lunedì 6 marzo 2023

La mentira

 



Aquella mañana de primavera Alicia, sentada en la sala de espera de la doctora Pezzali, todavía no sabía que estaba a punto de romper el último vínculo que mantenía con el pueblo donde nació y creció. Desde que se marchó, cuarenta años atrás en el último tren de Barcelona para el extranjero, fue abandonando poco a poco al peluquero, a la esteticista, al médico y a la ginecóloga. Sin embargo no dejó a Adriá Galcerán, el dentista que todos los años le hacía una revisión, cuando iba a visitar a su familia durante las vacaciones de verano.
Adriá heredó de su padre, Andreu Galcerán, el consultorio dental, el primero que se abrió en el pueblo. Hasta la generación de los abuelos de Alicia, el barbero sacaba los dientes, pero años más tarde quien podía permitírselo se iba a la ciudad más cercana para que le atendiera un dentista de verdad. Los padres de Andreu, comerciantes de harinas y dueños de la panadería más grande del pueblo, lo hicieron estudiar en Barcelona en un colegio de jesuitas, mientras que al hijo menor, Josep, lo pusieron a trabajar de panadero siendo aún adolescente, justo cuando el mayor empezó la carrera.
Las malas lenguas del pueblo murmuraban que el matrimonio Galcerán había cometido un gran error, hubiera tenido que poner a trabajar a Andreu en la panadería y hacer estudiar a Josep que era más listo que su hermano.
Cuando la madre de Alicia la llevó por primera vez a la clínica dental, Andreu Galcerán no tenía ni cincuenta años, pero su enorme bigote cano que resaltaba en su cara rechoncha lo hacía parecer mayor. Era un hombre alto y corpulento, que hablaba poco, pero cuando lo hacía refunfuñaba. Su fuerza aparente iba desvaneciéndose cuando se movía lentamente por las salas del consultorio que había instalado en la parte trasera de su casa.

Alicia quieta, recostada en el sillón, soportaba los resoplos de Andreu que casi la sofocaban. No llevaba guantes, usaba sólo dos fundas de goma, una en el pulgar y otra en el dedo índice de la mano derecha, el sabor de goma la mareaba, pero intentaba resistir para no vomitar. Para distraerse miraba la claraboya que iluminaba la sala contando las manchas, grietas y demás detalles del techo mientras él revisaba sus muelas, pero cuando usaba el taladro cerraba los ojos esperando que el martirio durase lo menos posible. Mascullaba palabras incomprensibles cuando la acompañaba hasta la puerta, arrastrando su cuerpo como si fuera un fardo.
Solía salir un poco mareada y con la mejilla hinchada, pero antes de volver a casa muchas veces pasaba por la panadería. Entrando percibía el perfume a pan recién horneado y el olor a masa madre. Durante un rato se quedaba mirando al panadero que cortaba con habilidad las chapatas largas y blandas y los pedazos de torta y con un trapo quitaba de la balanza y del mostrador las migas y el polvo de harina de los sacos que se entreveían en la trastienda. Cuando tenía que esperase se entretenía observando las hogazas, barritas y panecillos tan bien puestos en los estantes.
- Toma una magdalena, es bien tierna, cuando la comas no te va a doler la boca, a pesar de que el bruto de mi hermano te la haya maltratado, le decía el panadero bromeando.
- Gracias me la comeré luego.
En aquel entonces Andreu era un gran fumador, se encendía un cigarrillo entre un paciente y otro, pero a veces incluso lo hacía en medio de una visita, dejando al paciente con la boca abierta, mientras esperaba a que se cementara el empaste de la muela. Cuando unos años más tarde se vio obligado a dejar de fumar por problemas cardíacos, empezó a engordar devorando con voracidad los ricos platos que le preparaba cada día Raquel, su mujer.
Raquel había sido la chica más hermosa del pueblo, la hija menor de una familia numerosa. Sus ambiciones la llevaron a aceptar la propuesta de matrimonio de Andreu, a pesar de que estuviera enamorado del panadero. Josep, en aquel entonces era un muchacho de buen aspecto, bastante alto y delgado, simpático y siempre de buen humor y más de una chica del pueblo lo hubiera aceptado como marido, pero él, al no poder casarse con Raquel, decidió hacerlo con la mejor amiga de ella. Aunque las dos parejas salieran a menudo juntas, en el pueblo se rumoreaba que había mala sangre entre los dos hermanos.
Adriá, el hijo de Andreu, nada más terminar la carrera, tuvo que ponerse la bata blanca y sustituir a su padre, que murió repentinamente por un ataque cardíaco. Adriá se movía con gracia y elegancia por las salas de la clínica dental y trataba con afabilidad a los pacientes y a las enfermeras. Cada vez que Alicia  iba a su consultorio se quedaba prendada escuchando sus explicaciones, tal vez era su método para tranquilizar a los pacientes, pensaba, el caso es que a él se le daba bien.
Siguió yendo a la clínica de Adrià Galcerán durante muchos años, hasta que se le rompió una muela. Mientras su marido le estaba aconsejando que fuera a ver a su dentista, que a ella no le gustaba para nada, recordó a la doctora Pezzali, de quien una amiga le había hablado. La llamó y ella la citó para la semana siguiente. Llegó puntual.
- Tuvo mucha suerte, la señora que iba detrás de usted canceló la visita, así que podemos comenzar el tratamiento hoy mismo, le dijo la dentista sonriendo.
La doctora Pezzali llevaba una bata y un gorro verde y movía con cuidado los instrumentos que poco a poco le iba introduciendo en la boca, explicándole detalladamente lo que estaba haciendo, esa forma de proceder le recordó a Adriá Galcerán. Cerró los ojos y sus pensamientos volaron hacia su dentista catalán.
- Eres una de mis pacientes más fieles, no creo que nadie recorra mil kilómetros para venir a verme, dijo Adriá sonriendo la última vez que estuvo en su clínica.
- Y tú eres mi dentista de confianza.
- Ya falta poco para mi jubilación, le voy a dejar el consultorio a mi hijo, así que de ahora en adelante nos vamos a ver poco, por eso quiero contarte un suceso familiar, antes de que te llegue por otras fuentes. Durante el funeral de mi madre descubrí por casualidad que la gente a mis espaldas decía que yo era el hijo del hermano de mi padre. Caí enfermo del disgusto, evitaba a mis tíos y las dudas me volvían loco, pero no sabía cómo actuar. Después de la muerte de mi tía tuve el valor para para pedirle a mi tío que nos hiciéramos las pruebas de ADN y descubrimos que él era mi verdadero padre,  le dijo Adrià con una voz temblante.

- ¡Madre mía! ¿Y cómo reaccionasteis los dos? Le dijo Alicia.
- Yo lo pasé muy mal. No me lo podía creer que mi madre nos hubiera escondido un secreto tan grande. Mi tío Josep también estaba traumatizado, pero él lo sospechaba desde el día en que yo nací, porque había tenido un romance con mi madre, justo antes de que se casara. Cuando ella regresó de la luna de miel, le dijo a Josep que estaba embarazada y le dejó claro que el niño no era suyo sino de Andreu. Josep dudaba, pero mi madre negaba. Yo sentía que mi tío Josep me quería como a un padre, pero nunca sospeché que lo fuera realmente. ¿Te das cuenta de la mentira en la que hemos estado viviendo todos estos años?

A Adriá empezaron a temblarle los labios y tuvo que sentarse. Cogió un pañuelo y se secó la cara sudada. Alicia nunca lo había visto tan desmejorado .

- ¿Y tu padre lo sabía? Le preguntó Alicia.

- Eso no lo sabremos nunca. Ha sido para todos un choque emocional tan grande que todavía no nos hemos recuperado.
- Me imagino lo que sufristeis todos. Menos mal que los tiempos han cambiado, el pueblo ha crecido y a la gente ya no le interesan los asuntos ajenos, traté de decirle para apaciguar los ánimos.
- Si quieres que te diga la verdad, ahora mismo no me importa en absoluto lo que digan los demás. Ahora que Josep se ha quedado solo, le he pedido que venga a vivir conmigo.

Volví a la realidad cuando la doctora Pezzali, después de un breve silencio, me dijo que había terminado, en ese momento me dije que ella sería mi nueva dentista.





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