venerdì 20 settembre 2024

La cita de los jueves

 


Cada mañana cuando Elisa se despertaba, se dejaba llevar por la inercia. Salía de casa puntual e iba andando al trabajo. Por la tarde volvía de la oficina agotada. Se sentaba en el sofá, se quitaba los zapatos y, mientras se hacía masajes en los pies hinchados, se reñía en voz alta:
—Si voy estresada y tengo dolor de cabeza, es por mi culpa; debería rechazar las tareas del despacho que tocarían a mis compañeros. Si he engordado tanto, es por mi culpa; debería llevar una vida menos sedentaria. Si mis viejas amigas ya no me llaman, es por mi culpa; tendría que estar menos angustiada y ser más comunicativa.
Hacia las ocho de la tarde, solía pedir por teléfono una pizza o se calentaba un plato preparado que sacaba del congelador. Se sentaba delante de la televisión y se tragaba sin gusto aquella comida rápida. Mientras buscaba una película divertida en la tele o en alguna plataforma, seguía dándole vueltas a todo lo que le había salido mal durante el día. Se acostaba tarde, pues le gustaba leer antes de meterse en la cama.
Por la mañana se despertaba más animada, ya que se sentía menos culpable y trataba de convencerse de que muchas veces la culpa era de los demás, otras de nadie. Acababa de cumplir sesenta años. Se quedó viuda a los cincuenta y cinco. Durante los primeros tiempos, siguió saliendo con los amigos de antes, cuatro parejas muy unidas que se conocían desde que eran jóvenes. Cada sábado iban a cenar a un restaurante. Eran cariñosos con ella; sin embargo, a su lado se sentía todavía más desamparada y cada semana le pesaba un poco más salir con ellos.
Además del amor de Fabio, su fiel marido, echaba de menos los largos viajes que hacían juntos. Había intentado viajar con un grupo de colegas, pero no era lo mismo; no sentía ni emoción, ni alegría, como cuando viajaba por el mundo con su esposo.
Desde que se quedó viuda, cada jueves por la mañana la llamaba Carlos, el mejor amigo de Fabio, y le decía con su voz profunda: —Iré a tu casa hacia las cinco.
Elisa sospechaba que Fabio, antes de morir, le hubiera pedido a Carlos que fuera a verla cada semana. El primer día que se citaron, Elisa se sintió incómoda a solas con Carlos, pero poco a poco se acostumbró a sus visitas semanales.
A Elisa le gustaba el aroma del café que cada jueves se difundía por la cocina. Le recordaba a Fabio preparando meticulosamente la pequeña cafetera; sin embargo, no le gustaba el sabor del café; prefería el té.
La bandeja que ella colocaba sobre la mesa del salón contenía dos tazas de porcelana blanca, con sus respectivos platillos y cucharitas, la cafetera, una gran tetera, dos servilletas de algodón amarillo y un plato con mantecados que Elisa compraba en una prestigiosa tienda del centro. Tan pronto oía el timbre, ponía un disco. Le encantaba Kind of Blue, de Miles Davis.

Mientras tomaban el café y el té a pequeños sorbos, charlaban de esto y de aquello. Más que nada hablaba Elisa de los hijos, que mientras tanto se habían casado, y de las pequeñas satisfacciones que le daban sus nietos; también se quejaba de sus compañeros de trabajo… Al final, casi siempre recordaba a su difunto marido, pero nunca mencionaba los meses trágicos de su enfermedad. Sus charlas duraban unos cuarenta minutos.
Carlos estaba casado, tenía dos hijos treintañeros y era director de un hotel de cuatro estrellas. Elisa se preguntaba cómo era
posible que un hombre tan ocupado tuviera tiempo para ir a verla cada semana. Carlos no faltó nunca a sus citas, excepto una vez, pero le avisó el día anterior con una llamada telefónica. Al cabo de un año, Elisa comenzó a tenerle confianza y un día le habló de sus desasosiegos y sentimientos de culpa.
— ¡Pero qué dices, mujer,
tú no tienes la culpa de nada! Deberías dejar de atormentarte con esos pensamientos negativos. Tienes que alejarte de tu entorno habitual para conocer a otras personas, le dijo él. 
Elisa lo miró fijamente y con una voz temblorosa le contestó:
—No
es fácil. No tengo la edad para conocer a gente nueva, ni mucho menos para tener otra pareja. Yo sin Fabio me siento perdida.
—¡No digas tonterías, eres joven y bonita, aún tienes tiempo para empezar otra
vida! Le contestó él. 
Al despedirse, Elisa lo abrazó más fuerte que otras veces.
La semana siguiente Carlos llegó a casa de Elisa con antelación. Mientras sorbía lentamente su
café, tomó las riendas de la conversación.
—¿Te acuerdas de lo que hablamos la semana pasada?
— Claro.
— Elisa, te voy a contar una historia y luego me dices lo que piensas de ella.
Carlos se sentó en la butaca de Fabio y empezó a hablar: El otro día se presentaron en mi despacho
dos octogenarios. Se quedaron quietos de pie frente a mí, mientras yo hablaba por teléfono. Los observaba desde el escritorio, escuchando a una clienta que se quejaba del ruido que hacía el aire acondicionado de su habitación. Los dos tenían la mirada fija en el suelo. Cuando colgué el teléfono, siguieron callados. Al cabo de poco, el hombre, que era apuesto, a pesar de su edad, comenzó a hablar, mientras que la mujer, que todavía conservaba un poco de su aspecto juvenil, permaneció en silencio. Empezó elogiando el hotel, luego la ciudad y siguió así durante unos minutos. Se sentó en una silla y me dijo:
—Nuestra cama se rompió. Saltamos encima de ella. Lo sentimos mucho.
—Pero no nos hicimos nada; al contrario, fue muy divertido, dijo la esposa, que se había animado y vuelto de repente más comunicativa.
Lo importante es que nadie se haya hecho daño, les dije yo.

Quién sabe lo que pasó en la habitación de los viejecitos, pensé, pero no quise darle importancia, pues había previsto cambiar las camas. Los trasladé a otra habitación sin pedirles explicaciones. Me dieron las gracias varias veces y se marcharon aliviados.
Los dos ancianos antes de dejar el hotel volvieron a mi despacho para darme de nuevo las gracias y una propina, que no acepté. Llamé a un taxi y mientras los acompañaba hacia el aparcamiento, me di cuenta que ambos eran muy ágiles. El hombre con una mueca, que luego se convirtió en una risa contagiosa, me dijo:
—A pesar de la edad, nosotros todavía tenemos una vida sexual activa.
—Hacer el amor es bueno para la salud: refuerza el corazón y los huesos, disminuye el estrés y combate el dolor de cabeza, dijo ella haciendo hincapié en cada palabra, mientras sonreía.
—El sexo es el elixir de la larga vida; es mucho mejor que un antidepresivo, concluyó él.
Mientras me saludaban con un apretón de manos, me impresionó de nuevo el brillo de alegría de sus ojos. 

Elisa se levantó para girar el disco, se sirvió otra taza de té y dijo lacónicamente:
— Es un relato realmente divertido.
— No solo es divertido, yo estoy seguro de que las historias de los demás nos enseñan a vivir.
— No exageres.
— ¿Qué habrías hecho tú en su lugar? Le preguntó Carlos.
—A mí nunca me va a pasar esto.
—Pero mujer, trata de ponerte en la situación emocional de la viejecita, le dijo Carlos.
— Pues… Estaría avergonzada, pero al mismo tiempo sería feliz con un marido tan apasionado, le contestó después de reflexionar un poco.
—Mira, a ti te iría bien abrirte al mundo y quién sabe, podrías conocer a otro hombre.
—Estas cosas solo les suceden a los demás.

Al cabo de una semana, Carlos volvió a casa de Elisa y, después de dejarle hablar de sus cosas, le dijo:

Voy a contarte una historia de un cliente muy raro. A mí me ha impresionado mucho y creo que de ella podemos sacar buenas cosas.

—Me encantan tus relatos.

Carlos se levantó de la butaca, fue a coger un cigarrillo de su chaqueta y sin encenderlo empezó a contar: El otro día me llamó la camarera del primer piso, la que se encarga de limpiar y cambiar las camas, para decirme que hacía dos horas que sonaba una alarma en la habitación 108; se detenía, pero al cabo de unos minutos volvía a empezar. Me preguntó si debía entrar o no para ver si  pasaba algo. Le dije que no se preocupara, que yo me encargaría de ello. Llamé a la puerta de la habitación 108 y después de unos minutos me abrió un hombre de mediana edad, con el pelo despeinado y con cara de pocos amigos. Yo le dije: — Buenos días. Su despertador no para de sonar. ¿Qué pasa?
—Todo bien, me contestó él.
— ¿Necesita algo? Insistí.
— No… Pero usted se preguntará por qué enciendo y apago la alarma continuamente.
—De hecho, me lo estoy preguntando.
—En casa, por lo general, cuando leo me lo coloco cerca para escuchar su tic tac. De vez en cuando pongo la alarma. El sonido del reloj es lo único que me hace compañía y me apacigua.
—Venga conmigo, un café le sentará bien, le dije yo.
El hombre, que todavía llevaba puesto el pijama, aceptó mi invitación sin protestar. Me dijo que iba a bajar dentro de unos quince minutos. Creo que se duchó y se arregló un poquito, pues su aspecto había mejorado. Le ofrecí un capuchino y un cruasán en  la cafetería del hotel. Comenzó a hablar mientras se secaba con una servilleta de lino blanco la espuma de leche pegada en sus labios.
Me dijo que desde hacía dos meses no salía de casa y tampoco nadie lo visitaba, ni amigos ni familiares. Le venían ataques de pánico cuando intentaba abrir la puerta y salir; sentía un dolor fuerte en el pecho, que lo hacía retroceder y tumbarse en el sofá. Después de una hora se sentía mejor. Hacía la compra a través de Internet. Había obtenido la jubilación anticipada y no tenía problemas económicos. Su rutina precaria se alteró por un extraño sueño, que me contó minuciosamente: me vi remando una barca en un mar cuyas olas eran cada vez más altas. Sufría y me afanaba, sintiéndome a la deriva. A un cierto punto, como por arte de magia, llegué a una cala, donde había un hotel. Era un edificio pequeño, con un gran letrero, que decía Hotel Plácido. Caminé por la arena de la playa un largo trecho; me sentía bien, como nunca antes, pero esa sensación duró poco; tras el sonido insistente del despertador abrí los ojos.

Me dijo que aquel bienestar onírico le había dado el impulso para buscar, en la guía telefónica, un hotel que tuviera el mismo nombre que el del sueño. Reservó una habitación, hizo la maleta y tomó el primer tren disponible para la costa. No sabía cómo había logrado salir de casa. Solo recordaba que mientras abría la puerta escuchaba el sonido del despertador que se había metido en el bolsillo de la chaqueta y que de vez en cuando encendía y apagaba.
Lo animé, diciéndole que había sido muy valiente, pero que ahora tenía que salir del hotel.
—Qué historia increíble. ¿Y realmente logró salir? Preguntó Elisa.
—Sí, lo empujé con cuidado a la puerta giratoria y se dejó llevar; sin embrago, con una mano iba tocando el despertador que tenía en el bolsillo, con la otra me agarraba el brazo. Luego tomó un taxi, pero no sé a dónde se fue. Por la tarde regresó y me dijo que partiría al día siguiente, a Brasil, donde había encontrado otro hotel con el mismo nombre.
— ¿A Brasil? No me lo puedo creer, exclamó Elisa.
—¿Qué harías tú si no pudieras salir de casa? Le preguntó Carlos.
— ¡No quiero ni pensarlo! Yo también he tenido ataques de pánico, pero me cosa hablar de ello. No quiero revivir aquellos momentos.

Carlos leyó en algún sitio que después de la muerte de un ser querido es necesario dejar salir sentimientos y emociones, de lo contrario el dolor queda atrapado dentro. El jueves sucesivo fue a ver a Elisa con la intención de hablar de ello.

— ¿Por qué no me cuentas algo de ti?

— ¿Qué quieres decir con eso? Pero si yo siempre te hablo de mí, le contestó Elisa.

— ¡No de lo que estás haciendo ahora, sino de tu vida de antes! Háblame de tus desengaños y de tus alegrías. Dicen que contarlo en tercera persona es más fácil. Va, inténtalo, no te cuesta nada.
Cuando Carlos ya estaba seguro de que no le diría nada, Elisa se puso a hablar.
—Lo intentaré, empezaré desde que conocí a Fabio; otra vez te contaré mi vida antes de Fabio.

Ella bajó de tono su voz chillona y empezó con esmero su relato:

Elisa se casó con Fabio a los veintidós años. Él tenía casi diez años más que ella. A los veinticinco ya tenían dos hijos. ¿Por qué se casó tan pronto? Se lo preguntaba a menudo, sin saber darse una respuesta. Ella desde el principio apreció su amabilidad y generosidad. Fabio se convirtió en su faro: él lo decidía y lo arreglaba todo. Se dio cuenta de lo mucho que lo amaba cuando él enfermó.
A Elisa le pesaba su trabajo aburrido y la guerra que le daban los niños. A veces soñaba con dejarlo todo y huir a otra ciudad. Los días le parecían áridos y tristes. Para ahuyentar los
pensamientos negativos, corría al gimnasio, a la esteticista o al peluquero; sin embargo, sólo se sentía bien cuando hacía la maleta y se iba con su marido de viaje, no importaba a dónde fuera.

— ¿Estás al tanto? Quizás me estoy haciendo un lio, saltando de un tema a otro. Le preguntó Elisa.

Lo haces muy bien, todo está claro; anda, sigue, dijo Carlos. 
Fabio era un hombre ambicioso y capaz. En poco tiempo salvó la empresa de monturas de gafas de su suegro, que estuvo apunto de quebrar. Elisa era coqueta. Le gustaba ir bien vestida. Todo le quedaba bien, pues estaba delgada. Su cara era bonita, pero a ella no le gustaba su nariz respingada. Quiso operarse, a pesar de que su marido se lo había desaconsejado. Tuvo una infección que la obligó a estar varios días vendada, pero superó estoicamente el dolor y las molestias respiratorias. Cuando desaparecieron los hinchazones y los moretones, descubrió que su nariz era demasiado pequeña y sus fosas nasales desproporcionadamente anchas. Cada vez que se miraba al espejo se desanimaba. Se encerró en su habitación. Pasaba horas sentada en pijama en el sillón o en la cama. Comía poco y casi no hablaba. 
Fabio se asustó y tuvo que idear un plan para hacerla salir de casa. Le habló de un hotel de lujo en una isla exótica; luego le mostró las fotografías de unas
playas de ensueño y el programa detallado del viaje. En menos tiempo del que pensaba, convenció a su esposa para ir al Caribe. 
A regañadientes vendió algunas acciones y confió la gestión de la fábrica a un empleado de confianza y
le aconsejó a Elisa que solicitara a su jefe una excedencia del trabajo. Con los bolsillos llenos de billetes partieron. 
Elisa por la mañana iba a la playa; llevaba un sombrero de paja y unas gafas de sol llamativas. Todos la miraban como si fuera una actriz famosa. Ella se sentía atractiva y dejó de pensar en su nariz. Leía bajo la sombrilla mientras se dejaba acariciar por la arena blanca. 
Fabio, con la excusa de que el sol le hacía daño, se quedaba en el hotel trabajando. Elisa volvía a estar de buen humor, solía
contarle a su marido las cosas divertidas que le habían sucedido en la playa y también hablaba risueña con los huéspedes del hotel.
Después de tres semanas regresaron a casa, pero poco después, Elisa
le pidió a su marido que la llevara al Sudeste Asiático… En primavera cruzaron Rusia en tren. En verano fueron a Estados Unidos. El invierno llegó y decidieron ir a Australia. Después de un año viajando por el mundo, decidieron detenerse. Los largos viajes habían ayudado a Elisa a encontrar su equilibrio. Al regresar a casa, contrariamente a lo que todos habrían esperado, Elisa volvió a su trabajo. Se sentía satisfecha, hasta que una noche Fabio comenzó a toser y a escupir sangre. Descubrieron que tenía un cáncer muy agresivo. Fabio en seguida comprendió que le quedaban pocos meses de vida; en cambio, Elisa no quería aceptar la enfermedad de su marido. Se empeñaba en convencerse a sí misma, a pesar de los diagnósticos de los especialistas, de que él se curaría. En el hospital, Elisa no pudo despedirse de él. Seguía repitiéndole que pronto volvería a casa; cuando él entró en un estado de inconsciencia, lo acarició, lo besó y le dio las gracias por el amor incondicional que le había ofrecido. Ella organizó el funeral y se ocupó de todos los trámites burocráticos. Muchas personas fueron a darle el pésame. A veces era ella quien consolaba a los demás, pero no soportaba a los que la compadecían. 
Los hijos tenían casi treinta años cuando Fabio murió; uno trabajaba en Roma y el otro en Canadá. Esperaron una semana antes de marcharse. Elisa hubiera querido decirles: —No os vayáis todavía, pero no lo hizo; era demasiado orgullosa, para aceptar que le daba miedo quedarse sola en casa. Estaba enojada y triste, pero no quería que nadie se diera cuenta. Se aguantó y jamás lloró delante de los demás. Se esforzaba por no decepcionar a sus hijos. Cuando les llamaba, se alegraba y se acostumbró a que vivieran lejos. En realidad, ella necesitaba sólo a Fabio. Estaba aferrada a él y no conseguía empezar una nueva vida sin él. 
No me mires así, le dijo Elisa, tomando aliento. 
— ¿Así cómo? Le respondió
Carlos. 
—Como si hubiera cometido errores terribles en mi vida. 
—¡Que va!, te miro con asombro y admiración. 
—No me tomes el pelo.

No estoy bromeando, de verdad. Ya sé que no es fácil superar una depresión; mientras me hablabas pensé en la historia del hombre del despertador… Y podría contarte la peor época de mi vida, pero dejémoslo.

Las semanas pasaban y Carlos seguía visitando cada jueves a Elisa. Ella se iba dando cuenta de que algo le pasaba a Carlos, pues dejó de contarle historias; le notaba que disimulaba su tristeza, pero no entendía qué le sucedía.
Un día Carlos la invitó a cenar a su casa. A ella le asombró y le preguntó:
—¿Y tu esposa? Últimamente no me hablas nunca de ella, ¿os ha pasado algo?
— Disculpa si no te dije
nada. Laura y yo lo hemos pasado muy mal, pero ahora las cosas se están arreglando.
— ¡Tranquilo!
Ya me lo contarás otro día.

No, mejor ahora, me irá bien desahogarme contigo. 
Carlos se aclaró la voz y le dijo:
—Laura hacía tiempo que
estaba muy rara… Cuando yo le decía que se había vuelto huraña, ella le daba la culpa a la menopausia. Pero cada día estaba más malhumorada e irascible; me reprochaba los retrasos y las ausencias nocturnas, cosa que antes nunca lo hacía. Al principio llegaba tarde a casa a causa de los problemas del hotel, pero después empecé a ir a locales nocturnos. Nuestro hogar me oprimía. Trataba de estar en casa lo menos posible. Regresaba cuando Laura ya estaba acostada. Empecé a jugar a las cartas. Un cliente me introdujo en un club exclusivo donde se jugaban sumas elevadas. La mayoría de las veces perdía bastante dinero. Luego me enganché rápidamente a las tragaperras y a otros juegos de azar.
No me di cuenta de
que Laura tenía una depresión. Las pastillas que tomaba le daban la fuerza para levantarse e ir a trabajar, pero al llegar a casa se encerraba en el cuarto de los invitados. Yo no lograba hablar con ella y cada día nos alejábamos más. Después de unos meses, Laura comenzó a sentirse mejor, pero yo ya estaba perdido en mi mundo.
Laura empezó a sospechar que yo tenía una doble vida y, cuando descubrió mi adicción al juego, se enojó por todas las mentiras que le había dicho; yo, para defenderme, la traté mal. Y le grité:
Voy a jugar de noche por tu culpa.
Estaba furioso, cosa rara en mí. Laura cogió sus cuatro cosas, las puso en la maleta y se fue de casa. Me quedé paralizado largo rato delante de la puerta, luego me encerré
en mi habitación y me puse a llorar. Acostado en la cama, miré el espacio del colchón que ella dejó vacío y reflexioné sobre las causas del desastre de nuestra vida de pareja: me di cuenta de que había dedicado demasiadas horas al trabajo y había dado por sentado que Laura siempre estaría a mi lado. Pasaron varias horas y me quedé dormido. Al amanecer de repente abrí los ojos. Salí de casa con la intención de hacer algo para no perderla. Estaba desesperado, corría de un lado a otro; fui a buscarla por todas partes; la encontré al anochecer en casa de una prima suya. Hablamos toda la noche; le prometí que haría todo lo posible para dejar de jugar. Nuestros hijos no se enteraron de nada, viven lejos y los vemos poco. Ella no quiso volver a casa. Yo sufrí mucho, hasta que empecé la terapia de grupo.
— ¿Vas a un psicólogo?
— Sí, comencé hace poco. Voy una vez a la semana. Somos un grupo de seis personas, todos con adicciones o problemas emocionales. Él nos ayuda para que hablemos de nuestras experiencias, miedos, insatisfacciones y ansiedades. Intenta que nos ayudemos mutuamente.

Carlos guardó silencio durante algunos segundos y luego añadió:
—Ahora trabajo menos y por la tarde trato de ir a pasear o al cine con Laura.
— Me alegra saber que estáis tratando de volver juntos, pero me siento culpable por nuestra cita de los
jueves. ¡Ese tiempo lo ha ido robando a tu mujer! dijo Elisa.
— ¿Pero qué dices? Nuestras citas de los jueves me dan valor
para seguir adelante. Contigo olvido mis problemas. Nos ayudamos mutuamente. ¿No te pareces?
— ¡Si lo dices tú!
— Fue Laura quien tuvo la idea de invitarte a cenar. También estará su hermana y
Miguel, un primo. Los dos son muy simpáticos… Una tarde, al salir del edificio de mi psicólogo, coincidí con Miguel. Él se mudó al piso de la segunda planta hace muy poco. Ni yo ni Laura lo sabíamos. Hacía tiempo que no nos veíamos. 
— ¿Miguel es
primo de tu esposa?
—Sí, pero en realidad son primos de segundo grado. ¡Anímate y ven a cenar con nosotros! Yo prepararé el primer plato y Laura el segundo.
— Está bien, voy a ir. ¿Qué os
puedo llevar?
— No nos hace falta nada, pero si quieres, lleva una botella de vino.
Elisa llegó puntual a la cena y se sentó al lado de Miguel, quien se había separado recientemente de su esposa. Toda la noche la pasó a su lado y descubrió que tenían muchas cosas en común; a él también le gustaba viajar por el mundo. Aquella noche, inesperadamente, se divirtió mucho.
Miguel
no le habló ni de su hijo ni de la carpintería. Lo hizo varias semanas después cuando fueron al teatro. Cuando acabó el espectáculo se fueron a cenar y Miguel, después de haber tomado algunas copas de vino, le contó que hacía poco había inaugurado, con la ayuda del ayuntamiento, un taller de carpintería para la recuperación de los chicos y chicas del barrio en situación de riego. Su bisabuelo, su abuelo y su padre eran carpinteros; él decidió romper la tradición familiar, siendo ingeniero. Cuando murió su padre, heredó la carpintería; la cerró y cuando se jubiló, invirtió todos sus ahorros en aquel proyecto. Le confesó que tenía miedo de fracasar. Al final le habló del accidente grave que tuvo su hijo y también le dijo que acababa de divorciarse de su esposa. Elisa, después de la tercera copa de vino, aflojó su tensión y le habló de la enfermedad de su difunto marido y de su difícil relación con la comida. Y desde entonces empezaron a salir juntos los viernes al atardecer. 
Una noche, Elisa se quedó a dormir en el apartamento
de Miguel. La casa era grande, con muchas ventanas y balcones. Estaba decorada con pocos muebles modernos. Los muebles del dormitorio eran minimalistas, pero la cama era una pieza antigua. No era una cama con dosel, pero era bastante alta del suelo. Miguel le contó que era de su bisabuela y que la noche de bodas ella se escondió debajo de la cama y no quería salir de ninguna manera. El pobre esposo se metió debajo de la cama y con delicadeza, caricias y remilgos logró sacarla.

¡Vaya con tu bisabuela!

—Aquí nacieron todos sus hijos, dijo Miguel pensando en su abuelo.

Elisa con la excusa de que quería ducharse se encerró en el cuarto baño. Se sentó en el borde de la bañera y se preguntó: —¿Lograré acostarme con un hombre después de tanto tiempo? 
Se dio una ducha caliente y se tranquilizó. 
Miguel
ya estaba bajo las sábanas cuando Elisa salió del baño. Ella se quedó unos segundos mirándolo y luego con un salto se lanzó en la cama. La cama crujió. Ambos estallaron en risas. Elisa después del amor le contó a Miguel la historia de los dos viejecitos del hotel.

Carlos, después del período de crisis, delegó muchas de sus tareas del hotel al subdirector. De vez en cuando, cuando salía del trabajo, sentía el impulso de ir a jugar, pero se sentaba en un banco y esperaba a que le pasara. Se quedaba quieto mirando las manecillas del reloj. Era el reloj de su padre. Lo había encontrado en un cajón. El tic tac lo calmaba. Después de unos minutos se levantaba y se iba a casa. 
Laura y Carlos, al anochecer, se citaban para pasear junto al río. En casa hablaban poco. En cambio, al aire libre entablaban largas conversaciones. A Laura le habría gustado que Carlos
le hablara de Elisa y saber qué se decían cada jueves. Pero la vez que se lo había preguntado, él se había mantenido en lo vago y parecía molesto, así que no insistió. 
A veces Carlos
invitaba a Elisa a pasear con ellos. Laura hubiera querido decirle a su marido que se sentía incómoda con la viuda, pero no lo hacía. Viéndolos juntos, sentía un malestar extraño; aquella mujer, que sólo sabía llamar la atención con sus quejas y suspiros aburridos, la irritaba. Miguel iba pocas veces con ellos, sólo los días en que cerraba antes la carpintería. 
Una tarde, mientras caminaban, tocaron el tema
de la comida.
Ayer Miguel vino a mi casa. Preparó espaguetis con tomate y espárragos, y de segundo, filetes con pimienta verde. Todo era delicioso, dijo Elisa. 
— Pero, ¿no eras una vegetariana empedernida? preguntó
Laura. 
— Antes lo era, ahora no. Pero sigo comiendo poca carne. 
Carlos
notó el tono sarcástico de Laura y para cortar la tensión les dijo: ¿Alguna vez os he hablado del hombre que solo comía carne?
—No, dijo Elisa. 
—Yo tampoco sé nada, respondió Laura. 
Se sentaron en un banco y Carlos les contó a las dos mujeres la historia del hombre carnívoro: 
Tuvimos un cliente que cada semana reservaba una mesa para cenar y una habitación por una noche. Desde el primer día me intrigó, pues se parecía a un huésped carnívoro que iba cada año a la pensión de mis padres cuando era pequeño. Una noche me senté en su mesa mientras fumaba un cigarro. Él era tímido, pero comenzó a charlar conmigo de cosas sin importancia. Después de varias semanas, me di cuenta de su inmensa soledad. 
-¡Cuántas personas solas hay en los hoteles!, exclamó Laura. 
- ¡Sí, y cada una con sus rarezas! Dijo Carlos. 
El rostro de Elisa se iluminó, pues le encantaba escuchar la voz de Carlos. Laura miró de reojo a Elisa. Hubiera querido que no estuviera. Sentía que esa mujer le quitaba la veneración que en aquellos
días Carlos tenía por ella.

Carlos siguió el relato: 
A él le gustaba cocinar y sobre todo comer. Salía cada lunes y miércoles a comprar pan y antes de volver a casa daba un pequeño paseo alrededor de la plaza. Los viernes iba al mercado, a su carnicería de confianza, donde compraba carne picada, filetes de ternera, chuletas de cordero y costillas de cordero. Tenía una cocina bien equipada y muy ordenada. Detrás de la puerta, colgó varios delantales. Debajo de la escalera puso un congelador donde conservaba sus chuletones de carne. Su madre le había enseñado a cocinar la carne de ternera, que según ella era la mejor, pero su especialidad era el estofado de jabalí. 
—¿Pero cómo era físicamente ese
comedor de carne? le pidió Elisa. 
— No me interrumpas, de lo contrario pierdo el hilo, le contestó
Carlos. 
Era un hombre del montón, calvo y rechoncho, pero siendo alto se notaba menos su gordura. Cuando bebía vino, sus mejillas regordetas se le llenaban de manchas rojas. Casi siempre llevaba la misma ropa: en invierno un suéter de lana beige y unos pantalones de pana marrones, en verano una camiseta blanca y unas bermudas grises. Vivía solo. Por las tardes se cortaba un puro por la mitad, lo encendía y se sentaba en su sillón preferido, devorando novelas. Trabajó muchos años como contable en una gran fábrica de géneros de punto. Desde que se jubiló, no se relacionaba con nadie, salvo con una ex compañera de la oficina. La mujer llevaba tiempo separada, pero su vida era complicada, pues su ex marido, que era un cantamañanas, cada vez que se metía en un lio le pedía ayuda.
El hombre gordo invitaba a su ex colega
a almorzar cada domingo. Preparaba la mesa con un cuidado maníaco y servía con elegancia los apetitosos platos, nombrando con satisfacción la lista de los ingredientes. 
Para él, ella era más que una amiga, pero nunca logró comunicarle
sus sentimientos. Aunque ella se sentía atraída por la vida tranquila y rutinaria del hombre, le molestaba su falta de vitalidad y coraje. Durante dos años, el hombre siguió invitando a la mujer cada domingo, hasta que un día sufrió un ataque de gota y el médico le prohibió comer carne. Llamó de inmediato a la mujer para contarle que estaba enfermo y se quejó con ella del régimen que tenía que hacer. 
—Debes seguir los consejos del médico. Prométeme que lo harás, le dijo ella. 
— Lo intentaré, pero ¿qué pasará con nuestra cita? 
— Podemos seguir viéndonos como antes, si de ahora en adelante de tu mesa desaparece la carne. De lo contrario, no cuentes conmigo. Si quieres, te voy a enseñar
a cocinar platos vegetarianos. Ven a mi casa, de verdad, incluso puedo mañana. 
El hombre, día tras día, se arreglaba para salir e ir a casa de la mujer, pero no lo lograba; sin embargo, cada domingo siguió preparando suculentos asados y guisos. Ponía
la mesa con esmero para un único comensal y se comía él solo todos los manjares que había preparado.

¡Qué asco cocinar tanta carne! Me da ganas de vomitar solo pensando en ello, dijo Elisa. 
— ¡No exageres! Dijo Carlos. 
— En mi opinión, el comedor de carne debería haber ido de inmediato a ver a la mujer. Él, a pesar de sus obsesiones, le habría llevado a ella un soplo de novedad, como
los meteoritos que, al caer en planetas lejanos, dañan la superficie pero a veces esparcen semillas de vida, dijo Laura. 
—Yo también fui estúpido metiéndome en los juegos de azar. No siempre es fácil actuar con sabiduría, dijo Carlos. 
—Pero ahora, gracias a la terapia de grupo, has salido de eso, ¿verdad? Preguntó Elisa.
—Intento hacer lo que puedo, dijo Carlos, un poco nervioso.

Laura, cada vez que oía
las palabras Juegos de azar, se sentía incómoda y trataba de cambiar de tema.
—¿Por qué los protagonistas de tus historias son siempre hombres?
—Porque al hotel llegan hombres solos; las mujeres suelen ir
acompañadas, respondió Carlos.

Desde que Laura había descubierto la doble vida de Carlos, se había obsesionado con Elisa y se preguntaba: ¿Cómo es posible que mi marido mime y proteja a una mujer tan superficial como Elisa? ¿Por qué todavía va a verla cada jueves? ¿Qué tiene Elisa que yo no tenga? 
Al principio dio
poca importancia a las visitas semanales de su marido a la viuda; sin embargo, desde que su matrimonio se estaba quebrando, empezó a echarle la culpa de lo sucedido a Elisa. Pero siempre se arrepentía y alejaba aquellos malos pensamientos. Para convencerse de que no estaba celosa, de vez en cuando invitaba a Elisa a tomar un café e intentaba sonreír cuando algún domingo Carlos le proponía salir con Elisa y Miguel. Una tarde, mientras las dos parejas paseaban por un parque, se tropezaron con un vagabundo que dormía en una vereda, entonces Laura le preguntó a Elisa:
—¿Te acuerdas de la mujer con dos bolsas repletas de cosas que encontramos el otro día a la salida del bar?
—Sí, llevaba un vestido un poco descuidado, pero se notaba que había sido una mujer hermosa, respondió Elisa.
—A mí me impresionó. Cuando tú te fuiste a la oficina, la volví a ver, pues
estuve paseando por las callejuelas del centro; casi me perdí, dijo sonriendo.
Laura escondía a todo el mundo
que a veces se desorientaba. Comenzaba a sudar cuando no reconocía las calles. Sufría sintiéndose perdida. Conducía poco, solo iba en coche a los lugares donde conocía bien el recorrido. Había leído que se trataba de una especie de dislexia geográfica.
—A mí también me intrigan las personas sin hogar, dijo Miguel.
—En cambio, yo no quiero saber nada de eso. He tenido tantos problemas en la vida que no quiero
ponerme en el lugar de las personas que sufren, concluyó Elisa.
— En un jardín público la vi sentada
en un banco. Cuando me acerqué, se estaba recogiendo con elegancia los mechones de su pelo cano en un moño. De una bolsa sacó un libro. Me senté a su lado para leer el periódico. Al cabo de poco le dije:—Hoy— se está bien al sol.
—La mujer me sonrió y comenzó a hablarme de sus peripecias, como si me conociera de toda la vida, concluyó
Laura.
—Vamos, cuéntanos la
historia de esa mujer, le pidió Carlos.
Laura no estaba acostumbrada a contar relatos
y tardó unos segundos en hablar:
Se quedó viuda pocos días después de cumplir sesenta y cinco año; su marido estaba delicado de salud, pero su muerte fue inesperada. Ella sospechaba que su esposo hubiera abusado de tranquilizantes; encontró una caja vacía unos días después, escondida en el cajón de la mesita de noche. No estaba del todo convencida, pero cuando se enteró de que su marido tenía deudas, comprendió su gesto extremo, a pesar de que los doctores dijeran que fue un infarto de corazón.
En pocos meses lo perdió todo: su
casa fue hipotecada y luego embargada, y las cuentas bancarias se fueron agotando. La mujer nunca había trabajado. Ella confiaba en su marido y le había dado carta blanca para invertir lo poco que había heredado de su familia.
Era una mujer sosegada, con pocas ambiciones. Se había encerrado en su mundo, abandonando a sus amigas, y
le importaba poco lo que sucedía afuera de su casa. Le gustaba dormir y se levantaba de la cama tarde. A veces se quedaba mucho tiempo quieta frente a la televisión en camisón, otras se sentaba en el sillón para leer un libro. No teniendo hijos, tenía poco que hacer en casa. Por la mañana se ocupaba de las tareas del hogar. A primera hora de la tarde planchaba, mientras veía una serie de televisión y luego otra más; Al atardecer preparaba la cena y esperaba sentada en el sofá a que su marido, que trabajaba fuera de la ciudad, llegara.
Salía solo a comprar fruta y verdura en la tienda de al lado. Su
marido la acompañaba al supermercado en coche, una vez por semana para la compra grande. Solía congelar una hogaza de pan para tenerlo fresco todos los días. No era infeliz; la rutina le daba seguridad; sus días estaban marcados por los programas de televisión, le gustaban sobre todo las películas de amor y las telenovelas.
Justo después de la muerte de su marido y de perder el apartamento, se mudó
a casa de su hermana en una ciudad cercana. Desde el principio comprendió que su cuñado no la quería en su vivienda. Después de unos pocos meses, inventó la historia de que una vieja amiga, recién enviudada, le pidió que fuera a vivir con ella.
Tomó el tren y se fue lejos. Hacia
el sur donde el clima era más templado. De vez en cuando llamaba a su hermana para que no se preocupara por ella. Cuando fueron nimbando sus pocos ahorros, comenzó a pasar la noche en el dormitorio municipal. Cada mañana tenía que dejar el catre libre para volver al atardecer y poder dormir allí otra noche. Se duchaba en los baños públicos. Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Siempre que podía dejar las maletas en algún lugar seguro, iba a la biblioteca a pedir prestado algún libro.
Cuando estaba
triste y desanimada, intentaba reaccionar pensando que en unos meses cobraría la jubilación de su marido, con la que podría alquilar una habitación en una pensión.

Qué historia tan triste, dijo Elisa mirando el reloj.

Sigo pensando que a través de las historias de los demás, vamos aprendiendo a vivir, dijo Carlos. 
A Elisa se le había hecho tarde y saludó apresuradamente a Carlos
y a Laura. A mitad de camino, le llamó Miguel, para decirle que había tenido un imprevisto y que no iría a su casa. Elisa al principio se lo cogió mal, estaba contrariada, pero poco a poco se fue conformando; se sentó en la terraza de un bar y tomó un zumo de naranja y un sándwich. 
—Hacía años que no me sentaba para comer sola en
un local, se dijo Elisa, recordando que nunca pedía nada cuando salía a comer con sus amigas, solo tomaba un vaso de agua y picaba alguna cosa de los platos compartidos. 
A Elisa tardaron algunos años en diagnosticarle su enfermedad. En aquel entonces
se sabía poco de la anorexia y, cuando lo descubrieron, para ella fue aún más difícil mantenerla bajo control, pero lo consiguió. Elisa sabía que la anorexia, poco o mucho, la acompañaría toda la vida. Como los alcohólicos que no pueden beber ni una gota de alcohol, ella no podía ayunar. Debía seguir los horarios de las comidas y no saltarse ni una. Tenía que comer aunque no tuviera hambre.

Aquella noche, mientras Carlos y Laura regresaban a casa, hablaron poco. Carlos se puso a trabajar en el ordenador, pues tenía cosas pendientes del hotel y sin darse cuenta trasnochó. Laura tardó en dormirse pensando en la pregunta que le hizo la mujer sin hogar: —¿A qué se dedica usted? Y en lo que le contestó ella: Soy enfermera. Me gusta trabajar en el hospital, pero he pasado por un momento difícil. No quisiera desearle a nadie la pena que sentí cuando una noche volví a casa cansada y él no estaba. Eso siguió pasando cada día. Me acostaba angustiada. Tomaba somníferos. Él regresaba a casa a altas horas de la noche. Casi no hablábamos, apenas nos mirábamos y no hacíamos el amor desde hacía varios meses. A mí me dolía que él durante varios años, cada jueves, fuera visitar a la viuda de su mejor amigo; quién sabe qué se decían o qué hacían. Estaba desesperada, pero quería salvar nuestro matrimonio. Sin embargo, llegó un día en que ya no me quedaban fuerzas para luchar y caí en una depresión espeluznante. Después de largas vicisitudes, que no voy a contarte, ahora estoy mejor y estamos tratando de empezar de nuevo. 
Luego pensó en una tarde que invitó a Elisa a merendar en un bar; fue la primera vez que le pareció menos quejica. Ella
solía tomar lentamente un café con leche, escuchando a Elisa que sorbiendo su té no dejaba de contar cosas de su trabajo. Aquella tarde tuvo el valor de preguntarle de qué hablaban cada jueves ella y Carlos. 
—Tu marido
me contaba anécdotas del hotel, yo en cambio le hablaba de cosas sin importancia; la mayor parte del tiempo me quejaba. Él me escuchaba, ¡pobre Carlos!
—¿Y de mí hablaba? 
— Muy poco, me contaba de los clientes de su hotel… Entre nosotros no hubo nada. Te aseguro
que Carlos ha sido siempre un amigo para mí. 
Laura recordaba lo aliviada que se sintió tras escuchar aquellas palabras. Seguía sin lograr
dormirse, pero no estaba nerviosa, al contrario, de buen humor. Entonces tuvo una idea audaz. Cuando Carlos se acostó, ella todavía estaba despierta y le dijo entusiasmada que había solucionado el problema de su vecina, una anciana que vivía sola y que desde hace tiempo buscaba a una mujer de confianza, a quien ofrecer alojamiento a cambio de una pequeña ayuda en las tareas del hogar. A Carlos no le sorprendió para nada el altruismo de su esposa, la conocía bien, y la apoyó con entusiasmo. 
—Mañana voy a llamarla, pero seguro que tendré que
dejarle un mensaje en el contestador, está tan sorda, que a todas horas sube el volumen del televisor y nunca oye el teléfono, ni mucho menos el timbre.

Aquella noche, Elisa se sintió un poco sola y para no echar de menos a Miguel empezó a leer un libro. Se puso el disco Kind of Blue de Miles Davis que tanto le gustaba, pero después de la primera canción lo quitó. Cogió otro disco, Ascenseur pour l’échafaud, del mismo autor y lo escuchó cerrando los ojos. Recordó la película, cuyo título en español era Ascensor para el infierno; la vio con Miguel en un cine de arte y ensayo. Buscó noticias de aquella película en Internet y se enteró que Davis esbozó pocas y rudimentarias secuencias armónicas para la película en la habitación de su hotel en París. 
— En las habitaciones de los hoteles suceden muchas cosas, pensó recordando a los personajes extravagantes del Hotel Plácido. 
Entonces le pasó por la cabeza la imagen de
Laura a quien consideraba una mujer insignificante; no le interesó nunca su vida; sin embargo, en los últimos tiempos comenzó a apreciar a esa mujer amable que de vez en cuando veía cuando se citaban en un café. Se dio cuenta de que Laura le gustaba más cuando estaba sola, siCarlos. s.
Antes de irse a la cama, le llamó Miguel, quien la tranquilizó y le dijo que le contaría de persona lo que le había pasado, que era demasiado largo y complicado por teléfono
y se pusieron de acuerdo en verse al día siguiente. Ella durmió poco, pues estaba impaciente, por saber cuál era el misterio de Miguel.
Aquella
mañana de domingo Elisa se despertó temprano y salió de casa para dar un paseo, antes de su cita con Miguel. Mientras caminaba, reflexionaba sobre las vueltas que había dado su vida en pocas semanas. Miguel llegó a su casa puntual. Elisa había preparado un buen desayuno, pero no sacó la cafetera de Fabio. Preparó una bandeja con dos tazas y dos platillos de un azul intenso, una tetera del mismo color, dos vasos llenos de zumo de naranja y la tarta de mermelada de higos que había comprado en la pastelería de la esquina. 
Antes de sentarse, se acercó al tocadiscos y volvió a poner
su disco preferido de Miles Davis. 
—Este es
uno de los discos favoritos de mi hijo, le dijo Miguel.

—Anda, Miguel, cuéntame lo que te pasó ayer, estoy impaciente por saberlo.

—No te preocupes, no pasó nada de grave. Fui a ver a mi hijo.

¿Le ha pasado algo más a tu hijo? ¿Dónde está ahora? ... Yo no paro de hablarte de mis hijos, tú en cambio nunca me hablas de él. La noche del teatro me mencionaste el accidente que tuvo, pero no sé nada más. 
Miguel
aclaró la voz y le dijo: —Quizás las cosas habrían sido diferentes si él no hubiera sido hijo único. Mi esposa no quiso tener más. A los tres meses del parto, ella regresó al trabajo, y el bebé fue criado por una niñera que vivía con nosotros. Desde el principio, no le gustaba el colegio y no se aplicaba; nosotros nunca lo aceptamos. Mi esposa y yo habíamos sido buenos estudiantes y no entendíamos que a él le costara tanto estudiar. Nuestros respectivos trabajos nos ocupaban mucho tiempo, yo en aquella época era director de una gran empresa, ella abogada en un gabinete importante de la ciudad. No parábamos nunca en casa; contratamos a una mujer que se encargara de nuestro hijo: lo acompañaba a la escuela, lo iba a recoger y le ayudaba a hacer los deberes. 
Cuando en el instituto comenzó a suspender asignaturas, buscamos a otros profesores que vinieran a casa a darle clases particulares. Pero cuanto más lo presionábamos, peor iba la cosa. Cambió varios colegios
y repitió dos años. Dejó los estudios antes de terminar el bachillerato. Ahí lo perdimos. Empezó a salir con gente rara y se fue de casa. Nosotros dos nos avergonzábamos de él y no sabíamos qué hacer. Él siempre rechazó nuestra torpe ayuda. No quería nuestro dinero, pero de vez en cuando nos llamaba. Estábamos desesperados, hasta que supimos que se había ido a vivir cerca de la costa, a una comunidad fundada por un maestro espiritual hindú. Estábamos un poco más aliviados sabiendo dónde estaba, sin embargo, él seguía sin querer vernos. Un día, él y un compañero de la comunidad tuvieron un accidente de tráfico muy grave. Nuestro hijo se salvó, pero perdió la movilidad de las piernas. 
Nuestro matrimonio se había terminado desde
hacía tiempo, pero no queríamos admitirlo porque nos faltaba la fuerza para superar una separación. Solo queríamos que nuestro hijo volviera a casa, pero él ya nunca más quiso volver a vivir con nosotros. Hace un año le propuse a mi esposa que comenzáramos los trámites para el divorcio y que vendiéramos nuestra vivienda y compráramos dos apartamentos pequeños. Ella no quería, pero al final aceptó. Miguel se calló unos segundos, tomó aliento y luego siguió hablando: 
Una vez al mes vamos juntos a visitar a nuestro hijo. Ayer fuimos. Él nos pidió que le lleváramos su colección de discos. Entonces, cuando estábamos a punto de marcharnos, nos pidió que nos quedáramos a cenar. Fue la primera vez. Por eso no pude ir a verte. 
— ¡Cuánto
sufrimiento! Pero me parece una buena señal que os pidiera que os quedarais a cenar, dijo Elisa. 
— Esperemos. Durante la cena me preguntó por la carpintería. Cosa que no había hecho nunca. Lo noté más comunicativo y no nos rechazó como antes.

Elisa se alegró mucho por Miguel y se puso a reír.

—¡Y yo que me imaginaba que estabas con otra mujer!

— ¡Qué tonta que eres!

Carlos aquel mismo domingo por la mañana fue con su esposa a casa de la anciana vecina, que inmediatamente aceptó la propuesta de Laura. Quería conocer en seguida a la mujer sin hogar, así que Laura corrió a buscarla para darle la buena noticia. 
Carlos
se sentó para tomar el café que le ofreció la vecina. La anciana señora era habladora y estaba muy contenta de tener a alguien quien la escuchara y comenzó a contarle trocitos de su vida. 
Carlos estaba tan cansado que se durmió. La señora no se ofendió, pues se dio cuenta de que repetía siempre las mismas cosas; al contrario, sintió ternura por aquel hombre. 
Desde que Elisa empezó a salir con Miguel, Carlos iba saltando una que otra cita del jueves con cualquier excusa. Y poco a poco las visitas de Carlos
a casa de Elisa fueron espaciándose cada vez más. Elisa al principio no le dio mucha importancia; le pareció casi natural; sin embargo, a medida que pasaban las semanas lo echó de menos.

Las dos parejas se llamaban de vez en cuando y salían a pasear a lo largo del río; sin embargo, un día en que Miguel fue a ver a su hijo, Elisa invitó a Carlos a su casa, para que escuchara un disco inédito de Miles Davis. Él llegó puntual. Mientras tomaban café él y té ella, Elisa le preguntó: —¿Fue mi marido quien te pidió que vinieras a verme cada jueves?
—No, Fabio sólo me recomendó que te cuidara.
—Estaba segura de
que le habías prometido algo. 
—¡Qué va! No le prometí
nada.

¿Y por qué venías a verme cada jueves?

Porque desde la primera cita me di cuenta de que me sentaba bien hablar contigo y que ibas a ser tú quien iba a cuidar de mí. 













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