La mujer recordaba que de pequeña, sus padres, pensando que los niños no iban a entender nada, hablaban a menudo de los testamentos que recibieron de sus respectivas familias, pero siempre en voz baja y con una capa de misterio. Según sus padres, aquellos testamentos estaban mal hechos. Marido y mujer, cuando tuvieron unos cincuenta años, fueron a la notaría, la única que había en el pueblo, a depositar su testamento. No les dijeron nada a los tres hijos, pues tenían miedo de que riñeran entre ellos, como les sucedió a ellos. Pasó el tiempo y, a principios de los años ochenta, les llamaron por separado y les hablaron de su testamento. Hubo un poco de jaleo, pues cada uno de los hermanos pensó que era el más desafortunado, que según él le había tocado la parte peor. Por suerte, a la muerte de la madre, quien dejó todas sus propiedades a su marido, después de muchas discusiones, los tres futuros herederos se apaciguaron y el padre pudo repartir sus bienes como había establecido con su esposa y luego morir tranquilo. A lo largo de los años, algunos amigos y parientes le iban contando a la mujer sus discordias y peleas en los trámites testamentarios: familias rotas, hermanos que no se hablaban, viejos rencores transformados en resentimientos y odio… Por eso ella no quería hacer testamento. Así que olvidó aquel asunto hasta que al cabo de muchos años, cuando ya estaba jubilada, por una serie de coincidencias, volvió a darle vueltas al tema. Se jubiló en 2021, a los 65 años, y su vida cambió: todo el tiempo libre que se le presentó de golpe lo rellenaba leyendo y escribiendo (empezó a tomar apuntes de lo que oía por la calle, leía o pensaba, luego en el ordenador escribía cuentos sobre ello); también seguía los eventos culturales de la ciudad, iba a menudo al cine y de vez en cuando salía a pasear con su marido o con sus amigas.
Cuando era joven solía presumir de buena memoria para los hechos de su vida y para los nombres de amigos o conocidos; sin embargo, a medida que pasaban los años se volvió más olvidadiza, por eso se puso a escribir. Generalmente escribía cosas sin importancia, quizás muy aburridas para uno de fuera, pero a ella le encantaba luego leerlas. Le emergían del pasado, personajes, escenas, murmullos, olores, sombras y luces.
El tiempo dilatado da por pensar más, y ella empezó a imaginar su muerte, pero, sin agobiarse, solo quería irse preparando para su fin en este mundo, cosa en teoría muy fácil, pero muy difícil de llevar a cabo.
—Alguien nos tendría que enseñar a morir, le dijo un día a su marido.
—Pero, mujer, nadie nos enseñó a nacer y lo conseguimos. Lo mismo va a pasar cuando muramos.
—Hay muchas formas de morir, yo quiero morir en paz.
—No pienses en ello, vive y ya está, dijo rotundamente su marido.
El verano del 2023 fue un poco raro y ella quiso inmortalizarlo. El día que fue al cementerio a visitar la tumba de sus padres, tomó una decisión importante, pero es mejor que leáis el borrador que escribió en su cuaderno rojo:
El 28 de junio divisamos Malgrat a lo lejos. En seguida volvió a mi olfato el olor del aire húmedo y bochornoso del pueblo donde nací y viví hasta los veinte años. En primavera reservé la vivienda de los Ibáñez, una familia del pueblo, que mis padres y mis hermanos conocían muy bien. Nos alquilaron el apartamento a un precio bueno, con la condición de que lo rentáramos por dos meses. Aquella tarde, desde la frontera francesa, llamé a María Ibáñez, que era la dueña de todo el edificio, junto a Juan, su hermano, para avisarle de que al cabo de unas dos horas estaríamos en su casa. En la planta baja vivía ella; el piso de arriba era el que alquilaban. A las siete, María, tras recibir nuestro mensaje, cerró de prisa y corriendo su tienda de ropa de mujer, en donde en aquel momento no había ningún cliente. Heredó de su madre aquella pequeña tienda, que antes era muy rentable, pero que desde que las actividades comerciales se habían desplazado fuera del pueblo, en la zona hotelera, lo era mucho menos. Ella vino en bici a abrirnos la casa y a entregarnos las llaves. Había sido un viaje largo. Estuvimos unas doce horas en la carretera; estábamos agotados. María se fue corriendo a la tienda y nosotros ni siquiera miramos si todo funcionaba bien. Nos apresuramos para descargar el coche y nos fuimos a comprar algo para comer. Cenamos en la terraza en frente del mar, ya más relajados, pero todavía con la adrenalina del viaje y pensando en todo lo que al día siguiente tendríamos que hacer.
El apartamento de los Ibáñez tiene vistas al mar. Está muy bien situado, en primera línea, pero la pega es que entre la playa y las casas haya la vía del ferrocarril. A mí no me importa el ruido de los trenes que pasan. Al contrario, al atardecer me gusta mirar los trenes repletos de pasajeros. Sin embargo, a los que no han nacido en el pueblo generalmente les molestan los pitidos y ruidos de las idas y venidas de trenes, como a otros que viven cerca de la iglesia les fastidia el repiqueteo de campanas. La iglesia no está muy cerca, pero por la noche pueden oírse las campanadas que dan las horas.
Es un apartamento bastante destartalado, sin embargo, yo estuve a gusto allí; la única cosa que temía es que hubiera cosas estropeadas o a punto de romper. Antes de desplazarnos a Cataluña, una noche soñé que los colchones de las camas eran tan viejos que de ellos salían bichos. Durante algunos días tuve la obsesión de que los colchones iban a ser un problema. Se lo dije a nuestra hija y a su pareja. Se burlaron un poco de mis manías y él me dijo:
—Hoy en día la cosa más fácil del mundo es comprar colchones nuevos. Si quieres, me ocupo yo de ello, te los traen a casa en un día.
—Bueno, no hay para tanto. Yo esperaría. ¡Esperemos que no sean desastrosos!
En cambio, cuando entré en el piso, me pareció que todo estaba limpio y ordenado dentro de lo que cabe, pues la vivienda, siendo de los años sesenta y con pocas reformas, estaba un poco deslucida; pero los colchones, que me habían obsesionado tanto, eran bastante nuevos.
—Menos mal, me dije, sentándome encima de uno de ellos.
Nos encantó que hubiera cunita, trona, cambiador y otros utensilios para los bebés. Era ideal para nuestros dos nietos, que iban a llegar al día siguiente. Juan Ibáñez estaba casado en segundas nupcias con una mujer que tenía una nieta de cinco años y todavía conservaba en el desván todos los trastos para recién nacido.
La primera cosa que se estropeó fue la nevera. Mejor dicho, nunca llegó a funcionar. Tuvimos que dejar nuestras provisiones en el frigorífico de María Ibáñez. Al día siguiente nos llegó una nevera de segunda mano, un poco más pequeña que la anterior, pero que funcionaba bien.
Aquel iba a ser un verano raro, me dije: iba a pasar dos meses seguidos en mi pueblo, cosa que nunca había sucedido. Antes, mi marido y yo, solíamos transcurrir una temporada en Malgrat, pero nunca más de tres o cuatro semanas. Desde hacía muchos años, iba al pueblo de la costa catalana cada verano con mis hijos pequeños, para ir a ver a mis padres. Si iba sola con los niños, tomaba un avión; en cambio con mi esposo solíamos ir en coche o en una furgoneta que nos prestaban mis cuñados. Aprovechábamos aquellos viajes para hacer una ruta por la península, cada año distinta. Un verano fuimos a Galicia, otro recorrimos la Mancha y Andalucía. También nos pateamos Valencia, Murcia y el Cabo de Gata, y uno de los últimos años recorrimos la costa atlántica y mediterránea de Portugal...
Mis padres murieron a distancia de cinco años uno del otro, primero mi madre en 2007 y luego mi padre en 2012. Ambas veces fue una cosa inesperada: me llamaron por teléfono mis hermanos y yo corrí al aeropuerto, para llegar a tiempo. Es un gran sufrimiento estar lejos de una persona querida que se está muriendo. El pueblo sin ellos se volvió más triste. Sin embargo, nunca dejamos de ir allí con nuestros hijos. Los niños iban creciendo y a menudo nos llevábamos de viaje a alguno de sus amigos. Luego ellos empezaron a ir de vacaciones por su cuenta; sin embargo, una semana se la guardaban para volver al pueblo catalán e intentaban coincidir con nosotros. Les gustaba aquel pueblecito, pues allí tenían tíos, primos y tantos recuerdos de su infancia. En los primeros años nos alojábamos en casa de mis padres, una casona vieja. A la muerte de mi padre la heredó mi hermana; se ocupó de reformarla mi sobrino y la alquiló todo el año a un señor suizo, que le pagaba muy bien. Por lo tanto, nosotros tuvimos que apañarnos y buscar otra vivienda. Fuimos a varios apartamentos, pero el de los Ibáñez, a pesar de sus enseres desgastados, al ser antiguo era el más acogedor y el que me hacía sentir más en casa.
Mi marido, unas semanas antes de salir de Italia, me dijo que no iba a aguantar dos meses en la playa y que se iba a marchar a mitades de agosto. Sobre todo quería volver a Firenze para ayudar a nuestro hijo, haciéndole la comida, pues él llevaba un taxi y tenía mucho trabajo en verano.
—A partir del 10 de agosto en Florencia casi todas las casas de comidas están de vacaciones. Él necesita mi ayuda, dijo mi esposo.
—Pero hombre, tiene treinta años, ya se sabe espabilará, no te preocupes.
—A mí me apetece volver antes.
—¡Haz lo que quieras! Yo me quedaré. Mañana mismo voy a sacar un pasaje de avión. Pero me sabe mal que tú vuelvas en coche solo. ¡Son más de mil kilómetros!
—¡No me importa volver solo! Ya sabes que me gusta conducir y que soy prudente. Me paro cada dos horas.
—Sigo pensando que es una pena que no te quedes conmigo. Tendríamos toda la casa para nosotros.
—Ya lo he decidido. No insistas, por favor.
El 30 de junio llegaron en tren nuestra hija, su pareja y los niños. Yo estaba impaciente por ver a los niños, a pesar de que hiciera sólo un mes que había estado en Madrid. Habíamos llevado en el coche muchas cosas para nuestros nietos: juguetes, libros, ropa, almohadas, la batidora y otros enseres de la cocina. También una enorme sombrilla y toallas para la playa. Y mucha comida: pasta, quesos y otros productos italianos.
El niño pequeño tenía un mes y el mayor un año y medio. Fue bien bonito irles a buscar a la estación de trenes. En el andén lloré de alegría, abrazando al niño mayor, que estaba empezando a hablar y me llamaba todo el rato "nonna" (que quiere decir abuela en italiano).
Al principio los niños daban mucho trabajo, pero pronto entre todos intentamos repartirnos las tareas domésticas y la cosa fue mejorando. Nuestra hija estaba de baja de maternidad; su pareja, los domingos por la noche o los lunes por la tarde, se iba a Madrid a trabajar, pero volvía en tren cada viernes.
Las semanas iban pasando deprisa. Había que hacer tantas cosas que no teníamos tiempo de aburrirnos: atender a los niños, llenar la nevera, limpiar, cocinar y todo lo que fuera necesario. Un día tuvimos que ir al centro de salud a ponerles las vacunas al pequeño y otro a que visitaran al otro, pues le habían salido granitos en todo el cuerpo…
Por la mañana, después de desayunar, solía ir a comprar fruta y verdura al mercado y pan y leche a un colmado. Luego íbamos todos a la playa. A mi marido no le gusta mucho estar en la playa; por eso muchas veces se quedaba en casa preparando la comida, pero otras íbamos todos a comer a un chiringuito en frente del mar. A veces le dejábamos a él el bebé y madre e hija salíamos de compras.
La siesta era la hora más tranquila del día; cuando los peques dormían, nosotros descansábamos, echados en el sofá o en la cama. Luego, después de merendar, cuando ya hacía menos calor, íbamos a pasear con los niños a un parque con columpios. A veces entrábamos en la biblioteca municipal, donde sacábamos libros prestados. Un día el niño mayor se meó en una de las salas de lectura. El pañal no aguantó todo aquel pis, y se mojó un poco el banco donde estábamos sentados. Tuvimos que volver a casa deprisa y corriendo, pues no llevábamos ningún recambio. Mientras tanto, el pequeño se despertó llorando, desesperado porque tenía que mamar, y entre todos armaron un buen jaleo.
La casa de los Ibáñez no cuenta con muchas comodidades. Nos hubiera ido bien tener un lavavajillas; había uno muy viejo, pero nos dijeron que estaba estropeado, por lo tanto nos turnamos, lavando los platos a mano. La cena siempre era un poco movida, pues los niños a esa hora estaban cansados y se quejaban todo el rato. En la parte delantera del apartamento, hay una terraza cubierta, donde se puede admirar el mar. Ahí nos sentábamos al atardecer, cuando los peques ya dormían; sin embargo, hacia las once caíamos todos muertos de sueño. Las noches eran un poco ajetreadas, pues el pequeño se despertaba quejándose, cuando le tocaba mamar. A veces, el mayor, tenía pesadillas y también chillaba. Su madre es una chica paciente y organizada y de noche se ocupaba de todo, pero alguna que otra vez yo también me levantaba para ayudarla. Cuando el padre volvía de Madrid, se encargaba de los niños y ella descansaba un poco. Cada día, hacia las siete de la mañana, el niño mayor se despertaba y uno de nosotros se levantaba. Empezábamos el día, jugando a la pelota y preparando el desayuno.
Una tarde se me dio por llamar a una de mis tías, a quien hacía tiempo que no veía. Mi tía nos invitó junto a sus hijas, sobrinas y nietos a merendar en el jardín de su casa, la que había sido de mis abuelos paternos, donde nació mi padre. También avisó a su cuñada, la hermana de mi padre, que tiene 94 años y es la única de los siete hermanos que todavía está viva. Fue emocionante volver a ver a mis tías, hablar y reír con mis primas y conocer a sus hijos.
A finales de julio llegaron nuestros consuegros para pasar unos días con nosotros. Estuvieron alojados en un hotel cerca de nuestra casa. Por la mañana íbamos con ellos y los niños a la playa y por la tarde paseábamos. Alguna que otra tarde ellos cogieron el tren para ir a visitar otros pueblos de la comarca. Mi hermano y mi cuñada nos invitaron a todos comer a su casa, fue bien bonito por su parte acoger tan bien a nuestra familia madrileña. Durante el fin de semana, los cuatro consuegros cogimos el coche para ir de excursión al interior; fuimos a Besalú y el lago de Banyoles. Nos lo pasamos muy bien, pero hacía mucho calor y volvimos chorreando. Cuando al día siguiente fuimos a la estación a despedir a los abuelos madrileños que se iban de vacaciones a Extremadura, el niño mayor, que es muy sentimental, se puso a llorar. Derramaba lágrimas cada semana, cuando íbamos a despedir a su padre, pero su madre lo consolaba, diciéndole que iba a volver muy pronto. Aquella estación, que se edificó a mitades del siglo XIX, para las llegadas era un jolgorio y un valle de lágrimas para las despedidas.
Durante la primera semana de agosto empezaron las fiestas del pueblo y fuimos a ver desfiladas de gigantes y cabezudos, títeres y otras atracciones infantiles. El 4 de agosto llegó el padre de los niños en coche para quedarse definitivamente. Durante esos días él y ella iban a menudo a cenar a algún que otro restaurante del pueblo para recargar pilas. Mi marido y yo hacíamos de canguro a los nietecitos. Casi siempre los niños se dormían tranquilos, pero el pequeño, cuando se acercaba la hora de mamar, de golpe berreaba, y a veces no lográbamos calmarlo y teníamos que llamar a nuestra hija, para que volviera lo antes posible. Algún que otro sábado mi marido y yo salimos con mi hermano y mi cuñada y tal vez con otros amigos, una noche fuimos a un concierto de Martirio, una cantante española muy famosa en los años ochenta y noventa, en el faro de Calella. El faro, el mar y la música nos conquistaron.
El primer domingo de agosto en un chiringuito de la playa, bastante cerca de casa, los tres hermanos organizamos una comida familiar con nuestros hijos y nietos. Nos pusieron una larga mesa, bajo una parra. Después de comer, los primos mayores jugaron con los pequeños y los adultos charlamos y reímos, contándonos anécdotas divertidas de nuestra infancia… Todos lo pasamos muy bien. La sobremesa fue larga y amena y cuando los camareros ya estaban sacando platos, cubiertos y botellas, me puse a mirar el azul intenso del mar y la tupida parra verde. Luego pensé en la suerte que teníamos al habernos reunido los tres hermanos y me dije: —Menos mal que el testamento de mis padres no destrozó a nuestra familia.
El 10 de agosto ellos se fueron al País Vasco, donde habían alquilado un chalet para pasar allí una semana con otros amigos que también tenían niños pequeños. Mi marido y yo nos quedamos solos en la casa y nos mudamos al cuarto más cómodo, donde había la cama matrimonial. Finalmente nos acostamos en un lecho ancho, después de seis semanas de dormir en dos camitas separadas. Me pegué a su cuerpo y en voz baja fui contándole las pequeñas cosas vividas en aquellos días: la alegría de estar todos juntos, el cansancio, la falta de tiempo personal y de intimidad de pareja, la felicidad de compartir el día a día con nuestra hija y los niños, la emoción de jugar con el mayor y de mecer al pequeño y la satisfacción de volver a ver a mi familia catalana y a nuestros amigos.
Pasamos toda una tarde en la cama, nos levantamos para dar una vuelta y para comprar cuatro cosas para cenar. Al día siguiente hicimos una excursión al interior para ver un edificio que había proyectado un arquitecto famoso y disfrutamos paseando y visitando los pueblos de la comarca.
Yo no quería que él se fuera, pero el 13 de agosto él se marchó. Yo lo acompañé al garaje por la mañana temprano; todavía no había amanecido. Despidiéndome de él, recordé otras despedidas: mis padres que madrugaban para acompañarme en coche a la estación, cuando yo me marchaba a Italia. En aquel momento pude entender su melancolía y las lágrimas de mi madre.
Me sentía triste, pero a la vez libre. Era una contradicción; iba a echar de menos a mi marido, sin embargo, me apetecía tener dos semanas por delante, sin hacer nada para los demás; ni siquiera debía hacerme la comida, pues la nevera estaba llena. En seguida me puse a escribir un mensaje a mis amigas y otro a mis primas, para invitarlas a cenar a mi casa.
—Es un lujo tener toda la mañana para ir a la playa y tiempo libre para leer y escribir. ¡Qué quiero más de la vida! Me dije, uno de los primeros días de soledad.
Desde hacía varios meses estaba escribiendo un relato sobre la historia de Mariano Defaus Moragas, el hermano de mi bisabuelo Francisco, que se fue a Cuba a los diecisiete años. Esperaba encontrar más material en el archivo de mi pueblo, pero no conté con que durante las fiestas del pueblo las oficinas iban a estar cerradas.
—Todas las familias tienen secretos; nuestra familia también tenía uno.
— ¿Cuál? Me preguntó mi hermana.
—Pues, la huida de Mariano a Cuba, le dije la tarde que fui a verla.
Nadie nos habló de él jamás. Lo supe por una chica cubana que me escribió en mis redes sociales, diciéndome que el bisabuelo de su madre era hermano del mío. Esto me desencadenó las ganas de escribir un relato sobre la vida de Mariano.
Sobre la mesa desparramé papeles y fotografías. Mi ordenador portátil siempre estaba conectado y yo entusiasmada con aquella historia. Sin embargo, a medida que pasaban los días empecé a desanimarme y a sentir nostalgia de mi marido.
- ¡Qué tonta soy! ¿Por qué no aprovecho mis días de libertad? Me dije.
Un día pasé por delante de la notaría. Miré distraída el horario de abertura que estaba colgado en la puerta, pero pasé de largo sin pensar en nada. Paseaba mucho, sobre todo al atardecer, pues no quería estar toda la tarde encerrada en casa. En aquel apartamento que semanas atrás estuvo lleno de gente y de bullicio, y yo tan a gusto en él, ahora empezaba a sentirme fuera de lugar. De día iba a mi aire, pero por la noche dormía poco y mal, por el bochorno y sobre todo por la ansiedad: al anochecer oía ruidos y tenía miedo de que entraran ladrones por la terraza.
Para relajarme, me apunté a un curso de yoga; allí encontré a una compañera de trabajo de una amiga mía. A la salida nos pusimos a hablar. Me contó que después de su separación se fue a vivir a Barcelona y que alquiló el piso a unos profesores. Pero al cabo de diez años los inquilinos se trasladaron a otro pueblo y ella se mudó de nuevo a su antigua vivienda, sin sus hijos que ya vivían por su cuenta. Luego me dijo una cosa muy graciosa:
- ¿Sabes dónde vivo?
- ¡No, ni idea!
- ¡Justo al lado de la primera esposa de mi ex! Yo vivo en el segundo, ella en el cuarto. No te lo vas a creer, pero nos llevamos bien.
- ¡Qué casualidad!
Ella, como mi amiga, era bióloga. Trabajaba en los hospitales, enseñando a usar a los doctores aparatos médicos de alto nivel. Lástima que al día siguiente se iba de vacaciones.
María Ibáñez trabajaba todo el día, pero un domingo coincidí con ella en la playa y la invité a cenar junto a una de mis primas y a mi sobrina con su hijo. Era un grupo un poco heterogéneo, pero a mí me gusta reunir a personas que se conocen poco. Nos lo pasamos bien comiendo un plato italiano de pasta que yo preparé. A ninguna de aquellas mujeres les gustaba cocinar, así que estuvieron encantadas con mis manjares. Era la noche de los fuegos artificiales. El niño estuvo entretenido en la terraza, mirando los fuegos, mientras nosotras hablábamos y reíamos con la cabeza hacia arriba y con una copa de cerveza en la mano. Me acosté contenta, pero también dormí mal.
Me hubiera gustado relacionarme más con las amigas de mi adolescencia y primera juventud, pero ellas estaban atareadas resolviendo pequeños o grandes enredos de su vida cotidiana. Al final conseguí invitarlas a cenar en el apartamento de los Ibáñez, donde había una mesa grande y ocho sillas. Nos lo pasamos la mar de bien, riendo y recordando episodios del colegio. Aquella noche quería hablarles de mi proyecto de escritura, pero no lo hice, pues noté que ellas querían contarme sus cosas y a mí me gustaba escucharlas. Dicen que a los de fuera se les confían cosas íntimas. Y eso fue lo que pasó. Más que nada hablaron de sus vidas: una se quejó del marido que la traicionaba con una mujer más joven, otra de su separación difícil, pues su esposo, tras la bancarrota de su empresa, se volvió agresivo y un día la pegó y ella lo echó de casa. La más desparpajada nos contó lo bien que se lo pasaba con su tercer marido; otra habló de lo mal que se llevaba con la suegra y de los problemas que tenía con sus padres ingresados en un geriátrico. Hablamos un poco de nuestros hijos y nietos y, claro, no faltó el tema de la jubilación y tampoco el de nuestra salud.
—¡A mí en septiembre me van a operar el menisco! Dijo una.
- ¡Si yo os contara todos mis achaques, no acabaría esta noche! Contestó otra sonriendo.
—¡Qué exagerada que eres, mujer! Vamos, ¡ahora basta hablar de achaques! ¡Hablemos de amores y de viajes! Dijo la más bromista.
No trasnochamos, porque dos de ellas todavía trabajaban y tenían que madrugar y otras dos vivían lejos y tenían una hora de carretera. Otra noche invité a una amiga que conocí a finales de los años ochenta y que a pesar de la distancia nunca nos hemos perdido de vista. Ella vive en una casa rural a pocos kilómetros del pueblo, pero en invierno se traslada a Girona para no perderse los eventos culturales y sus cursos universitarios. Me contó con entusiasmo todos sus proyectos. A ella, como a mí, le encanta mucho leer e ir al cine. Cenamos en la terraza, el aire era suave y los trenes dejaron de pasar. Sin darnos cuentas, hablando y hablando, nos bebimos una botella de vino. Aquella noche dormí como un tronco.
Una tarde fui a ver a mi hermana a su casa y aproveché para revisar los papeles y las fotografías antiguas de la casona familiar, la que heredó a la muerte de nuestros padres. Hacía años que no pasábamos tanto tiempo juntas. Ella, siendo mayor que yo, recordaba anécdotas de la familia que yo no sabía. Me entregó los testamentos de finales del siglo diecinueve, en los que salía el nombre de Mariano Defaus, para que los analizara.
—Cuando me los devuelvas, los voy a depositar en el archivo del pueblo.
—Me parece una buena idea, así todo el mundo va a poder consultarlos.
Mi hermana estaba delicada de salud y por aquel entonces salía poco, por eso me pareció un milagro que quisiera ir a donar aquellos papeles al archivo.
Mi hermano y mi cuñada salieron de viaje al sur de Francia y mi mejor amiga estaba muy agobiada con su madre noventañera que cada dos por tres estaba ingresada en el hospital… Todo el mundo estaba muy atareado.
—Sí, añoro un montón a mi marido y a los niños, murmuré de madrugada sin poder dormir.
Reaccioné a mi desasosiego intentando tirar adelante mi relato y me divertí dejando volar mi imaginación. También enlacé vínculos más fuertes con mis tías y primas. Eso me dio tranquilidad, o mejor dicho felicidad, pues pensaba en lo contento que habría estado mi padre si me hubiera visto junto a su hermana y cuñada. Disfruté mucho en su jardín la noche que me invitaron a cenar. Cada prima preparó un plato. Yo llevé una tortilla de calabacines. La sobremesa fue larga y bailamos, incluso las tías dieron algún paso de danza.
En la última semana intenté crearme una rutina y eso me hizo estar mejor. En la playa, hice amistad con Loli, una mujer pocos años más joven que yo, que cuidaba con cariño a su nieto bajo la sombrilla… Hablamos sobre todo de nuestra experiencia de ser abuelas. Un día le conté que estaba buscando un piso de alquiler para el próximo año, pues los hermanos Ibáñez no me aseguraron otro verano en su casita, ya que tenían proyectos de reforma, entonces ella me aconsejó que fuera a un par de agencias inmobiliarias, que ella conocía bien, pues hacía poco que se había vendido su piso y comprado una vivienda con jardín.
Uno de los últimos días, fui al cementerio a visitar la tumba de mis padres, había quedado con una de mis primas, por parte de madre, pero al final no pudo acompañarme, pues le cambiaron el turno de trabajo. Sola de pie en frente de la tumba, tuve tiempo para pensar en mi vida pasada, presente y futura. De mi pasado estaba contenta, del presente también, poco a poco estaba empezando a saborear el hecho de estar sola en mi pueblo. ¿Y del futuro, qué opinaba? De madrugada me desperté, pensando en mi muerte. Así que por la mañana me fui a la notaria a reservar cita; quería dejarlo todo arreglado para que mi marido y mis hijos no tuvieran problemas cuando yo muriera. Le dije a la secretaria que estaba a punto de marcharme a Italia y ella me dio una cita para el día siguiente. El notario era un señor alto y gordo. Me pareció distraído, quizás un ex fumador; se le notaba impaciente, como si le faltara algo. Tuve que leer varias veces el testamento, pues encontré varios errores, a pesar de que yo no soy para nada minuciosa.
Durante el último fin de semana llegó la lluvia tan esperada. Todos estuvimos contentos, pero a la vez nos dijimos:
— ¡Qué lata, la lluvia de viernes!
Fue una lástima que lloviera a cántaros. En el pueblo, aquel último fin de semana de agosto, había un evento importante: un festival de libros, "Vila de llibres". Los tenderetes en la plaza daban pena, chorreando de agua; las presentaciones de libros tuvieron que hacerse en una sala de biblioteca, donde la gente estaba apretujada. Las temperaturas bajaron mucho y nos pelamos de frío. Saltando los charcos, se nos mojaron los pies y nuestras sandalias de cuero se estropearon.
El último sábado fui a cenar con mi mejor amiga, su marido y otra pareja. Fuimos a un restaurante que tenía un jardín precioso, pero por la lluvia tuvimos que comer dentro. Saliendo los invité a mi terraza a tomar cervezas y comer cacahuetes y pistachos. Fue una noche maravillosa, mirando el mar y charlando. Dejó de llover y subimos el toldo. Era completamente dueña de mi casa; podía invitar a quien quisiera y a cualquier hora. Yo no suelo trasnochar, todo lo contrario, tengo mi rutina y me acuesto siempre hacia las once y media, pero aquella noche me sentí bien y me relajé.
El domingo, cuando me desperté, el cielo todavía estaba gris y no había nadie en la playa, ni siquiera las mujeres ancianas que cada día iban a las ocho de la mañana a bañarse, cogidas de una cuerda para no caer. Era conmovedor ver a las viejecitas con tanta fuerza de voluntad; sabían que el agua del mar hacía milagros y ellas querían uno. Mientras miraba el mar y pensaba en las ancianas, me llamaron por teléfono mi hermano y mi cuñada, para que fuera a comer a su casa. Les dije que tenía la nevera llena de cosas, que iban a estropearse. Pero ellos insistieron y yo acepté diciéndoles que les llevaría todos los víveres que pudiera.
Llovía a cántaros y María Ibáñez, me vio en la puerta indecisa, mirando la lluvia y me dijo:
— ¿A dónde vas tan cargada?
— A casa de mi hermano.
— Te acompaño yo en coche.
María era una mujer afable y siempre de buen humor, en el breve recorrido me contó que se quería jubilar, pero que de momento su novio y ella seguirían viviendo en ciudades distintas.
— ¡Cada uno en su casa, es lo mejor a la pareja!
En casa de mi hermano coincidí con mis sobrinas, con sus parejas e hijos y disfruté mucho charlando con ellos. Mi cuñada hizo un arroz riquísimo. La sobremesa fue larga y muy amena. Por la tarde fuimos a varios eventos y presentaciones de libros. Fue interesante y me lo pasé bien, a pesar de la lluvia. Sin embargo, cuando me acosté, añoré de nuevo a mi marido y seguí oyendo ruidos extraños.
Finalmente ha dejado de llover. Hoy lunes es el último día de vacaciones, es el veintiocho de agosto y voy a volver a Italia. Me he levantado temprano para arreglar el apartamento, pero primero he escrito en mi cuaderno los recuerdos del fin de semana, para no olvidarlos. No creo que vaya a la playa, pues quisiera recoger todas mis cosas playeras y dejarlas guardadas en el trastero, esperando volver aquí de nuevo el año que viene. A primera hora de la tarde tengo el tren para el aeropuerto de Barcelona. Aprovecho esta mañana gris para escribir esta especie de diario. Estoy ilusionada y emocionada porque muy pronto voy a abrazar a mi marido. Tengo ganas de volver a casa, después de dos meses de ausencia. Me conozco; seguro que voy a ir antes de lo debido al aeropuerto, pues estoy impaciente por volver, no sé si es una cosa normal, todas esas ganas de volver.
La mujer se sentó en un vagón del tren de cercanías que iba a llevarla al aeropuerto; miraba el mar y sonreía; sin embargo, ella no podía imaginar que las cosas se le iban a complicar.
- ¿Pero qué es lo que pasó? Os preguntaréis.
Llegó con mucha antelación al aeropuerto que estaba abarrotado de gente, como es natural a finales de agosto. A la mujer le dio la sensación de hallarse en un gran atasco, del que no podía salir y empezó a sudar y a sentir un poco de ansiedad. Se sentó y se puso a leer un libro para tranquilizarse. Se comió una manzana y se relajó mirando a la gente que corría arriba y abajo. Al cabo de una hora apareció su vuelo en la pantalla, pero de golpe vio iba a sufrir un retraso de tres horas.
- ¡Madre mía, solo faltaba eso! Se dijo, casi llorando.
Escribió un mensaje a su marido y le dijo que iba a llegar mucho más tarde. La imagen que tenía en la cabeza, donde abrazaba a su esposo, se le iba esfumando. Para no agobiarse, empezó a pensar que el retraso de un vuelo no era nada respecto a otras calamidades, como las enfermedades graves, el derribo de un avión, los accidentes en la carretera, etc.
No os vais a creer, lo que pasó al cabo de una hora: apareció en la pantalla el anuncio de que el vuelo volvía a su horario normal.
—¡Es un milagro! Gritó ella, llorando de alegría.
Todos los pasajeros se quedaron pasmados mirando la pantalla y sonriendo.
El avión salió puntual, contra cualquier previsión; sin embargo, a mitad del vuelo hubo fuertes turbulencias. Todo empezó con movimientos bruscos que sacudían al aeroplano para abajo, arriba y los costados. La mujer sintió vértigo. Cerró los ojos a la espera de que todo terminara. Pero cuando los sacudones se agravaron a ella le pareció que iban a caer y tembló de miedo. Mientras se agarraba a los apoyabrazos de la butaca, recordó un refrán: Las desgracias nunca vienen solas, pero añadió: —Muchas veces estarían quietas, si nosotros no las invocáramos con nuestros gestos o acciones. Entonces se preguntó: —¿Hice mal en hacer testamento?
Los movimientos se volvieron menos bruscos. La mujer abrió los ojos y miró su cinturón abrochado, lo tocó y se dio cuenta de que aquel cinturón había evitado de que saliera despedida del asiento. Cuando el piloto les informó que estaban saliendo de la zona de tormentas, se calmó. Por suerte, al cabo de poco tiempo, que a ella le pareció larguísimo, las turbulencias cesaron y la mujer dejó de pensar en que el testamento era el culpable de todas las desgracias. Su ansiedad desapareció y se quedó dormida.
Se despertó con dolor de cabeza y cansada, como si hubiera trabajado un día entero en una cantera con una pala, sacando piedras. Sí, aquella era la sensación que tenía: un agotamiento sobrenatural. Menos mal que estaban a punto de llegar.
El avión aterrizó puntual. Ella arrastró su maleta un buen trecho, hasta la zona de llegadas. Al salir vio a su marido que la estaba esperando. Él la abrazó más fuerte de lo que había soñado ella y le susurró:
- Te he echado mucho de menos.
Al oír aquellas palabras la mujer se puso alegre y dejó de sentirse cansada; se le borró el espanto que sufrió durante las turbulencias y ni se acordó de hablarle del testamento.
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