Cada mañana cuando Elisa se despertaba, se dejaba llevar por la
inercia. Salía de casa puntual e iba andando al trabajo. Por la
tarde volvía de la oficina agotada. Se sentaba en el sofá, se
quitaba los zapatos y, mientras se hacía masajes en los pies
hinchados, se reñía en voz alta:
—Si voy estresada y tengo
dolor de cabeza, es por mi culpa; debería rechazar las tareas del
despacho que tocarían a mis compañeros. Si he engordado tanto, es
por mi culpa; debería llevar una vida menos sedentaria. Si mis
viejas amigas ya no me llaman, es por mi culpa; tendría que estar
menos angustiada y ser más comunicativa.
Hacia las ocho de la
tarde, solía pedir por teléfono una pizza o se calentaba un plato
preparado que sacaba del congelador. Se sentaba delante de la
televisión y se tragaba sin gusto aquella comida rápida. Mientras
buscaba una película divertida en la tele o en alguna plataforma,
seguía dándole vueltas a todo lo que le había salido mal durante
el día. Se acostaba tarde, pues le gustaba leer antes de meterse en
la cama.
Por la mañana se despertaba más animada, ya que se
sentía menos culpable y trataba de convencerse de que muchas veces
la culpa era de los demás, otras de nadie. Acababa de cumplir
sesenta años. Se quedó viuda a los cincuenta y cinco. Durante los
primeros tiempos, siguió saliendo con los amigos de antes, cuatro
parejas muy unidas que se conocían desde que eran jóvenes. Cada
sábado iban a cenar a un restaurante. Eran cariñosos con ella; sin
embargo, a su lado se sentía todavía más desamparada y cada semana
le pesaba un poco más salir con ellos.
Además del amor de
Fabio, su fiel marido, echaba de menos los largos viajes que hacían
juntos. Había intentado viajar con un grupo de colegas, pero no era
lo mismo; no sentía ni emoción, ni alegría, como cuando viajaba
por el mundo con su esposo.
Desde que se quedó viuda, cada
jueves por la mañana la llamaba Carlos, el mejor amigo de Fabio, y
le decía con su voz profunda: —Iré a tu casa hacia las
cinco.
Elisa sospechaba que Fabio, antes de morir, le hubiera
pedido a Carlos que fuera a verla cada semana. El primer día que se
citaron, Elisa se sintió incómoda a solas con Carlos, pero poco a
poco se acostumbró a sus visitas semanales.
A Elisa le gustaba
el aroma del café que cada jueves se difundía por la cocina. Le
recordaba a Fabio preparando meticulosamente la pequeña cafetera;
sin embargo, no le gustaba el sabor del café; prefería el té.
La
bandeja que ella colocaba sobre la mesa del salón contenía dos
tazas de porcelana blanca, con sus respectivos platillos y
cucharitas, la cafetera, una gran tetera, dos servilletas de
algodón amarillo y un plato con mantecados que Elisa compraba en una
prestigiosa tienda del centro. Tan pronto oía el timbre, ponía un
disco. Le encantaba Kind of Blue, de Miles Davis.
Mientras tomaban
el café y el té a pequeños sorbos, charlaban de
esto y de aquello. Más que nada hablaba Elisa de los hijos, que
mientras tanto se habían casado, y de las pequeñas satisfacciones
que le daban sus nietos; también se
quejaba de sus compañeros de trabajo… Al final, casi siempre
recordaba a su difunto marido, pero nunca mencionaba los meses
trágicos de su enfermedad. Sus charlas
duraban unos cuarenta minutos.
Carlos estaba casado, tenía dos
hijos treintañeros y era director de un hotel de cuatro estrellas.
Elisa se preguntaba cómo era posible que
un hombre tan ocupado tuviera tiempo para ir a verla cada semana.
Carlos no faltó nunca a sus citas, excepto una vez, pero le avisó
el día anterior con una llamada telefónica. Al cabo de un año,
Elisa comenzó a tenerle confianza y un día le habló de sus
desasosiegos y sentimientos de culpa.
— ¡Pero qué dices,
mujer, tú no tienes la culpa de nada!
Deberías dejar de atormentarte con esos pensamientos
negativos. Tienes que alejarte de tu entorno habitual para conocer a
otras personas, le dijo él.
Elisa
lo miró fijamente y con una voz temblorosa le contestó:
—No
es fácil. No tengo la edad para conocer a gente
nueva, ni mucho menos para tener otra pareja. Yo sin Fabio me siento
perdida.
—¡No digas tonterías, eres joven y bonita, aún
tienes tiempo para empezar otra vida! Le
contestó él.
Al despedirse, Elisa lo abrazó más fuerte
que otras veces.
La semana siguiente Carlos llegó a casa de
Elisa con antelación. Mientras sorbía lentamente su café,
tomó las riendas de la conversación.
—¿Te acuerdas de lo
que hablamos la semana pasada?
— Claro.
— Elisa, te
voy a contar una historia y luego me dices lo que piensas de ella.
Carlos se sentó en la butaca de Fabio y empezó a hablar: El
otro día se presentaron en mi despacho dos
octogenarios. Se quedaron quietos de pie frente a mí, mientras yo
hablaba por teléfono. Los observaba desde el escritorio, escuchando
a una clienta que se quejaba del ruido que
hacía el aire acondicionado de su habitación. Los dos tenían la
mirada fija en el suelo. Cuando colgué el teléfono, siguieron
callados. Al cabo de poco, el hombre, que era apuesto, a pesar de su
edad, comenzó a hablar, mientras que la mujer, que todavía
conservaba un poco de su aspecto juvenil, permaneció en silencio.
Empezó elogiando el hotel, luego la ciudad y siguió así
durante unos minutos. Se sentó en una silla y me dijo:
—Nuestra
cama se rompió. Saltamos encima de ella. Lo sentimos mucho.
—Pero
no nos hicimos nada; al contrario, fue muy divertido, dijo la esposa,
que se había animado y vuelto de repente más comunicativa.
—Lo
importante es que nadie se haya hecho daño, les dije
yo.
Quién sabe lo que pasó en
la habitación de los viejecitos, pensé, pero no quise darle
importancia, pues había previsto cambiar las camas. Los trasladé a
otra habitación sin pedirles explicaciones. Me dieron las gracias
varias veces y se marcharon aliviados.
Los dos ancianos antes de
dejar el hotel volvieron a mi despacho para darme de nuevo las
gracias y una propina, que no acepté. Llamé a un taxi y mientras
los acompañaba hacia el aparcamiento, me di cuenta
que ambos eran muy ágiles. El hombre con una mueca, que luego se
convirtió en una risa contagiosa, me dijo:
—A pesar de la
edad, nosotros todavía tenemos una vida sexual activa.
—Hacer
el amor es bueno para la salud: refuerza el corazón y los huesos,
disminuye el estrés y combate el dolor de cabeza, dijo ella haciendo
hincapié en cada palabra, mientras sonreía.
—El sexo es el
elixir de la larga vida; es mucho mejor que un antidepresivo,
concluyó él.
Mientras me saludaban con un apretón de manos,
me impresionó de nuevo el brillo de alegría de sus ojos.
Elisa se levantó para
girar el disco, se sirvió otra taza de té y dijo lacónicamente:
—
Es un relato realmente divertido.
— No solo es divertido, yo
estoy seguro de que las historias de los demás nos enseñan a
vivir.
— No exageres.
— ¿Qué habrías hecho tú en su
lugar? Le preguntó Carlos.
—A mí nunca me va a pasar
esto.
—Pero mujer, trata de ponerte en la situación emocional
de la viejecita, le dijo Carlos.
— Pues… Estaría
avergonzada, pero al mismo tiempo sería feliz con un marido tan
apasionado, le contestó después de reflexionar un poco.
—Mira,
a ti te iría bien abrirte al mundo y quién sabe, podrías conocer a
otro hombre.
—Estas cosas solo les suceden a los demás.
Al cabo de una semana, Carlos volvió a casa de Elisa y, después de dejarle hablar de sus cosas, le dijo:
—Voy a contarte una historia de un cliente muy raro. A mí me ha impresionado mucho y creo que de ella podemos sacar buenas cosas.
—Me encantan tus relatos.
Carlos se levantó de la butaca, fue a
coger un cigarrillo de su chaqueta y sin encenderlo empezó a contar:
El otro día me llamó la camarera del primer piso, la que se encarga
de limpiar y cambiar las camas, para decirme que hacía dos horas que
sonaba una alarma en la habitación 108; se detenía, pero al cabo de
unos minutos volvía a empezar. Me preguntó si debía entrar o no
para ver si pasaba algo. Le dije que no se preocupara, que yo
me encargaría de ello. Llamé a la puerta de la habitación 108 y
después de unos minutos me abrió un hombre de mediana edad, con el
pelo despeinado y con cara de pocos amigos. Yo le dije: — Buenos
días. Su despertador no para de sonar. ¿Qué pasa?
—Todo
bien, me contestó él.
— ¿Necesita algo? Insistí.
—
No… Pero usted se preguntará por qué enciendo y apago la alarma
continuamente.
—De hecho, me lo estoy preguntando.
—En
casa, por lo general, cuando leo me lo coloco cerca para escuchar su tic tac. De vez en cuando pongo la alarma. El sonido
del reloj es lo único que me hace compañía y me apacigua.
—Venga
conmigo, un café le sentará bien, le dije yo.
El hombre, que
todavía llevaba puesto el pijama, aceptó mi invitación sin
protestar. Me dijo que iba a bajar dentro de unos quince minutos.
Creo que se duchó y se arregló un poquito, pues su aspecto había
mejorado. Le ofrecí un capuchino y un cruasán en la cafetería del hotel.
Comenzó a hablar mientras se secaba con una servilleta de lino
blanco la espuma de leche pegada en sus labios.
Me dijo que
desde hacía dos meses no salía de casa y tampoco nadie lo visitaba,
ni amigos ni familiares. Le venían ataques de pánico cuando
intentaba abrir la puerta y salir; sentía un dolor fuerte en el
pecho, que lo hacía retroceder y tumbarse en el sofá. Después de
una hora se sentía mejor. Hacía la compra a través de Internet.
Había obtenido la jubilación anticipada y no tenía problemas
económicos. Su rutina precaria se alteró por un extraño sueño,
que me contó minuciosamente: me vi remando una barca en un
mar cuyas olas eran cada vez más altas. Sufría y me afanaba,
sintiéndome a la deriva. A un cierto punto, como por arte de magia,
llegué a una cala, donde había un hotel. Era un edificio pequeño,
con un gran letrero, que decía Hotel Plácido. Caminé por la arena
de la playa un largo trecho; me sentía bien, como nunca antes, pero
esa sensación duró poco; tras el sonido insistente del despertador
abrí los ojos.
Me dijo que aquel bienestar onírico le
había dado el impulso para buscar, en la guía telefónica, un hotel
que tuviera el mismo nombre que el del sueño. Reservó una
habitación, hizo la maleta y tomó el primer tren disponible para la
costa. No sabía cómo había logrado salir de casa. Solo recordaba
que mientras abría la puerta escuchaba el sonido del despertador que
se había metido en el bolsillo de la chaqueta y que de vez en cuando
encendía y apagaba.
Lo animé, diciéndole que había sido muy
valiente, pero que ahora tenía que salir del hotel.
—Qué
historia increíble. ¿Y realmente logró salir? Preguntó Elisa.
—Sí, lo empujé con cuidado a la puerta giratoria y se dejó
llevar; sin embrago, con una mano iba tocando el despertador que
tenía en el bolsillo, con la otra me agarraba el brazo. Luego tomó
un taxi, pero no sé a dónde se fue. Por la tarde regresó y me dijo
que partiría al día siguiente, a Brasil, donde había encontrado
otro hotel con el mismo nombre.
— ¿A Brasil? No me lo puedo
creer, exclamó Elisa.
—¿Qué harías tú si no pudieras
salir de casa? Le preguntó Carlos.
— ¡No quiero ni
pensarlo! Yo también he tenido ataques de pánico, pero me cosa
hablar de ello. No quiero revivir aquellos momentos.
Carlos leyó en algún sitio que después de la muerte de un ser querido es necesario dejar salir sentimientos y emociones, de lo contrario el dolor queda atrapado dentro. El jueves sucesivo fue a ver a Elisa con la intención de hablar de ello.
— ¿Por qué no me cuentas algo de ti?
— ¿Qué quieres decir con eso? Pero si yo siempre te hablo de mí, le contestó Elisa.
— ¡No de lo que estás haciendo
ahora, sino de tu vida de antes! Háblame de tus desengaños y de tus
alegrías. Dicen que contarlo en tercera persona es más fácil. Va,
inténtalo, no te cuesta nada.
Cuando Carlos ya estaba seguro
de que no le diría nada, Elisa se puso a hablar.
—Lo
intentaré, empezaré desde que conocí a Fabio; otra vez te contaré
mi vida antes de Fabio.
Ella bajó de tono su voz chillona y empezó con esmero su relato:
Elisa se casó con Fabio a los
veintidós años. Él tenía casi diez años más que ella. A los
veinticinco ya tenían dos hijos. ¿Por qué se casó tan pronto? Se
lo preguntaba a menudo, sin saber darse una respuesta. Ella desde el
principio apreció su amabilidad y generosidad. Fabio se
convirtió en su faro: él lo decidía y lo arreglaba todo. Se dio
cuenta de lo mucho que lo amaba cuando él enfermó.
A Elisa le
pesaba su trabajo aburrido y la guerra que le daban los niños. A
veces soñaba con dejarlo todo y huir a otra ciudad. Los días le
parecían áridos y tristes. Para ahuyentar los pensamientos
negativos, corría al gimnasio, a la esteticista o al peluquero; sin
embargo, sólo se sentía bien cuando hacía la maleta y se iba con
su marido de viaje, no importaba a dónde fuera.
— ¿Estás al tanto? Quizás me estoy haciendo un lio, saltando de un tema a otro. Le preguntó Elisa.
—Lo haces muy bien,
todo está claro; anda, sigue, dijo Carlos.
Fabio
era un hombre ambicioso y capaz. En poco tiempo salvó
la empresa de monturas de gafas
de su suegro, que estuvo apunto
de quebrar. Elisa era coqueta. Le gustaba
ir bien vestida. Todo le quedaba bien, pues estaba
delgada. Su cara era bonita, pero a ella
no le gustaba su nariz respingada. Quiso operarse,
a pesar de que su marido se lo había desaconsejado. Tuvo
una infección que la obligó a estar varios días vendada, pero
superó estoicamente el dolor y las molestias respiratorias. Cuando
desaparecieron los hinchazones y los moretones,
descubrió que su nariz
era demasiado pequeña y sus fosas
nasales desproporcionadamente anchas. Cada vez que se miraba al
espejo se desanimaba. Se encerró en su habitación. Pasaba horas
sentada en pijama en el sillón o en la cama. Comía poco
y casi no hablaba.
Fabio se
asustó y tuvo que idear un plan para hacerla salir de casa. Le habló
de un hotel de lujo en una isla exótica; luego le mostró las
fotografías de unas playas
de ensueño y el programa detallado del viaje. En menos tiempo del
que pensaba, convenció a su esposa para ir al Caribe.
A
regañadientes vendió algunas acciones y confió la gestión de la
fábrica a un empleado de confianza y le
aconsejó a Elisa que solicitara a su jefe una excedencia del
trabajo. Con los bolsillos llenos de billetes partieron.
Elisa
por la mañana iba a la playa; llevaba un sombrero de paja y unas
gafas de sol llamativas. Todos la miraban como si fuera una actriz
famosa. Ella se sentía atractiva y dejó de pensar en su nariz. Leía
bajo la sombrilla mientras se dejaba acariciar por la arena
blanca.
Fabio, con la excusa de que el sol le hacía daño,
se quedaba en el hotel trabajando. Elisa volvía a estar de buen
humor, solía contarle a
su marido las cosas divertidas que le habían sucedido en la playa y
también hablaba risueña con los huéspedes del
hotel.
Después de tres semanas regresaron a casa, pero poco
después, Elisa le pidió
a su marido que la llevara al Sudeste Asiático… En primavera
cruzaron Rusia en tren. En verano fueron a Estados Unidos. El
invierno llegó y decidieron ir a Australia. Después de un año
viajando por el mundo, decidieron detenerse. Los largos viajes habían
ayudado a Elisa a encontrar su equilibrio. Al regresar a casa,
contrariamente a lo que todos habrían esperado, Elisa volvió a su
trabajo. Se sentía satisfecha, hasta que una noche Fabio comenzó a
toser y a escupir sangre. Descubrieron que tenía un cáncer muy
agresivo. Fabio en seguida comprendió que le quedaban pocos meses de
vida; en cambio, Elisa no quería aceptar la enfermedad de su marido.
Se empeñaba en convencerse a sí misma, a pesar de los diagnósticos
de los especialistas, de que él se curaría. En el hospital, Elisa
no pudo despedirse de él. Seguía repitiéndole que pronto volvería
a casa; cuando él entró en un estado de inconsciencia, lo acarició,
lo besó y le dio las gracias por el amor incondicional que le había
ofrecido. Ella organizó
el funeral y se ocupó de todos los trámites burocráticos. Muchas
personas fueron a darle el pésame. A veces era ella quien consolaba
a los demás, pero no
soportaba a los que la
compadecían.
Los
hijos tenían casi treinta años cuando Fabio murió; uno trabajaba
en Roma y el otro en Canadá. Esperaron una semana antes de
marcharse. Elisa hubiera querido decirles: —No os vayáis todavía,
pero no lo hizo; era demasiado orgullosa, para aceptar que le daba
miedo quedarse sola en casa. Estaba enojada y triste, pero no quería
que nadie se diera cuenta. Se aguantó y jamás lloró delante de los
demás. Se esforzaba por no decepcionar a sus hijos. Cuando les
llamaba, se alegraba y se acostumbró a que vivieran lejos. En
realidad, ella necesitaba sólo a Fabio. Estaba aferrada a él y no
conseguía empezar una
nueva vida sin él.
—No
me mires así, le dijo Elisa, tomando aliento.
— ¿Así
cómo? Le respondió Carlos.
—Como
si hubiera cometido errores terribles en mi vida.
—¡Que
va!, te miro con asombro y admiración.
—No me tomes el
pelo.
—No estoy bromeando, de verdad. Ya sé que no es fácil superar una depresión; mientras me hablabas pensé en la historia del hombre del despertador… Y podría contarte la peor época de mi vida, pero dejémoslo.
Las semanas pasaban y
Carlos seguía visitando cada jueves a Elisa. Ella se iba dando
cuenta de que algo le pasaba a Carlos,
pues dejó de contarle historias; le notaba
que disimulaba su tristeza, pero no
entendía qué le sucedía.
Un día Carlos la invitó a cenar a
su casa. A ella le asombró y le preguntó:
—¿Y tu esposa?
Últimamente no me hablas nunca de ella, ¿os ha pasado algo?
—
Disculpa si no te dije nada. Laura y yo lo
hemos pasado muy mal, pero ahora las cosas
se están arreglando.
— ¡Tranquilo! Ya
me lo contarás otro día.
—No, mejor ahora,
me irá bien desahogarme contigo.
Carlos se aclaró la voz
y le dijo:
—Laura hacía tiempo que estaba
muy rara… Cuando yo le decía que se había vuelto huraña, ella le
daba la culpa a la menopausia. Pero cada día estaba más malhumorada
e irascible; me reprochaba los retrasos y las ausencias nocturnas,
cosa que antes nunca lo hacía. Al principio llegaba tarde a casa a
causa de los problemas del hotel, pero después empecé a ir a
locales nocturnos. Nuestro hogar me oprimía. Trataba de estar en
casa lo menos posible. Regresaba cuando Laura ya estaba acostada.
Empecé a jugar a las cartas. Un cliente me introdujo en
un club exclusivo donde se jugaban sumas elevadas. La mayoría de las
veces perdía bastante dinero. Luego me enganché rápidamente
a las tragaperras y a otros juegos de azar.
No me di cuenta de que Laura tenía
una depresión. Las pastillas que tomaba
le daban la fuerza para levantarse e ir a
trabajar, pero al llegar a casa se encerraba en el cuarto de los
invitados. Yo no lograba hablar con ella y
cada día nos alejábamos más. Después de unos meses, Laura comenzó
a sentirse mejor, pero yo ya estaba perdido en mi mundo.
Laura
empezó a sospechar que yo tenía una doble vida y, cuando descubrió
mi adicción al juego, se enojó por todas las mentiras que le había
dicho; yo, para defenderme, la traté mal. Y le grité: —Voy
a jugar de noche por tu culpa.
Estaba furioso, cosa rara en mí.
Laura cogió sus cuatro cosas, las puso en la maleta y se fue de
casa. Me quedé paralizado largo rato delante de la puerta, luego me
encerré en mi
habitación y me puse a llorar. Acostado en la cama, miré el
espacio del colchón que ella dejó vacío y reflexioné sobre
las causas del desastre de nuestra vida de pareja: me di
cuenta de que había dedicado demasiadas horas al
trabajo y había dado por sentado que Laura siempre estaría a mi
lado. Pasaron varias horas y me quedé dormido. Al amanecer de
repente abrí los ojos. Salí de casa con la intención de hacer algo
para no perderla. Estaba desesperado, corría de un lado a otro; fui
a buscarla por todas partes; la encontré al anochecer en casa de una
prima suya. Hablamos toda la noche; le prometí que haría todo lo
posible para dejar de jugar. Nuestros hijos no se enteraron de
nada, viven lejos y los vemos poco. Ella no quiso
volver a casa. Yo sufrí mucho, hasta que empecé la terapia de
grupo.
— ¿Vas a un psicólogo?
— Sí, comencé hace
poco. Voy una vez a la semana. Somos un grupo de seis personas, todos
con adicciones o problemas emocionales. Él nos ayuda para que
hablemos de nuestras experiencias, miedos, insatisfacciones y
ansiedades. Intenta que nos ayudemos mutuamente.
Carlos guardó
silencio durante algunos segundos y luego añadió:
—Ahora
trabajo menos y por la tarde trato de ir a pasear o al cine con
Laura.
— Me alegra saber que estáis tratando de volver
juntos, pero me siento culpable por nuestra cita de los
jueves. ¡Ese tiempo lo
ha ido robando a tu
mujer! dijo Elisa.
— ¿Pero qué dices? Nuestras citas de los
jueves me dan valor para seguir adelante.
Contigo olvido mis problemas. Nos ayudamos
mutuamente. ¿No te pareces?
— ¡Si lo dices tú!
—
Fue Laura quien tuvo la idea de invitarte a cenar. También estará
su hermana y Miguel, un primo. Los dos son
muy simpáticos… Una tarde, al salir del
edificio de mi psicólogo, coincidí con Miguel. Él se mudó al piso
de la segunda planta hace muy poco. Ni yo
ni Laura lo sabíamos. Hacía tiempo que no nos veíamos.
—
¿Miguel es primo de tu esposa?
—Sí,
pero en realidad son primos de segundo grado. ¡Anímate y ven a
cenar con nosotros! Yo prepararé el primer plato y Laura el segundo.
— Está bien, voy a ir. ¿Qué os puedo
llevar?
— No nos hace falta nada, pero si quieres, lleva una
botella de vino.
Elisa llegó puntual a la cena y se sentó al
lado de Miguel, quien se había separado recientemente de su esposa.
Toda la noche la pasó a su lado y descubrió que tenían muchas
cosas en común; a él también le gustaba viajar por el mundo.
Aquella noche, inesperadamente, se divirtió mucho.
Miguel
no le habló ni de su hijo ni de la carpintería.
Lo hizo varias semanas después cuando fueron al teatro.
Cuando acabó el espectáculo se
fueron a cenar y Miguel, después
de haber tomado algunas copas de vino, le contó que
hacía poco había inaugurado, con la ayuda del ayuntamiento, un
taller de carpintería para la recuperación de los
chicos y chicas del barrio en situación de
riego. Su bisabuelo, su abuelo y su padre eran carpinteros; él
decidió romper la tradición
familiar, siendo ingeniero. Cuando murió
su padre, heredó la carpintería; la cerró
y cuando se jubiló, invirtió todos sus ahorros en aquel proyecto.
Le confesó que tenía miedo de fracasar. Al final le habló del
accidente grave que tuvo su hijo y también
le dijo que acababa de divorciarse
de su esposa. Elisa, después de la tercera copa
de vino, aflojó su tensión y le habló de
la enfermedad de su difunto marido y de su difícil relación con la
comida. Y desde entonces empezaron a salir juntos los viernes al
atardecer.
Una noche, Elisa se quedó a dormir en el
apartamento de Miguel. La casa era grande,
con muchas ventanas y balcones. Estaba decorada con pocos muebles
modernos. Los muebles del dormitorio eran
minimalistas, pero la cama era una pieza antigua. No
era una cama con dosel, pero era bastante alta del suelo. Miguel
le contó que era de su
bisabuela y que la noche de bodas ella se
escondió debajo de la cama y no quería salir de ninguna manera. El
pobre esposo se metió debajo de la cama y con delicadeza, caricias y
remilgos logró sacarla.
— ¡Vaya con tu bisabuela!
—Aquí nacieron todos sus hijos, dijo Miguel pensando en su abuelo.
Elisa con la excusa
de que quería ducharse se encerró en el cuarto baño. Se sentó en
el borde de la bañera y se preguntó: —¿Lograré acostarme con un
hombre después de tanto tiempo?
Se
dio una ducha caliente y se tranquilizó.
Miguel ya
estaba bajo las sábanas cuando Elisa salió del baño. Ella se quedó
unos segundos mirándolo y luego con un salto se lanzó en la
cama. La cama crujió. Ambos estallaron en risas. Elisa después del
amor le contó a Miguel la historia de los dos viejecitos del hotel.
Carlos, después del
período de crisis, delegó muchas de sus tareas del hotel al
subdirector. De vez en cuando, cuando salía del trabajo, sentía el
impulso de ir a jugar, pero se sentaba en
un banco y esperaba a que le pasara. Se quedaba quieto mirando las
manecillas del reloj. Era el reloj de su padre. Lo había encontrado
en un cajón. El tic tac lo calmaba. Después de unos minutos se
levantaba y se iba a casa.
Laura y Carlos, al anochecer,
se citaban para pasear junto al río. En casa hablaban poco. En
cambio, al aire libre entablaban largas conversaciones. A Laura le
habría gustado que Carlos le hablara de
Elisa y saber qué se decían cada jueves. Pero la vez que se lo
había preguntado, él se había mantenido en lo vago y parecía
molesto, así que no insistió.
A veces Carlos
invitaba a Elisa a pasear con ellos. Laura hubiera
querido decirle a su marido que se sentía incómoda con la viuda,
pero no lo hacía. Viéndolos juntos, sentía un
malestar extraño; aquella mujer, que sólo
sabía llamar la atención con sus quejas y
suspiros aburridos, la irritaba. Miguel iba
pocas veces con ellos, sólo los días en que cerraba antes la
carpintería.
Una tarde, mientras caminaban, tocaron el
tema de la comida.
— Ayer
Miguel vino a mi casa. Preparó espaguetis
con tomate y espárragos, y de segundo,
filetes con pimienta verde. Todo era delicioso, dijo Elisa.
—
Pero, ¿no eras una vegetariana empedernida? preguntó
Laura.
— Antes lo era, ahora no. Pero
sigo comiendo poca carne.
Carlos notó
el tono sarcástico de
Laura y para cortar la tensión les dijo: ¿Alguna vez os he
hablado del hombre que solo comía carne?
—No,
dijo Elisa.
—Yo tampoco sé nada, respondió Laura.
Se
sentaron en un banco y Carlos les contó a las dos mujeres la
historia del hombre carnívoro:
Tuvimos
un cliente que cada
semana reservaba una mesa para cenar y una habitación por una noche.
Desde el primer día me intrigó, pues se parecía a
un huésped carnívoro que
iba cada año a la
pensión de mis padres
cuando era pequeño. Una noche me senté en su mesa mientras fumaba
un cigarro. Él era tímido, pero comenzó a charlar conmigo de cosas
sin importancia. Después de varias semanas, me di cuenta de su
inmensa soledad.
-¡Cuántas
personas solas hay en los hoteles!, exclamó Laura.
- ¡Sí,
y cada una con sus rarezas! Dijo Carlos.
El rostro de
Elisa se iluminó, pues le encantaba escuchar la voz de Carlos. Laura
miró de reojo a Elisa. Hubiera querido que no estuviera. Sentía que
esa mujer le quitaba la veneración que en aquellos días
Carlos tenía por ella.
Carlos siguió el
relato:
A él le gustaba
cocinar y sobre todo comer.
Salía cada lunes y
miércoles a comprar pan y antes de volver a casa
daba un pequeño paseo alrededor de la
plaza. Los viernes iba al mercado, a su carnicería de confianza,
donde compraba carne picada, filetes de ternera, chuletas de cordero
y costillas de cordero. Tenía una cocina bien equipada y muy
ordenada. Detrás de la puerta, colgó varios
delantales. Debajo de la escalera puso
un congelador donde conservaba sus
chuletones de carne. Su madre le había enseñado a cocinar la carne
de ternera, que según ella era la mejor, pero su
especialidad era el
estofado de jabalí.
—¿Pero
cómo era físicamente ese comedor
de carne? le pidió Elisa.
— No me
interrumpas, de lo contrario pierdo el hilo, le contestó
Carlos.
Era
un hombre del montón, calvo y rechoncho,
pero siendo alto se
notaba menos su gordura. Cuando bebía vino, sus mejillas regordetas
se le llenaban de manchas
rojas. Casi siempre
llevaba la misma ropa: en invierno un suéter de lana beige y unos
pantalones de pana marrones, en verano una camiseta blanca y unas
bermudas grises. Vivía
solo. Por las tardes se
cortaba un puro por la
mitad, lo encendía y se sentaba en su sillón
preferido, devorando novelas. Trabajó muchos años
como contable en una gran fábrica de
géneros de punto. Desde que se jubiló, no se relacionaba con nadie,
salvo con una ex compañera de
la oficina. La mujer llevaba tiempo separada, pero su vida era
complicada, pues su ex marido, que era un cantamañanas,
cada vez que se metía en un lio le pedía
ayuda.
El hombre gordo invitaba a su ex colega
a almorzar cada domingo. Preparaba la
mesa con un cuidado maníaco y servía con elegancia los apetitosos
platos, nombrando con
satisfacción la lista de
los ingredientes.
Para
él, ella era más que una amiga, pero nunca logró comunicarle
sus sentimientos. Aunque ella se sentía
atraída por la vida tranquila y
rutinaria del hombre, le molestaba su falta de vitalidad y coraje.
Durante dos años, el hombre siguió invitando a la mujer cada
domingo, hasta que un día sufrió un ataque de gota y el médico le
prohibió comer carne. Llamó de inmediato a la mujer para contarle
que estaba enfermo y se quejó con ella del régimen que tenía que
hacer.
—Debes seguir los consejos del médico. Prométeme
que lo harás, le dijo ella.
— Lo intentaré, pero ¿qué
pasará con nuestra cita?
— Podemos seguir viéndonos
como antes, si de ahora en adelante de tu mesa desaparece la carne.
De lo contrario, no cuentes conmigo. Si quieres, te voy a enseñar
a cocinar platos vegetarianos. Ven a mi
casa, de verdad, incluso puedo mañana.
El hombre, día
tras día, se arreglaba para salir e ir a casa de la mujer, pero no
lo lograba; sin embargo, cada domingo siguió preparando suculentos
asados y guisos. Ponía la
mesa con esmero para un único comensal y se comía él solo todos
los manjares que había preparado.
— ¡Qué asco
cocinar tanta carne! Me da ganas de vomitar solo pensando en ello,
dijo Elisa.
— ¡No exageres! Dijo Carlos.
—
En mi opinión, el comedor de carne debería haber ido de inmediato a
ver a la mujer. Él, a pesar de sus obsesiones, le habría llevado a
ella un soplo de novedad, como los
meteoritos que, al caer en planetas lejanos, dañan
la superficie pero a veces esparcen
semillas de vida, dijo Laura.
—Yo
también fui estúpido metiéndome en los juegos de azar. No siempre
es fácil actuar con sabiduría, dijo Carlos.
—Pero
ahora, gracias a la terapia de grupo, has salido de eso, ¿verdad?
Preguntó Elisa.
—Intento hacer lo que puedo, dijo Carlos, un
poco nervioso.
Laura, cada vez que
oía las palabras Juegos
de azar, se sentía incómoda y
trataba de cambiar de tema.
—¿Por qué los protagonistas de
tus historias son siempre hombres?
—Porque al hotel llegan
hombres solos; las mujeres suelen ir acompañadas,
respondió Carlos.
Desde que Laura había
descubierto la doble vida de Carlos, se había obsesionado con
Elisa y se preguntaba: —¿Cómo
es posible que mi marido mime y proteja a una
mujer tan superficial como Elisa? ¿Por qué todavía va a verla
cada jueves? ¿Qué tiene Elisa que yo no
tenga?
Al principio dio poca
importancia a las visitas semanales de su
marido a la viuda; sin embargo, desde que
su matrimonio se estaba quebrando, empezó
a echarle la culpa de lo sucedido a Elisa.
Pero siempre se arrepentía y alejaba
aquellos malos pensamientos. Para
convencerse de que no estaba celosa, de vez en cuando invitaba a
Elisa a tomar un café e intentaba sonreír cuando algún
domingo Carlos le
proponía salir con Elisa y Miguel. Una tarde, mientras las
dos parejas paseaban por un parque, se tropezaron
con un vagabundo que dormía en una vereda, entonces Laura le
preguntó a Elisa:
—¿Te acuerdas de la mujer con dos bolsas
repletas de cosas que encontramos el otro día a la salida del
bar?
—Sí, llevaba un vestido un poco descuidado, pero se
notaba que había sido una mujer hermosa, respondió Elisa.
—A
mí me impresionó. Cuando tú te fuiste a la oficina, la volví a
ver, pues estuve paseando por las
callejuelas del centro; casi me perdí,
dijo sonriendo.
Laura escondía a todo el mundo que
a veces se desorientaba. Comenzaba a sudar cuando no reconocía las
calles. Sufría sintiéndose perdida. Conducía poco, solo iba en
coche a los lugares donde conocía bien el recorrido. Había leído
que se trataba de una especie de dislexia geográfica.
—A mí
también me intrigan las personas sin hogar, dijo Miguel.
—En
cambio, yo no quiero saber nada de eso. He tenido tantos problemas en
la vida que no quiero ponerme en el lugar
de las personas que sufren, concluyó Elisa.
— En un jardín
público la vi sentada en un banco. Cuando
me acerqué, se estaba recogiendo con elegancia los mechones de su
pelo cano en un moño. De una bolsa sacó un libro. Me senté a su
lado para leer el periódico. Al cabo de
poco le dije:—Hoy— se está bien al
sol.
—La mujer me sonrió y comenzó a hablarme de sus
peripecias, como si me conociera de toda la vida, concluyó
Laura.
—Vamos,
cuéntanos la historia de esa mujer, le
pidió Carlos.
Laura no estaba
acostumbrada a contar relatos y tardó unos
segundos en hablar:
Se quedó
viuda pocos días después de cumplir
sesenta y cinco año; su marido estaba delicado de salud,
pero su muerte
fue inesperada. Ella
sospechaba que su esposo hubiera abusado de tranquilizantes; encontró
una caja vacía unos días después, escondida en el cajón de la
mesita de noche. No estaba del todo convencida, pero cuando se enteró
de que su marido tenía deudas,
comprendió su gesto extremo, a pesar de que los
doctores dijeran que fue un
infarto de corazón.
En pocos meses lo perdió todo: su
casa fue hipotecada y luego embargada, y
las cuentas bancarias se fueron agotando. La mujer nunca había
trabajado. Ella confiaba en su marido y
le había dado carta blanca para invertir lo poco
que había heredado de su familia.
Era una mujer sosegada, con
pocas ambiciones. Se había encerrado en su mundo, abandonando a sus
amigas, y le importaba
poco lo que sucedía afuera de su casa. Le gustaba dormir y
se levantaba de la cama tarde. A veces se
quedaba mucho tiempo quieta frente
a la televisión en camisón, otras se sentaba en el sillón para
leer un libro. No teniendo hijos, tenía
poco que hacer en casa. Por la mañana se ocupaba de las tareas del
hogar. A primera hora de la tarde
planchaba, mientras veía una serie de televisión y luego otra más;
Al atardecer preparaba la
cena y esperaba sentada
en el sofá a que su marido, que trabajaba fuera de la ciudad,
llegara.
Salía solo a comprar fruta y verdura en la tienda de
al lado. Su marido la
acompañaba al supermercado en coche, una vez por semana para la
compra grande. Solía congelar una hogaza de pan para tenerlo fresco
todos los días. No era infeliz; la rutina le daba seguridad; sus
días estaban marcados por los programas de televisión, le gustaban
sobre todo las películas de amor y las telenovelas.
Justo
después de la muerte de su marido y de perder el apartamento, se
mudó a casa de
su hermana en una
ciudad cercana. Desde el principio comprendió que su cuñado no la
quería en su vivienda. Después de unos pocos meses, inventó la
historia de que una vieja amiga, recién enviudada, le pidió
que fuera a vivir con ella.
Tomó
el tren y se fue lejos. Hacia el
sur donde el clima era más templado. De vez en cuando llamaba a su
hermana para que no se preocupara por ella. Cuando fueron nimbando
sus pocos
ahorros, comenzó a pasar la noche en el dormitorio municipal. Cada
mañana tenía que dejar el catre libre para volver al atardecer
y poder dormir
allí otra noche. Se duchaba en los baños públicos.
Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Siempre que podía
dejar las maletas en algún lugar seguro, iba a la biblioteca a pedir
prestado algún libro.
Cuando estaba triste
y desanimada, intentaba
reaccionar pensando que en unos meses cobraría la jubilación de su
marido, con la que podría alquilar una habitación en una pensión.
—Qué historia tan triste, dijo Elisa mirando el reloj.
—Sigo pensando que
a través de las historias de los demás, vamos aprendiendo a vivir,
dijo Carlos.
A Elisa se le había hecho tarde y saludó
apresuradamente a Carlos y a Laura.
A mitad de camino, le llamó Miguel, para
decirle que había tenido un imprevisto y
que no iría a su casa. Elisa al principio se lo cogió mal, estaba
contrariada, pero poco a poco se fue conformando; se sentó en
la terraza de un bar y tomó un zumo de
naranja y un sándwich.
—Hacía
años que no me sentaba para comer sola en un
local, se dijo Elisa, recordando que nunca pedía nada cuando salía
a comer con sus amigas, solo tomaba un vaso de agua y picaba alguna
cosa de los platos compartidos.
A Elisa tardaron algunos
años en diagnosticarle su enfermedad. En aquel entonces se
sabía poco de la anorexia y, cuando lo
descubrieron, para ella fue aún más
difícil mantenerla bajo control, pero lo consiguió. Elisa sabía
que la anorexia, poco o mucho, la
acompañaría toda la vida. Como los alcohólicos que no pueden beber
ni una gota de alcohol, ella no podía ayunar. Debía seguir los
horarios de las comidas y no saltarse ni una. Tenía que comer aunque
no tuviera hambre.
Aquella noche,
mientras Carlos y Laura regresaban a casa,
hablaron poco. Carlos se puso a trabajar en el ordenador, pues tenía
cosas pendientes del hotel y sin darse cuenta trasnochó. Laura tardó
en dormirse pensando en
la pregunta que le hizo la mujer sin hogar: —¿A qué se dedica
usted? Y en lo que le contestó ella: —Soy
enfermera. Me gusta trabajar en el hospital, pero he pasado por un
momento difícil. No quisiera desearle a nadie la pena que
sentí cuando una noche volví a casa cansada y él no estaba. Eso
siguió pasando cada día. Me acostaba angustiada. Tomaba somníferos.
Él regresaba a casa a altas horas de la noche. Casi no hablábamos,
apenas nos mirábamos y no hacíamos el amor desde hacía varios
meses. A mí me dolía que él durante varios años, cada
jueves, fuera visitar a la viuda de su mejor amigo; quién sabe qué
se decían o qué hacían. Estaba
desesperada, pero quería salvar nuestro matrimonio. Sin embargo,
llegó un día en que ya no me quedaban fuerzas
para luchar y caí en una depresión espeluznante. Después de largas
vicisitudes, que no voy a contarte, ahora estoy mejor y estamos
tratando de empezar de nuevo.
Luego pensó en una tarde
que invitó a Elisa a merendar en un bar; fue la primera vez que le
pareció menos quejica. Ella solía tomar
lentamente un café con leche, escuchando a Elisa
que sorbiendo su té no dejaba de contar
cosas de su trabajo. Aquella tarde
tuvo el valor de preguntarle de qué hablaban cada
jueves ella y Carlos.
—Tu marido me
contaba anécdotas del hotel, yo en cambio
le hablaba de cosas sin importancia; la mayor parte del tiempo me
quejaba. Él me escuchaba, ¡pobre Carlos!
—¿Y de mí
hablaba?
— Muy poco, me contaba de los clientes de su
hotel… Entre nosotros no hubo nada. Te aseguro que
Carlos ha sido siempre un amigo para
mí.
Laura recordaba lo aliviada que se sintió tras
escuchar aquellas palabras. Seguía sin lograr dormirse,
pero no estaba nerviosa, al contrario, de buen humor. Entonces tuvo
una idea audaz. Cuando Carlos se acostó,
ella todavía estaba despierta y le dijo entusiasmada que había
solucionado el problema de su vecina, una
anciana que vivía sola y que desde hace tiempo buscaba a una mujer
de confianza, a quien ofrecer
alojamiento a cambio de
una pequeña ayuda
en las tareas del hogar. A Carlos no le
sorprendió para nada el altruismo
de su esposa, la conocía bien, y la apoyó
con entusiasmo.
—Mañana voy a llamarla, pero seguro que
tendré que dejarle un mensaje en el
contestador, está tan sorda, que a todas horas sube el
volumen del televisor y nunca oye el
teléfono, ni mucho menos el timbre.
Aquella noche, Elisa
se sintió un poco sola y para no echar de
menos a Miguel empezó a leer un libro. Se puso el disco
Kind of Blue de Miles Davis
que tanto le gustaba,
pero después de la primera canción lo quitó.
Cogió otro disco, Ascenseur pour
l’échafaud, del mismo autor y lo
escuchó cerrando los ojos. Recordó la
película, cuyo título en español era Ascensor
para el infierno; la vio con Miguel
en un cine de arte y ensayo. Buscó noticias de
aquella película en Internet y se enteró que
Davis esbozó pocas y rudimentarias secuencias armónicas para la
película en la habitación de su hotel en
París.
— En las habitaciones de los hoteles suceden
muchas cosas, pensó recordando a los personajes extravagantes del
Hotel Plácido.
Entonces le pasó por la cabeza la imagen
de Laura a quien consideraba
una mujer insignificante; no le interesó nunca
su vida; sin embargo, en los últimos tiempos
comenzó a apreciar a esa mujer amable que
de vez en cuando veía cuando se citaban en
un café. Se dio cuenta de que Laura le
gustaba más cuando estaba sola, siCarlos.
s.
Antes de irse a la cama, le llamó Miguel, quien la
tranquilizó y le dijo que le contaría de persona lo que le había
pasado, que era demasiado largo y complicado por teléfono y
se pusieron de acuerdo en verse al día
siguiente. Ella durmió poco, pues estaba impaciente, por saber cuál
era el misterio de Miguel.
Aquella mañana
de domingo Elisa se despertó temprano y
salió de casa para dar un paseo, antes de su cita con Miguel.
Mientras caminaba, reflexionaba sobre las vueltas que había dado
su vida en pocas semanas. Miguel llegó
a su casa puntual. Elisa había preparado un buen desayuno, pero no
sacó la cafetera de Fabio. Preparó una bandeja con dos tazas y dos
platillos de un azul intenso, una tetera del mismo color, dos vasos
llenos de zumo de naranja y la tarta de mermelada de higos que había
comprado en la pastelería de la esquina.
Antes de
sentarse, se acercó al tocadiscos y volvió a poner su
disco preferido de Miles Davis.
—Este es uno
de los discos favoritos de mi hijo, le dijo Miguel.
—Anda, Miguel, cuéntame lo que te pasó ayer, estoy impaciente por saberlo.
—No te preocupes, no pasó nada de grave. Fui a ver a mi hijo.
—¿Le ha pasado
algo más a tu hijo? ¿Dónde está ahora? ... Yo no paro de hablarte
de mis hijos, tú en cambio nunca me hablas de él. La noche del
teatro me mencionaste el accidente que tuvo, pero no sé nada
más.
Miguel aclaró la voz y le
dijo: —Quizás las cosas habrían sido diferentes si él no hubiera
sido hijo único. Mi esposa no quiso tener más.
A los tres meses del parto, ella regresó al trabajo, y el bebé
fue criado por una niñera que vivía con
nosotros. Desde el principio, no le gustaba el colegio y no se
aplicaba; nosotros nunca lo
aceptamos. Mi esposa y yo habíamos sido buenos
estudiantes y no entendíamos que a él le
costara tanto estudiar. Nuestros
respectivos trabajos nos ocupaban mucho tiempo, yo en aquella época
era director de una gran empresa, ella abogada en
un gabinete importante de la ciudad. No parábamos nunca en casa;
contratamos a una mujer que se encargara de nuestro hijo: lo
acompañaba a la escuela, lo iba a recoger y le ayudaba a hacer los
deberes.
Cuando en el instituto comenzó a suspender
asignaturas, buscamos a otros profesores que vinieran a casa a darle
clases particulares. Pero cuanto más lo presionábamos, peor iba la
cosa. Cambió varios colegios y repitió
dos años. Dejó los estudios antes de terminar el bachillerato. Ahí
lo perdimos. Empezó a salir con gente rara
y se fue de casa.
Nosotros dos nos avergonzábamos de él y no sabíamos qué hacer. Él
siempre rechazó nuestra torpe ayuda. No
quería nuestro dinero, pero de vez en cuando nos llamaba. Estábamos
desesperados, hasta que supimos que se había ido a vivir cerca de la
costa, a una comunidad fundada por un
maestro espiritual hindú. Estábamos un
poco más aliviados sabiendo dónde estaba, sin
embargo, él seguía sin querer vernos. Un
día, él y un compañero de la comunidad
tuvieron un accidente de tráfico muy grave. Nuestro hijo se salvó,
pero perdió la movilidad de las piernas.
Nuestro
matrimonio se había terminado desde hacía
tiempo, pero no queríamos admitirlo porque nos
faltaba la fuerza para superar una
separación. Solo queríamos que nuestro hijo volviera a casa, pero
él ya nunca más quiso volver
a vivir con nosotros. Hace un año le propuse a mi esposa que
comenzáramos los trámites para el divorcio y que vendiéramos
nuestra vivienda y compráramos dos apartamentos pequeños. Ella no
quería, pero al final aceptó. Miguel se
calló unos segundos, tomó aliento y luego siguió hablando:
Una
vez al mes vamos juntos a visitar a nuestro hijo. Ayer fuimos. Él
nos pidió que le lleváramos su colección de discos. Entonces,
cuando estábamos a punto de marcharnos, nos pidió que nos
quedáramos a cenar. Fue la primera vez. Por eso no pude ir a
verte.
— ¡Cuánto sufrimiento!
Pero me parece una buena señal que os
pidiera que os quedarais a
cenar, dijo Elisa.
— Esperemos. Durante la cena me
preguntó por la carpintería. Cosa que no había hecho nunca. Lo
noté más comunicativo y no nos rechazó como antes.
Elisa se alegró mucho por Miguel y se puso a reír.
—¡Y yo que me imaginaba que estabas con otra mujer!
— ¡Qué tonta que eres!
Carlos aquel
mismo domingo por la mañana fue con su
esposa a casa de la anciana vecina, que
inmediatamente aceptó la propuesta de Laura.
Quería conocer en seguida a la mujer sin hogar, así que
Laura corrió a buscarla para darle la buena
noticia.
Carlos se sentó para
tomar el café que le ofreció la
vecina. La anciana señora era habladora y estaba muy contenta de
tener a alguien quien la escuchara y comenzó a contarle
trocitos de su vida.
Carlos estaba tan
cansado que se durmió. La señora no se ofendió, pues se dio cuenta
de que repetía siempre las mismas cosas; al contrario, sintió
ternura por aquel hombre.
Desde que Elisa empezó a salir
con Miguel, Carlos iba saltando una que otra cita del jueves con
cualquier excusa. Y poco a poco las visitas de Carlos a
casa de Elisa fueron espaciándose cada vez más. Elisa al principio
no le dio mucha importancia; le pareció casi natural; sin embargo, a
medida que pasaban las semanas lo echó de menos.
Las dos parejas se
llamaban de vez en cuando y salían a pasear a lo largo
del río; sin embargo, un día en que Miguel fue a ver a su hijo,
Elisa invitó a Carlos a su casa, para que
escuchara un disco inédito de Miles Davis.
Él llegó puntual. Mientras tomaban
café él y té ella, Elisa le preguntó: —¿Fue
mi marido quien te pidió que vinieras a verme cada jueves?
—No,
Fabio sólo me recomendó que te cuidara.
—Estaba segura de
que le habías prometido algo.
—¡Qué
va! No le prometí nada.
—¿Y por qué venías a verme cada jueves?
—Porque desde la
primera cita me di cuenta de que me sentaba bien
hablar contigo y que ibas a ser tú quien iba a cuidar de
mí.
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