Cada martes
hacia las nueve Kandy abre nuestra casa con la llave que le dejo dentro del paragüero del
descansillo; la llave de la puerta del portal del edificio, se la di el primer día y la lleva siempre consigo.
Le pongo una nota encima de la mesa
con la lista de las tareas que quisiera que hiciera.
Kandy es de
Sri Lanka, tiene unos treinta años, sin embargo su
edad es difícil de adivinar pues su piel es lisa, casi como la de su
hija de ocho años. Su marido es el casero de una villa rural de una familia inglesa, una pareja bastante joven con dos
hijos pequeños. Los dueños van a la casa rural a pasar las vacaciones. Kandy y su marido cuidan de la casa cuando los dueños están ausentes y viven en ella todo el año.
Los caseros viven un departamento, que hicieron en la antigua caballeriza de la villa, es tan pequeño, que ni siquiera
les cabe la mesa para comer, pero no se quejan, pues al no tener que
pagar el alquiler por el alojamiento pueden ayudar a su familia, quienes viven en una región muy pobre de Sri Lanka.
- Cada mes les enviamos dinero a mis padres y a mis suegros para que se vayan haciéndose una cocina dentro
de la casa, pues aún siguen guisando los manjares, como antaño, en un
hornillo en el patio, me dijo un día Kandy.
Otro inconveniente es que cuando su marido no la puede llevar en coche, ella tiene que coger tres autobuses para llegar a nuestro barrio.
Hace
tres o cuatro semanas le escribí en la nota lo siguiente:
-
Hay que limpiar los cristales de las ventanas del salón.
Kandy
me envió un mensaje, diciendo que lo sentía mucho, pero que había
llegado tarde por culpa de los autobuses y que no podía hacer todas las tareas encomendadas. La
semana siguiente pasó lo mismo.
La
última vez que vino, en lugar de enviarme un mensaje, me llamó
por teléfono, diciéndome:
- Hoy quería lavar los cristales, pero no puedo, si abro las ventanas la casa se va a calentar demasiado.
En
eso tenía razón la chica, pero los cristales seguirían sucios.
A veces pienso que quizás, siendo bajita, tiene miedo de encaramarse en la escalera plegable.
-
¿Kandy, no te acuerdas? Hace tres semanas o más que tenías que limpiar las ventanas, entonces no hacía tanto bochorno. Pero ¡Qué le vamos a hacer! Se limpiarán en septiembre, le contesté yo.
A
veces me gustaría ser más exigente con ella, pero, pensando en su vida de sacrificios y en
su hijita, quien se pasa todo el
verano encerrada en casa, no le doy importancia a
la cosa y le digo:
-
Bueno, limpia los cajones de la cocina.
A
veces tengo ganas de encontrar a otra empleada de hogar, sobre todo cuando Kandy me deja plantada.
Eso
pasó hace pocos días y yo le dije un poco enfadada:
- Podrías haberme avisado antes, no es necesario que me digas vas a recuperar otro
día; mira lo que te digo, esta semana no vengas, voy a limpiar yo.
Pensé en el refrán que le gustaba tanto a mi padre, el que dice, no hay mal que por bien no venga, al descubrir que el plantón que me dio Kandy me trajo cosas buenas.
Se se me aparecieron imágenes de treinta años atrás y recordé los primeras veces que yo y mi
marido nos encargábamos de la limpieza de nuestro apartamento recién
estrenado.
Mientras
iba fregando las baldosas, me
vi embarazada de tres meses y
sentí
un poco de añoranza.
Nuestra vida de pareja había empezado algunos años atrás en un departamento de alquiler, pero aquel piso nuevo era como volver a empezar,
ya que nos sentíamos fuertes y unidos, después de haber superado dos desgracias: la muerte de nuestro bebé prematuro, tras
nueve días en la incubadora y luego la quiebra de la empresa que
había reformado el apartamento que nos estábamos comprando con hipoteca.
Conseguimos que un abogado nos diera la llaves del piso,
que siguió oliendo a nuevo durante varios meses. Vacío parecía más grande. Pusimos pocos
muebles, sólo los indispensables: una mesa, cuatro sillas, una cama
y un armario. En uno de los cuartos teníamos numerosas cajas de
cartón llenas de libros y de trastos. Las cajas nos fueron útiles, poco a poco algunas se convirtieron en una mesa, otras en sillas. Por supuesto sin cachivaches el suelo se limpiaba en un satiamén. Él se ocupaba del aspirador y yo de la
fregona.
Nació nuestra hija y los dos seguimos aseando la casa
una vez por semana, al cabo de dos años nació nuestro hijo y entonces lo hacíamos a deshora, deprisa
y corriendo.
Al no disponer de abuelos para que nos
ayudaran con los niños cogí todos los permisos de maternidad que me
dieron en el Instituto donde daba clases. Mi marido fue uno de los
primeros padres que obtuvo excedencia de paternidad en su oficina y de esta manera luego pude volver a trabajar. Pero cuando los dos nos incorporamos, tuvimos
que apuntar a los niños en la
guardería.
Algunos días cuando salía del Instituto intentaba hacer la compra y arreglar la casa, pero en seguida me di cuenta de que
necesitaba a alguien que nos ayudara.
- Hay que buscar a una mujer para que nos eche una mano,
le dije a mi marido.
- Nunca he tenido asistenta, me sentiré un poco raro
con una sirvienta en casa. Dijo él.
- A mi tampoco me gusta explotar a la gente, pero
nosotros no lo haremos, le vamos a pagar lo que nos pida y la trataremos con respeto. He hablado de ello con Marcos y Vicente, los vecinos del bloque de en frente, me
han dicho que tienen a una muchacha filipina muy eficiente. Yo ya me
ocuparé de hablar con ella.
- Vale, yo no no tengo tiempo, contesó él.
La filipiana vino solo unos meses, hablaba poco italiano, por lo que entendí estaba empleda en muchos hogares y no daba abasto con todo. Desapareció de la noche a la mañana. Marcos y Vicente me contaron que había dejado todos sus empleos a horas, porque un viudo la había contratado para que se ocupara de su hogar todos los días de la semana, sin embargo a ellos no los había abandonado del todo, iba una tarde cada quince días.
Después de ella
siguieron, Lucía y María, dos muchachas italianas de unos treinta
años, a quienes conocí en el parque público cerca de casa. Las dos
tenían un niño que jugaba en los jardines donde yo iba a pasear con
el cochecito, primero contraté a una y luego a la otra, tres horas
por semana. Eran amas de casa, pero necesitaban ganar algún
dinerillo, pues el sueldo del marido no les llegaba a finales de
mes. Lucía era más bien callada, en seguida se encariñó
con nuestros hijos, pero desafortunadamente al cabo de un año nos
dejó al ganar oposiciones como bedel en una escuela. María, quien
suplió a Lucía era más abierta, hablaba por los codos de su marido e hijo y a menudo se quejaba de dolor de barriga, decía que padecía una enfermedad inflamatoria intestinal. Esa era su escusa las varias veces que nos fallaba. Tampoco era puntual y siempre se iba un poco antes
de la hora establecida. La tuve que despedir muy pronto, pues un día
yo volví a casa antes de lo previsto y ella se había marchado una
hora antes sin avisar. Luego me confesó que tenía otro trabajo y
que por eso salía antes.
Después de mucho buscar encontramos a Darem, una mujer
eritrea. Su tez negrita era fina, pero en su pelo rizado, recogido en
un moño, resaltaban algunas canas. Ni ella misma sabía su edad, nos
dijo más tarde, que en sus documentos le habían puesto una fecha de
nacimiento que no le correspondía, pero que esta equivocación le
había dado la posibilidad de obtener antes la jubilación. Era alta e iba
tiesa, enfundada en una falda estampada, un poco desteñida y una camiseta de mercadillo de color verde
claro.
- Hace mucho que vivo en Italia y ahora tengo un
permiso de residencia que me caduca cada cinco años. Soy una
profesional, de joven en mi país hice un curso para aprender las
tareas del hogar. Por lo tanto le aseguro que trabajaré bien, pero
quiero ganar un poco más de lo que normalmente cobran las empleadas domesticas y quiero hacer seis horas
por semana, lunes y miércoles, de una a cuatro de la tarde, me dijo de un tirón.
- Tengo que comentárselo a mi marido, pues nuestra
intención era que usted trabajara para nosotros sólo un día por semana y por las mañanas.
Le dije yo.
- Ah! Se me olvidaba, no quiero que me coticéis la
seguridad social, pues me sacarían la pensión que recibo, si se enteraran que trabajo, pero exijo que me paguéis tres semanas de
vacaciones al año, me dijo con altivez.
- Vamos a echar cuentas, lo que nos pide sale un poco de
nuestro presupuesto, pero a ver si podemos ponernos de acuerdo.
Podría empezar haciendo un día de prueba. ¿Este lunes? ¿Qué le
parece? Le contesté yo.
- Llevo conmigo todo lo necesario, puedo empezar hoy
mismo. Mientras lo decía se puso un delantal que traía en un bolso
raído y sacó de él unas zapatillas que se calzó antes de que yo
le indicara donde estaba el aspirador, el cubo, las bayetas y todo
los detergentes necesarios para el aseo de la casa.
-
¿Tiene hijos? Le pregunté mientras le enseñaba todos los cuartos
de la casa.
-
Tengo una hija de once años, no estoy casada, el padre de la niña
me abandonó cuando supo que estaba embarazada, pues tenía otra
esposa en Eritrea, donde se marchó y pienso que allí siga viviendo.
No he sabido nada más de él. Por eso he de intentar ahorrar, para que Miriam pueda estudiar. Se le iluminaron los ojos, diciéndome que
Miriam era muy buena estudiante.
-
Ahora, mientras usted limpia, voy a hacer un recado y luego iré a
recoger a los niños: tenemos dos, el pequeño tiene cinco años y va
a párvulos, la mayor tiene siete y hace segundo de primaria.
Empiece por la cocina y luego siga en el salón. Voy a llegar dentro
de dos horas.
-
Muy bien, pero a las cinco en punto tengo que irme, debo volver antes que Miriam. Vivimos en una casa-familia de una comunidad
religiosa. Tengo que organizarme bien para poder preparar la cena en
la cocina común. Nos van echar dentro de pocos meses, pues siguen recogiendo a muchas madres solteras y ya no cabemos todas. Al cumplir los hijos doce años, tenemos que abandonar la residencia.
Cuando
volvimos nos quedamos boquiabiertos al ver las baldosas que brillaban
como nunca y a Darem sonriendo. Fue cariñosa con los niños, me ayudó a prepararles la merienda y a sacar la compra de la bolsas y disponerla en la despensa y en la nevera. Luego se
sacándose el delantal me dijo que iba a llamarme al cabo de dos días
para saber si podía empezar a trabajar.
La
llamé para que comenzara la semana siguiente, pues la noche anterior mi marido y yo decidimos emplearla, aunque eso nos suponía
un gran esfuerzo económico.
Darem, sacaba el polvo de
los muebles, puertas y ventanas, pasaba el aspirador, cambiaba las
sábanas de las camas, limpiaba los cristales de las ventanas, ponía el lavavajillas y la lavadora, tendía la ropa y la planchaba, en fin lo hacía todo.
Estábamos encantados con ella.
Darem desde el principio fue muy cumplidora. Al cabo de unas semanas
empezamos a tutearnos y a hacernos favores: ella de tarde en tarde nos guardaba los niños, yo cada año le regalaba a Miriam los libros de la escuela, pues a mí las editoriales me hacían mucho descuento, mi marido le
ayudó a rellenar la solicitud de vivienda social para las personas con menos recursos.
Recuerdo que cuando tuvo que dejar la casa-familia pasó
una mala temporada, primero se alojó en casa de una señora donde ella trabajaba por las mañanas, pero no sé lo que pasó porqué la señora la echó de casa, luego vivió unos meses en un edificio ocupado, pero al final por suerte el ayuntamiento le dio una vivienda
protegida.
Pasaban
los años y los niños crecían. Miriam a veces caía por nuestra
casa y jugaba con los niños. Cuando empezó el bachillerato, ya no
la veíamos tanto, pero de vez en cuando venía a que la ayudara a
resolver problemas de química.
Un
día le dije a Darem que Rafaela, una compañera mía del
instituto, buscaba una asistenta. Al cabo de pocos días empezó a
trabajar para ella.
Nunca
tuvimos problemas con Darem, al contrario cada dos años sin que ella nos lo
pidiera le íbamos aumentando el sueldo.
Llevaba
ya unos cinco años en casa cuando una tarde me dijo muy seria que
tenía que hablar conmigo:
-
Quiero que me subáis el sueldo, lo dijo con soberbia,
con el mismo tono de voz del primer día en que la conocí.
-
Pero Darem, si ya te subimos el año pasado. ¿Qué te pasa? ¿Tienes
problemas?
-
No, no necesito vuestra ayuda. Solo os pido que me subáis y nada
más. O lo hacéis o me marcho, me dijo.
-
Tengo que hablar con mi marido, pero yo te digo por adelantado que no
nos lo podemos permitir, quizás el próximo año.
-
Pues aquí te dejo las llaves y diciendo eso se fue sacando el
delantal y nos dejó plantados a mi hijo y a mí en medio del salón.
Se
marchó tan deprisa que no tuve tiempo de darle el dinero que le
correspondía.
Me
quedé pasmada, casi sin creerme lo que había oído, esperaba que de
un momento a otro sonara el timbre. Pero ella no apareció.
Al
día siguiente le puse el dinero que le debía en un sobre y se lo di
a Rafaela.
Unos
dos años después la encontré por la calle, la llamé y le pedí
explicaciones, me dijo que por aquel entonces se sentía explotada por
Rafaela, que se aprovechada de ella, encomendándole tareas
agotadoras y que además nunca salía puntual de su casa, por eso
había decidido pedirnos a las dos la subida de sueldo.
-
¿Te das cuenta de que, por culpa de Rafaela, lo has echado todo a perder? Los niños se
habían encariñado contigo, tu eras muy cumplidora y te apreciábamos mucho. Yo sólo me siento culpable por haberte presentado a
Rafaela, pero ahora ya no hay nada que hacer. ¿Cómo está Miriam? Le dije al final.
-
Está terminando bachillerato y luego quiere ir a estudiar a Inglaterra.
-
Dale muchos recuerdos de mi parte, espero que todo os vaya bien y
mientras me despedía de ella me dijo:
-
Aún sigo en casa de Rafaela. Adiós, recuerdos a los niños y al marido.
- Hasta luego, le dije, pensando en que, desde que Rafaela había pedido el
traslado a otro Instituto, la había perdido de vista.
Al
quedarnos sin señora de limpieza, lo más fácil para encontrar a otra fue preguntar por el barrio.
La
lechera me dijo que conocía a una señora viuda de unos setenta
años que buscaba empleo.
Me
parecía bastante mayor, pero la llamé, pues la necesitábamos urgentemente. Quedamos en que empezaría en seguida
Llevaba una bata floreada y de su cara solo recuerdo los ojos saltones detrás de unas gafas muy graduadas. Laa pobre veía poco. La viuda no tenía ni idea de lo que
era un aspirador, barría y volvía a barrer con la escoba,
dejando sin querer polvo por toda la casa.
- Menos mal que al conocerla dejé claro que iba a ser sólo una prueba, me dije para mis adentros, cuando dándole una escusa, le cominiqué que no volviera.
Al día siguiente pregunté
en la sala de profesores del colegio:
-
¿Quién conoce a una empleada de hogar que esté libre un día por
semana?
En
seguida una de mis compañeras me dijo:
-
Hace poco que he contratado a una chica peruana, se llama Mónica, me
parece seria.
-
¿Me puedes dar su número de teléfono?
Por
suerte la muchacha peruana tenía algunos días libres.
Mónica
era muy trabajadora y de pocas palabras. No fallaba nunca, pero al cabo de un par de años se quedó embarazada y me dijo que no podía seguir trabajando para nosotros.
A pesar de que fuera una chica taciturna aquella mañana me contó muchas cosas de su vida:
-
Nací en un pueblecito del interior, a los catorce años fui a Lima
a trabajar para una señora rica, que tenía parientes en el pueblo.
Allí conocí a mi futuro marido. Él tenía un primo que había emigrado a Italia y en
seguida me engatusó, para que me marchara a Europa con él. Yo le dije que fuera primero él y que luego, cuando tuviera un empleo, iría yo; así lo hicimos, pero
a mí me costó mucho encontrar trabajo y ambientarme. Ahora con el bebé ya no
podemos seguir viviendo en el apartamento que en este momento estamos compartiendo con
otros seis compatriotas. ¡Ojalá pudieramos alquilar un departamento para nosotros solitos, pero es imposible! Por eso nos vamos a ir a vivir a un pueblo de la costa. Mi marido se ha empleado de vigilante nocturno en un camping, donde nos ofrecen una pequeña vivienda.
Dentro de un mes nos mudaremos.
Me
supo mal que nos dejara, pero estaba contenta por ella.
-
¿Y ahora qué hago? Me dije, por suerte se me apareció la cara
risueña de la chica cingalesa que había visto el día anterior entrando en el piso de abajo.
Fui
corriendo a ver a la vecina, ella me dijo que ya se lo diría a la muchacha, pero me aconsejó que fuera al día siguiente para hablar
directamente con ella.
La
chica cingalesa era guapa y bien
plantada, con un porte casi aristocrático
Al
cabo de unas semanas me presentó a su hermana, Narica, diciéndome que iba a sustituirla unos días, pero con la excusa de que estaba muy ocupada, no volvió más.
Recuerdo
que era otoño cuando comenzó a trabajar Narica. Era alegre como su
hermana, pero más gordita y sobre todo más habladora. En seguida,
viendo que tenía mucho nervio y ganas de trabajar, le encargué que
quitara el polvo de la librería que tenemos en el pasillo.
-
Hay que sacar todos los libros, pero lo podemos hacer las dos
juntas, pues hoy no tengo clases, le dije.
Mientras
montaba en la escalera de tijera, Narica me contó que le hubiera
gustado que sus dos hijos adolescentes pudieran estudiar en Europa.
Mientras tanto tenían que vivir en Sri Lanka con los abuelos, en un pueblecito del
interior. Estaba muy orgullosa de ellos cuando me decía:
- Cada semana les escribo una carta
en inglés y ellos me contestan también en inglés. Les echo mucho de menos, pero las cartas me ayudan a superarlo.
Narica sacaba los libros, me
los pasaba y luego ella con un trapo limpiaba los anaqueles. Yo con un plumero les iba quitando la sutil capa de
polvo. A menudo encontraba dentro una tarjeta postal o una carta, que guardaba para leerla cuando ella se marchaba.
Narica
a finales de primavera logró que sus hijos emigraran a Italia y les arregló los papeles para que les concedieran la residencia.
En septiembre los apuntó en una escuela pública. Un día Narica me
dijo:
-
Mis hijos están aprendiendo italiano, pero el mayor quiere que nos
vayamos a Inglaterra, dice que el Bachillerato sería mejor empezarlo en inglés. Tengo una hermana que vive en Bristol, quizás el año
que viene vayamos nosotros y luego ya nos alcanzará mi marido
- ¿Eso harías por tus hijos? ¿Dejarías a tu marido solo
en Italia?
-
Si, yo pienso solamente en el futuro de mis hijos, mi marido está
acostumbrado a vivir solo, lo hizo durante casi siete años, antes de que
yo llegara a Italia.
En septiembre Narica decidió marcharse a Inglaterra con
sus hijos. El último día en que vino a limpiar trajo a Kandy para
darle instrucciones. Kandy me estrechó la mano cuando Narica nos
presentó.
Por su manera de expresarse entendí que no hacía mucho tiempo que vivía en Italia.
Aquella noche pensando en el apretón
de manos de Kandy, recordé su mano floja y le comenté a mi marido:
- Creo que Kandy tiene miedo, quizás sea la primera
vez que limpie un apartamento, pero parece que tenga ganas de
aprender, por eso me gustaría darle una oportunidad.
- Ya que la chica necesita trabajar y que a nosotros, ahora mismo, nos hace falta una asistenta, te digo, trato hecho.
Desde entonces, cada martes Kandy, introduce su mano en el paragüero del descansillo, saca la llave y abre la puerta de nuestra casa.