lunedì 16 novembre 2020

Pequeñas historias de desasosiego

 



Ella y su marido salieron temprano de Florencia hacia  el sur  de la Toscana. El día les cundió mucho, pues visitaron varios pueblos característicos del interior antes de llegar a la casa rural, donde habían reservado una habitación.

A las tres de la tarde se instalaron en  un cuarto con un gran ventanal que se asomaba a unos campos ondulados de trigo, con filas cipreses y viñas a lo lejos. 

Ella se echó en la cama y observó con detenimiento  los objetos  a su alrededor: el televisor colgado sin gracia en la pared, la nevera pequeña apoyada en el suelo si más ni más, la mesita de noche a su lado que chocaba con la puerta al entrar y el armario antiguo colocado en frente de la cama para tapar una puerta. Pensó en que esos cuatro detalles estropeaban un poco el aire elegante y rústico del cuarto. 

Mientras deshacía su pequeña maleta  se puso a pensar en  el día anterior.

- ¿Por qué no vamos de excursión a la costa antes de que llegue el mal tiempo? Quizás sea nuestro ultimo viaje, el verano se está terminando y el dichoso Corona virus se está difundiendo cada vez más, hay que aprovecharlo, le dijo a su marido mientra comían.

- ¡Qué exagerada que eres con eso del del último viaje! Claro que me gustaría ir hacia la costa ¿Qué dices si fuéramos mañana a las aguas termales de Saturnia y el sábado a la playa?

- ¡Me parece una idea estupenda! Le  contestó  ella sonriendo.

Después de  comer ella se echó un rato en la cama, cosa que no solía hacer. Luego se entretuvo mirando en Internet las intrucciones para presentar la solicitud de jubilación y se dio cuenta de que su acceso a la plataforma del Ministerio de Educación estaba bloqueado.

En seguida llamó al número verde y le dijeron que tenía que inscribirse de nuevo y seguir algunos pasos que encontraría en el correo que le iban a enviar.

Ese pequeño inconveniente le dio desasosiego, pero en aquel momento no tenía tiempo para tramitar la nueva inscripción, pues tenía una cita con una amiga. Se quiso convencer de que todo se arreglaría, pero en el fondo sabía que iba a sufrir porque le quedaba aquella cosa pendiente.

Salió de su ensimismamiento y se  cambió deprisa. Los dos con  sendas toallas bajaron a la piscina que estaba  en medio de un gran  jardín,  entre los edificios rurales reformados y convertidos en alojamientos. 

Nadaron y tomaron el sol en las tumbonas. Cuando empezaron a llegar otros huéspedes se fueron a las cascadas termales de Saturnia.

Estuvieron en remojo en el agua caliente más de dos horas. Fue entonces cuando ella le confesó a su marido el malestar que sentía por haber dejado inacabada la cosa de la plataforma del Ministerio.

Al volver a la casa rural,  ella se  sentó en la cama y se dejó caer en la tentación de abrir el buzón del correo electrónico.

Había varios mensajes: uno del ministerio, otro de la escuela y por último el de una alumna suya.

Sintió de nuevo ansiedad. No sufría sólo porque había dejado una cosa incompleta y por el hecho de que cada semana le iban cambiando el horario de las clases, sino porque estaba preocupada por su alumna, que estaba ingresada de nuevo en el hospital y no sabía cuando podría volver a la escuela. La chica tenía una enfermedad crónica en los discos de la columna vertebral. En ocasiones llegaba a afectarle a la médula y a los nervios, comprimiéndolos progresivamente, con dolores atroces.

Contestó a su alumna animándola, entonces sus músculos tensos de la espalda se aflojaron un poco.

Su marido viéndola agobiada le dijo:

- Apaga el ordenador. Déjate de escuelas, cuando volvamos a casa ya te ayudaré yo a resolver los problemas informáticos. Relájate.

- Si, en realidad estoy un poco preocupada, pero sabiendo que me vas ayudar, me siento mejor, le dijo ella, mordiéndose la lengua, pues no quería entristecerlo, contándole la historia de su alumna desafortunada.

- Venga espabílate que se nos va a hacer tarde para ir a cenar, le dijo su marido mientras se secaba el pelo.

Se fueron a Saturnia, un pueblo pequeño, a unos ocho kilómetros de la casa rural y muy cerca de las cascadas  termales. La comida era sabrosa, el servicio impecable y la botella de vino, que bebieron casi entera entre los dos, muy buena, pero a ella el restaurante le pareció demasiado sofisticado y un poco caro. A ella le hubiera gustado un ambiente más casero. Eso no la ayudó a relajarse.

Después de cenar pasearon por el pueblo y tuvieron que abrigarse porque se estaba levantando un viento fresco.

- Se está acabando el verano, dijo ella

- Quizás mañana aún haga buen tiempo y podamos bañarnos en una cala, dijo él.

Aquella noche ella durmió  mal y de madrugada se despertó varias veces.

Tenía un poco de dolor cabeza, pero  después de la ducha se  encontró mejor.

- Me gustaría recorrer todo el monte Argentario, hay acantilados maravillosos, dijo su marido, entusiasmado.

- Si, hoy voy a dejarme llevar por ti, te prometo que no voy a pensar en la escuela, pero a la vuelta tenemos que pararnos para la compra, nuestra nevera está medio vacía.

- Vale, podemos ir al supermercado de Orbetello. ¡Tú no dejas nunca nada pendiente! Ya lo noté la tarde en que te conocí, le dijo su marido con un tono alegre, casi bromeando.

Entonces  ella se puso a reír, recordando su primer encuentro, lo rápido que se fueron desencadenando los acontecimientos y las emociones en que aquella noche de cuarenta años atrás.

- Sí, a menudo exagero con mis prisas, pero quizás si todo hubiera sido más lento no nos hubiéramos enamorado, le dijo ella, mientras se dirigen al Monte Argentario.

- A veces las cosas que nos parecen defectos, son las que nos salvan, le djo él.

Pusieron la radio y se quedaron un rato callados.

El tiempo se  iba  estropeando, en el cielo aparecieron grandes nubarrones. Recorriron  lentamente la costa en coche por una carretera de tierra, se  perdieron varias veces, pero al final cosiguieron dar la vuelta por todo el perímetro del Monte Argentario. En Orbetello se sentaron en la terraza de un bar donde comieron un bocadillo  y tomaron una cerveza. Luego se fueron al supermercado a comprar víveres.

Deciden ir subiendo hacia el norte por la costa  hasta que encuentren una cala bonita para bañarse. Se paran en Talamone y por suerte sale el sol entre las nubes.

El pueblo es pequeño y no tiene playa, pero detrás del puerto hay un acantilado donde la gente se baña. Hay un establecimiento de lujo con tumbonas, pero el acceso al mar es libre. Dejan sus mochilas en una roca y se zambullen en el agua. Mientras se secan unos niños de unos doce años, empiezan a saltar y a lanzarse al agua haciendo piruetas. Hay una niña un poco gordita, pero muy atrevida que chilla y parece la voz cantante de la pandilla.

Se entretienen observando a  los niños que parecen recién salidos de los años sesenta.

A media tarde salen otra vez nubarrones y deciden volver a casa.

Sentada al lado del marido mientras él conduce, se relaja escuchando la lluvia que choca contra los cristales y sonríe lamiéndose la sal pegada en la piel de su mano.











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