Cuando Elisa se levantaba de la cama se dejaba llevar por la inercia. Salía de casa puntual e iba andando al trabajo. Por la tarde volvía de la oficina agotada. Se sentaba en el sofá, se quitaba los zapatos y, mientras se hacía masajes en los pies hinchados, se reñía en voz alta:
—Si voy estresada y tengo dolor de cabeza, es por mi culpa; debería rechazar las tareas del despacho que tocarían a mis compañeros. Si he engordado tanto, es por mi culpa; debería llevar una vida menos sedentaria. Si mis viejas amigas ya no me llaman, es por mi culpa; tendría que estar menos angustiada y ser más comunicativa.
Hacia
las ocho de la tarde, solía pedir por teléfono una pizza o se
calentaba un plato preparado que sacaba del congelador. Se sentaba
delante de la televisión y se tragaba sin gusto aquella comida
rápida. Mientras buscaba una película divertida en la tele o en
alguna plataforma, seguía dándole vueltas a todo lo que le había
salido mal durante el día. Se acostaba tarde, pues le gustaba leer
antes de meterse en la cama.
Por la mañana se despertaba más
animada, ya que se sentía menos culpable y trataba de convencerse de
que muchas veces la culpa era de los demás, otras de nadie. Acababa
de cumplir sesenta años. Se quedó viuda a los cincuenta y cinco.
Durante los primeros tiempos, siguió saliendo con los amigos de
antes, cuatro parejas muy unidas que se conocían desde que eran
jóvenes. Cada sábado iban a cenar a un restaurante. Eran cariñosos
con ella; sin embargo, a su lado se sentía todavía más desamparada
y cada semana le pesaba un poco más salir con ellos.
Además
del amor de Fabio, su fiel marido, echaba de menos los largos viajes
que hacían juntos. Había intentado viajar con un grupo de colegas,
pero no era lo mismo; no sentía ni emoción, ni alegría, como
cuando viajaba por el mundo con su esposo.
Desde que se quedó
viuda, cada jueves por la mañana la llamaba Carlos, el mejor amigo
de Fabio, y le decía con su voz profunda: —Iré a tu casa hacia
las cinco.
Elisa sospechaba que Fabio, antes de morir, le
hubiera pedido a Carlos que fuera a verla cada semana. El primer día
que se citaron, Elisa se sintió incómoda a solas con Carlos, pero
poco a poco se acostumbró a sus visitas semanales.
A Elisa le
gustaba el aroma del café que cada jueves se difundía por la
cocina. Le recordaba a Fabio preparando meticulosamente la pequeña
cafetera; sin embargo, no le gustaba el sabor del café; prefería el
té.
La bandeja que ella colocaba sobre la mesa del salón
contenía dos tazas de porcelana blanca, con sus respectivos
platillos y cucharitas, la cafetera, una gran tetera, dos servilletas
de algodón amarillo y un plato con mantecados que Elisa compraba en
una prestigiosa tienda del centro. Tan pronto oía el timbre, ponía
un disco. Le encantaba Kind
of Blue, de Miles
Davis.
Mientras
tomaban el café y el té a pequeños
sorbos, charlaban de esto y de aquello. Más que nada hablaba Elisa
de los hijos, que mientras tanto se habían casado y de las pequeñas
satisfacciones que le daban sus nietos; también se
quejaba de sus compañeros de trabajo… Al final, casi siempre
recordaba a su difunto marido, pero nunca mencionaba los meses
trágicos de su enfermedad. Sus charlas
duraban unos cuarenta minutos.
Carlos estaba casado, tenía dos
hijos treintañeros y era director de un hotel de cuatro estrellas.
Elisa se preguntaba cómo era posible que
un hombre tan ocupado tuviera tiempo para ir a verla cada semana.
Carlos no faltó nunca a sus citas, excepto una vez, pero le avisó
el día anterior con una llamada telefónica. Al cabo de un año,
Elisa comenzó a tenerle confianza y un día le habló de sus
desasosiegos y sentimientos de culpa.
— ¡Pero qué dices,
mujer, tú no tienes la culpa de nada!
Deberías dejar de atormentarte con esos pensamientos
negativos. Tienes que alejarte de tu entorno habitual para conocer a
otras personas, le dijo él.
Elisa lo
miró fijamente y con una voz temblorosa le contestó:
—No
es fácil. No tengo la edad para conocer a gente
nueva, ni mucho menos para tener otra pareja. Yo sin Fabio me siento
perdida.
—¡No digas tonterías, eres joven y bonita, aún
tienes tiempo para empezar otra vida! Le
contestó él.
Al despedirse, Elisa lo abrazó más fuerte que
otras veces.
Pasaron
varios meses sin cambios ni percances; sin embargo, un jueves
Carlos llegó a casa de Elisa con antelación y
mientras sorbía lentamente su café,
tomó las riendas de la conversación.
—¿Te acuerdas del
día que me hablaste del malestar
que sientes y de
las pocas ganas que tienes de alternar con otras personas?
—
Claro.
— Elisa, te voy a contar una
historia y luego me dices lo que piensas de ella.
Carlos se
sentó en una de las
butacas y empezó
a hablar:
El
otro día se presentaron en mi despacho dos
octogenarios. Se quedaron quietos de pie frente a mí, mientras yo
hablaba por teléfono. Los observaba desde el escritorio, escuchando
a una clienta que se quejaba del ruido que
hacía el aire acondicionado de su habitación. Los dos tenían la
mirada fija en el suelo. Cuando colgué el teléfono, siguieron
callados. Al cabo de poco, el hombre, que era apuesto, a pesar de su
edad, comenzó a hablar, mientras que la mujer, que también
conservaba un poco de su aspecto juvenil, permaneció en silencio.
Empezó elogiando el hotel, luego la ciudad y siguió así
durante unos minutos. Se sentó en una silla y me dijo:
—Nuestra
cama se rompió. Saltamos encima de ella. Lo sentimos mucho.
—Pero
no nos hicimos nada; al contrario, fue muy divertido, dijo la esposa,
que se había animado y vuelto de repente más comunicativa.
—Lo
importante es que nadie se haya hecho daño, les dije
yo.
Quién
sabe lo que pasó en la habitación de los viejecitos, pensé, pero
no quise darle importancia, pues había previsto cambiar las camas.
Los trasladé a otra habitación sin pedirles explicaciones. Me
dieron las gracias varias veces y se marcharon aliviados.
Los
dos ancianos antes de dejar el hotel volvieron a mi despacho para
darme de nuevo las gracias y una propina, que no acepté. Llamé a un
taxi y mientras los acompañaba hacia el aparcamiento, me di cuenta
que ambos eran muy ágiles. El hombre con una mueca, que luego se
convirtió en una risa contagiosa, me dijo:
—A pesar de la
edad, nosotros todavía tenemos una vida sexual activa.
—Hacer
el amor es bueno para la salud: refuerza el corazón y los huesos,
disminuye el estrés y combate el dolor de cabeza, dijo ella haciendo
hincapié en cada palabra, mientras sonreía.
—El sexo es el
elixir de la larga vida; es mucho mejor que un antidepresivo,
concluyó él.
Mientras me saludaban con un apretón de manos,
me impresionó de nuevo el brillo de alegría de sus ojos.
Elisa
se levantó para girar el disco, se sirvió otra taza de té y dijo
lacónicamente:
— Es un relato realmente divertido.
—
No solo es divertido, para mí es un ejemplo de cómo tomarse bien la
vida. Yo estoy seguro de que aprendemos a vivir a través de la vida
de los demás. El enfoque que dan los otros a cualquier percance o
dicha, nos puede iluminar y encaminar.
— No exageres.
—
¿Qué habrías hecho tú en su lugar? Le preguntó Carlos.
—A
mí nunca me va a pasar eso.
—Pero mujer, trata de ponerte en
la situación emocional de la viejecita, le dijo Carlos.
—
Pues… Estaría avergonzada, pero al mismo tiempo sería feliz con
un marido tan apasionado, le contestó después de reflexionar un
poco.
—Mira, a ti te iría bien abrirte al mundo y quién
sabe, podrías conocer a otro hombre.
—Estas cosas solo les
suceden a los demás.
Al cabo de una semana, Carlos volvió a insistir para que Elisa saliera más y conociera a personas nuevas, y, después de dejarle hablar de sus cosas, le dijo:
—Voy a contarte otra historia de un cliente del hotel. A mí me impresionó mucho y creo que de ella podemos sacar buenas cosas.
—Me encantan tus relatos.
Carlos se levantó de la butaca, fue a coger un cigarrillo de su chaqueta y sin encenderlo empezó a contar:
El
otro día me llamó la camarera del primer piso, la que se encarga de
limpiar y cambiar las camas, para decirme que hacía dos horas que
sonaba una alarma en la habitación 108; se detenía, pero al cabo de
unos minutos volvía a empezar. Me preguntó si debía entrar o no
para ver si pasaba algo. Le dije que no se preocupara, que yo me
encargaría de ello. Llamé a la puerta de la habitación 108 y
después de unos minutos me abrió un hombre de mediana edad, con el
pelo despeinado y con cara de pocos amigos. Yo le dije: — Buenos
días. Su despertador no para de sonar. ¿Qué pasa?
—Todo
bien, me contestó él.
— ¿Necesita algo? Insistí.
—
No… Pero usted se preguntará por qué enciendo y apago la alarma
continuamente.
—De hecho, me lo estoy preguntando, le
contesté yo.
—En casa, cuando leo, me lo
coloco cerca
para escuchar su tic tac. De vez en cuando pongo la alarma. El sonido
del reloj es lo único que me hace compañía y me apacigua.
—Venga
conmigo, un café le sentará bien, le dije yo.
El hombre, que
todavía llevaba puesto el pijama, aceptó mi invitación sin
protestar. Me dijo que iba a bajar dentro de unos quince minutos.
Creo que se duchó y se arregló un poquito, pues su aspecto había
mejorado. Le ofrecí un capuchino y un cruasán en la
cafetería del
hotel. Comenzó a hablar mientras se secaba con una servilleta la
espuma de leche pegada en sus labios.
Me dijo que desde hacía
dos meses no salía de casa y que
tampoco nadie lo
visitaba, ni amigos ni familiares. Le venían ataques de pánico
cuando intentaba abrir la puerta y salir; sentía un dolor fuerte en
el pecho, que lo hacía retroceder y tumbarse en el sofá. Después
de una hora se sentía mejor. Hacía la compra a través de Internet.
Había obtenido la jubilación anticipada y no tenía problemas
económicos. Su rutina precaria se alteró por un extraño sueño,
que en seguida
me contó: “Me
vi remando una barca en un mar cuyas olas eran cada vez más altas.
Sufría y me afanaba, sintiéndome a la deriva. A un cierto punto,
como por arte de magia, llegué a una cala, donde había un hotel.
Era un edificio pequeño, con un gran letrero, que decía Hotel
Plácido. Caminé por la arena de la playa un largo trecho; me sentía
bien, como nunca antes, pero esa sensación duró poco; tras el
sonido insistente del despertador abrí los ojos”.
También
me dijo que aquel bienestar onírico le había dado el impulso
para buscar, en la guía telefónica, un hotel que tuviera el mismo
nombre que el del sueño. Reservó una habitación, hizo la maleta y
tomó el primer tren disponible para la costa. No sabía cómo había
logrado salir de casa. Solo recordaba que mientras abría la puerta
escuchaba el sonido del despertador que se había metido en su
bolsillo de la americana y que de vez en cuando
encendía y apagaba.
Lo animé, diciéndole que había sido muy
valiente, pero que ahora tenía que salir del hotel.
—¡Qué
historia increíble! ¿Y realmente logró salir? Preguntó Elisa.
—Sí, lo empujé con cuidado a la puerta giratoria y se dejó
llevar; sin embrago, con una mano iba tocando su despertador del
bolsillo, con la otra me agarraba el brazo. Luego tomó un taxi, pero
no sé a dónde se fue. Por la tarde regresó y me dijo que partiría
al día siguiente, a Brasil, donde había encontrado otro hotel con
el mismo nombre.
— ¿A Brasil? No me lo puedo creer, exclamó
Elisa.
—¿Qué harías tú si no lograras salir de casa? Le
preguntó Carlos.
— ¡No quiero ni pensarlo! Yo también he
tenido ataques de pánico, pero me da cosa hablar de ello. No quiero
revivir aquellos momentos.
Carlos
leyó en algún sitio que después de la muerte de un ser querido es
necesario dejar salir sentimientos y emociones, de lo contrario el
dolor queda atrapado dentro. El jueves sucesivo fue a ver a Elisa con
la intención de hablar de ello.
— ¿Por qué no me cuentas
algo de ti?
— Pero si yo siempre te hablo de mí, le contestó Elisa.
— ¡No
de lo que estás haciendo ahora, sino de tu vida de antes! Háblame
de los desengaños que has tenido y de tus alegrías. Dicen que
contarlo en tercera persona es más fácil. Inténtalo, por favor.
Cuando Carlos ya estaba seguro de que ella no le diría nada,
Elisa se puso a hablar.
—Lo intentaré, empezaré desde que
conocí a Fabio; otro día te contaré mi vida antes de Fabio.
Ella bajó de tono su voz chillona y empezó a contar con esmero su relato:
Elisa
se casó con Fabio a los veintidós años. Él tenía casi diez años
más que ella. A los veinticinco ya tenían dos hijos. ¿Por qué se
casó tan pronto? Se lo preguntaba a menudo, sin saber darse una
respuesta. Ella desde el principio apreció su
amabilidad y generosidad. Fabio se convirtió en su faro: él decidía
lo que tenía
que hacer y a
donde ir; además solucionaba todos
los problemas.
Se dio cuenta de lo mucho que lo amaba cuando él enfermó.
A
Elisa le pesaba su trabajo aburrido y la guerra que le daban los
niños. A veces soñaba con dejarlo todo y huir a otra ciudad. Los
días le parecían áridos y tristes. Para ahuyentar los
pensamientos
negativos, corría al gimnasio, a la esteticista o al peluquero; sin
embargo, sólo se sentía bien cuando hacía la maleta y se iba con
su marido de viaje, no importaba a dónde fuera.
— ¿Estás al tanto? Quizás me estoy haciendo un lio, saltando de un tema a otro. Le preguntó Elisa.
—Lo haces muy bien, todo está claro; anda, sigue, dijo Carlos.
Fabio
era un hombre ambicioso y capaz. En poco tiempo salvó
la
empresa de monturas de gafas de su suegro, que estuvo
apunto
de quebrar. Elisa era coqueta. Le gustaba ir bien vestida. Todo le
quedaba bien, pues estaba
bien delgada.
Su cara era bonita, pero a ella no le gustaba su nariz respingada.
Quiso
operarse,
a pesar de que su marido se lo había desaconsejado. Tuvo
una infección que la obligó a estar varios días vendada, pero
superó estoicamente el dolor y las molestias respiratorias. Cuando
desaparecieron los hinchazones y los moretones,
descubrió
que su
nariz
era demasiado pequeña y sus
fosas
nasales desproporcionadamente anchas. Cada vez que se miraba al
espejo se desanimaba. Se encerró en su habitación. Pasaba horas
sentada en pijama en el sillón o en la cama. Comía poco
y
casi no hablaba.
Fabio se asustó y tuvo que idear un plan para
hacerla salir de casa. Le habló de un hotel de lujo en una isla
exótica; luego le mostró las fotografías de unas
playas
de ensueño y el programa detallado del viaje. En menos tiempo del
que pensaba, convenció a su esposa para ir al Caribe.
A
regañadientes vendió algunas acciones y confió la gestión de la
fábrica a un empleado
de confianza y
le
aconsejó a Elisa que solicitara a su jefe una excedencia del
trabajo. Con los bolsillos cargados
de
dinero
partieron.
Elisa por la mañana iba a la playa; llevaba un
sombrero de paja y unas gafas de sol llamativas. Todos la miraban
como si fuera una actriz famosa. Ella se sentía atractiva y dejó de
pensar en su nariz. Leía bajo la sombrilla mientras se dejaba
acariciar por la arena blanca.
Fabio, con la excusa de que el
sol le hacía daño, se quedaba en el hotel trabajando. Elisa volvió
a estar de buen humor, le
contaba
a su marido las cosas divertidas de
la
playa y
hablaba
risueña con
los
huéspedes del hotel.
Después de tres semanas regresaron a
casa, pero poco después, Elisa
le
pidió a Fabio
que
la llevara al Sudeste Asiático… En primavera cruzaron Rusia en
tren. En verano fueron a Estados Unidos. El invierno llegó y
decidieron ir a Australia. Después de un año viajando por el mundo,
decidieron detenerse. Los largos viajes habían ayudado a Elisa a
encontrar su equilibrio. Al regresar a casa, contrariamente a lo que
todos habrían esperado, Elisa volvió a su trabajo. Se sentía
satisfecha, hasta que una noche Fabio comenzó a toser y a escupir
sangre. Descubrieron que tenía un cáncer muy agresivo. Fabio en
seguida comprendió que le quedaban pocos meses de vida; en cambio,
Elisa no quería aceptar la enfermedad de su marido. Se empeñaba en
convencerse a sí misma, a pesar de los diagnósticos de los
especialistas, de que él se curaría. En el hospital, Elisa no pudo
despedirse de él. Seguía repitiéndole que pronto volvería a casa;
cuando él entró en un estado de inconsciencia, lo acarició, lo
besó y le dio las gracias por el amor incondicional que le había
ofrecido. Ella
organizó
el funeral y se ocupó de todos los trámites burocráticos. Muchas
personas fueron a darle el pésame. A veces era ella quien consolaba
a los demás, pero
no
soportaba a los que
la
compadecían.
Uno
de
los hijos trabajaba
en Suiza
y el otro en Canadá. Esperaron una semana antes de marcharse. Elisa
hubiera querido decirles: —No os vayáis todavía, pero no lo hizo;
era demasiado orgullosa, para aceptar que le daba miedo quedarse sola
en casa. Estaba enojada y triste, pero no quería que nadie se diera
cuenta. Se aguantó y jamás lloró delante de los demás. Se
esforzaba por no decepcionar a sus hijos, ellos
nunca notaron su infelicidad;
cuando
les llamaba, intentaba
estar alegre. Poco a poco se
acostumbró a
no depender de nadie.
En realidad, ella necesitaba sólo a Fabio. Estaba aferrada a él y
no conseguía
empezar
una nueva vida sin él.
—No
me mires así, le dijo Elisa, tomando aliento.
— ¿Así cómo?
Le respondió
Carlos.
—Como
si hubiera cometido errores terribles en mi vida.
—¡Que va!,
te miro con asombro y admiración.
—No me tomes el pelo.
—No estoy bromeando, de verdad. Ya sé que no es fácil superar los malos momentos; mientras me hablabas pensé en la historia del hombre de los relojes… Si te contara lo que pasé en la peor época de mi vida, pero dejémoslo…
Elisa no prestó atención a las últimas palabras de Carlos. Estaba ensimismada pensando en Fabio.
Las
semanas iban transcurriendo sin novedades,
ni sobresaltos. Carlos seguía
visitando cada jueves a Elisa, pero
ella se dio
cuenta de que algo le
estaba pasando,
pues disimulaba mal
su tristeza y
dejó de contarle historias.
Un día
Carlos la convidó
a comer a su
casa. A ella le asombró aquella
invitación y le preguntó:
—¿Y tu
esposa? Últimamente no me hablas nunca de ella, ¿os ha pasado algo?
— Disculpa si no te dije nada.
Laura y yo lo hemos pasado muy mal, pero
ahora las cosas se están arreglando.
— ¡Tranquilo!
Ya me lo contarás otro día.
—No,
mejor ahora, me irá bien desahogarme contigo.
Carlos se aclaró
la voz y le dijo:
—Laura hacía tiempo que estaba
muy rara… Cuando yo le decía que se había vuelto huraña, ella le
daba la culpa a la menopausia. Pero cada día estaba más malhumorada
e irascible; me reprochaba mis
retrasos o mis
ausencias nocturnas, cosa que antes nunca lo hacía. Al principio
llegaba tarde a casa a causa de los problemas del hotel, pero después
empecé a ir a locales nocturnos. Nuestro hogar me oprimía. Trataba
de estar en casa lo menos posible. Regresaba cuando Laura ya estaba
acostada. Empecé a jugar a las cartas. Un cliente me introdujo
en un club exclusivo donde se jugaban sumas
elevadas. La mayoría de las veces perdía bastante dinero. Luego me
enganché rápidamente a las tragaperras y
a otros juegos de azar.
No me di cuenta de
que Laura tenía una depresión.
Las pastillas que tomaba le daban la fuerza
para levantarse e ir a trabajar, pero al llegar a casa se encerraba
en el dormitorio.
Yo no lograba hablar con ella y cada día
nos distanciábamos
más. Después de unos meses, Laura comenzó a sentirse mejor, pero
yo ya estaba perdido en mi mundo.
Laura empezó a sospechar que
yo tenía una doble vida y, cuando descubrió mi adicción al juego,
se enojó por todas las mentiras que le había dicho; yo, para
defenderme, la traté mal. Y le grité: —Voy
a jugar de noche por tu culpa.
Estaba furioso, cosa rara en mí.
Laura cogió sus cuatro cosas, las puso en la maleta y se fue de
casa. Me quedé paralizado largo rato delante de la puerta, luego me
encerré en mi
habitación y me puse a llorar. Acostado en la cama, miré el
espacio del colchón que ella había dejado
vacío y reflexioné sobre las causas del
desastre de nuestra vida de pareja: me di cuenta
de que había dedicado demasiadas horas al trabajo y había dado por
sentado que Laura siempre estaría a mi lado. Pasaron varias horas y
me quedé dormido. Al amanecer de repente abrí los ojos. Salí de
casa con la intención de hacer algo para no perderla. Estaba
desesperado, corría de un lado a otro; fui a buscarla por todas
partes; la encontré al anochecer en casa de una prima suya. Hablamos
toda la noche; le prometí que haría todo lo posible para dejar de
jugar. Nuestros hijos no se enteraron de nada,
viven lejos y los vemos poco. Ella no quiso volver a casa. Yo sufrí
mucho, hasta que empecé la terapia de grupo.
— ¿Vas a un
psicólogo?
— Sí, comencé hace poco. Voy una vez a la
semana. Somos un grupo de seis personas, todos con adicciones o
problemas emocionales. Él nos ayuda para que hablemos de nuestras
experiencias, miedos, insatisfacciones y ansiedades. Intenta que nos
ayudemos mutuamente.
Carlos
guardó silencio durante algunos segundos y luego
añadió:
—Ahora trabajo menos y por la tarde trato de ir a
pasear o al cine con Laura.
— Me alegra saber que estáis
tratando de volver juntos, pero me siento culpable por nuestra cita
de los jueves. ¡Ese tiempo
lo ha ido robando
a tu mujer! dijo Elisa.
— ¿Pero qué dices? Nuestras citas
de los jueves me dan valor para seguir
adelante. Contigo olvido mis problemas. Nos
ayudamos mutuamente. ¿No te pareces?
— ¡Si lo dices tú!
—
Fue Laura quien tuvo la idea de invitarte a cenar. También estará
su hermana y Miguel, un primo. Los dos son
muy simpáticos… Una tarde, al salir del
edificio de mi psicólogo, coincidí con Miguel. Él se mudó al piso
de la segunda planta hace muy poco. Ni yo
ni Laura lo sabíamos. Hacía tiempo que no nos veíamos.
—
¿Miguel es primo de tu esposa?
—Sí,
pero en realidad son primos de segundo grado. ¡Anímate y ven a
cenar con nosotros! Yo prepararé el primer plato y Laura el segundo.
— Está bien, voy a ir. ¿Qué os puedo
llevar?
— No nos hace falta nada, pero si quieres, lleva una
botella de vino.
Elisa
llegó puntual a la cena y se sentó al lado de Miguel, quien se
había separado recientemente de su esposa. Toda la noche la pasó a
su lado y descubrió que tenían muchas cosas en común; a él
también le gustaba viajar por el mundo. Aquella noche,
inesperadamente, se divirtió mucho.
Miguel no
le habló ni de su hijo ni de la carpintería. Lo hizo varias semanas
después. Cuando
acabó el espectáculo se fueron
a cenar y Miguel, después de haber tomado
algunas copas de vino, le contó que hacía
poco había inaugurado, con la ayuda del ayuntamiento, un taller de
carpintería para la recuperación de los
chicos y chicas del barrio en situación de
riego. Su bisabuelo, su abuelo y su padre eran carpinteros; él
decidió romper la tradición
familiar, siendo ingeniero. Cuando murió
su padre, heredó la carpintería; la cerró
y cuando se jubiló, invirtió todos sus ahorros en aquel proyecto.
Le confesó que tenía miedo de fracasar. Al final le habló del
accidente grave que tuvo su hijo y también
le dijo que acababa de divorciarse
de su esposa. Elisa, después de la tercera copa
de vino, aflojó su tensión y le habló de
la enfermedad de su difunto marido y de su difícil relación con la
comida. Y desde entonces empezaron a salir juntos los viernes al
atardecer.
Una noche, Elisa se quedó a dormir en el apartamento
de Miguel. La casa era grande, con muchas ventanas
y balcones. Estaba decorada con pocos muebles modernos. Los muebles
del dormitorio eran minimalistas, pero la
cama era una pieza antigua. No era una cama
con dosel, pero era bastante alta del suelo. Miguel le
contó que era de su bisabuela y que
la noche de bodas ella se escondió debajo de la
cama y no quería salir de ninguna manera. El pobre esposo se metió
debajo de la cama y con delicadeza, caricias y remilgos logró
sacarla.
— ¡Vaya con tu bisabuela!
—Aquí nacieron todos sus hijos, dijo Miguel pensando en su abuelo.
Elisa
con la excusa de que quería ducharse se encerró en el cuarto baño.
Se sentó en el borde de la bañera y se preguntó: —¿Lograré
acostarme con un hombre después de tanto
tiempo?
Se dio una ducha caliente y se tranquilizó.
Miguel
ya estaba bajo las sábanas cuando Elisa salió
del baño. Ella se quedó unos segundos mirándolo y luego con un
salto se lanzó sobre la cama. La cama crujió.
Ambos estallaron en risas. Elisa después del amor le contó a Miguel
la historia de los dos viejecitos que
hundieron una cama.
Carlos,
después del período de crisis, delegó muchas de sus tareas del
hotel al subdirector. De vez en cuando, cuando salía del trabajo,
sentía el impulso de ir a jugar, pero
se
sentaba en un banco y esperaba a que le pasara. Se quedaba quieto
mirando las manecillas del reloj. Era el reloj de su padre. Lo había
encontrado en un cajón. El tic tac lo calmaba. Después de unos
minutos se levantaba y se iba a casa.
Laura y Carlos, al
anochecer, se citaban para pasear junto al río. En casa hablaban
poco. En cambio, al aire libre entablaban largas conversaciones. A
Laura le habría gustado que Carlos
le
hablara de Elisa y saber qué se decían cada jueves. Pero una
vez se
lo preguntó,
él se mantuvo
en lo vago y parecía molesto, así que no insistió.
A veces
Carlos invitaba
a Elisa a pasear con ellos. Laura hubiera querido decirle a su marido
que se sentía incómoda con la viuda,
pero
no lo hacía. Viéndolos juntos, sentía un malestar extraño;
aquella mujer,
que sólo sabía llamar la atención
con
sus quejas y suspiros aburridos, la irritaba. Miguel
iba
pocas veces con ellos, sólo los días en que cerraba antes
la
carpintería.
Una tarde, mientras caminaban, tocaron el tema
de
la comida.
—
Ayer
Miguel vino
a mi casa. Preparó espaguetis
con
tomate y espárragos, y de segundo, filetes con pimienta verde. Todo
era delicioso, dijo Elisa.
— Pero, ¿no eras una vegetariana
empedernida? le
preguntó
Laura.
—
Antes lo era, ahora no. Pero sigo comiendo poca carne.
Carlos
notó
el
tono sarcástico
de
Laura y para cortar la tensión les dijo: ¿Alguna vez os
he
hablado del hombre que solo comía
carne?
—No,
dijo Elisa.
—Yo tampoco sé nada, respondió Laura.
Se
sentaron en un banco y Carlos les contó a las dos mujeres la
historia del hombre carnívoro:
Tuvimos un cliente que cada semana reservaba una mesa para cenar y una habitación por una noche. Desde el primer día me intrigó, pues se parecía a un huésped solitario y muy raro que iba cada año a la pensión de mis padres cuando era pequeño. Una noche me senté en su mesa mientras fumaba un cigarro. Él era tímido, pero comenzó a charlar conmigo de cosas sin importancia. Después de varias semanas, me di cuenta de su inmensa soledad.
—¡Cuántas
personas solas hay en los hoteles!, exclamó Laura.
— ¡Sí, y
cada una con sus rarezas! Dijo Carlos.
El rostro de Elisa se
iluminó, pues le encantaba escuchar la voz de Carlos. Laura miró de
reojo a Elisa. Hubiera querido que no estuviera. Sentía que esa
mujer le quitaba la veneración que en aquellos días
Carlos le tenía.
Carlos siguió el relato:
A él le gustaba cocinar, pero sobre todo comer. Salía cada lunes y miércoles a comprar pan y antes de volver a casa daba un pequeño paseo alrededor de la plaza. Los viernes iba al mercado, a su carnicería de confianza, donde compraba carne picada, filetes de ternera, chuletas de cordero y costillas de cordero. Tenía una cocina bien equipada y muy ordenada. Detrás de la puerta, colgó varios delantales. Debajo de la escalera puso un congelador donde conservaba sus chuletones de carne. Su madre le había enseñado a cocinar la carne de ternera, que según ella era la mejor; sin embargo, su especialidad era el estofado de jabalí.
—¿Pero
cómo era físicamente ese gran comilón
de carne? le pidió Elisa.
—No me
interrumpas, de lo contrario pierdo el hilo, le contestó
Carlos.
Era
un hombre del montón, calvo y
rechoncho,
pero siendo
alto
se notaba menos su gordura. Cuando bebía vino, sus mejillas
regordetas se le llenaban de
manchas
rojas.
Casi
siempre llevaba la misma ropa: en invierno un suéter de lana beige y
unos pantalones de pana marrones, en verano una camiseta blanca y
unas bermudas
grises.
Vivía solo. Por las tardes
se
cortaba un puro
por
la mitad, lo encendía y se sentaba en su
sillón
preferido, devorando novelas. Trabajó muchos años
como
contable en una gran fábrica de géneros de punto. Desde que se
jubiló, no se relacionaba con nadie, salvo con una compañera
de
la oficina. La mujer llevaba tiempo separada, pero su vida era
complicada, pues su ex marido, que era un cantamañanas,
cada
vez que se metía en un lio le pedía ayuda.
El hombre gordo
invitaba a su colega
a
almorzar cada domingo. Preparaba la mesa con un cuidado maníaco y
servía con elegancia los apetitosos platos, nombrando
con
satisfacción la
lista
de los
ingredientes.
Para
él, ella era más que una amiga, pero nunca logró comunicarle
sus
sentimientos. Aunque ella se sentía atraída por la vida tranquila
y
rutinaria de aquel
hombre, sin
embargo, le
molestaba su falta de vitalidad y coraje. Durante dos años, el
hombre siguió invitando a la mujer cada domingo, hasta que un día
sufrió un ataque de gota y el médico le prohibió comer carne.
Llamó de inmediato a la mujer para contarle que estaba enfermo y se
quejó con ella del régimen que tenía que hacer.
—Debes
seguir los consejos del médico. Prométeme que lo harás, le dijo
ella.
— Lo intentaré, pero ¿qué pasará con nuestra cita?
—
Podemos seguir viéndonos como antes, si de ahora en adelante de tu
mesa desaparece la carne. De lo contrario, no cuentes conmigo. Si
quieres, te voy a enseñar
a
cocinar platos vegetarianos. Ven a mi casa, de verdad, incluso
podrías
hacerlo
mañana, estoy
libre.
El
hombre, día tras día, se arreglaba para salir e ir a casa de la
mujer, pero no lo lograba; sin embargo, cada domingo seguía
preparando suculentos asados y guisos. Ponía
la
mesa con esmero para un único comensal y se comía él solo todos
los manjares que había preparado.
— ¡Qué
asco cocinar tanta carne! Me da ganas de vomitar solo pensando en
ello, dijo Elisa.
— ¡No exageres! Dijo Carlos.
— En mi
opinión, el hombre
debería haber ido de inmediato a ver a la mujer. Él, a pesar de sus
obsesiones, le habría llevado a ella un soplo de novedad, como
los
meteoritos que, al caer en planetas lejanos,
dañan
la
superficie pero a veces
esparcen
semillas
de vida, dijo Laura.
— ¡Qué
inspirada que estás hoy, Laura!. Pues mira, yo
también fui estúpido metiéndome en los juegos de azar. No siempre
es fácil actuar con sabiduría, dijo Carlos.
—Pero ahora,
gracias a la terapia de grupo, has salido de eso, ¿verdad? Le
preguntó
Elisa.
—Intento hacer lo que puedo, dijo Carlos, un poco
nervioso.
Laura,
cada vez que oía
las
palabras Juegos
de azar,
se sentía incómoda y
trataba
de cambiar de tema, así
que le preguntó:
—¿Por
qué los protagonistas de tus historias son siempre hombres?
—Porque
al hotel llegan hombres solos; las mujeres suelen ir
acompañadas,
respondió Carlos.
Desde
que Laura había descubierto la doble vida de Carlos, se había
obsesionado con Elisa y se preguntaba:
—¿Cómo es posible que mi marido mime y
proteja a una mujer tan superficial como
Elisa? ¿Por qué todavía va a verla cada
jueves? ¿Qué tiene Elisa que yo no tenga?
Al principio les
dio poca
importancia que su
marido visitara a
la viuda cada semana;
sin embargo, desde que su matrimonio se estaba quebrando,
empezó a echarle la
culpa de lo sucedido a Elisa. Pero siempre se
arrepentía y alejaba aquellos malos
pensamientos. Para convencerse de que no estaba celosa, de vez en
cuando invitaba a Elisa a tomar algo en una cafetería e intentaba sonreír cuando
algún domingo Carlos le
proponía salir con ella
y Miguel. Una tarde, mientras las dos
parejas paseaban por un parque, se tropezaron con un vagabundo que
dormía en una vereda, entonces Laura le preguntó a Elisa:
—¿Te
acuerdas de la mujer con dos bolsas repletas de cosas que encontramos
el otro día a la salida de la cafetería?
—Sí, llevaba un vestido un
poco descuidado, pero se notaba que había sido una mujer hermosa,
respondió Elisa.
—A mí me impresionó. Cuando tú te fuiste
a la oficina, la volví a ver, pues estuve
paseando por las callejuelas del centro;
casi me perdí, dijo sonriendo.
Laura escondía a todo el mundo
que a menudo se desorientaba. Comenzaba a sudar
cuando no reconocía las calles. Sufría sintiéndose perdida. Cogía
poco el coche,
solo iba a los lugares donde conocía bien el recorrido. Había leído
que se trataba de una especie de dislexia geográfica, una
gen que se hereda de los padres. Su
padre quizás también era disléxico y no
era muy bueno conduciendo, se hacía un lío,
cuando llevaba a su madre a un consultorio
nuevo. Su
madre era hipocondríaca y le gustaba mucho que los especialistas la
visitaran. Su pobre padre estaba un poco agobiado, pero le hacía de
chófer, pues su esposa no se había sacado nunca
el permiso de conducir.
—A
mí también me intrigan las personas sin hogar, dijo Miguel.
—En
cambio, yo no quiero saber nada de eso. He tenido tantos problemas en
la vida que no quiero ponerme en el lugar
de las personas que sufren, concluyó Elisa.
En cambio, Elisa se conmovía y sentía ternura por las personas sin hogar, por eso siguió hablando de aquella mujer:
— La vi sentada en un banco de un jardín público. Cuando me acerqué, se estaba recogiendo con elegancia los mechones de su pelo cano en un moño. De una bolsa sacó un libro. Me senté a su lado para leer el periódico. Al cabo de poco le dije:—Hoy, se está bien al sol.
—Seguro
que se incomodó. Es mejor no hablar
con los vagabundos, le dijo Elisa.
—Que
va, al contrario, me sonrió y comenzó a
hablarme de sus peripecias, como si me conociera de toda la vida,
dijo Laura.
—Vamos, cuéntanos la historia
de esa mujer, le pidió Carlos.
Laura
no estaba acostumbrada a contar relatos y
tardó unos segundos en hablar:
Se
quedó
viuda
pocos días después de cumplir sesenta y cinco años;
su marido estaba delicado de salud,
pero
su
muerte
fue
inesperada.
Ella sospechaba que su esposo hubiera abusado de tranquilizantes;
encontró una caja vacía unos días después, escondida en el cajón
de la mesita de noche. No estaba del todo convencida, pero cuando se
enteró de que su marido tenía
deudas,
comprendió su gesto extremo, a pesar de que
los
doctores dijeran que se
trató de
un
infarto de corazón.
En pocos meses lo perdió todo: su
casa
fue hipotecada y luego embargada, y las cuentas bancarias se fueron
agotando. La mujer nunca había trabajado. Ella confiaba en su marido
y
le había dado carta blanca para invertir lo
poco
que había heredado de su familia.
Era una mujer sosegada, con
pocas ambiciones. Se había encerrado en su mundo, abandonando a sus
amigas, y
le
importaba poco lo que sucedía afuera de su casa. Le gustaba dormir y
se
levantaba de la cama tarde. A veces se quedaba mucho tiempo quieta
frente
a la televisión en camisón, otras se sentaba en el sillón para
leer
un libro. No teniendo hijos, tenía poco que hacer en casa. Por la
mañana se ocupaba de las tareas del hogar. A primera hora de la
tarde
planchaba, mientras veía una serie de televisión y luego otra más;
al
atardecer
preparaba
la cena
y
esperaba sentada en el sofá a que su marido, que trabajaba fuera de
la ciudad, llegara.
Salía solo a comprar fruta y verdura a
la tienda de al lado. Su
marido
la acompañaba al supermercado en coche, una vez por semana para la
compra grande. Solía congelar una hogaza de pan para tenerlo fresco
todos los días. No era infeliz; la rutina le daba seguridad; sus
días estaban marcados por los programas de televisión. Le
gustaban sobre todo las películas de amor y las telenovelas.
Justo
después de la muerte de su marido y de perder el apartamento, se
mudó a
casa de
su
hermana en
una
ciudad cercana. Desde el principio comprendió que su cuñado no la
quería en su vivienda. Después de unos pocos meses, inventó la
historia de que una vieja amiga, recién enviudada, le pidió
que
fuera a vivir con ella.
Tomó el tren y se fue lejos. Hacia
el
sur donde el clima era más templado. De vez en cuando llamaba a su
hermana para que no se preocupara por ella. Cuando fueron nimbando
sus
pocos
ahorros, comenzó a pasar la noche en el dormitorio municipal. Cada
mañana tenía que dejar el catre libre para volver al atardecer
y
poder
dormir
allí otra noche. Se duchaba en los baños
públicos.
Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Siempre que podía
dejar las maletas en algún lugar seguro, iba a la biblioteca a pedir
prestado algún libro.
Cuando estaba
triste
y
desanimada,
intentaba reaccionar pensando que en unos meses cobraría la
jubilación de su marido, con la que podría alquilar una habitación
en una pensión.
—Qué historia tan triste, le dijo Elisa mirando el reloj.
—Sigo pensando que a través de las historias de los demás, vamos aprendiendo a vivir, dijo Carlos.
Elisa
saludó apresuradamente a Carlos y a
Laura porque se le había
hecho tarde. A mitad de camino, le
llamó Miguel, para decirle que
había tenido un imprevisto y que no iría a su casa. Elisa al
principio se lo cogió mal, estaba contrariada, pero poco a poco se
fue conformando; se sentó en la terraza de
un bar y tomó un zumo de naranja y
un sándwich.
—Hacía años que no me sentaba para comer sola
en un local, se dijo Elisa, recordando que
nunca pedía nada cuando salía a comer con sus amigas, solo tomaba
un vaso de agua y picaba alguna cosa de los platos compartidos.
A
Elisa tardaron algunos años en diagnosticarle su enfermedad. En
aquel entonces se sabía poco de la
anorexia y, cuando lo descubrieron, para ella fue
aún más difícil mantenerla bajo control, pero lo consiguió. Elisa
sabía que la anorexia, poco o mucho, la
acompañaría toda la vida. Como los alcohólicos que no pueden beber
ni una gota de alcohol, ella no podía ayunar. Debía seguir los
horarios de las comidas y no saltarse ni una. Tenía que comer aunque
no tuviera hambre.
Aquella
misma noche, mientras Carlos y
Laura regresaban a casa, hablaron poco. Carlos se puso a trabajar en
el ordenador, pues tenía cosas pendientes del hotel y sin darse
cuenta trasnochó. Laura tardó en dormirse pensando
en la pregunta que le hizo la mujer sin hogar: —¿A
qué se dedica usted? Y en lo que le
contestó ella: —Soy enfermera. Me gusta
trabajar en el hospital, pero he pasado por un momento difícil. No
quisiera desearle a nadie la pena que sentí
cuando una noche volví a casa cansada y él no estaba. Eso siguió
pasando cada día. Me acostaba angustiada. Tomaba somníferos. Él
regresaba a casa a altas horas de la noche. Casi no hablábamos,
apenas nos mirábamos y no hacíamos el amor desde hacía varios
meses. A mí me dolía que él durante varios años, cada
jueves, fuera visitar a la viuda de su mejor amigo; quién sabe qué
se decían o qué hacían. Estaba
desesperada, pero quería salvar nuestro matrimonio. Sin embargo,
llegó un día en que ya no me quedaban fuerzas
para luchar y caí en una depresión. Después de largas vicisitudes,
que no voy a contarte, ahora estoy mejor y estamos tratando de
empezar de nuevo.
Luego pensó en una tarde que invitó a Elisa
a merendar en un bar; fue la primera vez que le pareció menos
quejica. Ella solía tomar lentamente un
café con leche, escuchando a Elisa que
sorbiendo su té no dejaba de contar cosas
de su trabajo. Aquella tarde tuvo
el valor de preguntarle de qué hablaban cada jueves ella y
Carlos.
—Tu marido me contaba
anécdotas del hotel, yo en cambio le
hablaba de cosas sin importancia; la mayor parte del tiempo me
quejaba. Él me escuchaba, ¡pobre Carlos!
—¿Y de mí
hablaba?
— Muy poco, me contaba de los clientes de su hotel…
Entre nosotros no hubo nada. Te aseguro que
Carlos ha sido siempre un amigo para
mí.
Laura recordaba lo aliviada que se sintió tras escuchar
aquellas palabras. Seguía sin lograr dormirse,
pero no estaba nerviosa, al contrario, de buen humor. Entonces tuvo
una idea audaz. Cuando Carlos se acostó,
ella todavía estaba despierta y le dijo entusiasmada que había
solucionado el problema de su vecina, una
anciana que vivía sola y que desde hacía
tiempo buscaba a una mujer de confianza, a
quien ofrecer alojamiento
a cambio de una pequeña
ayuda en las tareas del hogar. A Carlos no
le sorprendió para nada el
altruismo de su esposa, la conocía bien, y la
apoyó con entusiasmo.
—Mañana voy a
llamarla, pero seguro que tendré que dejarle
un mensaje en el contestador, está tan sorda, que a todas horas sube
el volumen del televisor y nunca oye el
teléfono, ni mucho menos el timbre.
Elisa
por
la noche se
sintió
un
poco sola y para no echar de menos a Miguel empezó a leer un libro.
Se puso el disco
Kind
of Blue de Miles Davis
que
tanto le gustaba,
pero
después de la primera canción lo quitó. Cogió otro disco,
Ascenseur
pour l’échafaud,
del mismo autor y lo escuchó cerrando los ojos. Recordó
la
película,
cuyo título en español era Ascensor
para el infierno;
la vio con
Miguel
en
un cine de arte y ensayo. Buscó noticias de aquella película en
Internet y se enteró
que
Davis esbozó pocas y rudimentarias secuencias armónicas para la
película
en la habitación de su hotel en París.
— En las habitaciones
de los hoteles suceden muchas cosas, pensó recordando a los
personajes extravagantes del Hotel Plácido.
Entonces le pasó
por la cabeza la imagen de
Laura
a quien había
considerado una
mujer insignificante; no le interesó nunca
su
vida; sin embargo, en los últimos tiempos comenzó
a
apreciar a esa mujer amable con
quien
de vez en cuando se citaba
en
un café.
Se dio cuenta de que Laura le gustaba
más
cuando estaba sola.
Antes de irse a la cama, la llamó Miguel,
quien la tranquilizó y le dijo que le contaría de persona lo que le
había pasado, que era demasiado largo y complicado por teléfono
y se
pusieron de acuerdo
en
verse al día siguiente. Ella durmió poco, pues estaba impaciente
por saber cuál era el misterio de Miguel.
Aquella
mañana
de domingo Elisa
se despertó temprano y salió de casa para dar un paseo, antes de su
cita con Miguel. Mientras caminaba, reflexionaba sobre las vueltas
que había dado
su
vida en pocas semanas. Un
poco le tenía miedo a los cambios, pero a la vez se daba cuenta de
que con ellos estaba mejor. Miguel
llegó
a su casa puntual. Elisa había preparado un buen desayuno, pero no
sacó la cafetera de Fabio. Preparó una bandeja con dos tazas y dos
platillos de un azul intenso, una tetera del mismo color, dos vasos
llenos de zumo de naranja y la tarta de mermelada de higos que había
comprado en la pastelería de la esquina.
Antes de sentarse, se
acercó al tocadiscos y volvió a poner
su
disco preferido de Miles Davis.
—Este es
uno
de los discos favoritos de mi hijo, le dijo Miguel.
—Anda, Miguel, cuéntame lo que te pasó ayer, estoy impaciente por saberlo.
—No te preocupes, no pasó nada de grave. Fui a ver a mi hijo.
—¿Le
ha pasado algo más a tu hijo? ¿Dónde está ahora?... Yo no paro
de hablarte de mis hijos, tú en cambio nunca me hablas de él. La
noche del teatro me mencionaste el accidente que tuvo, pero no sé
nada más.
Miguel aclaró la voz y le
dijo: —Quizás las cosas habrían sido diferentes si él no hubiera
sido hijo único. Mi esposa no quiso tener más.
A los tres meses del parto, ella regresó al trabajo, y el bebé
fue criado por una niñera que vivía con
nosotros. Desde el principio, no le gustaba el colegio y no se
aplicaba; nosotros nunca lo
aceptamos. Mi esposa y yo habíamos sido buenos
estudiantes y no entendíamos que a él le
costara tanto estudiar. Nuestros
respectivos trabajos nos ocupaban mucho tiempo; yo en aquella época
era director de una gran empresa, ella abogada en
un gabinete importante de la ciudad. No parábamos nunca en casa;
contratamos a una mujer que se encargara de nuestro hijo: lo
acompañaba a la escuela, lo iba a recoger y le ayudaba a hacer los
deberes.
Cuando en el instituto comenzó a suspender
asignaturas, buscamos a otros profesores que vinieran a casa a darle
clases particulares. Pero cuanto más lo presionábamos, peor iba la
cosa. Cambió varios colegios y repitió
dos años. Dejó los estudios antes de terminar el bachillerato. Ahí
lo perdimos. Empezó a salir con gente rara
y se fue de casa.
Nosotros dos nos avergonzábamos de él y no sabíamos qué hacer. Él
siempre rechazó nuestra torpe ayuda. No
quería nuestro dinero, pero de vez en cuando nos llamaba. Estábamos
desesperados, hasta que supimos que se había ido a vivir cerca de la
costa, a una comunidad fundada por un
maestro espiritual hindú. Estábamos un
poco más aliviados sabiendo dónde estaba, sin
embargo, él seguía sin querer vernos. Un
día, él y un compañero de la comunidad
tuvieron un accidente de tráfico muy grave. Nuestro hijo se salvó,
pero perdió la movilidad de las piernas.
Nuestro matrimonio se
había terminado desde hacía
tiempo, pero no queríamos admitirlo porque nos
faltaba la fuerza para superar una
separación. Solo queríamos que nuestro hijo volviera a casa, pero
él ya nunca más quiso volver
a vivir con nosotros. Hace un año le propuse a mi esposa que
comenzáramos los trámites para el divorcio y que vendiéramos
nuestra vivienda y compráramos dos apartamentos pequeños. Ella no
quería, pero al final aceptó. Miguel se
calló unos segundos, tomó aliento y luego siguió hablando:
Una
vez al mes vamos juntos a visitar a nuestro hijo. Ayer fuimos. Él
nos pidió que le lleváramos su colección de discos. Entonces,
cuando estábamos a punto de marcharnos, nos pidió que nos
quedáramos a cenar. Fue la primera vez. Por eso no pude ir a
verte.
— ¡Cuánto sufrimiento! Pero
me parece una buena señal que os pidiera
que os quedarais a
cenar, dijo Elisa.
— Esperemos. Durante la cena me preguntó
por la carpintería. Cosa que no había hecho nunca. Lo noté más
comunicativo y no nos rechazó como antes.
Elisa se alegró mucho por Miguel y se puso a reír.
—¡Y yo que me imaginaba que estabas con otra mujer!
— ¡Qué tonta que eres!
Carlos
aquel mismo domingo por
la mañana fue con su esposa a casa de la
anciana vecina, que inmediatamente aceptó
la propuesta de Laura. Quería conocer a la mujer sin hogar, así que
Laura corrió a buscarla para darle la buena
noticia.
Carlos se sentó para tomar el café que le ofreció la
vecina. La anciana señora era habladora y estaba muy contenta de
tener a alguien quien la escuchara y comenzó a contarle
trocitos de su vida.
Carlos estaba tan
cansado que se durmió. La señora no se ofendió, pues se dio cuenta
de que repetía siempre las mismas cosas; al contrario, sintió
ternura por aquel hombre.
Desde que Elisa empezó a salir con Miguel, Carlos iba saltando alguna cita del jueves con cualquier excusa. Y poco a poco las visitas de Carlos a casa de Elisa fueron espaciándose cada vez más. Elisa al principio no le dio mucha importancia; le pareció casi natural; sin embargo, a medida que pasaban las semanas lo echó de menos.
Las
dos parejas se llamaban de vez en cuando y salían a pasear a lo
largo del río; sin embargo, una
tarde en que
Miguel fue a ver a su hijo, Elisa invitó a Carlos a
su casa, para que escuchara un disco
inédito de Miles Davis. Él llegó
puntual. Mientras tomaban café él y té
ella, Elisa le preguntó: —¿Fue mi marido quien te pidió que
vinieras a verme cada jueves?
—No, Fabio sólo me recomendó
que te cuidara.
—Estaba segura de que
le habías prometido algo.
—¡Qué va! No le prometí
nada.
—¿Y por qué venías a verme cada jueves?
—Porque desde la primera cita me di cuenta de que me sentaba bien hablar contigo y que ibas a ser tú quien iba a cuidar de mí.
Elisa no se quedó convencida de la explicación de Carlos y para disimularlo se puso a reír. Cuando él se marchó, ella se dijo que nunca iba a desvelar el misterio de la cita de los jueves; pero pensándolo bien se dio cuenta de que le importaba poco, pues ella había salido ganando, y de mucho.
19
Cada
mañana cuando Elisa se despertaba, se dejaba llevar por la inercia.
Salía de casa puntual e iba andando al trabajo. Por la tarde volvía
de la oficina agotada. Se sentaba en el sofá, se quitaba los zapatos
y, mientras se hacía masajes en los pies hinchados, se reñía en
voz alta:
—Si voy estresada y tengo dolor de cabeza, es por
mi culpa; debería rechazar las tareas del despacho que tocarían a
mis compañeros. Si he engordado tanto, es por mi culpa; debería
llevar una vida menos sedentaria. Si mis viejas amigas ya no me
llaman, es por mi culpa; tendría que estar menos angustiada y ser
más comunicativa.
Hacia las ocho de la tarde, solía pedir por
teléfono una pizza o se calentaba un plato preparado que sacaba del
congelador. Se sentaba delante de la televisión y se tragaba sin
gusto aquella comida rápida. Mientras buscaba una película
divertida en la tele o en alguna plataforma, seguía dándole vueltas
a todo lo que le había salido mal durante el día. Se acostaba
tarde, pues le gustaba leer antes de meterse en la cama.
Por la
mañana se despertaba más animada, ya que se sentía menos culpable
y trataba de convencerse de que muchas veces la culpa era de los
demás, otras de nadie. Acababa de cumplir sesenta años. Se quedó
viuda a los cincuenta y cinco. Durante los primeros tiempos, siguió
saliendo con los amigos de antes, cuatro parejas muy unidas que se
conocían desde que eran jóvenes. Cada sábado iban a cenar a un
restaurante. Eran cariñosos con ella; sin embargo, a su lado se
sentía todavía más desamparada y cada semana le pesaba un poco más
salir con ellos.
Además del amor de Fabio, su fiel marido,
echaba de menos los largos viajes que hacían juntos. Había
intentado viajar con un grupo de colegas, pero no era lo mismo; no
sentía ni emoción, ni alegría, como cuando viajaba por el mundo
con su esposo.
Desde que se quedó viuda, cada jueves por la
mañana la llamaba Carlos, el mejor amigo de Fabio, y le decía con
su voz profunda: —Iré a tu casa hacia las cinco.
Elisa
sospechaba que Fabio, antes de morir, le hubiera pedido a Carlos que
fuera a verla cada semana. El primer día que se citaron, Elisa se
sintió incómoda a solas con Carlos, pero poco a poco se acostumbró
a sus visitas semanales.
A Elisa le gustaba el aroma del café
que cada jueves se difundía por la cocina. Le recordaba a Fabio
preparando meticulosamente la pequeña cafetera; sin embargo, no le
gustaba el sabor del café; prefería el té.
La bandeja que
ella colocaba sobre la mesa del salón contenía dos tazas de
porcelana blanca, con sus respectivos platillos y cucharitas, la
cafetera, una gran tetera humeante, dos servilletas de algodón
amarillo y un plato con mantecados que Elisa compraba en una
prestigiosa tienda del centro. Tan pronto oía el timbre, ponía un
disco. Le encantaba Kind
of Blue, de Miles
Davis.
Mientras
tomaban el café y el té a pequeños
sorbos, charlaban de esto y de aquello. Más que nada hablaba Elisa
de los hijos, que mientras tanto se habían casado y de las pequeñas
satisfacciones que le daban sus nietos; también se
quejaba de sus compañeros de trabajo… Al final, casi siempre
recordaba a su difunto marido, pero nunca mencionaba los meses
trágicos de su enfermedad. Sus charlas
duraban unos cuarenta minutos.
Carlos estaba casado, tenía dos
hijos treintañeros y era director de un hotel de cuatro estrellas.
Elisa se preguntaba cómo era posible que
un hombre tan ocupado tuviera tiempo para ir a verla cada semana.
Carlos no faltó nunca a sus citas, excepto una vez, pero le avisó
el día anterior con una llamada telefónica. Al cabo de un año,
Elisa comenzó a tenerle confianza y un día le habló de sus
desasosiegos y sentimientos de culpa.
— ¡Pero qué dices,
mujer, tú no tienes la culpa de nada!
Deberías dejar de atormentarte con esos pensamientos
negativos. Tienes que alejarte de tu entorno habitual para conocer a
otras personas, le dijo él.
Elisa
lo miró fijamente y con una voz temblorosa le contestó:
—No
es fácil. No tengo la edad para conocer a gente
nueva, ni mucho menos para tener otra pareja. Yo sin Fabio me siento
perdida.
—¡No digas tonterías, eres joven y bonita, aún
tienes tiempo para empezar otra vida! Le
contestó él.
Al despedirse, Elisa lo abrazó más fuerte
que otras veces.
La semana siguiente Carlos llegó a casa de
Elisa con antelación. Mientras sorbía lentamente su café,
tomó las riendas de la conversación.
—¿Te acuerdas de lo
que hablamos la semana pasada?
— Claro.
— Elisa, te
voy a contar una historia y luego me dices lo que piensas de ella.
Carlos se sentó en la butaca de Fabio y empezó a hablar: —El
otro día se presentaron en mi despacho dos
octogenarios. Se quedaron quietos de pie frente a mí, mientras yo
hablaba por teléfono. Los observaba desde el escritorio, escuchando
a una clienta que se quejaba del ruido que
hacía el aire acondicionado de su habitación. Los dos tenían la
mirada fija en el suelo. Cuando colgué el teléfono, siguieron
callados. Al cabo de poco, el hombre, que era apuesto, a pesar de su
edad, comenzó a hablar, mientras que la mujer, que todavía
conservaba un poco de su aspecto juvenil, permaneció en silencio.
Empezó elogiando el hotel, luego la ciudad y siguió así
durante unos minutos. Se sentó en una silla y me dijo:
—Nuestra
cama se rompió. Saltamos encima de ella. Lo sentimos mucho.
—Pero
no nos hicimos nada; al contrario, fue muy divertido, dijo la esposa,
que se había animado y vuelto de repente más comunicativa.
—Lo
importante es que nadie se haya hecho daño, les dije
yo.
Quién
sabe lo que pasó en la habitación de los viejecitos, pensé, pero
no quise darle importancia, pues había previsto cambiar las camas.
Los trasladé a otra habitación sin pedirles explicaciones. Me
dieron las gracias varias veces y se marcharon aliviados.
Los
dos ancianos antes de dejar el hotel volvieron a mi despacho para
darme de nuevo las gracias y una propina, que no acepté. Llamé a un
taxi y mientras los acompañaba hacia el aparcamiento frente al
hotel, me di cuenta que ambos eran muy ágiles. El hombre con una
mueca, que luego se convirtió en una risa contagiosa, me dijo:
—A
pesar de la edad, nosotros todavía tenemos una vida sexual
activa.
—Hacer el amor es bueno para la salud: refuerza el
corazón y los huesos, disminuye el estrés y combate el dolor de
cabeza, dijo ella haciendo hincapié en cada palabra, mientras
sonreía.
—El sexo es el elixir de la larga vida; es mucho
mejor que un antidepresivo, concluyó él.
Mientras me saludaban
con un apretón de manos, me impresionó de nuevo el brillo de
alegría de sus ojos.
Elisa
se levantó para girar el disco, se sirvió otra taza de té y dijo
lacónicamente:
— Es un relato realmente divertido.
—
No solo es divertido, yo estoy seguro de que las historias de los
demás nos enseñan a vivir.
— No exageres.
— ¿Qué
habrías hecho tú en su lugar? Le preguntó Carlos.
—A mí
nunca me va a pasar esto.
—Pero mujer, trata de ponerte en la
situación emocional de la viejecita, le dijo Carlos.
— Pues…
Estaría avergonzada, pero al mismo tiempo sería feliz con un marido
tan apasionado, le contestó después de reflexionar un poco.
—Mira,
a ti te iría bien abrirte al mundo y quién sabe, podrías conocer a
otro hombre.
—Estas cosas solo les suceden a los demás.
Al cabo de una semana, Carlos volvió a casa de Elisa y, después de dejarle hablar de sus cosas, le dijo:
—Voy a contarte una historia de un cliente muy raro. A mí me ha impresionado mucho y creo que de ella podemos sacar buenas cosas.
—Me encantan tus relatos.
Carlos
se levantó de la butaca, fue a coger un cigarrillo de su chaqueta y
sin encenderlo empezó a contar: El otro día me llamó la camarera
del primer piso, la que se encarga de limpiar y cambiar las camas,
para decirme que hacía dos horas que sonaba una alarma en la
habitación 108; se detenía, pero al cabo de unos minutos volvía a
empezar. Me preguntó si debía entrar o no para ver si pasaba
algo. Le dije que no se preocupara, que yo me encargaría de ello.
Llamé a la puerta de la habitación 108 y después de unos minutos
me abrió un hombre de mediana edad, con el pelo despeinado y con
cara de pocos amigos. Yo le dije: — Buenos días. Su despertador no
para de sonar. ¿Qué pasa?
—Todo bien, me contestó él.
—
¿Necesita algo? Insistí.
— No… Pero usted se preguntará
por qué enciendo y apago la alarma continuamente.
—De hecho,
me lo estoy preguntando.
—En casa, por lo general, cuando leo
me coloco el despertador cerca de mí para escuchar su tic tac. De
vez en cuando pongo la alarma. El sonido del reloj es lo único que
me hace compañía y me apacigua.
—Venga conmigo, un café le
sentará bien, le dije yo.
El hombre, que todavía llevaba
puesto el pijama, aceptó mi invitación sin protestar. Me dijo que
iba a bajar dentro de unos quince minutos. Creo que se duchó y se
arregló un poquito, pues su aspecto había mejorado. Le ofrecí un
capuchino y un cruasán en el bar del hotel. Comenzó a hablar
mientras se secaba con una servilleta de lino blanco la espuma de
leche pegada en sus labios.
Me dijo que desde hacía dos meses
no salía de casa y tampoco nadie lo visitaba, ni amigos ni
familiares. Le venían ataques de pánico cuando intentaba abrir la
puerta y salir; sentía un dolor fuerte en el pecho, que lo hacía
retroceder y tumbarse en el sofá. Después de una hora se sentía
mejor. Hacía la compra a través de Internet. Había obtenido la
jubilación anticipada y no tenía problemas económicos. Su rutina
precaria se alteró por un extraño sueño, que me contó
minuciosamente: me
vi remando una barca en un mar cuyas olas eran cada vez más
altas. Sufría y me afanaba, sintiéndome a la deriva. A un cierto
punto, como por arte de magia, llegué a una cala, donde había un
hotel. Era un edificio pequeño, con un gran letrero, que decía
Hotel Plácido. Caminé por la arena de la playa un largo trecho; me
sentía bien, como nunca antes, pero esa sensación duró poco; tras
el sonido insistente del despertador abrí los ojos.
Me
dijo que aquel bienestar onírico le había dado el impulso para
buscar, en la guía telefónica, un hotel que tuviera el mismo nombre
que el del sueño. Reservó una habitación, hizo la maleta y tomó
el primer tren disponible para la costa. No sabía cómo había
logrado salir de casa. Solo recordaba que mientras abría la puerta
escuchaba el sonido del despertador que se había metido en el
bolsillo de la chaqueta y que de vez en cuando encendía y apagaba.
Lo animé, diciéndole que había sido muy valiente, pero que
ahora tenía que salir del hotel.
—Qué historia increíble.
¿Y realmente logró salir? Preguntó Elisa.
—Sí, lo empujé
con cuidado en la puerta giratoria y se dejó llevar; sin embrago,
con una mano iba tocando el despertador que tenía en el bolsillo,
con la otra me agarraba el brazo. Luego tomó un taxi, pero no sé a
dónde se fue. Por la tarde regresó y me dijo que partiría al día
siguiente, a Brasil, donde había encontrado otro hotel con el mismo
nombre.
— ¿A Brasil? No me lo puedo creer, exclamó
Elisa.
—¿Qué harías tú si no pudieras salir de casa? Le
preguntó Carlos.
— ¡No quiero ni pensarlo! Yo también he
tenido ataques de pánico, pero da una cosa hablar de ello. No quiero
revivir aquellos momentos.
La semana siguiente Carlos, después de tomar un café, le preguntó a Elisa:
—¿Quieres que te cuente lo que me pasó el otro día en el hotel?
—Sí, me gustan mucho tus relatos
A
media mañana me llamó la camarera del primer piso, la que se
encarga de limpiar y cambiar las camas y me dijo que hacía dos horas
que en la habitación 108 sonaba una alarma; de vez en cuando se
paraba, pero al cabo de unos minutos volvía a empezar. Me preguntó
si debía entrar.
Le dije que no se preocupara, que yo me
encargaría de ello. Llamé a la puerta de la habitación 108 y
después de unos minutos me abrió un hombre de mediana edad en
pijama, con el pelo despeinado y con cara de pocos amigos. Yo le
dije: —Buenos días. Su despertador no para de sonar. ¿Qué
pasa?
—Todo bien, me contestó.
— ¿Necesita algo?
Insistí.
— No… Pero usted se preguntará por qué enciendo
y apago el despertador, me contestó.
—De hecho, me lo estaba
preguntando.
—En casa cuando leo, me coloco el despertador
cerca para escuchar su tic tac. De vez en cuando conecto la alarma.
El sonido del reloj es lo único que me hace compañía y me
tranquiliza.
—Venga
conmigo, un café le sentará bien.
El hombre aceptó mi
invitación sin protestar. Me dijo que bajaría dentro de unos quince
minutos. Creo que se duchó y arregló un poquito, pues su aspecto
mejoró mucho. Le ofrecí un capuchino y un cruasán en el bar del
hotel. Comenzó a hablar, mientras se secaba con una servilleta de
lino blanco la espuma de leche pegada en sus labios.
Me contó
que hacía meses que no salía de casa y que nadie lo visitaba, ni
amigos ni familiares. Tenía ataques de pánico cuando intentaba
abrir la puerta y salir; sentía un dolor fuerte en el pecho, que lo
hacía retroceder y tumbarse en el sofá. Al cabo de una hora se
sentía mejor. Hacía la compra a través de Internet. Había
obtenido la jubilación anticipada y no tenía problemas económicos.
Su
rutina precaria se alteró por un extraño sueño, que me contó
después de haberse callado unos minutos:
Se vio remando
una barca, en un mar cuyas olas eran cada vez más altas. Sufría y
se afanaba, sintiéndose a la deriva. A un cierto punto divisó
tierra y llegó a una playa, donde había un hotel. Era un edificio
pequeño, pero el letrero, que decía Hotel Plácido, se veía de
lejos. Caminó sobre la arena durante un largo trecho; se sentía
bien, como nunca antes le había pasado, pero esa sensación duró
poco, pues el sonido insistente del despertador le hizo abrir los
ojos.
Me
dijo que aquel bienestar onírico le había dado el impulso para
buscar, en la guía telefónica, un hotel que tuviera el mismo nombre
que el del sueño. Reservó una habitación, hizo la maleta y tomó
el primer tren disponible para la costa.
No sabía cómo había
logrado salir de casa. Sólo recordaba que mientras abría la puerta
escuchaba el sonido del despertador que se había metido en el
bolsillo de la chaqueta y que de vez en cuando encendía y apagaba.
Lo animé, diciéndole que había sido muy valiente, pero que
ahora debía salir del hotel.
— ¡Qué
historia tan increíble! ¿Y realmente logró salir ? Le preguntó
Elisa.
—Sí, con mi ayuda entró en la puerta giratoria; con
una mano tocó el despertador que tenía en el bolsillo y con la otra
me agarró. Luego tomó un taxi, pero no sé a dónde se fue. Por la
tarde regresó y me dijo que el día siguiente iría a Brasil, donde
había encontrado otro hotel con el mismo nombre. — ¿A Brasil? No
puedo creerlo, exclamó Elisa.
—¿Qué harías tú si no
pudieras salir de casa? Le preguntó Carlos.
—No quiero ni
pensarlo. Yo también tuve ataques de pánico, pero no puedo hablar
de ello. Fueron momentos malos.
Carlos
leyó en algún sitio y le quedó grabado que después de la muerte
de un ser querido es necesario dejar salir sentimientos y emociones,
de lo contrario el dolor queda atrapado dentro. El jueves sucesivo
fue a ver a Elisa con la intención de hablar de ello.
— ¿Por
qué no me cuentas algo de ti?
— ¿Qué quieres decir con eso? Pero si yo siempre te hablo de mí, le contestó Elisa.
— ¡No
de lo que estás haciendo ahora, sino de tu vida de antes! Háblame
de tus desengaños y de tus alegrías. Dicen que contarlo en tercera
persona es más fácil. Va, inténtalo, no te cuesta nada.
Cuando
Carlos ya estaba seguro de que ella no le diría nada, ella se puso a
hablar.
—Lo intentaré, empezaré desde que conocí a Fabio;
otra vez te contaré mi vida antes de Fabio.
Ella bajó de tono su voz chillona y empezó con esmero su relato:
Elisa
se casó con Fabio a los veintidós años. Él tenía casi diez años
más que ella. A los veinticinco ya tenían dos hijos. ¿Por qué se
casó tan pronto? Se lo preguntaba a menudo, sin saber darse una
respuesta. Ella desde el principio apreció la amabilidad y
generosidad de su esposo. Fabio se convirtió en su faro: él lo
decidía y lo arreglaba todo. Se dio cuenta de lo mucho que lo amaba
cuando él enfermó.
A Elisa le pesaba su trabajo aburrido y la
guerra que le daban los niños. A veces soñaba con dejarlo todo y
huir a otra ciudad. Los días le parecían áridos y tristes. Para
ahuyentar los
pensamientos
negativos, corría al gimnasio, a la esteticista o al peluquero; sin
embargo, sólo se sentía bien cuando hacía la maleta y se iba con
su marido de viaje, no importaba a dónde fueran.
— ¿Estás al tanto? Quizás me estoy haciendo un lio, saltando de un tema a otro. Le preguntó Elisa.
—Lo
haces muy bien, todo está claro; anda, sigue, dijo Carlos.
Fabio
era un hombre ambicioso y capaz. En poco tiempo salvó
la
pequeña empresa de monturas de gafas de su suegro, que estuvo
apunto
de quebrar. Elisa era coqueta. Le gustaba
ir bien vestida. Todo le quedaba bien, pues estaba
delgada.
Su cara era bonita, pero a ella no le gustaba su nariz respingada.
Quiso
operarse,
a pesar de que su marido se lo había desaconsejado. Tuvo
una infección que la obligó a estar varios días vendada, pero
superó estoicamente el dolor y las molestias respiratorias. Cuando
desaparecieron los hinchazones y los moretones,
descubrió
que su
nariz
era demasiado pequeña y sus
fosas
nasales desproporcionadamente anchas. Cada vez que se miraba al
espejo se desanimaba. Se encerró en su habitación. Pasaba horas
sentada en pijama en el sillón o en la cama. Comía poco
y
casi no hablaba.
Fabio se asustó y tuvo que idear un plan
para hacerla salir de casa. Le habló de un hotel de lujo en una isla
exótica; luego le mostró las fotografías de unas
playas
de ensueño y el programa detallado del viaje. En menos tiempo del
que pensaba, convenció a su esposa para ir al Caribe.
A
regañadientes vendió algunas acciones y confió la gestión de la
fábrica a un hombre de confianza y
le
aconsejó a Elisa que solicitara a su jefe una excedencia del
trabajo. Con los bolsillos llenos de billetes partieron.
Elisa
por la mañana iba a la playa; llevaba un sombrero de paja y unas
gafas de sol llamativas. Todos la miraban como si fuera una actriz
famosa. Ella se sentía atractiva y dejó de pensar en su nariz. Leía
bajo la sombrilla mientras se dejaba acariciar por la arena
blanca.
Fabio, con la excusa de que el sol le hacía daño,
se quedaba en el hotel trabajando. Elisa volvía a estar de buen
humor, solía
contarle
a su marido las cosas divertidas que le habían sucedido en la playa
y también
hablaba
risueña de
los
huéspedes del hotel.
Después de tres semanas regresaron a
casa, pero poco después, Elisa
le
pidió a su marido que la llevara al Sudeste Asiático… En
primavera cruzaron Rusia en tren. En verano fueron a Estados Unidos.
El invierno llegó y decidieron ir a Australia. Después de un año
viajando por el mundo, decidieron detenerse. Los largos viajes habían
ayudado a Elisa a encontrar su equilibrio. Al regresar a casa,
contrariamente a lo que todos habrían esperado, Elisa volvió a su
trabajo. Se sentía satisfecha, hasta que una noche Fabio comenzó a
toser y a escupir sangre. Descubrieron que tenía un cáncer muy
agresivo. Fabio en seguida comprendió que le quedaban pocos meses de
vida; en cambio, Elisa no quería aceptar la enfermedad de su marido.
Se empeñaba en convencerse a sí misma, a pesar de los diagnósticos
de los especialistas, de que él se curaría. En el hospital, Elisa
no pudo despedirse de él. Seguía repitiéndole que pronto volvería
a casa; cuando él entró en un estado de inconsciencia, lo acarició,
lo besó y le dio las gracias por el amor incondicional que le había
ofrecido. Ella
organizó
el funeral y se ocupó de todos los trámites burocráticos. Muchas
personas fueron a darle el pésame. A veces era ella quien consolaba
a los demás, pero
no
soportaba a los que
la
compadecían.
Los
hijos tenían casi treinta años cuando Fabio murió; uno trabajaba
en Roma y el otro en Canadá. Esperaron una semana antes de
marcharse. Elisa hubiera querido decirles: —No os vayáis todavía,
pero no lo hizo; era demasiado orgullosa, para aceptar que le daba
miedo quedarse sola en casa. Estaba enojada y triste, pero no quería
que nadie se diera cuenta. Se aguantó y jamás lloró delante de los
demás. Se esforzaba por no decepcionar a sus hijos. Cuando les
llamaba, se alegraba y se acostumbró a que vivieran lejos. En
realidad, ella necesitaba sólo a Fabio. Estaba aferrada a él y no
conseguía
empezar
una nueva vida sin él.
—
No
me mires así, le dijo Elisa, tomando aliento.
— ¿Así cómo?
Le respondió
Carlos.
—
Como si hubiera cometido errores terribles en mi vida.
—¡Que
va!, te miro con asombro y admiración.
—No me tomes el pelo.
—No estoy bromeando, de verdad. Ya sé que no es fácil superar una depresión; mientras me hablabas pensé en la historia del hombre del despertador… Y podría contarte la peor época de mi vida, pero dejémoslo.
Las
semanas pasaban y Carlos seguía visitando cada jueves a Elisa. Ella
se iba dando cuenta de que algo le pasaba a
Carlos, pues dejó de
contarle historias; le notaba que disimulaba su tristeza,
pero no entendía qué le sucedía.
Un día Carlos la invitó a
cenar a su casa. A ella le asombró y le preguntó:
—¿Y tu
esposa? Últimamente no me hablas nunca de ella, ¿os ha pasado algo?
— Disculpa si no te dije nada.
Laura y yo lo hemos pasado muy mal, pero
ahora las cosas se están arreglando.
— ¡Tranquilo!
Ya me lo contarás otro día.
—No,
mejor ahora, me irá bien desahogarme contigo.
Carlos se aclaró
la voz y le dijo:
—Laura hacía tiempo que estaba
muy rara… Cuando yo le decía que se había vuelto huraña, ella le
daba la culpa a la menopausia. Pero cada día estaba más malhumorada
e irascible; me reprochaba los retrasos y las ausencias nocturnas,
cosa que antes nunca lo hacía. Al principio llegaba tarde a casa a
causa de los problemas del hotel, pero después empecé a ir a
locales nocturnos. Nuestro hogar me oprimía. Trataba de estar en
casa lo menos posible. Regresaba cuando Laura ya estaba acostada.
Empecé a jugar a las cartas. Un cliente me introdujo en
un club exclusivo donde se jugaban sumas elevadas. La mayoría de las
veces perdía bastante dinero. Luego me enganché rápidamente
a las tragaperras y a otros juegos de azar.
No me di cuenta de que Laura tenía
una depresión. Las pastillas que tomaba
le daban la fuerza para levantarse e ir a
trabajar, pero al llegar a casa se encerraba en el cuarto de los
invitados. Yo no lograba hablar con ella y
cada día nos alejábamos más. Después de unos meses, Laura comenzó
a sentirse mejor, pero yo ya estaba perdido en mi mundo.
Laura
empezó a sospechar que yo tenía una doble vida y, cuando descubrió
mi adicción al juego, se enojó por todas las mentiras que le había
dicho; yo, para defenderme, la traté mal. Y le grité: —Voy
a jugar de noche por tu culpa.
Estaba furioso, cosa rara en mí.
Laura cogió sus cuatro cosas, las puso en la maleta y se fue de
casa. Me quedé paralizado largo rato delante de la puerta, luego me
encerré en mi
habitación y me puse a llorar. Acostado en la cama, miré el
espacio del colchón que ella dejó vacío y reflexioné sobre
las causas del desastre de nuestra vida de pareja: me di
cuenta de que había dedicado demasiadas horas al
trabajo y había dado por sentado que Laura siempre estaría a mi
lado. Pasaron varias horas y me quedé dormido. Al amanecer de
repente abrí los ojos. Salí de casa con la intención de hacer algo
para no perderla. Estaba desesperado, corría de un lado a otro; fui
a buscarla por todas partes; la encontré al anochecer en casa de una
prima suya. Hablamos toda la noche; le prometí que haría todo lo
posible para dejar de jugar. Nuestros hijos no se enteraron de
nada, viven lejos y los vemos poco. Ella no quiso
volver a casa. Yo sufrí mucho, hasta que empecé la terapia de
grupo.
— ¿Vas a un psicólogo?
— Sí, comencé hace
poco. Voy una vez a la semana. Somos un grupo de seis personas, todos
con adicciones o problemas emocionales. Él nos ayuda para que
hablemos de nuestras experiencias, miedos, insatisfacciones y
ansiedades. Intenta que nos ayudemos mutuamente.
Carlos
guardó silencio durante algunos segundos y luego
añadió:
—Ahora trabajo menos y por la tarde trato de ir a
pasear o al cine con Laura.
— Me alegra saber que estáis
tratando de volver juntos, pero me siento culpable por nuestra cita
de los jueves. ¡Ese tiempo
lo ha ido robando
a tu mujer! dijo Elisa.
— ¿Pero qué dices? Nuestras citas
de los jueves me dan valor para seguir
adelante. Contigo olvido mis problemas. Nos
ayudamos mutuamente. ¿No te pareces?
— ¡Si lo dices tú!
—
Fue Laura quien tuvo la idea de invitarte a cenar. También estará
su hermana y Miguel, un primo. Los dos son
muy simpáticos… Una tarde, al salir del
edificio de mi psicólogo, coincidí con Miguel. Él se mudó al piso
de la segunda planta hace muy poco. Ni yo
ni Laura lo sabíamos. Hacía tiempo que no nos veíamos.
—
¿Miguel es primo de tu esposa?
—Sí,
pero en realidad son primos de segundo grado. ¡Anímate y ven a
cenar con nosotros! Yo prepararé el primer plato y Laura el segundo.
— Está bien, voy a ir. ¿Qué os puedo
llevar?
— No nos hace falta nada, pero si quieres, lleva una
botella de vino.
Elisa llegó puntual a la cena y se sentó al
lado de Miguel, quien se había separado recientemente de su esposa.
Toda la noche la pasó a su lado y descubrió que tenían muchas
cosas en común; a él también le gustaba viajar por el mundo.
Aquella noche, inesperadamente, se divirtió mucho.
Miguel
no le habló ni de su hijo ni de la carpintería.
Lo hizo varias semanas después cuando fueron al teatro.
Cuando acabó el espectáculo se
fueron a cenar y Miguel, después
de haber tomado algunas copas de vino, le contó que
hacía poco había inaugurado, con la ayuda del ayuntamiento, un
taller de carpintería para la recuperación de los
chicos y chicas del barrio en situación de
riego. Su bisabuelo, su abuelo y su padre eran carpinteros; él
decidió romper la tradición
familiar, siendo ingeniero. Cuando murió
su padre, heredó la carpintería; la cerró
y cuando se jubiló, invirtió todos sus ahorros en aquel proyecto.
Le confesó que tenía miedo de fracasar. Al final le habló del
accidente grave que tuvo su hijo y también
le dijo que acababa de divorciarse
de su esposa. Elisa, después de la tercera copa
de vino, aflojó su tensión y le habló de
la enfermedad de su difunto marido y de su difícil relación con la
comida. Y desde entonces empezaron a salir juntos los viernes al
atardecer.
Una noche, Elisa se quedó a dormir en el apartamento
de Miguel. La casa era grande, con muchas ventanas
y balcones. Estaba decorada con pocos muebles modernos. Los muebles
del dormitorio eran minimalistas, pero la
cama era una pieza antigua. No era una cama
con dosel, pero era bastante alta del suelo. Miguel le
contó que era de su bisabuela y que
la noche de bodas ella se escondió debajo de la
cama y no quería salir de ninguna manera. El pobre esposo se metió
debajo de la cama y con delicadeza, caricias y remilgos logró
sacarla.
— ¡Vaya con tu bisabuela!
—Aquí nacieron todos sus hijos, dijo Miguel pensando en su abuelo.
Elisa
con la excusa de que quería ducharse se encerró en el cuarto baño.
Se sentó en el borde de la bañera y se preguntó: —¿Lograré
acostarme con un hombre después de tanto
tiempo?
Se dio una ducha caliente y se tranquilizó.
Miguel
ya estaba bajo las sábanas cuando Elisa salió
del baño. Ella se quedó unos segundos mirándolo y luego con un
salto se lanzó en la cama. La cama crujió.
Ambos estallaron en risas. Elisa después del amor le contó a Miguel
la historia de los dos viejecitos del hotel.
Carlos,
después del período de crisis, delegó muchas de sus tareas del
hotel al subdirector. De vez en cuando, cuando salía del trabajo,
sentía el impulso de ir a jugar, pero
se
sentaba en un banco y esperaba a que le pasara. Se quedaba quieto
mirando las manecillas del reloj. Era el reloj de su padre. Lo había
encontrado en un cajón. El tic tac lo calmaba. Después de unos
minutos se levantaba y se iba a casa.
Laura y Carlos, al
anochecer, se citaban para pasear junto al río. En casa hablaban
poco. En cambio, al aire libre entablaban largas conversaciones. A
Laura le habría gustado que Carlos
le
hablara de Elisa y saber qué se decían cada jueves. Pero la vez que
se lo había preguntado, él se había mantenido en lo vago y parecía
molesto, así que no insistió.
A veces Carlos
invitaba
a Elisa a pasear con ellos. Laura hubiera querido decirle a su marido
que se sentía incómoda con la viuda,
pero
no lo hacía. Viéndolos juntos, sentía un malestar extraño;
aquella mujer,
que sólo sabía llamar la atención
con
sus quejas y suspiros aburridos, la irritaba. Miguel
iba
pocas veces con ellos, sólo los días en que cerraba antes
la
carpintería.
Una tarde, mientras caminaban, tocaron el tema
de
la comida.
—
Ayer
Miguel vino
a mi casa. Preparó espaguetis
con
tomate y espárragos, y de segundo, filetes con pimienta verde. Todo
era delicioso, dijo Elisa.
— Pero, ¿no eras una vegetariana
empedernida? preguntó
Laura.
—
Antes lo era, ahora no. Pero sigo comiendo poca carne.
Carlos
notó
el
tono sarcástico
de
Laura y para cortar la tensión les dijo: ¿Alguna vez os
he
hablado del hombre que solo comía
carne?
—No,
dijo Elisa.
—Yo tampoco se nada, respondió Laura.
Se
sentaron en un banco y Carlos les contó a las dos mujeres la
historia del hombre carnívoro:
Tuvimos
un
cliente
que cada semana reservaba una mesa para cenar y una habitación por
una noche. Desde el primer día me intrigó, pues se parecía
a
un huésped carnívoro
que
iba
cada
año a la pensión de
mis
padres cuando era pequeño. Una noche me senté en su mesa mientras
fumaba un cigarro. Él era tímido, pero comenzó a charlar conmigo
de cosas sin importancia. Después de varias semanas, me di cuenta de
su inmensa soledad.
-¡Cuántas
personas solas hay en los hoteles!, exclamó Laura.
- ¡Sí, y
cada una con sus rarezas! Dijo Carlos.
El rostro de Elisa se
iluminó, pues le encantaba escuchar la voz de Carlos. Laura miró de
reojo a Elisa. Hubiera querido que no estuviera. Sentía que esa
mujer le quitaba la veneración que en aquellos
días
Carlos tenía
por ella.
Carlos
siguió el relato:
A
él le gustaba cocinar y sobre todo
comer.
Salía cada
lunes
y miércoles a comprar pan y antes de volver a casa
daba
un pequeño paseo alrededor de la plaza. Los viernes iba al mercado,
a su carnicería de confianza, donde compraba carne picada, filetes
de ternera, chuletas de cordero y costillas de cordero. Tenía una
cocina bien equipada y muy ordenada. Detrás de la puerta, colgó
varios
delantales.
Debajo de la escalera puso
un
congelador donde conservaba sus chuletones de carne. Su madre le
había enseñado a cocinar la carne de ternera, que según ella era
la mejor, pero su
especialidad
era el
estofado de jabalí.
—¿Pero
cómo era físicamente ese
comedor
de
carne? le pidió Elisa.
—No me interrumpas, de lo contrario
pierdo el hilo, le contestó
Carlos.
Era
un hombre del montón, calvo y
rechoncho,
pero siendo
alto
se notaba menos su gordura. Cuando bebía vino, sus mejillas
regordetas se le llenaban de
manchas
rojas.
Casi
siempre llevaba la misma ropa: en invierno un suéter de lana beige y
unos pantalones de pana marrones, en verano una camiseta blanca y
unas bermudas
grises.
Vivía solo. Por las tardes
se
cortaba un puro
por
la mitad, lo encendía y se sentaba en su
sillón
preferido, devorando novelas. Trabajó muchos años
como
contable en una gran fábrica de géneros de punto. Desde que se
jubiló, no se relacionaba con nadie, salvo con una ex compañera
de
la oficina. La mujer llevaba tiempo separada, pero su vida era
complicada, pues su ex marido, que era un cantamañanas,
cada
vez que se metía en un lio le pedía ayuda.
El hombre gordo
invitaba a su ex colega
a
almorzar cada domingo. Preparaba la mesa con un cuidado maníaco y
servía con elegancia los apetitosos platos, nombrando
con
satisfacción la
lista
de los
ingredientes.
Para
él, ella era más que una amiga, pero nunca logró comunicarle
sus
sentimientos. Aunque ella se sentía atraída por la vida tranquila
y
rutinaria del hombre, le molestaba su falta de vitalidad y coraje.
Durante dos años, el hombre siguió invitando a la mujer cada
domingo, hasta que un día sufrió un ataque de gota y el médico le
prohibió comer carne. Llamó de inmediato a la mujer para contarle
que estaba enfermo y se quejó con ella del régimen que tenía que
hacer.
—Debes seguir los consejos del médico. Prométeme que
lo harás, le dijo ella.
— Lo intentaré, pero ¿qué pasará
con nuestra cita?
— Podemos seguir viéndonos como antes, si
de ahora en adelante de tu mesa desaparece la carne. De lo contrario,
no cuentes conmigo. Si quieres, te voy a enseñar
a
cocinar platos vegetarianos. Ven a mi casa, de verdad, incluso puedo
mañana.
El hombre, día tras día, se arreglaba para salir e ir
a casa de la mujer, pero no lo lograba; sin embargo, cada domingo
siguió preparando suculentos asados y guisos. Ponía
la
mesa con esmero para un único comensal y se comía él solo todos
los manjares que había preparado.
— ¡Qué
asco cocinar tanta carne! Me da ganas de vomitar solo pensando en
ello, dijo Elisa.
— ¡No exageres! Dijo Carlos.
— En mi
opinión, el comedor de carne debería haber ido de inmediato a ver a
la mujer. Él, a pesar de sus obsesiones, le habría llevado a ella
un soplo de novedad, como
los
meteoritos que, al caer en planetas lejanos,
dañan
la
superficie pero a veces
esparcen
semillas
de vida, dijo Laura.
— Yo también fui estúpido metiéndome
en los juegos de azar. No siempre es fácil actuar con sabiduría,
dijo Carlos.
— Pero ahora, gracias a la terapia de grupo, has
salido de eso, ¿verdad? Preguntó Elisa.
—Intento hacer lo
que puedo, dijo Carlos, un poco nervioso.
Laura,
cada vez que oía
las
palabras Juegos
de azar,
se sentía incómoda y trataba de cambiar de tema.
—¿Por qué
los protagonistas de tus historias son siempre hombres?
—Porque
al hotel llegan hombres solos; las mujeres suelen ir
acompañadas,
respondió Carlos.
Desde
que Laura había descubierto la doble vida de Carlos, se había
obsesionado con
Elisa
y se preguntaba: —¿Cómo
es posible que mi marido mime y proteja a
una
mujer tan superficial como Elisa? ¿Por qué todavía va a verla
cada
jueves? ¿Qué tiene Elisa que yo no tenga?
Al principio dio
poca
importancia a las visitas semanales de
su
marido a
la viuda; sin embargo, desde que su matrimonio se estaba quebrando,
empezó
a echarle la
culpa de lo sucedido a Elisa. Pero siempre
se
arrepentía y alejaba aquellos
malos
pensamientos. Para convencerse de que no estaba celosa, de vez en
cuando invitaba a Elisa a tomar un café e intentaba sonreír cuando
algún domingo
Carlos le
proponía salir con Elisa y Miguel. Una tarde, mientras las
dos
parejas paseaban por un parque, se tropezaron con un vagabundo que
dormía en una vereda, entonces Laura le preguntó a Elisa:
—¿Te
acuerdas de la mujer con dos bolsas repletas de cosas que encontramos
el otro día a la salida del bar?
—Sí, llevaba un vestido un
poco descuidado, pero se notaba que había sido una mujer hermosa,
respondió Elisa.
—A mí me impresionó. Cuando tú te fuiste
a la oficina, la volví a ver, pues
estuve
paseando por las callejuelas
del
centro; casi me perdí, dijo sonriendo.
Laura escondía a todo
el mundo que
a veces se desorientaba. Comenzaba a sudar cuando no reconocía las
calles. Sufría sintiéndose perdida. Conducía poco, solo iba en
coche a los lugares donde conocía bien el recorrido. Había leído
que se trataba de una especie de dislexia geográfica.
—A mí
también me intrigan las personas sin hogar, dijo Miguel.
—En cambio, yo no quiero saber nada de eso. He tenido tantos
problemas en la vida que no quiero
ponerme
en el lugar de las personas que sufren, concluyó Elisa.
— En
un jardín público la vi sentada
en
un banco. Cuando me acerqué, se estaba recogiendo con elegancia los
mechones de su pelo cano en un moño. De una bolsa sacó un libro. Me
senté a su lado para
leer
el periódico. Al cabo de poco
le
dije: — hoy se está bien al sol.
—La mujer me sonrió y
comenzó a hablarme de sus peripecias, como si me conociera de toda
la vida, concluyó
Laura.
—Vamos,
cuéntanos la
historia
de esa mujer, le pidió
Carlos.
Laura no estaba acostumbrada a contar relatos
y
tardó unos segundos en hablar:
Se
quedó
viuda
pocos días después de cumplir sesenta y cinco años, su marido
estaba delicado de salud,
pero
su
muerte
fue
inesperada.
Ella sospechaba que su esposo hubiera abusado de tranquilizantes;
encontró una caja vacía unos días después, escondida en el cajón
de la mesita de noche. No estaba del todo convencida, pero cuando se
enteró de que su marido tenía
deudas,
comprendió su gesto extremo, a pesar de que
los
doctores dijeran que fue
un
infarto de corazón.
En pocos meses lo perdió todo: su
casa
fue hipotecada y luego embargada, y las cuentas bancarias se fueron
agotando. La mujer nunca había trabajado. Ella confiaba en su marido
y
le había dado carta blanca para invertir lo
poco
que había heredado de su familia.
Era una mujer sosegada, con
pocas ambiciones. Se había encerrado en su mundo, abandonando a sus
amigas, y
le
importaba poco lo que sucedía afuera de su casa. Le gustaba dormir y
se
levantaba de la cama tarde. A veces se quedaba mucho tiempo quieta
frente
a la televisión en camisón, otras se sentaba en el sillón para
leer
un libro. No teniendo hijos, tenía poco que hacer en casa. Por la
mañana se ocupaba de las tareas del hogar. A primera hora de la
tarde
planchaba, mientras veía una serie de televisión y luego otra más;
Al atardecer
preparaba
la cena
y
esperaba sentada en el sofá a que su marido, que trabajaba fuera de
la ciudad, llegara.
Salía solo a comprar fruta y verdura en la
tienda de al lado. Su
marido
la acompañaba al supermercado en coche, una vez por semana para la
compra grande. Solía congelar una hogaza de pan para tenerlo fresco
todos los días. No era infeliz; la rutina le daba seguridad; sus
días estaban marcados por los programas de televisión, le gustaban
sobre todo las películas de amor y las telenovelas.
Justo
después de la muerte de su marido y de perder el apartamento, se
mudó a
casa de
su
hermana en
una
ciudad cercana. Desde el principio comprendió que su cuñado no la
quería en su vivienda. Después de unos pocos meses, inventó la
historia de que una vieja amiga, recién enviudada, le pidió
que
fuera a vivir con ella.
Tomó el tren y se fue lejos. Hacia
el
sur donde el clima era más templado. De vez en cuando llamaba a su
hermana para que no se preocupara por ella. Cuando fueron nimbando
sus
pocos
ahorros, comenzó a pasar la noche en el dormitorio municipal. Cada
mañana tenía que dejar el catre libre para volver al atardecer
y
poder
dormir
allí otra noche. Se duchaba en los baños
públicos.
Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Siempre que podía
dejar las maletas en algún lugar seguro, iba a la biblioteca a pedir
prestado algún libro.
Cuando estaba
triste
y
desanimada,
intentaba reaccionar pensando que en unos meses cobraría la
jubilación de su marido, con la que podría alquilar una habitación
en una pensión.
—Qué historia tan triste, dijo Elisa mirando el reloj.
—Sigo
pensando que a través de las historias de los demás, vamos
aprendiendo a vivir, dijo Carlos.
A Elisa se le había hecho
tarde y saludó apresuradamente a Carlos y
a Laura. A mitad de camino, le llamó
Miguel, para decirle que había tenido un
imprevisto y que no iría a su casa. Elisa al principio se lo cogió
mal, estaba contrariada, pero poco a poco se fue conformando; se
sentó en la terraza de un bar y tomó
un zumo de naranja y un
sándwich.
—Hacía años que no me sentaba para comer sola en
un local, se dijo Elisa, recordando que nunca
pedía nada cuando salía a comer con sus amigas, solo tomaba un vaso
de agua y picaba alguna cosa de los platos compartidos.
A Elisa
tardaron algunos años en diagnosticarle su enfermedad. En aquel
entonces se sabía poco de la
anorexia y, cuando lo descubrieron, para ella fue
aún más difícil mantenerla bajo control, pero lo consiguió. Elisa
sabía que la anorexia, poco o mucho, la
acompañaría toda la vida. Como los alcohólicos que no pueden beber
ni una gota de alcohol, ella no podía ayunar. Debía seguir los
horarios de las comidas y no saltarse ni una. Tenía que comer aunque
no tuviera hambre.
Aquella
noche, mientras Carlos y
Laura regresaban a casa, hablaron poco. Carlos se puso a trabajar en
el ordenador, pues tenía cosas pendientes del hotel y sin darse
cuenta trasnochó. Laura tardó en dormirse pensando
en la pregunta que le hizo la mujer sin hogar: —¿A
qué se dedica usted? Y en lo que le
contestó ella: —Soy enfermera. Me gusta
trabajar en el hospital, pero he pasado por un momento difícil. No
quisiera desearle a nadie la pena que sentí
cuando una noche volví a casa cansada y él no estaba. Eso siguió
pasando cada día. Me acostaba angustiada. Tomaba somníferos. Él
regresaba a casa a altas horas de la noche. Casi no hablábamos,
apenas nos mirábamos y no hacíamos el amor desde hacía varios
meses. A mí me dolía que él durante varios años, cada
jueves, fuera visitar a la viuda de su mejor amigo; quién sabe qué
se decían o qué hacían. Estaba
desesperada, pero quería salvar nuestro matrimonio. Sin embargo,
llegó un día en que ya no me quedaban fuerzas
para luchar y caí en una depresión espeluznante. Después de largas
vicisitudes, que no voy a contarte, ahora estoy mejor y estamos
tratando de empezar de nuevo.
Luego pensó en una tarde que
invitó a Elisa a merendar en un bar; fue la primera vez que le
pareció menos quejica. Ella solía tomar
lentamente un café con leche, escuchando a Elisa
que sorbiendo su té no dejaba de contar
cosas de su trabajo. Aquella tarde
tuvo el valor de preguntarle de qué hablaban cada
jueves ella y Carlos.
—Tu marido me
contaba anécdotas del hotel, yo en cambio
le hablaba de cosas sin importancia; la mayor parte del tiempo me
quejaba. Él me escuchaba, ¡pobre Carlos!
—¿Y de mí
hablaba?
— Muy poco, me contaba de los clientes de su hotel…
Entre nosotros no hubo nada. Te aseguro que
Carlos ha sido siempre un amigo para
mí.
Laura recordaba lo aliviada que se sintió tras escuchar
aquellas palabras. Seguía sin lograr dormirse,
pero no estaba nerviosa, al contrario, de buen humor. Entonces
tuvo una idea audaz. Cuando Carlos se
acostó, ella todavía estaba despierta y le dijo entusiasmada que
había solucionado el problema de su vecina,
una anciana que vivía sola y que desde hace tiempo buscaba a una
mujer de confianza, a quien ofrecer
alojamiento a cambio de
una pequeña ayuda
en las tareas del hogar. A Carlos no le
sorprendió para nada el altruismo
de su esposa, la conocía bien, y la apoyó
con entusiasmo.
— Mañana voy a
llamarla, pero seguro que tendré que dejarle
un mensaje en el contestador, está tan sorda, que a todas horas sube
el volumen del televisor y nunca oye el
teléfono, ni mucho menos el timbre.
Aquella
noche, Elisa se sintió
un
poco sola y para no echar de menos a Miguel empezó a leer un libro.
Se puso el disco
Kind
of Blue de Miles Davis
que
tanto le gustaba,
pero
después de la primera canción lo quitó. Cogió otro disco,
Ascenseur
pour l’échafaud,
del mismo autor y lo escuchó cerrando los ojos. Recordó
la
película,
cuyo título en español era Ascensor para el infierno; la vio con
Miguel
en
un cine de arte y ensayo. Buscó noticias de aquella película en
Internet y se enteró
que
Davis esbozó pocas y rudimentarias secuencias armónicas para la
película
en la habitación de su hotel en París.
— En las habitaciones
de los hoteles suceden muchas cosas, pensó recordando a los
personajes extravagantes del Hotel Plácido.
Entonces le pasó
por la cabeza la imagen de
Laura
a quien
consideraba
una
mujer insignificante; no le interesó nunca
su
vida; sin embargo, en los últimos tiempos comenzó
a
apreciar a esa mujer amable que de vez en cuando veía cuando se
citaban en
un café.
Se dio cuenta de que Laura le gustaba
más
cuando estaba sola, sin Carlos.
Antes de irse a la cama, le
llamó Miguel, quien la tranquilizó y le dijo que le contaría de
persona lo que le había pasado, que era demasiado largo y complicado
por teléfono y
se pusieron de acuerdo
en
verse al día siguiente. Ella durmió poco, pues estaba impaciente,
por saber cuál era el misterio de Miguel.
Aquella
mañana
de domingo Elisa
se despertó temprano y salió de casa para dar un paseo, antes de su
cita con Miguel. Mientras caminaba, reflexionaba sobre las vueltas
que había dado
su
vida en pocas semanas. Miguel
llegó
a su casa puntual. Elisa había preparado un buen desayuno, pero no
sacó la cafetera de Fabio. Preparó una bandeja con dos tazas y dos
platillos de un azul intenso, una tetera del mismo color, dos vasos
llenos de zumo de naranja y la tarta de mermelada de higos que había
comprado en la pastelería de la esquina.
Antes de sentarse, se
acercó al tocadiscos y volvió a poner
su
disco preferido de Miles Davis.
—Este es
uno
de los discos favoritos de mi hijo, le dijo Miguel.
—Anda, Miguel, cuéntame lo que te pasó ayer, estoy impaciente por saberlo.
—No te preocupes, no pasó nada de grave. Fui a ver a mi hijo.
—¿Le
ha pasado algo más a tu hijo? ¿Dónde está ahora? ... Yo no paro
de hablarte de mis hijos, tú en cambio nunca me hablas de él. La
noche del teatro me mencionaste el accidente que tuvo, pero no sé
nada más.
Miguel aclaró la voz y le
dijo: —Quizás las cosas habrían sido diferentes si él no hubiera
sido hijo único. Mi esposa no quiso tener más.
A los tres meses del parto, ella regresó al trabajo, y el bebé
fue criado por una niñera que vivía con
nosotros. Desde el principio, no le gustaba el colegio y no se
aplicaba; nosotros nunca lo
aceptamos. Mi esposa y yo habíamos sido buenos
estudiantes y no entendíamos que a él le
costara tanto estudiar. Nuestros
respectivos trabajos nos ocupaban mucho tiempo, yo en aquella época
era director de una gran empresa, ella abogada en
un gabinete importante de la ciudad. No parábamos nunca en casa;
contratamos a una mujer que se encargara de nuestro hijo: lo
acompañaba a la escuela, lo iba a recoger y le ayudaba a hacer los
deberes.
Cuando en el instituto comenzó a suspender
asignaturas, buscamos a otros profesores que vinieran a casa a darle
clases particulares. Pero cuanto más lo presionábamos, peor iba la
cosa. Cambió varios colegios y repitió
dos años. Dejó los estudios antes de terminar el bachillerato. Ahí
lo perdimos. Empezó a salir con gente rara
y se fue de casa.
Nosotros dos nos avergonzábamos de él y no sabíamos qué hacer. Él
siempre rechazó nuestra torpe ayuda. No
quería nuestro dinero, pero de vez en cuando nos llamaba. Estábamos
desesperados, hasta que supimos que se había ido a vivir cerca de la
costa, a una comunidad fundada por un
maestro espiritual hindú. Estábamos un
poco más aliviados sabiendo dónde estaba, sin
embargo, él seguía sin querer vernos. Un
día, él y un compañero de la comunidad
tuvieron un accidente de tráfico muy grave. Nuestro hijo se salvó,
pero perdió la movilidad de las piernas.
Nuestro matrimonio se
había terminado desde hacía
tiempo, pero no queríamos admitirlo porque nos
faltaba la fuerza para superar una
separación. Solo queríamos que nuestro hijo volviera a casa, pero
él ya nunca más quiso volver
a vivir con nosotros. Hace un año le propuse a mi esposa que
comenzáramos los trámites para el divorcio y que vendiéramos
nuestra vivienda y compráramos dos apartamentos pequeños. Ella no
quería, pero al final aceptó. Miguel se
calló unos segundos, tomó aliento y luego siguió hablando:
Una
vez al mes vamos juntos a visitar a nuestro hijo. Ayer fuimos. Él
nos pidió que le lleváramos su colección de discos. Entonces,
cuando estábamos a punto de marcharnos, nos pidió que nos
quedáramos a cenar. Fue la primera vez. Por eso no pude ir a
verte.
— ¡Cuánto sufrimiento! Pero
me parece una buena señal que os pidiera
que os quedarais a
cenar, dijo Elisa.
— Esperemos. Durante la cena me preguntó
por la carpintería. Cosa que no había hecho nunca. Lo noté más
comunicativo y no nos rechazó como antes.
Elisa se alegró mucho por Miguel y se puso a reír.
—¡Y yo que me imaginaba que estabas con otra mujer!
— ¡Qué tonta que eres!
Carlos
aquel mismo domingo por
la mañana fue con su esposa a casa de la
anciana vecina, que inmediatamente aceptó
la propuesta de Laura. Quería conocer en seguida a la mujer sin
hogar, así que Laura corrió a buscarla
para darle la buena noticia.
Carlos se
sentó para tomar el café que le ofreció
la vecina. La anciana señora era habladora y
estaba muy contenta de tener a alguien quien la escuchara y comenzó
a contarle trocitos de su vida.
Carlos
estaba tan cansado que se durmió. La señora no se ofendió, pues se
dio cuenta de que repetía siempre las mismas cosas; al contrario,
sintió ternura por aquel hombre.
Desde que Elisa empezó a
salir con Miguel, Carlos iba saltando alguna cita del jueves con
cualquier excusa. Y poco a poco las visitas de Carlos en
casa de Elisa fueron espaciándose cada vez más. Elisa al principio
no le dio mucha importancia; le pareció casi natural; sin embargo, a
medida que pasaban las semanas le echaba de menos, pero se conformó.
Las dos mujeres se llamaban de vez en cuando y se citaban para ir a pasear con sus maridos a lo largo del río; solían quedar los domingos por la mañana. Las estaciones iban pasando y cada pareja encontró su equilibrio y su estabilidad: Laura y Carlos dormían en cuartos separados, pero por las tardes echaban la siesta en la misma cama, donde compartían intimidades, caricias y a veces sexo; Elisa no dejó que Miguel, como él deseaba, se fuera a vivir con ella y tampoco aceptó trasladarse a casa de él. Se citaban los viernes para pasar todo el fin de semana juntos en uno de los dos apartamentos.
Elisa y Carlos, desde que dejaron de citarse los jueves, no coincidieron nunca más a solas. Sin embargo, un día en que Miguel fue a ver a su hijo, Elisa invitó a Carlos a su casa. Laura no estaba y eso facilitó las cosas. Lo citó para aquella misma tarde.
Él llegó puntual. Mientras tomaban café él y té ella, Carlos le preguntó:
—¿A que se debe esa invitación inesperada?
—Te he llamado para que escuches un disco inédito de Miles Davis.
—¡No me digas!
—Y
también para preguntarte una cosa que hace tiempo que me da vueltas
por la cabeza: ¿Fue mi marido quien te pidió que vinieras a verme
cada jueves?
— No, Fabio sólo me recomendó que te cuidara.
—
¿Seguro que no se lo
prometiste? ¡Dime la verdad!
— ¡Qué no! No le prometí
nada.
—¿Y por qué venías a verme cada jueves?
—Porque desde la primera cita me di cuenta de que me gustaba hablar contigo y que ibas a ser tú quien iba a cuidar de mí, le contestó él sonriendo.
Elisa no se quedó convencida de la explicación de Carlos y para disimularlo se puso a reír. Cuando él se marchó, ella se dijo que nunca iba a desvelar el misterio de la cita de los jueves; pero pensándolo bien se dio cuenta de que le importaba poco, pues ella había salido ganando, y de mucho.
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