La
conocí una tarde de otoño a finales de los años ochenta. Fue ella
quien por primera vez tocó el timbre de mi nuevo
apartamento. Al descolgar el interfono una voz de mujer me dijo:
-
Hola, soy Marta, una compañera de trabajo de Victoria, ella me ha
dado tu dirección. ¿Tú eres Elisa, no? ¿Me invitas a tomar una
taza de té?
Yo
le dije que sí, que yo era Elisa, pero que en casa no tenía té,
pues hacía poco que me había mudado y terminé diciéndole que con
mucho gusto la invitaba a tomar un zumo de fruta.
Esperé
a mi invitada en la puerta, subió las escaleras de dos en dos, sin
embargo al entrar me pareció una chica sosegada. Marta, tomando
pequeños y frecuente sorbos de zumo de naranja, me contó que vivía
sola en un apartamento pequeño. Había logrado alquilarlo a un buen
precio, pues los dueños eran los padres de una profesora de su
Instituto. Estaba cerca de la escuela donde daba clases, tras haber
ganado oposiciones y por consiguiente una plaza para la enseñanza.
Su marido se había quedado a vivir en Firenze porque allí tenía un
buen trabajo. También me dijo que aquella misma tarde había
comprado una bicicleta de segunda mano.
Noté
que a Marta al atardecer le gustaba vagabundear por el centro de
la ciudad.
-¿Has
visto la muralla tan bien conservada? Traza un perímetro hexagonal,
rodeando completamente, como si los ciñera, todos los lugares
relevantes de la ciudad, el Duomo, la plaza Dante, el museo
arqueológico, el teatro y todos los edificios antiguos, me dijo
entusiasmada.
Luego
me contó que había dado conmigo, leyendo el nombre de la placa de
una calle:
-
Via dell'Unione, me suena ¿Quién me ha hablado de esta
calle? Se preguntó, pero en seguida se percató de que había sido
una compañera de trabajo.
Y
luego se dijo:
-
Ya me acuerdo, Victoria, la profesora de Mates que cada mañana
madruga tanto para llegar a la escuela, porque tiene dos hijitos
pequeños y no los quiere dejar toda la semana solos; si, ella me
dijo que en esa calle había alquilado un piso una amiga suya,
también profesora y de Livorno como ella.
Bajó
de la bici, la amarró con cadena y candado, que también había
comprado aquella misma tarde y la estacionó en la parte más ancha
de la acera, cerca de la esquina.
Victoria
le había dado una nota con mi dirección, pero Marta se la dejó
olvidada dentro de un libro, por eso tuvo que ir a preguntar a la
tienda de ultramarinos, a pocos pasos de la esquina, por si sabían
algo de la nueva inquilina.
Nadie
le supo decir nada, pero al salir de la tienda
vio
a un
señor anciano
asomar por la puerta, apoyado en su bastón. Andaba a pasitos lentos,
pero decididos, mientras iba saludando a unas mujeres que entraban.
Había oído su charla
con la dependienta, por eso le dijo que el señor Rappezzi había
alquilado su apartamento a una maestra forastera. El viejecito la
acompañó hasta el número seis.
Sigo
preguntándome de donde le salió a Marta el ímpetu para ir a casa
de una desconocida de la que ni siquiera sabía bien cuál era su
dirección.
Estuvimos
charlando mucho rato, yo le conté que también había ganado
oposiciones como ella y que el año anterior estuve trabajando de
suplente en una escuela de la Isla de Elba, porque allí tenemos una casita a orillas del mar, que mi difunta abuela dejó en
herencia a mi madre.
-
Es un sitio precioso en verano, sin embargo desierto en invierno. Me
espabilé mucho viviendo sola sin mis padres quienes se metían mucho
conmigo aunque fuera de buena fe, pero mi vida isleña en los días de
mal tiempo era triste por eso he aceptado la plaza en Grosseto aunque
esté lejos de mi ciudad, dije todo eso de corrido,
sin respirar, como si tuviera miedo de que alguien me oyera.
Me
acuerdo de que también le dije que era la primera persona que llamaba
a la puerta de mi piso.
Al
despedirnos planeamos ir juntas alguna que otra tarde al cine o al
teatro. Me dejó el número de teléfono de sus vecinos, los señores
Tognazzi, los dueños de su apartamento. Ya que yo tenía la suerte
de tener teléfono en casa, le di mi número. Quedamos en que nos
llamaríamos.
Si
tengo que decir la verdad, fui yo quien llamó primero. Dejé el
recado a la señora Tognazzi y Marta me llamó al cabo de un rato.
Me
dijo que estaba liada preparando clases. Me contó que cada tarde
dedicaba unas horas a las tareas de sus alumnos. No quería tener
cosas pendientes, por eso sólo al atardecer se sentía libre y
salía a dar una vuelta en bici. Luego se preparaba la cena a base de
verduras, generalmente guisaba más de lo necesario, porque lo que
le sobraba le servía para la comida del día siguiente. Se acostaba
temprano, ponía la radio, que le había regalado su marido y luego
abría el libro que había dejado el día anterior en la mesilla de
noche. La vida anodina de Marta se repartía entre el trabajo y las
tareas en casa.
Una
tarde me dijo que al día siguiente podíamos quedar para ir a ver
una película, basada en una novela de Milan Kundera, que hacía
tiempo que deseaba ver y no la quería perder. Aún me acuerdo del
título: La
insoportable levedad del
ser.
Era
una historia de amor, o sea de celos, de sexo, de traiciones y también de las debilidades y paradojas de la vida cotidiana, de dos parejas cuyos destinos se entrelazaban irremediablemente.
Nos
gustó mucho a las dos, ella había leído el libro y disfrutó
sentada en una de las butacas destartaladas del cine más antiguo de
la ciudad. Al salir, antes de montar en bicicleta, me preguntó:
-
¿Tú has tenido un grande amor?
Yo
le conté lo que me pasó cuando me dejó mi primer novio y de lo
mucho que sufrí, pues yo ya me había montado mi futuro, ya me veía
casada con él. Era muy guapo e inteligente, estudiaba para notario,
tenía bastantes años más que yo. Yo era una chiquilla a su lado,
él era un ser perfecto. Se llamaba Octavio, era ambicioso y tenaz.
Vivía lejos de mi ciudad, nos veíamos sólo en verano. Los últimos
meses, antes de que me abandonara, algo le pasó a Octavio, pues por
teléfono se le notaba una voz rara. A principios de verano me llamó
diciéndome que estaba estudiando muchas horas para las oposiciones y que
estaba muy nervioso y agobiado, no sabía lo que le pasaba, por eso
necesitaba un poco de tiempo para reflexionar y que era mejor dejar
de vernos por una temporada. Aquel verano no apareció por la playa.
En otoño, supe por mis padres que Octavio se iba a casar con otra
chica. Me sentí engañada. Fue una gran decepción, mi modelo de
hombre se había desmoronado.
También le conté que después de Octavio tuve algún que otro amante, pero sin
importancia.
-
Mi vida de pareja era y sigue siendo un desastre, le dije
Luego
seguí diciéndole:
-
Creo que soy yo quien tiene la culpa, no consigo amoldarme a los
hombres. Quisiera saber por qué me dejó Octavio, en qué me
equivoqué yo. A raíz de aquello tengo miedo de volver a sufrir y no
me abandono nunca al amor. ¡Mi inseguridad me mata!
-
Pero que dices, seguro que tu te enamoras de chicos que no cuajan
contigo. Todo es culpa del azar. La vida da muchas vueltas ¡Verás
que buena sorpresa te vas a llevar muy pronto!
Ella
me contó cómo diez años atrás, por casualidad en una mesa de una
terraza del café Zurich de Barcelona, había conocido a un chico
italiano y que por una serie de coincidencias, habían acabado
juntos. Luego, siguió diciendo que por él había dejado su país y
que estaba contenta de haberlo hecho, a pesar de que sus padres no
estaban conformes y de las complicaciones que tuvo al trasladarse a
estudiar a Italia.
También
me dijo que él se parecía al protagonista de la película, por eso
aquella noche me hablaba de él, pues un poco lo añoraba.
Su
última frase me quedó grabada:
-
Es la primera vez que vivo sola y me gusta, a pesar de la situación
emocional de la que estoy saliendo y que espero superar.
Entonces
me habló de su hijo que había muerto hacía sólo unas pocas
semanas.
-Te
lo cuento porque me apetece y no porque cuando paso por la calle
todos los conocidos me preguntan : ¿Dónde está el cochecito? Y a
mí me toca responder: el niño falleció pocos días después de
nacer.
Yo
no sabía que decir, me parecía una barbaridad que en nuestra
época aún se murieran recién nacidos. Cambié de tema pues me daba
un no sé que pensar en la muerte de su hijo, sin embargo ella siguió
hablándome de su desgracia:
-
Me tuvieron que retirar la leche, pues él niño vivía entubado en
una incubadora.
-
No pienses más en ello, le repetía yo sin cesar.
-
No pude abrazarlo, era pequeño, pero su carita era bonita. Tenía
una anomalía cromosómica muy rara en todas sus células, nos
diagnosticaron que viviría como máximo algunos meses.
-
Mejor que se haya muerto, vivir como un vegetal en una
incubadora hubiera sido terrible para él y para vosotros. Ahora
yo te veo bien, haces buena cara. Sino no me lo hubieras dicho, nunca
hubiera imaginado que acababas de perder a un hijo. Le dije yo.
-
Pues mira, me cae el pelo, serán las hormonas, por eso me lo he
cortado, así cuando me lo lavo no veo tantos cabellos en el plato de
la ducha.
-
Te queda bien el pelo corto, le dije yo, ni siquiera para hacerle un
cumplido, ya que en realidad a su cara le favorecía aquel corte.
Por
suerte al final logré que cambiáramos de tema y empezamos a hablar
de lo mucho que nos gustaba a las mujeres que nos hicieran cumplidos
y nos mimaran y ella me contó:
-
La primera tarde en que daba una vuelta por esa ciudad, un chico que
iba detrás de mí en bici me echó un piropo: “¡Qué cuello tan
bonito que tienes!”; Nadie había apreciado nunca mi pescuezo, creo
que por eso me gustó tanto.
-
Al final lo reconocí, era Michele, el hermano de una compañera mía
de la facultad, un chico muy guapo, quien conocía apenas. Lo había
visto sólo una vez en la plaza San Marco de Firenze, iba con su
hermana, dijo eso sonriendo.
Mientras
hablaba pensé en el hecho insólito de que una mujer quien ha
perdido su niño se estremezca cuando un hombre es galante con ella.
Yo de ella no sé si hubiera atendido a un desconocido. Creo que en
sus condiciones no habría ni salido a dar un paseo y ni siquiera
hubiera aceptado la plaza para la enseñanaza en una ciudad tan lejos
de casa.
-
¡Soy feliz con mi vida insignificante! Me dijo al despedirnos.
Ya
en aquellos días empecé a envidiar la vida anodina de Marta. No
hacía nada de especial, al contrario, pasaba horas y horas leyendo o
escuchando la radio. Eso era eso lo que más me gustaba de ella, se
entretenía con sus pequeñeces.
-
¿Cómo podía ser feliz una chica a quien se le acababa de morir un
hijo? Quise descubrirlo, pero cada vez que salíamos juntas me
sorprendía con su entusiasmo.
-
¿Sabes que voy a dar clases de español a algunas profesoras de mi
Instituto? Eso me ayudará a pagar el alquiler, me dijo una tarde.
Mi
renta de alquiler era mucho más alta que la de Marta, porque mi piso
era más céntrico y totalmente reformado; yo también, como ella, hubiera
tenido la oportunidad de dar clases particulares de
Matemáticas para mis gastos extras, que eran muchos, sin embargo no
me apetecía, prefería echar la siesta y luego salir.
La
vida insignificante de Marta influyó en mí positivamente, recuerdo
aquel año en Grosseto, cómo una época de tránsito entre mi vida
ajetreada de antes y la más pausada de después. Las dos teníamos
treinta años entonces, aún no sabíamos lo que la vida nos
reservaba.
Al
terminar el curso, seguimos en contacto, recibí alguna carta suya
y yo la llamé alguna que otra vez, pero poco a poco nos distanciamos y
la perdí de vista.
Ahora
que tengo sesenta y tres años me gustaría saber que ha sido de su
vida. ¿Aún sigue con él? ¿Habrá tenido otros hijos?
Cuando
tengo que tomar decisiones, sobre todo en relación con mi vida de
pareja, pienso en Marta y me digo:
-
¿Qué haría ella en mi lugar?
Esa
pregunta me da sosiego, luego me escucho atentamente a mí misma e
intento entenderme, para resolver mis líos amorosos.
Sé
que ella me diría:
-
Déjate de hombres casados, aunque te gusten no te enredes, mejor
estar soltera que sentirse compartida y además con sentimiento de culpa
hacia la esposa de él.
Hace
meses que estoy buscando a Marta en el listín telefónico
o por Internet, pero no hay rastro de ella, parece que haya
desaparecido.
Tengo
miedo de ir más a fondo con mis pesquisas. A veces pensando en
ella me digo:
-
Quizás esté jubilada y se haya ido a vivir con su marido a su país
de origen o puede ser que se haya separado de él y viva en el campo
lejos de los medios de comunicación o tal vez se haya quedado viuda
y se dedique a los nietos en algún país lejano, pero lo peor sería
que hubiera fallecido.
Tal
vez sea mejor no saberlo, porque me gusta pensar en que Marta sigue
adelante con su vida anodina, la que tanto le gustaba.
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