Aquella mañana de primavera Alicia, sentada en la sala de espera de
la doctora Pezzali, todavía no sabía que estaba a punto de romper
el último vínculo que mantenía con el pueblo donde nació y
creció. Desde que se marchó, cuarenta años atrás en el último
tren de Barcelona para el extranjero, fue abandonando poco a poco al
peluquero, a la esteticista, al médico y a la ginecóloga. Sin
embargo no dejó a Adriá Galcerán, el dentista que todos los años
le hacía una revisión, cuando iba a visitar a su familia durante
las vacaciones de verano.
Adriá heredó de su padre, Andreu
Galcerán, el consultorio dental, el primero que se abrió en el
pueblo. Hasta la generación de los abuelos de Alicia, el barbero sacaba
los dientes, pero años más tarde quien podía permitírselo se iba
a la ciudad más cercana para que le atendiera un dentista de verdad.
Los padres de Andreu, comerciantes de harinas y dueños de la
panadería más grande del pueblo, lo hicieron estudiar en Barcelona
en un colegio de jesuitas, mientras que al hijo menor, Josep, lo
pusieron a trabajar de panadero siendo aún adolescente, justo cuando
el mayor empezó la carrera.
Las malas lenguas del pueblo
murmuraban que el matrimonio Galcerán había cometido un gran error,
hubiera tenido que poner a trabajar a Andreu en la panadería y hacer
estudiar a Josep que era más listo que su hermano.
Cuando la
madre de Alicia la llevó por primera vez a la clínica dental,
Andreu Galcerán no tenía ni cincuenta años, pero su enorme bigote
cano que resaltaba en su cara rechoncha lo hacía parecer mayor. Era
un hombre alto y corpulento, que hablaba poco, pero cuando lo hacía
refunfuñaba. Su fuerza aparente iba desvaneciéndose cuando se movía
lentamente por las salas del consultorio que había instalado en la
parte trasera de su casa.
Alicia quieta,
recostada en el sillón, soportaba los resoplos de Andreu que casi la
sofocaban. No llevaba guantes, usaba sólo dos fundas de goma, una en
el pulgar y otra en el dedo índice de la mano derecha, el sabor de
goma la mareaba, pero intentaba resistir para no vomitar. Para
distraerse miraba la claraboya que iluminaba la sala contando las
manchas, grietas y demás detalles del techo mientras él revisaba
sus muelas, pero cuando usaba el taladro cerraba los ojos esperando
que el martirio durase lo menos posible. Mascullaba palabras
incomprensibles cuando la acompañaba hasta la puerta, arrastrando su
cuerpo como si fuera un fardo.
Solía salir un poco
mareada y con la mejilla hinchada, pero antes de volver a casa muchas
veces pasaba por la panadería. Entrando
percibía
el perfume
a pan recién horneado y el olor a masa madre. Durante un rato
se quedaba mirando al panadero que cortaba con habilidad las chapatas
largas y blandas y los pedazos de torta y con un trapo quitaba de la
balanza y del mostrador las migas y el polvo de harina de los sacos
que se entreveían en la trastienda. Cuando tenía que esperase se
entretenía observando las hogazas, barritas y panecillos tan bien
puestos en los estantes.
- Toma una magdalena, es bien tierna,
cuando la comas no te va a doler la boca, a pesar de que el bruto de
mi hermano te la haya maltratado, le decía el panadero bromeando.
-
Gracias me la comeré luego.
En aquel entonces Andreu era un
gran fumador, se encendía un cigarrillo entre un paciente y otro,
pero a veces incluso lo hacía en medio de una visita, dejando al
paciente con la boca abierta, mientras esperaba a que se cementara el
empaste de la muela. Cuando unos años más tarde se vio obligado a
dejar de fumar por problemas cardíacos, empezó a engordar devorando
con voracidad los ricos platos que le preparaba cada día Raquel, su
mujer.
Raquel había sido la chica más hermosa del pueblo, la
hija menor de una familia numerosa. Sus ambiciones la llevaron a
aceptar la propuesta de matrimonio de Andreu, a pesar de que
estuviera enamorado del panadero. Josep, en aquel entonces era un
muchacho de buen aspecto, bastante alto y delgado, simpático y
siempre de buen humor y más de una chica del pueblo lo hubiera
aceptado como marido, pero él, al no poder casarse con Raquel,
decidió hacerlo con la mejor amiga de ella. Aunque las dos parejas
salieran a menudo juntas, en el pueblo se rumoreaba que había mala
sangre entre los dos hermanos.
Adriá, el hijo de Andreu, nada
más terminar la carrera, tuvo que ponerse la bata blanca y sustituir
a su padre, que murió repentinamente por un ataque cardíaco. Adriá
se movía con gracia y elegancia por las salas de la clínica dental
y trataba con afabilidad a los pacientes y a las enfermeras. Cada vez
que Alicia iba a su consultorio se quedaba prendada escuchando sus
explicaciones, tal vez era su método para tranquilizar a los
pacientes, pensaba, el caso es que a él se le daba
bien.
Siguió yendo a la clínica de Adrià Galcerán durante
muchos años, hasta que se le rompió una muela. Mientras su marido
le estaba aconsejando que fuera a ver a su dentista, que a ella no le
gustaba para nada, recordó a la doctora Pezzali, de quien una amiga
le había hablado. La llamó y ella la citó para la semana
siguiente. Llegó puntual.
- Tuvo mucha suerte, la señora que
iba detrás de usted canceló la visita, así que podemos comenzar el
tratamiento hoy mismo, le dijo la dentista sonriendo.
La
doctora Pezzali llevaba una bata y un gorro verde y movía con
cuidado los instrumentos que poco a poco le iba introduciendo en la
boca, explicándole detalladamente lo que estaba haciendo, esa forma
de proceder le recordó a Adriá Galcerán. Cerró los ojos y sus
pensamientos volaron hacia su dentista catalán.
- Eres una de
mis pacientes más fieles, no creo que nadie recorra mil kilómetros
para venir a verme, dijo Adriá sonriendo la última vez que estuvo
en su clínica.
- Y tú eres mi dentista de confianza.
- Ya
falta poco para mi jubilación, le voy a dejar el consultorio a mi
hijo, así que de ahora en adelante nos vamos a ver poco, por eso
quiero contarte un suceso familiar, antes de que te llegue por otras
fuentes. Durante el funeral de mi madre descubrí por casualidad que
la gente a mis espaldas decía que yo era el hijo del hermano de mi
padre. Caí enfermo del disgusto, evitaba a mis tíos y las dudas me
volvían loco, pero no sabía cómo actuar. Después de la muerte de
mi tía tuve el valor para para pedirle a mi tío que nos hiciéramos
las pruebas de ADN y descubrimos que él era mi verdadero padre, le dijo
Adrià con una voz temblante.
-
¡Madre mía! ¿Y cómo reaccionasteis los dos? Le dijo Alicia.
-
Yo lo pasé muy mal. No me lo podía creer que mi madre nos hubiera
escondido un secreto tan grande. Mi tío Josep también estaba
traumatizado, pero él lo sospechaba desde el día en que yo nací,
porque había tenido un romance con mi madre, justo antes de que se
casara. Cuando ella regresó de la luna de miel, le dijo a Josep que
estaba embarazada y le dejó claro que el niño no era suyo sino de
Andreu. Josep dudaba, pero mi madre negaba. Yo sentía que mi tío
Josep me quería como a un padre, pero nunca sospeché que lo fuera
realmente. ¿Te das cuenta de la mentira en la que hemos estado
viviendo todos estos años?
A Adriá empezaron a temblarle los labios y tuvo que sentarse. Cogió un pañuelo y se secó la cara sudada. Alicia nunca lo había visto tan desmejorado .
- ¿Y tu padre lo sabía? Le preguntó Alicia.
- Eso
no lo sabremos nunca. Ha sido para todos un choque emocional tan
grande que todavía no nos hemos recuperado.
- Me imagino lo
que sufristeis todos. Menos mal que los tiempos han cambiado, el
pueblo ha crecido y a la gente ya no le interesan los asuntos ajenos,
traté de decirle para apaciguar los ánimos.
- Si quieres que
te diga la verdad, ahora mismo no me importa en absoluto lo que digan
los demás. Ahora que Josep se ha quedado solo, le he pedido que
venga a vivir conmigo.
Volví a la realidad cuando la doctora Pezzali, después de un breve silencio, me dijo que había terminado, en ese momento me dije que ella sería mi nueva dentista.
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