Mi
padre en cambio se cuidaba mucho sus pies esbeltos y largos. Calzaba
un cuarenta y cinco. Estaba orgulloso de la forma y medida de sus
pies, decía que eran bellos, a pesar de que a veces se quejara de
las plantillas que tenía que ponerse, porque los tenía planos y a
veces le dolían. Eso sólo le ocurría cuando estaba muchas horas
seguidas de pie.
Los
pies de mi madre eran, según mi mi padre, feos, pequeños y
rechonchos. Ella no se los cuidaba, pues nunca había sufrido de
dolor de pies. Mis padres eran opuestos en todo, incluso en la
temperatura de su cuerpo, él era de pies fríos y ella de pies
calientes.
Recuerdo
que mi padre en verano, los sábados por la tarde tomaba un baño, se
lavaba, frotaba y se quedaba en remojo en la bañera largo rato, luego
se ponía el albornoz, se sentaba en el porche en un taburete y se
cortaba las uñas de los pies.
A
veces cuando yo pasaba a su lado, arrastrando mis chanclas, él me
miraba, levantado la cabeza con los ojos sobre las gafas graduadas y
me decía:
-
Los dedos de tus pies y los de tu hermana son bonitos como los míos,
en cambio los de tu hermano son gruesos y cortos como los de tu
madre.
El mueble zapatero que había al lado del cuarto de baño estaba lleno de sus innumerables pares de alpargatas, mocasines, zapatillas, botas, etc. Los demás teníamos nuestros zapatos en un armario del primer piso, cerca de los dormitorios.
El mueble zapatero que había al lado del cuarto de baño estaba lleno de sus innumerables pares de alpargatas, mocasines, zapatillas, botas, etc. Los demás teníamos nuestros zapatos en un armario del primer piso, cerca de los dormitorios.
Cuando mi padre cumplió ochenta años se dio cuenta de que no conseguía cortarse las uñas de los pies, eran demasiado gruesas, por eso decidió ir cada quince días a que Laura, su podóloga, se las cortara. A él le gustaba mucho ir paseando al consultorio donde visitaba la especialista, primero iba erguido andando, luego hacia los noventa caminaba apoyándose a su bastón y al final la mujer que se ocupaba de él lo tuvo que acompañar en coche.
La
podóloga era una chica joven y amable, que además de cortarle las
uñas le arreglaba los dedos artríticos. Con mucho cuidado también
le ponía un separador, una pequeña prótesis de silicona, entre el
dedo gordo y el segundo.
Hace
cuatro años dejé de ir al gimnasio y al atardecer me acostumbré a
salir a caminar, a lo largo del río. Por aquel entonces cumplí
sesenta años y empecé a notar que los zapatos ceñidos en el
empeine y los de tacón alto, me apretaban y si los llevaba mucho
tiempo, me dolían los pies; al cabo de varios meses vi que en la
parte lateral de mi pie derecho, donde nace el dedo gordo, me iba saliendo un bulto y en el empeine un hinchazón. No sé si tuvieron
la culpa los recorridos de dos horas que hacía o era debido a la
genética. El caso es que desde aquel entonces me di cuenta que mis pies se parecían realmente a los de mi padre.
Hacía
años que no oía la palabra juanete, hasta que un día, Carmen, una
de mis amigas que caminaba conmigo, me dijo:
-
Déjame ver tu pie, que raro que te duela caminando, quizás te hayan
salido juanetes.
-
¿Juanetes?
-
Si, cuando el dedo gordo del pie se inclina hacia adentro, en la raíz del dedo sale un
bulto o hacia afuera, que es el hueso. Lo sé
porque mi marido desde hace tiempo tiene este problema, me explicó
con paciencia Carmen.
-
¿Son juanetes? Le pregunté yo mirando mi pie descalzo
-
No, aún el hueso sobresale poco, solo tienes un poco de hinchazón,
pero podría empeorar si no te cuidas. Si quieres te doy el número
del podólogo de mi marido, respondió Carmen.
Mientras
escuchaba a Carmen, que seguía contándome todos los pormenores de
los juanetes de su marido, se me aparecieron los pies delgados de
Juana, una mujer murciana que vivía al lado de la casa donde nací y
trascurrí mi infancia y adolescencia.
Juana
era alegre y dicharachera. Era
viuda y vivía con dos hijos solteros, dos
hijas casadas,
los dos yernos y
cinco nietos.
Había llegado al pueblo en 1911,
como muchas familias murcianas. Todos
ellos eran oriundos de
Mazarrón, un pueblo
minero, ya desde
la época romana, a tres kilómetros de la costa y no muy lejos de
Cartagena. Juana
tenía once años cuando llegó a Cataluña,
era hija y nieta de mineros.
En
los montes, en la parte norte
de mi pueblo,
había yacimientos
de hierro. La
historia de estas minas de hierro fue breve pero curiosa: de 1911 a
1914 la explotación funcionó gracias a los esfuerzos de una empresa
francesa, que construyó un teleférico para transportar el material
de la montaña a los barcos. Los buques echaban anclas junto a una
plataforma marina donde recogían el hierro para llevárselo.
Cuando
las
minas fueron
abandonadas,
los mineros murcianos se quedaron sin trabajo, pero no volvieron
a Mazarrón, sino que
buscaron empleo
en
las
empresas
textiles
de la zona o en los campos de regadío, que
se extendían
entre
el mar y los montes.
Juana
como todos los
murcianos siguió
hablando
castellano con
su familia y sus paisanos,
pero rápidamente
se integró
con la comunidad local. Tenía
muy buena relación con la vecinas.
Sus
hijos y nietos aprendieron enseguida el
catalán, a
ella le costó mucho más y a
menudo mezclaba
los dos idiomas.
Los murcianos fueron como un imán para sus compaisanos, que poco a poco fueron llegando a Cataluña con la esperanza de encontrar trabajo. A finales de los años cincuenta llegó la segunda oleada de emigración, pero esta vez llegaron muchas familias andaluzas y extremeñas.
Los
hombres
encontraron
con
facilidad trabajo
como albañiles, debido
a
la
gran
demanda de
mano de obra que
había
en
el sector de la construcción.
Por
las noche
y en
los
día de fiesta,
esos
mismos hombres, que
de día trabajaban en la obra, iban
levantando,
en
la parte alta del pueblo, a veces sin permiso, sus
viviendas
humildes.
A
principios de los años sesenta cerca
de las minas abandonadas
nació
un nuevo
barrio.
En
verano al
atardecer,
Juana
salía
a
la calle con
una silla y
se
ponía a
desvainar,
habas, guisantes, alubias u otras semillas. Iba vestida de negro, con
un pañuelo en la cabeza,
como todas las mujeres viudas.
A veces cantaba haciendo alguna que
otra tarea
domestica.
Luego
preparaba la cena para
todos y
ponía la mesa en el
patio,
ubicado
en el fondo de la casa. Después
de cenar salía
otra vez a la calle, como
todos las
vecinas.
Se
ponían en corro y
sentadas
en sus sillas charlaban
y
reían.
A
media noche
llegaban los hombres, que regresaban
del
café donde
iban
a jugar a cartas.
Un
día una
vecina
empezó a contarle
a la viuda que
sus juanetes le
hacían la
vida imposible.
-
¿Quiénes son los juanetes? Pregunté yo, que estaba
sentada
cerca de Juana, esperando que mi prima saliera de casa
para ir
a jugar
con
otros niños
a la plaza de la iglesia.
Mi
madre me contestó un poco nerviosa:
-
Antes de preguntar piénsatelo
dos veces.
¿Qué van a ser los juanetes si duelen?
Uno
de los hijos solteros de Juana, que casi nunca salía de casa, porque
estaba muy delicado de salud,
llamó a
la madre. Juana
tuvo
que entrar en casa y
yo me quedé sin saber lo
qué
eran los dichosos
juanetes.
Recuerdo
que tras
la respuesta de mi madre me
quedé un poco chasqueada y no pregunté nada más.
Al
día siguiente por la tarde mientras todo el mundo dormía la siesta
fui, como casi cada tarde, a casa de los vecinos. Juana nunca se
echaba en la cama para dormir la siesta, sin embargo después de
comer se sentaba en el patio y daba cabezadas, durmiéndose pocos
minutos. Sus nietos y yo jugábamos un rato a parchís y luego le
pedíamos que nos contara un cuento murciano.
En
todos sus relatos, un poco autobiográficos,
un poco inventados,
salían:
el
hambre
que
pasaban los
mineros,
la casucha
en la que vivían, los niños
enfermos,
los
desprendimientos de tierra en las minas y los mineros
que morían,
las brujas buenas
y
las malas,
sin
embargo no
se olvidaba nunca de contar anécdotas sobre lo
mucho que se ayudaban
entre ellos, a pesar de la gran
misera.
También
le gustaba hablar de
las
plantas medicinales
que su
abuela cultivaba
en el huerto para
curar
a los enfermos
de
todo el pueblo.
-
Médicos
médicos
no había en mi pueblo,
sólo
curanderos, nos
decía Juana.
Aquella
tarde, antes de que siguiera contándonos el relato de
cómo su abuela había aprendido a reconocer las plantas curativas,
le
pregunté:
-
Juana, dime qué son los juanetes.
Juana
se sacó una
zapatilla
y
me
enseñó su pie,
luego
me indicó
el
dedo gordo.
-
Son
unos
bultos
que
salen en
el borde externo y
que
duelen mucho.
Yo
a
mi edad
me voy
cuidando
los pies
para que no me
salgan
juanetes.
-
¿Y qué haces para que no te salgan? Le pregunté yo sin temer que
se enojara, cómo hacía mi madre, cuando le pedía demasiadas
cosas.
-
Cada día me hago
un masaje en
los pies, sobre todo en
los dedos gordos. Mira
te enseño come se hacen,
para
que cuando
seas vieja
como
yo
no
te salgan juanetes.
Desde
que descubrí el
hinchazón en el pie, por
la noche,
mientras
leo
o miro
la televisión
en el sofá, me hago
masajes
en
los pies y
sonrío
pensando
en
Juana
y
en
los
mineros que
en 1911 llegaron a mi
pueblo.