que me hicieron al dar a luz a nuestro primer hijo,
que murió pocos días después.
-
Es un dolor que no me gusta nada, me trae malos recuerdos! Pensé por
mis adentros, sin decirle nada a mi marido.
Al amanecer, siguiendo el consejo de mi esposo, decidí ir
a urgencias.
Me atendieron al cabo de dos horas, para matar el tiempo en la sala de espera me puse a leer una novela que había empezado el día anterior, sin embargo miraba de vez en cuando a la gente de mi alrededor. Mientras observaba a unos pacientes echados en camillas, la mayoría de ellos ancianos, pálidos y asustados, pensé que mi mi caída no era nada comparado con el sufrimiento de esos pobres viejecitos.
Me atendieron al cabo de dos horas, para matar el tiempo en la sala de espera me puse a leer una novela que había empezado el día anterior, sin embargo miraba de vez en cuando a la gente de mi alrededor. Mientras observaba a unos pacientes echados en camillas, la mayoría de ellos ancianos, pálidos y asustados, pensé que mi mi caída no era nada comparado con el sufrimiento de esos pobres viejecitos.
Por
lo general, cuando un amigo tiene un accidente, intento animarle
diciéndole que mire el lado positivo de la desgracia, citando la
frase que aún a mi padre le encanta pronunciar, a pesar de sus
achaques y sus noventa años.
-¡No
hay mal que por bien no venga!
-
¿ Esta vez seré capaz de decirmelo a mí misma? Me pregunté
Después de observar cuidadosamente las radiografías, el ortopedista me
diagnosticó una pequeña fractura en la parte superior del radio y
me dijo que tendría que inmovilizarme el brazo por tres semanas.
Mientras una enfermera me enyesaba, por un momento tuve la sensación
de estar perdiendo mi libertad, pero poco a poco me fui acostumbrando. Salí del hospital casi contenta, porque caí en la
cuenta de que estaría de baja una larga temporada.
Desde
la primera noche en la cama, me acostumbré a apoyar mi brazo
enyesado sobre una almohada que puse entre mi marido y yo. Al darme
la vuelta toqué la almohada, y recordé con nostalgia los momentos
en que poníamos a nuestros hijos recién nacidos en la cama matrimonial,
cuando lloraban o no querían dormir.
El
yeso me acompañó durante veinticinco días y me permitió ver la
vida fluir lentamente. Podía leer libros, escribir cartas a nuestra
hija que estaba estudiando en Madrid por aquel entonces, charlar
tranquilamente con mi esposo y con el otro hijo de veinte años,
llamar a mi padre, caminar por la ciudad e invitar o ir a ver a
amigos, pero sobre todo apreciar las pequeñas cosas.
El
día que fui al hospital para que me sacaran el yeso, mientras
esperaba mi turno, lo miré y lo toqué por última vez, como para
despedirme de él y me dije:
-
Al menos por esta vez, la caída por las escaleras me ha traído
alguna cosa buena.