¿Por
qué decidí estudiar una carrera de ciencias? Me lo llevo
preguntando año tras año, sobre todo a finales del curso, en la
época en que mis alumnos de bachillerato escogen la facultad donde
van a matricularse.
Mi
maestra de ciencias naturales era Enriqueta, una monja joven, quien
era inexperta en la enseñanza y sabía poco de la asignatura. En
lugar de explicar nos hacía leer el libro de texto y subrayar lo más
importante, es decir casi todo, dejaba de lado alguna que otra
conjunción o adverbio. Sus clases eran aburridas, sin embargo la
parte de las plantas fue la que me quedó más grabada, pues a ella
le encantaba hablar de flores, pistilos y estambres. Su cara redonda
se iluminaba cuando nos traía flores del jardín.
Montserrat
Pastor, era mi profesora de física y química, mujer enjuta y poco
habladora, no porque fuera tímida, más bien porque era un poco
sosa. Le faltaba color en todo su ser, en la piel, en los cabellos y
en su vestimenta, era como si le hubieran hecho un lavado total en la
tintorería y se hubiera descolorido. Su media melena lacia le daba
un aire serio. Sólo sonreía cuando hablaba de los elementos químicos. Llevaba mocasines de ante marrones, falda azul
marino, blusa clara, de color indefinido, amarillento o rosado y una
chaqueta de lana beige. Solía llevar todo el año ropa parecida, con
las mismas tonalidades y la misma forma. En invierno se abrigaba con
tabardo grueso y una bufanda de lana gris, pues, a pesar de las estufas de
leña que había en los pasillos, hacía un frío que pelaba. Casi
todas las niñas teníamos sabañones en las manos.
A
Montserrat Pastor se le notaba que le gustaba la química, quizás un
poco menos la física. Nos inculcó la clasificación de los
elementos químicos, cosa que yo estudiaba con afición. Cuando nos
explicaba las propiedades de cada elemento, a mí me parecía
que protones, electrones, neutrones se pelearan para
buscarse un rincón dentro de cada átomo.
Me
acuerdo del día que en que nos explicó la tabla periódica:
- El
magnesio es un metal, por eso se desprende de sus dos electrones más
externos; pertenece al segundo grupo y es esencial para la vida, por
lo tanto imprescindible en la alimentación.
Y
siguió diciendo con entusiasmo:
-
Este elemento es muy pillo, por un lado da muchos beneficios para la
salud, aunque tomado en exceso, en tabletas o preparados, también
puede presentar ciertas complicaciones, pero no se conocen
contraindicaciones en relación al magnesio, siempre que se tome de
manera natural. ¿Entendido, chicas? Nos lo decía con un acento
catalán muy marcado.
- ¿En
que alimentos lo podemos encontrar? Nos preguntaba y ella misma se
contestaba.
-
Pues, en alimentos ricos en clorofila: hortalizas, frutos secos
(nueces y almendras), leguminosas (productos con soja), cereales
(arroz integral, mijo). Verduras de hojas verdes como las espinacas,
etc.
Diría
que Montserrat fue una de las primeras veganas que conocí.
Pensándolo bien ella se parecía un poco al magnesio:
El
magnesio es blanco plateado y muy ligero, ella era delgada y de tez
clara, el elemento tiene dos electrones externos y ella tenía
dos hijitos gemelos, el elemento reacciona lentamente con agua fría
y violentamente con agua caliente, ella al principio de las clases
era flemática, pero cuando se calentaba y se entusiasmaba era muy activa.
A mí me gustaban sus clases y cuando la explicación languidecía yo me entretenía con mis pensamientos disparatados. Aún recuerdo
de memoria los elementos químicos de los grupos principales. En cambio sus
clases no tenían mucho éxito entre a mis compañeras, ellas se
aburrían y cuando ella explicaba en la pizarra o hacían dibujos o cuchicheaban sin cesar.
Montserrat
entraba en clase, se sentaba unos minutos, pasaba lista y nos miraba,
casi ausente, se sacaba la chaqueta y nos decía:
-
Abrid en cuaderno, prepararos pues hoy vais a aprender muchas cosas,
todo eso mientras rellenaba poco a poco la pizarra de fórmulas.
Para
la mayor parte de las niñas, los problemas de química eran un
misterio, en cambio a mí me salían y disfrutaba haciéndolos. A
veces nos daba clases en una especie de laboratorio, que casi nadie
usaba, había un mostrador central cubierto de azulejos, un fregadero
lateral y en las paredes armarios con utensilios. Ella se ponía una
bata blanca y nos hacía algún que otro experimento.
Los
profesores de matemáticas, iban cambiando cada año y con ellos su
método. Al principio cuando no me salían los problemas, mi padre me
daba una mano, pero luego tuve que espabilarme sola. Por suerte
cuando lograba hacer un ejercicio después iba con paciencia
resolviéndolos todos y eso me divertía. Nadie nos enseñaban a
pensar, sino a hacerlos de forma mecánica. Por eso, el primer año
en la facultad, me costó aprobar la asignatura. Tuve que ir a clases particulares, me las daba un estudiante de Exactas, un chico melenudo y bastante hippy, en el café Zurich de Barcelona, un día no se presentó y fue entonces que conocí al chico italiano que me enamoró, pero esa es otra historia.
A las
maestras de Lengua que daban clases en mi colegio se les notaba que
no les gustaba mucho la lengua castellana. Primero eran señoritas,
que cada año cambiaban, en cambio los últimos años de bachillerato
tuve a la profesora María Pastor. Para distinguirla de la de química
la llamábamos Maripastora. Era una mujer treintañera, de pelo
mechado y bien peinado, parecía recién salida de peluquería.
Hablaba un castellano más fluido que las señoritas. Se pintaba y
maquillaba con esmero y sus abrigos eran suaves y de calidad. Era
bajita, pero sus zapatos de tacón alto le daban un toque de
soberbia. No es que fuera altiva, pero denotaba seguridad, se hacía
respetar por todos. Nos daba de usted a los alumnos y distanciándose
de nosotros, se sentaba en su mesa de profesor, donde ponía su bolso
elegante y en la silla colgaba el pañuelo de seda, que cada día era distinto. Con ella leímos muchos trozos de
Cervantes, sobre todo del primer tomo de Don Quijote de la Mancha. Me encantaban las
hazañas del caballero y de su escudero, pero me aburría un poco
hacer siempre análisis gramatical y sobre todo sintáctico de las
largas frases de la novela. Se aprendían muchas palabras nuevas,
pero no las usábamos, quizás por eso no las memorizaba y las olvidaba rápidamente. Tampoco
recuerdo las poesías que nos leía, no conseguía concentrarme
mientras ella declamaba:
- Hoy
leeremos el poema de Ruben Darío, Margarita, decía con una voz tan
melosa que denotaba que era su poesía preferida.
Cuando
nació su primera hija la llamó Margarita. Maripastora nunca se
ponía de pie, pero el último año algo cambió en ella, pues estaba
como más nerviosa y se levantaba a menudo de su trono. La tuve
durante cuatro años, sin embargo faltó algunos meses, durante sus
dos embarazos, la suplieron dos monjitas jóvenes que no tenían ni
idea de literatura. Cuando nació su segundo hijo, se le notaba más
desganada, ya no nos leía poesías con entusiasmo y a menudo nos
hablaba del niño:
-
Óscar es un nombre corto y sonoro ¿No os parece chicas? Nos dijo el
día en que volvió, después de unos meses de permiso.
Siguió
arreglándose pero con menos esmero, como si estuviera cada día más
cansada. Vine a saber que, el año siguiente de mi traslado al Instituto, dejó la escuela de monjas y se convirtió en una auténtica ama de casa.
Las
clases de francés eran amenas, porque teníamos una profesora joven
y moderna, quien había estudiado en París. Nos daba consejos y fue
la primera que nos habló de absorbentes internos. Gracias a ella
nuestras reglas fueron más llevaderas. Fumaba mucho en el patio,
encendía un pitillo detrás de otro, en la zona de los lavaderos,
cuando no la veían las monjas. Se fue de casa muy joven, pero lo
malo es que volvió y la gente del pueblo chismeaba, decían que
estaba juntada con un hombre poco recomendable. Era hija de una
familia distinguida, su padre era un comerciante de tejidos, por eso
las monjas le hicieron el favor de emplearla algunas horas por
semana.
El
último año, el que hice en el Instituto público, tuve una
profesora de francés bajita, de tez morena y de pelo rubio; parecía
insignificante, pero cuando hablaba sacaba mucho nervio, gracias a
ella conocí a algunos autores franceses, recuerdo que nos hizo leer
“Le petit Prince” de Saint Exupery, cosa que se lo agradezco mucho a Madame Orozco. En el Instituto tuve una
profesora de Lengua española muy buena, lástima que la
tuvimos sólo un trimestre pues cogió una larga baja por un embarazo
difícil. El suplente era un joven barbudo, quien debía hacernos
lingüística, pero al no tener experiencia, explicaba cosas raras
que nadie entendía. Todo el mundo le tomaba el pelo, a mí me daba
un poco de pena. Aquel año aprendí poco en las clases de lengua
española y mucho en las de química, que daba un profesor ya mayor,
pero que explicaba muy bien.
Me
diréis, ya lo tenemos:
- Te
matriculaste en una facultad de ciencias y no de letras a causa de
los profesores que tuviste.
Quizás tengáis razón, pero creo eso
fue sólo uno de los motivos, quizás haya otros:
En mi pueblo a principios de los años sesenta abrieron una fabrica de productos químicos que daba trabajo a media población. Probablemente eso también haya influenciado eso en mi decisión, pues la mayor parte de los habitantes veneraban la química sin darse cuenta de lo peligrosa que era y de la cantidad de aguas contaminada que producía y que a través tubos de cemento llegaban al mar.
Mi manera de ser. Ahora intentaré
hacer una lista de las cosas que prefiero y de las que aborrezco,
para que entendamos juntos el por qué de aquella decisión:
Me
gusta llegar antes a las citas, no me molesta esperar a los demás,
al contrario es cómo si al verles llegar controle mejor la
situación.
Siempre
me ha encantado estudiar y hacer tareas escolares, a pesar de que
algunas veces entendía poca cosa de los apuntes tomados.
Me
pone mala tener cosas pendientes, en los años del colegio anticipaba
los deberes por la tarde al volver del colegio o a veces levantándome
a las seis de la mañana para estudiar, pues al amanecer me entraba
todo mejor en la cabeza.
Siempre
me ha gustado hacer listas y clasificar las cosas. Soy esquemática,
pero poco minuciosa.
Me
encanta leer novelas, empecé de adolescente, a pesar de que en casa
no hubieran libros, por suerte me los prestaba una amiga, en cada
libro aprendía algo más de los seres humanos.
Disfrutaba
ayudando a mis compañeras, haciendo ejercicios de química, física
o matemáticas, en cambio me daba vergüenza leer en voz alta mis
redacciones o trozos del texto de literatura. Recuerdo el día que
una monja me dio un libro y me dijo que tenía que leer en la iglesia,
todo el colegio estaba reunido porque era el día de la Santa
patrona. En la capilla leían en voz alta siempre las mismas niñas,
las que tenían una buena dicción y por supuesto las más arrojadas.
Quizás aquel día alguien falló, al estar enfermo, y me escogieron
a mí. Estuve temblando durante toda la función y cuando tuve que
leer no me salía la voz, por suerte una de las monjitas más
jóvenes, me arrancó el libro de las manos y lo leyó ella. Lo pasé
tan mal, que tardé muchos años en superar el miedo de leer en voz
alta en frente del público.
Me
encanta estar con la gente, me interesan sus vidas y deseo que todo
les vaya bien, por eso si está es mis manos intento ayudar a quien
noto que lo necesita. No soy una gran cocinera, pero suelo deleitarme
con ollas y cazuelas, para luego sentarme en la mesa con los
invitados y hablar con ellos durante la larga sobremesa.
Si,
que me gusta la naturaleza, pero cuando vamos a pasear por el monte,
disfruto más hablando con mis compañeros de caminatas que
observando la vegetación y los animales.
Para
mí el secreto de la vida es el respeto hacia los que estén a mi
alrededor y por supuesto del ambiente y de las cosas. Siempre que
puedo intento hacer a los demás lo que me gustaría que me hicieran
a mí.
Quizás
hayáis entendido el porqué escogí estudios científicos y no el
camino de las letras. O quizás, mirándolo bien, no sea tan
importante ese dilema.
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