domenica 10 maggio 2020

Tiempo de espera (8) 2 de mayo


Buffet e tavolo (Matisse, 1898) - Olio su tela: 67,5 x 82,5 cm


Hoy, sábado dos de mayo, me he despertado sosegada y optimista. Quizás porque  he dormido bien y porque se está acercando el 4 de mayo, día en que podremos salir de casa.
Después de desayunar me he sentado, en el escritorio del cuarto de estudio, cargada de palabras, imágenes, ideas para contar los últimos días del encierro, como suelo hacer cada semana.

Os quiero hablar del día de ayer, que fue un poco raro y variable como lo fueron las condiciones meteorológicas. Me levanté con una pesadumbre que desconocía en mí.
Siendo día de fiesta no pude ir al supermercado como llevo haciendo los viernes desde la primera semana de confinamiento.
Durante toda la mañana el cielo estuvo nublado. Me puse delante del ordenador para rematar cosas de la escuela, pero sentía un desasosiego raro.
Me  quedé un rato quieta y  noté que, si no me movía, mi ligero dolor de cabeza  desaparecía.
  
Mi marido se levantó en cambio con mucha energía y ganas de trabajar:
- Quiero pintar nuestra habitación y aprovechar para cambiar de sitio algunos muebles, por ejemplo la mesa de las lunas que ahora nadie usa.
- Menos mal que hay alguien alegre y con vigor en nuestra casa, le dije con una voz un poco desemparada.
Él seguía de pie en el pasillo cuando le conté que había dormido mal y  que por eso me dolía la cabeza.
-  Recuerdo que mi madre se hacía infusiones de jengibre  para el dolor de cabeza  u otras  inflamaciones. Podrías probarlo, me sugirió él con un tono de voz agudo que me transmitió credibilidad.
- No es que me duela mucho, pero es  molesto. Seguiré el remedio de tu madre, voy a hervir un poco de jengibre, a ver si funciona, le contesté yo.
Mi marido me contagió  el entusiasmo que él  tenía en desplazar muebles y en pintar de blanco las paredes y eso me distrajo del dolor  en las sienes, que iba y venía a cada rato.
Mientras él desalojaba los muebles del dormitorio y los ponía en mi despacho, que está justo al lado, yo empecé a observarlos, sobre todo la mesa que él había diseñado años atrás para que el mejor ebanista del pueblo la construyera.
Era una mesa singular: en la parte superior  había cinco  taraceas de madera en color claro, que representaban  las fases de la luna, incrustadas  en una plancha de madera más oscura, las patas eran blancas.

Cuando los niños fueron creciendo tuvimos que darles una habitación a cada uno. Lógicamente el cuarto que había sido nuestro despacho y mi lugar de estudio se esfumó. Pusimos la mesa  en nuestro dormitorio  para que yo pudiera preparar clases.
Pasamos unos años un poco apretados, pero el piso era tan céntrico y estaba tan cerca de las escuelas de los niños, que nunca nos pasó por la cabeza la idea de mudarnos.
El único apuro que teníamos era cuando los chicos volvían de una excursión al monte, llenos de barro. En aquel momento echaba de menos un lavadero grande y cómodo.

Ahora que nuestros hijos se han ido a vivir por su cuenta, mi marido y yo estamos a nuestras anchas, teniendo como tenemos un cuarto de estudio para cada uno.
- Tienes razón, mi mesa lleva años sin que nadie la use, le dije a mi marido, despertando de mi ensimismamiento.
Me acordé de que había comprado una cera para la madera. Mientras sacaba brillo a la mesa, pensé que antes de encontrarle un sitio definitivo la pondría en la cocina. Cuando amueblamos el piso no quisimos poner ninguna mesa en la cocina, porque es pequeña y comunica con el salón, donde solemos comer.
La mesa de las lunas quedaba un poco estrecha entre el radiador y la nevera, pero le tocaba el sol, que en aquel momento estaba saliendo entre las nubes.
- Hoy podríamos comer al sol ¿Qué dices? He puesto la mesita cerca de la ventana de la cocina, le dije a mi marido.
- Siempre con tus manías, haz lo que quieras, me dijo mirándome de soslayo, mientras salía de la ducha.
- Vale, ya está casi todo listo, le dije contenta de que hubiera aceptado mi propuesta.
Descorchamos una botella de vino y comimos con gusto una mozzarella con tomates y tartas de salmón ahumado.
La mesa era pequeñita, pero pusimos algunas cosas en la encimera, que estaba muy cerca. Comimos hablando, como siempre de los contagios de Corona virus en Italia  y  luego estuvimos un buen rato de sobremesa.
- Hay que buscar un lugar para tu mesita, me dijo mi marido sacando los platos.
- ¿Dónde la pondrías tú?
- Yo la pondría en tu cuarto de estudio, contestó él.
Así lo hicimos.

Me quedé mirando las dos mesas que apoyadas en la pared del fondo trazaban una especie de ele y me dije contenta:
- Es la primera vez en mi vida que tengo dos mesas de trabajo para mí sola. ¡Qué lujo!
Me tomé a lo largo del día tres tazas de té de jengibre  y sin darme cuenta  al atardecer  mi cefalea  había desaparecido completamente.
Al acostarme pensé  que las tazas de té y la mesitade las lunas  muebles  me habían ayudado  a sacarme de encima zozobra y mal humor.





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