Hoy, sábado dos de mayo, me
he despertado sosegada y optimista. Quizás porque he dormido bien y porque se está
acercando el 4 de mayo, día en que podremos salir de casa.
Después de desayunar me he
sentado, en el escritorio del cuarto de estudio, cargada de
palabras, imágenes, ideas para contar los últimos días del
encierro, como suelo hacer cada semana.
Os quiero hablar del día de
ayer, que fue un poco raro y variable como lo fueron las condiciones
meteorológicas. Me levanté con una pesadumbre que desconocía en
mí.
Siendo
día de
fiesta no
pude ir al supermercado como llevo
haciendo los
viernes desde
la primera semana de confinamiento.
Durante
toda la mañana el cielo estuvo nublado. Me
puse delante del ordenador para rematar cosas
de
la escuela,
pero sentía
un
desasosiego
raro.
Me quedé un rato quieta y noté que, si no me movía, mi ligero dolor de cabeza desaparecía.
Mi
marido se
levantó en cambio
con
mucha energía y ganas de trabajar:
-
Quiero
pintar
nuestra habitación y aprovechar
para
cambiar
de sitio algunos
muebles, por
ejemplo la
mesa de las lunas que
ahora nadie usa.
-
Menos mal que hay alguien alegre y
con vigor
en nuestra
casa, le dije con una
voz
un
poco desemparada.
Él
seguía
de pie en el
pasillo
cuando
le conté que había dormido mal y que por eso me dolía la cabeza.
-
Recuerdo que mi madre se hacía infusiones de jengibre para el dolor de cabeza u otras inflamaciones. Podrías
probarlo, me sugirió
él
con
un tono de
voz
agudo
que me transmitió credibilidad.
-
No es que me duela mucho, pero es molesto. Seguiré el remedio de tu madre,
voy a hervir un poco de jengibre, a ver si funciona, le
contesté yo.
Mi
marido me
contagió el
entusiasmo
que él tenía en
desplazar
muebles y
en
pintar de blanco las paredes y
eso
me
distrajo
del dolor en las sienes, que iba y venía a
cada rato.
Mientras él desalojaba los
muebles del dormitorio y los ponía en mi despacho, que está justo
al
lado, yo empecé a observarlos, sobre todo la
mesa
que
él
había
diseñado años
atrás para
que el
mejor ebanista del pueblo la
construyera.
Era
una
mesa singular:
en
la parte superior había cinco taraceas de madera en color claro, que representaban las fases de la luna, incrustadas
en una
plancha de madera
más
oscura,
las patas eran blancas.
Cuando
los niños fueron creciendo
tuvimos
que darles
una habitación a cada uno.
Lógicamente
el cuarto que había sido nuestro
despacho y mi lugar
de
estudio se esfumó. Pusimos la mesa en nuestro dormitorio
para que
yo pudiera
preparar clases.
Pasamos
unos años un
poco apretados,
pero el
piso era tan céntrico y estaba tan cerca de las escuelas de
los niños,
que nunca nos pasó por la cabeza la idea de mudarnos.
El
único apuro que
teníamos era
cuando los chicos
volvían
de una excursión al monte, llenos de barro. En aquel momento echaba de menos un
lavadero grande
y cómodo.
Ahora que nuestros hijos se han ido a vivir por su cuenta, mi marido y yo estamos a nuestras anchas, teniendo como tenemos un cuarto de estudio para cada uno.
-
Tienes
razón,
mi
mesa
lleva
años sin que nadie
la
use,
le
dije a mi marido, despertando de mi ensimismamiento.
Me
acordé de que había comprado una cera para la madera. Mientras
sacaba brillo a la mesa, pensé que
antes de encontrarle un sitio definitivo la pondría
en la cocina. Cuando
amueblamos el piso no
quisimos
poner ninguna mesa
en la cocina, porque es
pequeña
y comunica con el salón, donde solemos comer.
La
mesa de las
lunas quedaba
un poco estrecha entre el radiador y la nevera, pero le
tocaba el sol, que en aquel momento
estaba saliendo entre
las nubes.
- Hoy podríamos comer al sol
¿Qué dices? He puesto la mesita cerca de la ventana de la cocina,
le dije a mi marido.
- Siempre con tus manías,
haz lo que quieras, me dijo mirándome de soslayo, mientras salía de
la ducha.
- Vale, ya está casi todo
listo, le dije contenta de que hubiera aceptado mi propuesta.
Descorchamos una botella de
vino y comimos con gusto una mozzarella con tomates y tartas de
salmón ahumado.
La mesa era pequeñita, pero
pusimos algunas cosas en la encimera, que estaba muy cerca. Comimos
hablando, como siempre de los contagios de Corona virus en Italia y luego estuvimos un buen rato
de sobremesa.
- Hay que buscar un lugar para
tu mesita, me dijo mi marido sacando los platos.
- ¿Dónde la pondrías tú?
- Yo la pondría en tu cuarto
de estudio, contestó él.
Así lo hicimos.
Me quedé mirando las dos
mesas que apoyadas en la pared del fondo trazaban una especie de
ele y me dije contenta:
- Es la primera vez en mi
vida que tengo dos mesas de trabajo para mí sola. ¡Qué lujo!
Me tomé a lo largo del día tres tazas de té de jengibre y sin darme cuenta al atardecer mi cefalea había desaparecido completamente.
Al acostarme pensé que las tazas de té y la mesitade las lunas muebles me habían ayudado a sacarme de
encima zozobra y mal humor.
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