venerdì 25 maggio 2012

Le scale e il gesso - Les escales i el guix















Era un giovedì il giorno in cui sono caduta per le scale del condominio dove abitavo. Erano quasi le due e mezzo e a quell'ora tornavo dal lavoro ed ero stanca e affamata. Dopo aver lasciato la bicicletta in garage, camminavo per la strada e mi vedevo già dentro casa: mi levavo le scarpe, mi lavavo le mani, accendevo la radio e mi preparavo una bella insalata. A un tratto mi sono sentita chiamare. Era la voce della vicina della casa di fronte. La giovane donna, col marito e il figlio adolescente, si era trasferita da poco nella nostra strada. La conoscevo appena, quindi mi ha fatto piacere parlare con lei.
Dopo avermi restituito la sciarpa viola, in lana e seta, che  mio marito mi aveva regalato l'anno prima e che mi era caduta per strada, si è messa a raccontarmi che il figlio, dal prossimo anno, avrebbe iniziato le scuole superiori. Mi ripeteva che era molto intelligente, aveva molta memoria ed era molto bravo nello studio. Ero immobile come una statua, con una mano reggevo la borsa piena di libri e la sciarpa, con l'altra, il braccio destro proteso in avanti, cercavo di infilare la chiave nella serratura. Mentre ci salutavamo e stavo quasi per entrare nel portone, lei ricominciava a parlarmi del figlio e intanto stavo morendo di fame e dalla voglia di togliermi gli stivaletti.
Finalmente ho varcato la soglia entrando di volata. Per le scale, prima di arrivare al secondo piano, sul pianerottolo del nostro appartamento, mi sono accorta di aver dimenticato le chiavi appese al portone. Ho agito molto rapidamente, d'istinto, mi sono girata di scatto e senza riflettere ho cominciato a scendere le scale spedita. All'altezza del primo piano sono scivolata e sono caduta in avanti. In quegli attimi, sdraiata per terra, ho pensato:
 - ¡Ésta si que ha sido una señora caida!1
Mi sono alzata appoggiandomi al muro, sentivo la gamba e il braccio sinistro indolenziti. Mentre scendevo zoppicando ripetevo a me stessa che non mi ero fatta niente. Le chiavi erano ancora infilate nella serratura dal portone.
 - Meno male, ho pensato.
Il pomeriggio sono andata alla solita lezione di yoga, ma non sono riuscita a fare alcune posizioni. La sera continuavo a ripetermi che andava tutto bene, che non mi era mi successo niente, quindi anche questa volta me la sarei cavata, ma il gomito continuava a dolermi. La notte è stata lunga, sentivo un dolore strano. Il malessere era simile a quello che avevo percepito, molti anni prima, quando mi sono svegliata dopo il taglio cesareo, che era stato necessario per far nascere Giacomo, il nostro primo figlio, morto pochi giorni dopo. La mattina, molto presto, seguendo anche i consigli di  mio marito, ho deciso di andare al pronto soccorso
Nella sala d'attesa ho letto tranquilla un libro di racconti che avevo cominciato il giorno prima, ma ogni tanto mi guardavo intorno. Mentre osservavo dei pazienti sdraiati su delle barelle, la maggior parte dei quali erano persone anziane, pallide e spaventate, pensavo che il mio incidente, ed un eventuale osso rotto, non era niente difronte alla sofferenza di quei poveri vecchi.
Di solito, quando un'amica si faceva male le consigliavo di guardare il lato positivo dell'inatteso evento. Questa volta, sarei stata capace di dire a me stessa?
 - ¡No hay mal che por bien no venga!2 Citando mio padre che ancora oggi, nonostante gli acciacchi e i suoi novanta anni, pronuncia spesso.
Dopo aver osservato attentamente le radiografie, l'ortopedico mi ha diagnosticato una piccola frattura nel capitello del radio e che mi avrebbero dovuto immobilizzare il braccio per alcune settimane. Mentre un infermiere mi ingessava, per un momento ho avuto la sensazione di venire imprigionata, ma subito mi sono abituata a quel mio primo gesso. Sono uscita dall'ospedale quasi contenta, perché capivo che mi si presentava davanti un mese diverso dal solito.
Fin dalla prima notte, mi sono abituata ad appoggiare il braccio ingessato su un cucino sistemato nel letto tra  mio marito e me. Quando mi giravo e toccavo il cuscino, ricordavo con nostalgia le volte che mettevamo nel lettone fra noi due i nostri figli appena nati, quando piangevano o non volevano dormire.
Il gesso mi ha accompagnato per venticinque giorni e mi ha permesso di guardare la vita scorrere lentamente. Ho potuto leggere, scrivere delle lettere a nostra figlia che in quel periodo studiava  a Madrid, parlare con tranquillità con mio marito e con l'altro figlio ventenne, passeggiare per la città e vedere amici, ma soprattutto apprezzare le piccole cose. Il giorno che sono andata in ospedale a togliermi il gesso, mentre aspettavo il mio turno, l'ho guardato e toccato per ultima volta, come se mi dispiacesse separarmene,  mi sono detta che, almeno per questa volta, la caduta per le scale aveva portato con se anche del bene.

1 Questa si che è stata una bella caduta
2 Non c'è male che non porti anche del bene

Les escales i el guix

Era un jueves el día en que me caí por las escaleras del edificio donde está ubicado nuestro apartamento. Eran casi las dos y media de la tarde y estaba volviendo a casa del trabajo, cansada y hambrienta. Dejé la bicicleta en el garaje. Mientras iba andando por la calle, mis pensamientos ya se estaban acelerándo y yo ya me veía dentro del la vivienda, primero sacándome los zapatos, luego lavándome las manos, poniendo la radio y por fin preparándome y comiendo una buena ensalada.
De repente me di cuenta de que alguien me estaba llamando. Era la voz de la vecina de en frente, que con su esposo e hijo adolescente, se había mudado recientemente a nuestro barrio. Apenas la conocía, sólo nos salúdabamos algunas mañanas cuando concidíamos, por eso me  paré  a hablar con ella.
Me llamaba para devolverme el pañuelo morado de lana y seda, que mi  marido me había regalado el año anterior y que se me había caído por la calzada. 

- Sé que usted es profesora, por eso quisiera hablarle de mi hijo, pues el próximo año va a empezar la escuela secundaria, comenzó diciéndome.
- Ah! Le dije, pero ella me cortó enseguida y siguió enrollándose.
- Es un muchacho muy inteligente, tiene cantidad de memoria y es muy bueno en todas las asignaturas.
Yo me quedé inmóvil como una estatua, con un brazo sosteniendo la bolsa llena de libros y la bufanda morada, con el otro traté de echarme hacia adelante, para poner la llave en la cerradura. Ella seguía hablando como una cotorra.
- Quisiéramos matricularlo en la escuela mejor de la ciudad. Tenemos pensados dos Institutos privados, quisiera tu consejo.
- Perdona pero tengo un poco de prisa, podemos hablar de ello otro día, aún falta mucho par la matrícula del próximo año. ¡Cuándo quieras ya hablaremos !
Mientras nos despedíamos y yo ya estaba a punto de entrar por la puerta principal, comenzó a hablarme de nuevo de  su hijo.
- Incluso tiene tiempo para hacer deporte, sabes que juega a basquet, en un equipo juvenil, mientras decía eso yo me moría de hambre y sólo quería quitarme las botas.

Finalmente crucé el umbral y el zaguán rapidamente.  Subiendo las escaleras, antes de llegar al segundo piso, en el rellano de nuestro apartamento, me di cuenta de que había olvidado las llaves en la cerradura.
Actué muy rápido, instintivamente di media vuelta y sin pensar en nada comencé a bajar las escaleras corriendo. A la altura del primer piso resbalé y caí hacia adelante. En aquellos momentos, tirada en el suelo, pensé:
- ¡Esto sí que ha sido una señora caída!
Me puse de pie contra la pared, sintiendo que me dolían la pierna y el brazo izquierdo. Mientras cojeaba, seguía diciéndome a mí misma que no me había hecho nada.
Bajé despacio y ví que las llaves todavía estaban metidas en la cerradura.
- Menos mal, me dije.
Por la tarde fui a la clase de yoga de los jueves, pero no pude hacer bien casi ninguno de los ejercicios, pues me dolía más que nada el brazo. Por la noche, seguía diciéndome a mí misma que todo marchaba bien, que no me había sucedido nada, que esta vez también había tenido suerte, pero mi codo seguía doliéndome.
La noche fue larga, tenía un dolor extraño. El malestar era similar al que había sentido, muchos años atrás, cuando me desperté después de la cesárea, que me hicieron al dar a luz a nuestro primer hijo, que murió pocos días después.
- Es un dolor que no me gusta nada, me trae malos recuerdos! Pensé por mis adentros, sin decirle nada a mi marido.

Al amanecer, siguiendo el consejo de mi esposo, decidí ir a urgencias.
Me atendieron al cabo de dos horas, para matar el tiempo en la sala de espera me puse a leer una novela que había empezado el día anterior, sin embargo miraba de vez en cuando a la gente de mi alrededor. Mientras observaba a unos pacientes echados en camillas, la mayoría de ellos ancianos, pálidos y asustados, pensé que mi mi caída no era nada comparado con el sufrimiento de esos pobres viejecitos.
Por lo general, cuando un amigo tiene un accidente, intento animarle diciéndole que mire el lado positivo de la desgracia, citando la frase que aún a mi padre le encanta pronunciar, a pesar de sus achaques y sus noventa años.
-¡No hay mal que por bien no venga!
- ¿ Esta vez seré capaz de decirmelo a mí misma? Me pregunté

Después de observar cuidadosamente las radiografías, el ortopedista me diagnosticó una pequeña fractura en la parte superior del radio y me dijo que tendría que inmovilizarme el brazo por tres semanas. Mientras una enfermera me enyesaba, por un momento tuve la sensación de estar perdiendo mi libertad, pero poco a poco me  fui acostumbrando. Salí del hospital casi contenta, porque caí en la cuenta de que estaría de baja una larga temporada.

Desde la primera noche en la cama, me acostumbré a apoyar mi brazo enyesado sobre una almohada que puse entre mi marido y yo. Al darme la vuelta toqué la almohada, y recordé con nostalgia los momentos en que poníamos a nuestros hijos recién nacidos en la cama matrimonial, cuando lloraban o no querían dormir.
El yeso me acompañó durante veinticinco días y me permitió ver la vida fluir lentamente. Podía leer libros, escribir cartas a nuestra hija que estaba estudiando en Madrid por aquel entonces, charlar tranquilamente con mi esposo y con el otro hijo de veinte años, llamar a mi padre, caminar por la ciudad e invitar o ir a ver a amigos, pero sobre todo apreciar las pequeñas cosas.
El día que fui al hospital para que me sacaran el yeso, mientras esperaba mi turno, lo miré y lo toqué por última vez, como para despedirme de él y me dije:
- Al menos por esta vez, la caída por las escaleras me ha traído alguna cosa buena.








sabato 19 maggio 2012

Fagiolini verdi - Judias verdes


Negli anni '60, l'estate era per me, allora bambina, sinonimo di mare e fagiolini verdi. Mio nonno, che abitava con noi nella vecchia casa di famiglia, possedeva dei campi non lontani dal paese. Nel mese di luglio, cominciavano a maturare i primi fagiolini e questo voleva dire giornate di lavoro per tutta la famiglia. La mattina però ci era permesso, a noi bambini, di andare al mare con la tia Margarita, sorella di mia madre.
La zia, abitava accanto a noi, aveva due figlie e un marito con una vera passione per gli scacchi. Margarita era molta paziente e disponibile, per cui mia madre e altre vicine le affidavano i figli per fargli trascorrere la mattinata al mare.
Era una donna abbastanza corpulenta, aveva dei bei capelli e un viso dolce. Le sue gambe erano state molto belle, così dicevano, ma a causa delle varici le si erano deformate e doveva coprirle per non esporle ai raggi del sole. Amava molto il mare, ma con tutta quella comitiva di bambini non sempre riusciva a fare il bagno.
Eravamo buffi tutti in fila verso la spiaggia, percorrendo allegramente lo stretto marciapiedi di calle Mahò, sembravamo una carovana di sfollati: chi portava una camera d'aria nera di uno pneumatico, chi una ciambella rossa, chi delle pinne azzurre, chi un sombrero1 di paglia, chi una grande sombrilla2 colorata.
La tia Margarita ci diceva, vedendoci strusciare i salvagente sui muri ruvidi delle case :
- Cuidado amb la paret, que us pot fer un gran foradet3
Ogni tanto si sentiva un sibilo: sssssssstt.
- Ja hi som!4, diceva la zia, e in effetti si era forato un flotador5.
Allora, per lo sfortunato arrivava la disperazione. La zia però aveva sempre in tasca delle piccole toppe e mentre noi facevamo il bagno lei, con quei pezzettini di gomma e un tubetto di mastice, riparava la bucatura.
Qualche volta, Anita la llevadora6 veniva con noi al mare. Mia zia le era affezionata, nonostante il suo caratteraccio, perché da alcuni anni, tutte le settimane, andava a casa sua a farsi fare delle punture per le varici delle gambe. Anita faceva sempre un bagno rapido e poi, sdraiata al sole, ci guardava giocare. Allora la sua faccia diventava dolce e in quei momenti perdevo il timore che avevo di lei.
Il pomeriggio, dopo la siesta, andavamo tutti, grandi e piccoli, in bicicletta nei campi, percorrendo una strada sterrata, soleggiata e polverosa.
Trovavamo al lavoro già mio padre e mio nonno con alcune donne andaluse che, nel periodo estivo, lavoravano come braccianti alla raccolta dei fagiolini e dei pomodori.
Le piante dei fagioli venivano fatte arrampicare lungo quattro canne sistemate a ics, disposte in lunghe file che coprivano un intero campo. Nella parte alta delle canne, le foglie delle diverse piante si intrecciavano, creando una specie di piccola foresta traversata da lunghe gallerie parallele. Noi penetravamo in quella folta giungla verde, seguendo la musica della radio delle donne andaluse, che ridevano, chiacchieravano e cantavano, mentre mia madre dirigeva i lavori.
Alle sei in punto si faceva un gran silenzio perché cominciava il programma della Señora Helena Francis.
Anch'io di nascosto ascoltavo la radio. Una bella voce femminile leggeva lettere di donne che avevano dei problemi col marito, con l'amante, con la suocera, con i figli. Ogni tanto però scriveva qualche donna ottimista che, nonostante le difficoltà, continuava ad avere fiduccia nella vita. Io ne rimanevo affascinata.
Mi sono trasferita in Italia quando avevo vent'anni. I campi di fagiolini verdi da allora li vedevo solo da lontano, quando ogni estate ritornavo al paese a trovare i miei genitori, invece la voce della Señora Francis non l'ho più sentita.
Ma agli inizi degli anni novanta, con i figli ancora piccoli, un sabato mattina, mentre tutti dormivano, sfogliando il supplemento di un quotidiano ho scoperto la rubrica “Questioni di cuore”.   Dalla lettura di quei racconti di vita altrui è nato in me un sentimento di benessere, simile a quello che mi trasmettevano i fagiolini verdi e la bella voce della Señora Francis.
Leggevo quelle lettere quasi di nascosto, forse per ricreare di nuovo una nicchia personale dove potermi nascondere, come facevo nel campo dei fagiolini o semplicemente perché, in quegli anni, leggere la posta del cuore non era ben visto da quelli della mia generazione.
Sono passati più da quarant'anni dalla raccolta estiva nelle terre catalane, ma ancora adesso amo leggere ogni sabato mattina, mentre sorseggio una tazza di te, le lettere di persone sconosciute che mi riportano ai campi di fagiolini verdi della mia infanzia.


1 Cappello
2 Ombrellone
3 Attenti alla parete, che vi può fare un gran forellino
4 Ci siamo!
5 Salvagente
6 L'ostetrica del paese


Judias verdes
En los años sesenta, cuando era  pequeña, para mí el verano quería decir mar y judías verdes. Mi abuelo, que vivía en nuestra casa, había heredado de mis bisabuelos unos campos no muy lejos del pueblo. En julio empezaban a nacer en la huerta las primeras vainas de judías y esto quería decir jornadas de trabajo para toda la familia. Pero por la mañana se nos permitía, a los niños, ir a la playa con tía Margarita, la hermana de mi madre.
La tía, vivía cerca de nuestra casa, tenía dos hijas rubias y su marido, tío Emilio, era un gran jugador de ajedrez. Margarita tenía mucha paciencia y era muy buena, por eso mi madre y alguna vecina le dejaba sus hijos para que los  llevara  a la playa.
Era una mujer bastante alta y de buen talle, tenía un pelo precioso y una cara muy dulce. Sus piernas habían sido muy bonitas, eso decían, pero a causa de las varices, se le habían deformado y tenía que tapárselas para que el sol no les tocase. Le gustaba mucho bañarse, pero con toda la pandilla de chiquillos que tenía que cuidar no siempre lograba echarse al agua.
Eramos muy cómicos en fila hacia la playa. Caminábamos o corríamos alegramente por la pequeña acera de la calle Mahò, parecíamos una carvana de refugiados: quien llevaba un inmenso neumático negro, quien un flotador rojo, quien unos patos azules, quien una sombreno de paja, quien una sombrilla de colores.
Tía Margarita nos decía, cuando  andando rascábamos nuestros flotadores en las tapias de los patios de las casas:
- Cuidado amb la paret, que us pot fer un gran foradet1
De vez en cuando se oía un siseo: sssssssstt.
- Ja hi som!2, decía la tía. En efecto se había reventado un flotador.
Entonces el desafortunado se desesperaba. La tía llevaba siempre en su bolsillo algunos parches y mientras nosotros nos bañábamos ella, con aquellos trocitos de goma y un tubo de buen pegamento, arreglaba el reventón.
Algunas veces, Anita la llevadora3 iba a la playa con nosostros. A mi tía le gustaba la compañía de Anita, a pesar de su seriedad, porque desde hacía años, cada semana iba a su casa para que le pusiera una inyección en las varices de las piernas. Anita se bañaba deprisa y luego, tomando el sol nos miraba jugar. Entonces su cara  se volvía más dulce y en esos momentos yo  perdía el miedo que le tenía.
Por la tarde, después de la siesta, salíamos todos, grandes y pequeños en bicicleta hacia el campo. Recorríamos, pasando cerca del cementerio, un camino de tierra soleado y polvoriento.
Desde lejos veíamos a mi padre y a mi abuelo cerca de la barraca, con con algunas mujeres andaluzas, que en la temporada de verano trabajaban como jornaleras recogiendo judías y tomates.
Las plantas de habichuelas se enredaban a lo largo de cuatro cañas a equis, puestas en hileras que cubrían campos  enteros. En la parte alta de las cañas las hojas de las cuatro plantas se entrecruzaban, creando una especie de floresta con largas galerías paralelas. Nosotros entrábamos en aquella jungla verde, siguiendo la música de la radio de las mujeres andaluzas, quienes reían, charlaban y cantaban, mientras mi madre dirigía  la recolecta.
A las seis en punto de la tarde todo el mundo callaba, porque empezaba el consultorio de la Señora Helena Francis.
Escondida entre las matas yo también escuchaba la radio. Una voz femenina leía cartas de mujeres que tenían  problemas con los maridos, con los amantes, con las suegras o con los hijos. Algunas veces me quedaba fascinada, cuando  la carta era la de una persona optimista que, a pesar de sus angustias, seguía confiando en la vida.
Me trasladé a la Toscana cuando tenía veinte años,  seguí viendo los campos de judías verdes desde lejos, cuando cada verano regresaba al pueblo para ir a ver a mis padres, en cambio la voz de la Señora Helena Francis no la volví a  oír jamás.
Pero a principios de los os noventa, cuando mis hijos todavía eran pequeños, un sábado por la mañana, mientras todos dormían, hojeando el suplemento de un periódico que solíamos comprar, descubrí el apartado “Questioni di cuore4. Leyendo aquellas  historias nació en mi un sentimiento de bienestar parecido al que me transmitían las judías verdes y la bella voz de la Señora Francis.
Leìa aquellas cartas un poco a escondidas, quizàs para crearme de nuevo un espacio personal donde esconderme, como hacía en el campo de judìas o simplemente porque, en aquellos años leer la posta del cuore 5 no estaba bien mirado por la gente de mi generación.
Han pasado más de cuarenta años desde las cosechas veraniegas en las tierras catalanas, pero me sigue gustando leer los sábados por la mañana, mientras tomo una taza de té, cartas de personas desconocidas que me  recuerdan  los campos de judías de mi infancia.



1 Cuidado con la pared, que os puede causar un reventòn
2 Ya ha pasado
3 La comadrona
4 Cosas del corazòn
5 Consultorio sentimental

venerdì 11 maggio 2012

La cuina azzurra















La nostra cucina si trova inserita in una grande sala con quattro finestre.  Un giorno mio marito, in piedi di fronte a quello che era il nostro angolo cottura, mi disse:
- Questi mobili cadono a pezzi, è arrivata l'ora di cambiarli.
Sentendo queste parole ho avuto un tuffo al cuore. Ho ricordato i lavori interminabili delle cuina1 della mia casa natale, dove ho trascorso l'infanzia e la giovinezza. La vecchia cucina era in muratura, l'avevano rinnovata negli anni trenta i miei nonni. Era molto bella e ancora oggi la ricordo, aveva i fornelli a carbone e un focolare a legna dove d'inverno ci riscaldavamo.
Mia madre però desiderava i mobili di formica, come andavano negli anni sessanta, e diceva a mio padre, al quale non importava niente delle cucina:
 -Vull una cuina nova. La meva, serà la cuina mes maca del poble.2
Dopo tanto insistere, mio padre cedette e verso la fine di giugno del 1966, iniziarono i lavori. Los albañiles3, un muratore catalano di mezza età e il suo aiutante andaluso un po' più vecchio di lui, fecero un buon lavoro. Ricordo con piacere i cibi consumati insieme a loro nel patio4 di casa, intorno a un fornello a gas. Il manovale, era molto loquace e sempre di buon umore, nonostante la sua vita difficile da emigrante. Per noi bambini, era una gran novità avere degli ospiti, in una casa dove non c'è n'erano mai stati, come stava lì a dimostrare la nostra sala da pranzo, mai rinnovata.
I problemi arrivarono dopo. Per i lavori di falegnameria, mia madre si vide obbligata a chiamare Joanet el fuster5, un suo cugino. Il padre di Joanet, ormai vecchio, era stato un buon falegname, il figlio invece non amava il lavoro a cui la famiglia lo aveva costretto, aveva in mente solo la sua bicicletta, era come una malattia.
Joanet in quei giorni era distratto da altri pensieri, mentre lavorava era nervoso e guardava continuamente l'orologio. Ma quando, prima del tramonto, finito di segare l'ultimo pezzo di legno, saliva sulla sua vecchia bicicletta da corsa, allora lo si vedeva felice. Dicono che pedalasse per ore, l'imbrunire accarezzava la sua schiena e il buio era la sua più dolce compagnia.
Joanet, faceva solo polvere, non gli tornavano mai le misure, passava la giornata a segare il legno per rimediare agli errori del giorno prima. Fu così che i lavori durarono quasi tutta l'estate. Mia madre era disperata, si lamentava continuamente con noi bambini, io da una parte ero attratta dalla cuina nova6 ma dall'altra la rifiutavo perché, in quella torrida estate, era fonte di infelicità.
Alla fine d'agosto, dopo la festa major7 del paese, Joanet aveva finalmente finito di riempirci la casa di polvere. La nuova cucina di formica azzurra era venuta un po' sbilenca, alcuni sportelli erano storti, ma a me piaceva lo stesso, ero felice di vederla finita, mi mancava solo il focolare della vecchia cucina. Invece, mia madre non era contenta del risultato, per colpa del cugino Joanet la sua tanto desiderata cucina non sarebbe stata la più bella del paese.
Dopo molti anni, quando ormai mi ero trasferita in Italia, mia madre convinse mio padre a cambiare nuovamente la cucina. Questa volta non si sentì costretta a chiamare il cugino Joanet, anche perché nel frattempo, per fortuna di tutti, era andato in pensione e girellava felice in bicicletta dall'alba al tramonto. La nuova cucina prefabbricata, color legno, che gli operai montarono in un giorno, per mia madre era finalmente la cuina mes maca del poble.
Ancora oggi, quando torno a trovare mio padre novantenne, rimasto vedovo da poco, apro e chiudo gli sportelli scuri, ormai consumati e tristi, della cucina che era stata l'orgoglio di mia madre. Mentre li osservo ricordo e rimpiango un po' la vecchia cuina di formica azzurra, forse un po' sbilenca ma  piena di storia e di luce.
Pensavo a tutto questo, mentre  mio marito mi illustrava il suo progetto con la chiarezza di chi ha elaborato un'idea da tempo ed io invece, sorpresa, provavo il disagio di chi sta per rivivere un evento non de tutto felice del passato come fu, per me il rinnovo della cucina della mia infanzia.
Naturalmente, anch'io vedevo che gli sportelli non si chiudevano più perfettamente, la vernice bianca era qua e là scrostata, lo scolapiatti era arrugginito, il piano di lavoro era tagliuzzato, insomma nell'insieme era una cucina vecchia e malconcia. Ma il  progetto che  lui stava illustrando prevedeva non solo il cambio dei mobili e degli elettrodomestici, ma anche una loro diversa disposizione nella stanza e questo avrebbe richiesto l'intervento di muratori ed elettricisti. Immersa nei miei ricordi, lì per lì l'unica cosa che sono riuscita a dire è stato che almeno si facesse una cosa rapida.
L'impresa  avrebbe dovuto iniziare alla fine di luglio ma all'ultimo momento c'era  stato un cambiamento: i muratori sarebbero arrivati una settimana prima del previsto, periodo che coincideva con un mio viaggio a casa di mio padre, del quale avevo già prenotato il biglietto. Di seguire i lavori si sarebbe occupato mio marito.
Quando sono tornata, dopo due settimana, la casa era piena di polvere e dato che i lavori si erano prolungati per un imprevisto, c'erano ancora gli operai.
Qualche giorno dopo, i muratori per fortuna avevano finito e arrivarono i falegnami. Era di sabato quando un omone di nome Pietro, insieme ad un aiutante magrebino, cominciarono a scaricare la cucina dal camion. Alcuni pezzi erano troppo lunghi, non entravano in ascensore e non passavano dalle scale, quindi andavano segati a misura prima: si cominciava male, pensai.
Come Joanet allora, anche Pietro era distratto e nervoso, sudava e si asciugava la fronte con un grande fazzoletto. Anche a lui non tornava niente. A un certo punto ci disse che non ne poteva più. Ma subito si scusò aggiungendo che era un brutto periodo per lui, dato che si stava separando dalla moglie e che inoltre suo figlio adolescente non voleva continuare gli studi. Pensai che come quelli della cucina anche i pezzi della sua vita non si incastravano.
Dopo alcune telefonate con il responsabile del negozio che ci aveva venduto la cucina, fu chiaro che la colpa non era di Pietro, ma di chi aveva costruito alcuni pezzi sbagliando le misure. A quel punto, Pietro ed il suo aiutante montarono le parti indispensabili della cucina per permetterci di utilizzarla e se ne andarono promettendo che sarebbero tornati presto. Nel corso dei mesi successivi, dopo alcuni tentativi mai conclusivi, in una giornata torrida, dopo più di un anno da quel sabato infelice, Pietro arrivò conteno, si mise al lavoro e finalmente finì di montare la cucina, questa volta tutti gli incastri tornavano, anche nella sua vita le cose si erano piano piano sistemate. Suo figlio maggiore, con molto entusiasmo, lo aiutava.
La cucina finita è stata una gran allegria per noi, guardandola ho pensato che era proprio bella, mia madre vedendola avrebbe detto es la cuina mes maca del poble.

1Cucina
2 Voglio una cucina nuova, la mia sarà la più bella del paese
3Gli operai muratori
4Cortile
5Il falegname
6Nuova cucina
7Festa del patrono

domenica 6 maggio 2012

Febbraio e "huevos fritos con patatas" - Febrer i ous ferrats amb patates













Nel lontano 1977, allora ventenne, ho trascorso uno strano mese di febbraio, forse nostalgico e nebbioso, ma a pensarci dopo non male. Era da pochi mesi che avevo conosciuto U., ma in quel momento lui era in Italia e io in Spagna. Con la mia amica María, passavamo molto tempo vagando per il campus universitario di Barcellona e tra le nostre chiacchiere, ogni tanto mormoravamo, come una litania, che il mese di febbraio era sempre grigio e melancolico.
Dicevo alla mia amica che mi sentivo spenta, ma alla volta impaziente, come il mese di febbraio, che freme, perché desidera veder arrivare la luce della primavera, ancora lontana. Le confessavo che anch'io aspettavo la luce: volevo volare via e raggiungere il mio innamorato a Firenze. Sentivo la nostalgia della grande passione che era nata un giorno di novembre dell'anno prima nel caffè Zurich di Plaça Catalunya di Barcellona.
Dopo poco, María, è partita per l'Argentina, e io ho ereditato il suo lavoro. Dovevo prendere le ordinazioni dei piatti in una piccola mensa universitaria. Era un impegno per poche ore al giorno, con pranzo incluso. Mi piaceva quel lavoro, era divertente parlare con gli studenti di architettura, erano la maggior parte, dato che la mensa era accanto alla loro facoltà. Il piatto più richiesto, perché buono ed economico, era huevos fritos con patatas. Anch'io spesso mangiavo questa pietanza, con Rosalia, una delle cuoche, prima che arrivasse la mandrie di studenti.
Rosalia era più grande di me, allora avrà avuto una trentina d'anni. Era gallega, ed era sempre contenta, nonostante le difficoltà che attraversava: i figli piccoli, il marito disoccupato, l'affitto dell'appartamento esorbitante. Mi diceva che lei, quando doveva prendere una grande decisione, seguiva sempre il cuore, ma veramente in questa avventura catalana aveva seguito suo marito e sperava di riuscire a tirare avanti. Rosalia sapeva fare le uova al punto giusto: quando le cuoceva, nei bordi, si formava una crostina marrone, come un ricamo, las puntillas2. Scherzava con me, quando mi lamentavo per la lontananza del mio amore, dicendomi: come estos huevos, te darán energía y las puntillas te darán allegría3.
Dopo alcuni mesi di lettere, telefonate e lunghi viaggi in treno, ho preparato le valige, con le poche cose che avevo, e sono partita per Firenze.
Oggi, di trentatré anni dopo, sempre un giorno di febbario, mi sono alzata presto senza far rumore, perché lui ancora dormiva placidamente.
Ho cominciato a preparare la colazione e mentre il bollitore fischiava, sono andata in bagno ad accendere l'acqua calda per farmi una doccia rapida. Ho guardato dalla finestra e ho visto che la giornata nascente era grigia e la città era avvolta in un mantello di vapore freddo. In quel momento ho desiderato di correre sotto la nebbia.
Mi sono rivestita, ho spento il fornello con sopra il bollitore e mi sono lanciata per la strada con due buste di spazzatura. Mi ha fatto bene respirare l'aria gelida, ma dovevo essere buffa camminando spedita con quelle buste azzurre in mano. Ho visto, all'angolo di Via Malcontenti, i cassonetti, così finalmente mi sono potuta liberare dai rifiuti.
Ho cominciato a correre serenamente lungo l'Arno. Quando faccio quel percorso mi immergo nel paesaggio che circonda la città, vedo le montagne e le colline vicine, ma soprattutto scruto il fiume, guardo ogni particolare, mentre le mie gambe percorrono da sole il ponte e i marciapiedi del lungarno. La corsa è di solito breve, circa mezz'ora. Sono tornata a casa contenta con il pane e il giornale in mano.
La doccia è la cosa più bella dopo una corsa. Quel giorno ho sentito particolarmente la bontà del acqua bollente sulla mia pelle. Contenta mi sono preparata per andare al lavoro, che raggiungo ogni giorno in bicicletta.
Quella mattina la tensione, che ho trovato a scuola dopo il mio arrivo, mi ha rovinato il benessere che avevo sentito correndo. La vice preside era nervosa, la vedevo scalpitare nella sua scrivania, mentre inviavo un fax dal suo ufficio. L'apparecchio per fax-are era impazzito, il telefono non smetteva di suonare. Era un manicomio, tutto ciò perché il Liceo era a corto di personale a causa l'epidemia influenzale.
- E' la settimana degli scrutini, come faremo - diceva nervosa la vicepreside.
In classe le cose non sono migliorate, gli studenti erano piuttosto agitati nell'attesa delle pagelle. Dopo l'ultima lezione, sono uscita da scuola meno contenta di come ero entrata. Mi sono immersa lungo l'Arno in bicicletta sotto la nebbia, quasi svanita. Ma mentre pedalavo pensavo, guardando la città grigia, che nonostante tutto il mese di Febbraio non era così male.
Ho deciso che, appena arrivata a casa, mi sarei preparata un bel piatto di huevos fritos con patatas, avevo veramente bisogno de las puntillas di Rosalia, quelle che danno allegria.
1 Uova al tegame con patate
2 Bordi croccanti come ricami
3 Mangia queste uova che ti daranno energia e i bordi croccanti allegria

Febrer  i ous ferrats amb patates
En el llunyà 1977, quan tenia vint anys, vaig passar un mes de febrer molt raro, pot ser nostàlgic i ple de boira, però ara que hi penso no estuvo mal.
Feia pocs mesos que havia conegut a U., el meu gran amor, però en aquells moments, ell era a Firenze i jo a Barcelona.
Amb la meva estimada amiga Maria, passava moltes estones passejant pel campus de la ciutat universitària, i entre les nostres xerrades, de tan en tan sospitàvem i dèiem fluixet, com si fos una lletania, que el mes de febrer era sempre gris i melancòlic.
Deia a la meva amiga que em sentia apagada, però a la vegada impacient, com el mes de febrer que desitja que arribi la llum de la primavera encara llunyana. Li confessava que jo també esperava la llum: volia volar lluny de la meva terra i arribar on era el meu enamorat. Sentia la nostàlgia de la gran passió, que havia nascut un dia a primers de novembre d'un any abans, en el cafè Zurich de la Plaça Catalunya de Barcelona.
Al cap de pocs dies, la Maria, se’n va anar a l'Argentina i jo vaig heretar la seva feina. Tenia que prendre nota dels plats que volien els estudiants en el menjador de la facultat de arquitectura.
Calia treballar poques hores al dia, i el dinar estava inclòs. M'agradava aquella feina, em divertia parlant amb els estudiants de arquitectura. El plat que tenia mes èxit, perquè era bo i barato era huevos fritos con patatas. Jo també molt sovint el menjava amb la Rosalia, una de les cuineres, abans que arribes el remat de estudiants.
La Rosalia era gallega, tenia cap a trenta anys i sempre estava alegra, malgrat els problemes que se li presentaven: els fills petits, el marit parat, el lloguer massa car. Em deia que ella, quan tenia que decidir una cosa important, seguia sempre el seu cor, però en aquella aventura catalana havia seguit al seu marit i esperava poder anar endavant. A la Rosalia li sortien molt be els ous ferrats : quan els guisava, en els costats es formaven les puntillas. una crosteta marró , com si fos un brodat.
Sempre bromejava amb mi, i quan jo em queixava, perquè el meu amor estava lluny, em deia: come estos huevos, te darán energía y las puntillas te darán alegría.
Al cap d’uns mesos plens de cartes, trucades i llargs viatges en tren, vaig preparar les maletes, amb les poques coses que tenia i vaig anar a viure a Firenze.
Han passat trenta tres anys, avui també es un dia de febrer, m'he llevat molt aviat sense fer soroll perquè U. dormia plàcidament.
He començat a preparar el esmorzar i mentre l'aigua del te s' escalfava, he anat a la cambra de bany i he obert l'aigua calenta per dutxar-me. He mirat per la finestra i he vist que el dia que naixia era gris i una capa de vapor fred cobria la ciutat. En aquells moments he tingut ganes de corre sota la boira.
M'he tornat a vestir, he apagat el foc i he sortit cap el carrer amb dues bosses de brossa. M'ha anat molt be respirar l'aire freda, però segurament devia fer riure caminant ràpid amb les bosses blaves. He vist, a la cantonada de Via Malcontenti, dos contenidors, i així finalment he pogut llençar les escombraries.
He començat a córrer al costat de l’Arno. Quan faig aquest recorregut em submergeixo en el paisatge que volta la ciutat, veig les muntanyes a prop, però sobretot miro cada detall del riu, mentre les meves cames em porten per el pont i per les voreres a la bora del riu. Normalment la cursa dura uns quaranta minuts. Avui he tornat a casa contenta amb el pa i el diari sota el braç.
Dutxar-se es la cosa que dona mes plaer desprès de córrer. Sobretot aquest mati he sentit la bondat de l’aigua calenta sobre la meva pell. Contenta m'he arreglat per anar a la feina, on sempre hi vaig en bicicleta.
Aquest mati he sentit una tensió, que m'ha espatllat el benestar que havia sentit corrent. La directora estava amoïnada, es movia nerviosa, mentre jo enviava un fax des de el seu despatx. L’aparell pels fax s'havia encantat, el telefono no parava de trucar. Semblava un manicomi, tot això perquè en el Institut molts professors estaven de baixa, per la epidèmia de grip.
- es la setmana de les avaluacions, com ens ho farem – deia la directora
A l'aula les coses no han millorat. Els estudiants estaven neguitosos, dons l'endemà tenien exàmens. Desprès de l’última classe he sortit de l'escola no tan contenta com havia entrat.
Amb la bicicleta he penetrat dins de la capa de boira que ja no era tan densa. Mentre pedalava pensava, mirant la ciutat gris, que malgrat tot el mes de febrer no estaba mal.
He decidit que, tan punt arribés a casa, em prepararia un bon plat de huevos fritos con patatas, necessitava realment les puntillas de la Rosalia, les que donen alegria.

venerdì 4 maggio 2012

Los dos viejecitos nacidos el dia de los Reyes Magos - I due vecchietti nati il giorno delle Befana














Hace un par de días que me desperté muy contenta, porque había dormido muy bien y hacía tanto que no me pasaba. Mientras me levantaba pensé en Miguel, el viejecito a quien Dulia, la cuidadora de mi padre, le hace compañía todas las noches.
Dos mujeres cuidan a mi padre: Blanca de noche y Dulia de día.
Blanca tiene unos sesenta años, su cuerpo es menudo y sutil, del cual asoma una cara muy delicada. Su voz melosa, con el deje de Buenos Aires, hace que descubramos en seguida su buen carácter. De muy pequeña emigró con sus padres de Zamora, su ciudad natal, a Argentina, donde se casó muy joven y trabajó en la empresa de cartones que regía su marido con otros socios. Después de la muerte precoz de su cónyuge, los socios la estafaron y decidió volver a España con sus hijos adolescentes. Tuvo que arreglárselas como pudo. Al principio fue muy duro para ella, pues debió adaptarse a trabajos humildes. Después de algunos años, consiguieron comprarse un piso gracias a su tenacidad, a un poco de suerte y sobre todo a un buen préstamo bancario. Al cabo de poco tiempo quisieron vender el apartamento para comprar otro más pequeño, pues los hijos se casaron y tuvieron que ir a trabajar lejos de casa. Todo les fue muy bien hasta que la crisis los alcanzó de lleno, y no pudieron vender el alojamiento grande después de haber comprado el pequeño. Con dos hipotecas, Blanca tenía que trabajar de noche con mi padre y de día depilando a las chicas del pueblo.
Miguel, me contaba Dulia, era un hombre a quien le gustaba dormir como un bebé. Se acostaba al anochecer y se despertaba a la mañana siguiente. A veces después de desayunar volvía a la cama, aún caliente, para leer el periódico que su nuera le traía cada mañana. Durante el día hacía lentamente muchas cosas solo: se aseaba, calentaba la comida  que le traían, y en los días soleados iba a pasear con su bastón a lo largo de la playa.
Su hijo tenía en el pueblo una pequeña librería, por lo tanto cuando cerraba, al mediodía y por la noche, iba a verlo.
No conozco personalmente a Don Miguel, pero las historias que me han contado mi padre y Dulia, contribuyen a que me caiga muy bien.
Hace algunos años mi padre me dijo:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù1.
Efectivamente, los quintos del 1919, los jóvenes que fueron a la mili antes de haber cumplido los veinte años y que combatieron en la guerra civil, estaban muertos.
Pero un día, volvió a casa contento diciendo que había conocido a Miguel, un viejecito de Zaragoza, quien desde hacia poco tiempo se había trasladado a nuestro pueblo.
Reía cuando nos contaba que los dos habían nacido el mismo día, es decir el día de los Reyes de 1919. Era un pequeño milagro.
El señor Miguel, se había quedado solo, porque su mujer había perdido poco a poco la cabeza y hacía pocos meses había muerto en una clínica geriátrica, donde había tenido que ingresarla. Había luchado contra la enfermedad de su esposa, que lentamente le devoraba trocitos de cerebro.
Habían sido tiempos muy duros y ahora, a noventa y pico de años, tenía que empezar de nuevo o mejor terminar su vida en un pueblo casi desconocido para él.
Una tarde, paseando por el barrio antiguo, descubrió un café donde algunos jubilados jugaban a cartas.
El no era capaz con las cartas, pero le gustaba mucho mirar a los jugadores, algunos viejos como él, otros más jóvenes. Se sentaba cerca de las mesas de juego, para observar mejor los movimientos de sus caras: ojeadas simbólicas, signos y otras formas de comunicación secreta.
Llamaban al juego, típico de Catalunya,  la butifarra, que se jugaba en parejas.
No tuvieron mucho tiempo para hacerse amigos, pues al cabo de pocos días mi padre tuvo un ictus, del que por suerte se ha recuperado muy bien, pero que desde entonces no ha podido ir al centro recreativo a jugar.
Dulia, tiene unos cuarenta años y un cuerpo redondito. Es una buena cocinera, sin embargo come poco, porque està a régimen perenne. Pero es muy golosa, como mi padre. Los dos, cada tarde, se delician con meriendas muy dulces. A pesar de sus esfuerzos la balanza de Dulia no logra bajar mucho. Pero ella siempre esta contenta, canta mientras limpia y bromea a menudo, a pesar de todos los problemas que la vida le ha traído.
Una tarde de invierno mientras jugábamos a domino con mi padre, para pasar el rato, nos decía bromeando:
-Tengo a dos hombres, los dos nacieron el día de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche.
Me levanté despacio y mientras me estaba preparando el desayuno seguí pensando en Don Miguel.
Imaginaba que él aquella mañana, se habría despertado alegre, sabiendo que Dulia, le habría preparado una buena taza de café con leche.
Mi padre en cambio aún estaría durmiendo, se habría  levantado a media mañana, pues se acostaba muy tarde. Primero Blanca y luego Dulia lo habrían atendido con cariño, pensé.
U. aún estaba en la cama cuando sonó el móvil. Se levantó deprisa. Era su amigo, compañero de caminatas, quien le llamaba para invitarle a dar una vuelta en bicicleta, ya que hacía un día muy bonito.
Mientras desayunamos le conté que estaba pensando en los dos viejecitos que nacieron el seis de enero de 1919 y en Dulia su cuidadora común.
- ¿Han solucionado el problema de la casa las cuidadoras de tu padre? Mi preguntó  mi marido.
- Blanca resiste, pero Dulia ha tenido que dejar su apartamento, porque no podía pagar la hipoteca y el banco se lo ha quedado. Ahora vive de alquiler, pero tiene que pagar al banco la diferencia entre el valor inicial del piso y el actual.
- ¡Qué injusticia! Son tiempos malos! No nos damos cuenta de lo bien que estamos nosotros al tener un buen trabajo y al poseer un casa , dijo él.
Las dos mujeres que cuidaban a mi padre tenían que trabajar de día y de noche para poder mantener a su familia, pero pensaba sobre todo en Dulia, que al hacer aquella vida no veía casi nunca a sus hijos adolescentes y a su marido, que estaba parado, ya que había perdido su empleo en el almacén del aeropuerto de Girona.
Nuestra charla fue a parar a la responsabilidad que tenían los bancos en la crisis económica europea.
Mientras tomaba una taza de té, le dije a mi marido, que había leído en el periódico, que ahora era muy difícil obtener un préstamo bancario, si no se tenía, además de un trabajo fijo, una cantidad importante de dinero; en cambio en España antes lo concedían con mucha facilidad, aunque no se tuviera ni un duro.
Me quedé inmóvil, mientras aún tenía la taza de té entre las manos, mirando a mi marido, quien iba a salir en bicicleta
Él con sus frases irónicas siempre me hacia sonreír. Nuestros hijos se burlaban de nosotros, pues no entendían, que a pesar de llevar tantos años juntos, aún siguiera riéndome de sus palabras.
Saliendo me dijo:
- Voy a hablarles yo a los del banco de Dulia.
- A ver si resuelves toda la cuestión, le dije yo de broma
- Yo no cuento nada, me dijo él sonriendo.
- Para mí y para quien te conoce bien cuentas mucho, pues eres un hombre feliz. Es muy positivo que puedas aprovechar tu tiempo libre. ¿Ves? Ahora vas en bici, mientras muchas personas, tienen miedo del tiempo vacío y siguen rellenando cada minuto de su vida con trabajo y más trabajo, sin embargo se quejan y se sienten frustrados, le dije.
Mientras la puerta se cerraba y él salía, sentí que estaba muy orgullosa de querer a un hombre que había renunciado, hacía muchos años, a una importante carrera laboral, para dedicarse a nuestros hijos. Ahora que ellos tenían más de veinte años, su tiempo libre  se lo ofrecía a sí mismo.
Todavía llevaba el camisón, cuando tomé mi pequeño ordenador portátil y me metí en la cama, que aún estaba calentita.
Sentada en el lecho, con las sábanas un poco arrugadas, pensé en que yo tenía aún muchas mañanas como aquella para gozar de la vida, en cambio  los dos viejecitos quizás tenían poco tiempo a disposición, pero gracias a los cuidados y mimos de Dulia, aún podían gozar cada mañana de las pequeñas cosas que la vida les regalaba.
1Todos mis amigos se mueren. De mi quinta ya no queda nadie


I due  vecchietti nati il giorno della Befana
L'altra domenica mi sono svegliata felice, perché avevo dormito placidamente, come da tanto non succedeva. Mentre mi alzavo ho pensato, chissà perché, a Don Miguel, il vecchietto, al quale Dulia, la badante di mio padre, faceva compagnia tutte le notti.
Mio padre viene accudito da due donne: Blanca di notte e Dulia di giorno.
Blanca ha circa sessanta anni, di corpo sottile e di viso delicato. La sua dolce parlata di Buenos Aires contribuisce a farci scoprire il suo buon carattere. Quando era piccola, emigrò con la sua famiglia da Zamora, nel cuore di Castiglia, all'Argentina, dove si sposò molto giovane e lavorò nella ditta di imballaggi, che il consorte dirigeva con alcuni soci. Ma dopo la morte precoce del marito, i soci della fabbrica la truffarono, liquidandola con quattro soldi. Decise di ritornare in Spagna con due figli ormai grandi, dove, finito il denaro, dovette arrangiarsi. I primi tempo per loro furono molto difficili, svolsero lavori umili e spesso mortificanti, ma mai si persero d'animo. Dopo qualche anno riuscirono a racimolare un po' di soldi per comprarsi un appartamento in un quartiere nuovo del paese. I figli in seguito andarono a vivere per conto proprio e Blanca decise di vendere la casa e di comprarne una più piccola. Prima di tutto comprò una vecchia abitazione vicino alla stazione, pensando di aver fatto un buon affare, ma dopo non riuscì a vendere la sua, dato che la crisi del mattone la prese in pieno. Con due mutui da dover pagare, si trovò a lavorare di notte da mio padre e di giorno depilando le ragazze del paese.
Don Miguel, mi raccontava Dulia, era un uomo mite che amava dormire come un piccolo bambino. Si addormentava all'imbrunire e si svegliava la mattina verso le nove. A volte, dopo aver fatto colazione, tornava al letto, ancora caldo, per leggere il giornale, che sua nuora gli portava tutte le mattine. Durante la giornata faceva tutto da solo, con molta lentezza: si riscaldava il cibo che gli aveva portato sua nuora, si lavava e andava a passeggiare lungo il mare, con l'aiuto del suo bastone. Suo figlio, da diversi anni, aveva una piccola libreria in paese, e quando chiudeva, per la pausa di pranzo o la sera, passava a trovarlo.
Non conosco personalmente Don Miguel, ma dai racconti di mio padre e da quelli della loro badante mi ispira molta tenerezza e simpatia.
Qualche anno fa, mio padre mi disse:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù1.
Effettivamente, i ragazzi del 1919, quelli che furono chiamati alla leva a 18 anni, per poi combattere durante la guerra civile, erano tutti morti.
Mio padre un giorno, tornò a casa contento dicendo che aveva conosciuto Miguel, un anziano di Zaragoza, che da qualche anno si era trasferito nel nostro paese. Rideva quando raccontava che era nato lo stesso giorno di lui, il giorno della Befana del 1919: era un piccolo miracolo.
Don Miguel era rimasto da solo, perché, da quasi un decennio, sua moglie aveva perso la testa ed in seguito era morta in una clinica geriatrica, dove si era visto obbligato a ricoverarla. Aveva lottato con la malattia della moglie, che ogni giorno le divorava un pezzettino di cervello. Erano stati tempi difficili e adesso si trovava a novant'anni a dover ricominciare da solo , o meglio a finire la sua vita in un paese quasi sconosciuto.
Un pomeriggio Don Miguel, passeggiando per il centro del paese scoprì un circolo dove alcuni anziani giocavano a carte. Lui non ne era capace, ma gli piaceva molto guardare i giocatori, uno di quelli era mio padre. Si sedeva a poca distanza dai tavoli da gioco, per osservare meglio i movimenti buffi dei pensionati: occhiate incrociate, segni col viso, messaggi gestuali e ogni altra forma di comunicazione. Giocavano a un antico gioco, nominato  butifarra 2.
Non ebbero molto tempo di fare amicizia, dato che pochi giorni dopo la loro conoscenza mio padre ebbe un ictus, dal quale lentamente si riprese, ma da allora cammina con un girello e non ha potuto più recarsi al circolo ricreativo.
Mio padre che fino a quel momento aveva avuto bisogno della compagnia di Blanca solo per la notte, dovette cercare una badante di giorno. Il caso volle che fosse Dulia.
Dulia aveva una quarantina d'anni ed era piuttosto robusta. Essendo una magnifica cuoca e in più una buona forchetta, era sempre a dieta, ma il suo peso non calava di un grammo. Spesso cantava mentre svolgeva le faccende domestiche, ed era sempre allegra nonostante le difficoltà che la vita le aveva portato.
Dopo pochi mesi che lavorava per mio padre, si sparse la voce nel paese che Dulia era molto brava e inoltre, avendo la patente, poteva portare a passeggio con l'automobile i vecchietti che custodiva.
Don Miguel, si sentiva solo la notte e chiese a Dulia se gli poteva fare compagnia. La badante di mio padre accettò, anche se quel doppio lavoro voleva dire non vedere la sua famiglia, ma aveva proprio bisogno di guadagnare qualche soldo, dato che il sussidio di disoccupazione, che percepiva suo marito ogni mese, si stava esaurendo.
Alcuni lunghi pomeriggi invernali, mentre a casa giocavamo al domino con mio padre, Dulia mi diceva ridanciana:- Tengo a dos hombres , los dos nacieron el dia de los Reyes Magos, uno lo quiero de dia y otro de noche3.
Mi sono alzata e mentre preparavo la colazione continuavo a pensare a Don Miguel, immaginavo che lui, quella mattina, si doveva essere svegliato allegro, sapendo che Dulia gli avrebbe preparato una bella tazza di caffellatte. Mio padre invece, nottambulo di natura, avrebbe aperto gli occhi a mezza mattina, ma avrebbe sempre goduto delle cure, prima di Blanca e poi di Dulia.
U. era al letto quando è suonato il suo cellulare. Si è alzato in fretta e furia. Un suo caro amico e compagno di pedalate lo chiamava per coinvolgerlo a fare un bel giro in bicicletta, dato che la giornata era molto bella.
Abbiamo fatto colazione insieme e gli ho raccontato che Don Miguel e Dulia erano nei mie pensieri.
- Hanno risolto il problema della casa, le badanti di tuo padre? mi ha chiesto U.
- Blanca, ha affittato a una famiglia sudamericana il piccolo appartamento e una stanza della sua casa a due ragazze, quindi sbarca il lunario con molta fatica. Dulia ha dovuto lasciare il suo alloggio, perché non poteva pagare il mutuo e la banca glielo ha confiscato. Adesso ne ha trovato uno in affitto, ma dovrà pagare alla Banca la differenza tra il valore iniziale dell'immobile e il valore attuale.
- Che ingiustizia! Sono brutti tempi! Non ci rendiamo conto di quanto siamo fortunati, ad avere una casa e un lavoro, disse U.
Entrambe le badanti dovevano lavorare giorno e notte per mantenere la famiglia, ma pensavo soprattutto a Dulia, che doveva fare quella vita, senza quasi vedere i suoi figli adolescenti, che suo marito tirava su, dato che non lavorava.
I nostri discorsi sono andati a finire alle banche e al ruolo che esse avevano nella crisi economica europea.
Mentre prendevo una tazza di tè,  raccontavo a U. che avevo letto sul giornale, quanto fosse difficile ottenere un mutuo bancario se non si aveva, oltre che un lavoro fisso, un grosso capitale iniziale, al contrario di quanto succedeva qualche anno prima in Spagna, quando lo concedevano anche a chi non aveva un soldo.
Mentre tenevo ancora la tazza di tè tra le mani e ascoltavo la musica proveniente dalla radio, guardavo lui che si stava preparando per uscire in bicicletta.
U. è molto bravo a sdrammatizzare facendo ironia e molto spesso mi fa ridere di cuore. I nostri figli ci prendono in giro e non capiscono come mai possa ancora sbellicarmi, a volte tra le lacrime, dopo certe sue frasi scherzose.
Uscendo di casa mi ha detto:
- Ci parlerò io con quelli della banca spagnola.
- Speriamo che tu risolva tutto, gli ho detto ridacchiando.
- Io sono l'ultimo bischero, che non conta niente, mi ha detto sorridendo
-Guarda, che secondo me sei il bischero più furbo del mondo: è  bello che tu possa godere del tuo tempo libero. Vedi, adesso stai andando in bicicletta, mentre molte persone si trovano delle occupazioni folli, perché hanno paura del tempo vuoto e quindi sono stressate, stanno male e si lamentano sempre anche se hanno tutto, gli ho detto.
La porta si era chiusa e, mentre lui spariva per le scale, mi era arrivato il ticchettio delle sue scarpe, quelle con gli agganci che si attaccano ai pedali delle biciclette da corsa, e ho sentito che ero molto orgogliosa di amare un uomo che aveva rinunciato, molti anni prima, alla sua carriera, per poter dedicare più tempo ai nostri figli. Adesso che loro erano ventenni lo destinava a se stesso.
Ero ancora in camicia da notte, quando ho preso il computer portatile e mi sono infilata di nuovo nel letto, che ancora era caldo.
Seduta sul lettone, un po' sgualcito, ho pensato che  avevo ancora  molti anni davanti a me per godere placide mattinate come quella, invece che  i reduci del '19 nati il giorno della Befana, forse ne avevano poco di tempo a disposizione, ma entrambi, grazie anche alle cure della badante, godevano ogni mattina delle piccole cose che ancora la vita gli regalava.

1 Tutti i miei amici stanno morendo. Dalla mia leva non rimane nessuno
2 Gioco di carte, molto popolare nella Catalogna, nel quale quattro giocatori giocano a coppie
3 Ho due uomini, entrambi nati il giorno delle Befana. Uno lo voglio di giorno e l'altro di notte