martedì 14 agosto 2018

La cazuela



Cuando se hace una tarta u otro manjar en una cocina que no es la de siempre, hay que ambientarse y acostumbrarse a los cacharros y electrodomésticos nuevos. Nina, al llegar a la casa de campo, que desde algunos años habían alquilado para ir a pasar los fines de semana, buscó un cuenco en la alacena, pues quería preparar una tarta de manzanas para unos amigos, quienes les habían invitado a cenar.
Encendió el horno, graduó la temperatura, luego con todos los ingredientes sobre la encimera empezó a preparar la masa y a pelar la fruta.
Hacía calor por eso habían cerrado las persianas para que no entrara el sol. Fue a buscar un trapo de cocina en el mueble de la habitación de los invitados,  la que antes era de sus hijos; en ella vio un cuadro que su marido había colgado aquel día. Era su título de licenciatura.
- Doña Gracia Campos y Solana, casi me suena a otra persona, le dijo a su marido.
- Desde ahora dejaré de llamarte Nina y para mí serás Doña Gracia, le dijo riendo su marido.
Según la tradición ella tenía que llamarse Catalina, como su abuela paterna. La abuela no consiguió darle su nombre, pero sí que la llamaran Nina, ya que no soportaba el nombre que madre se obstinaba en ponerle.
- Gracia es un nombre cursi, me saca de quicio, en cambio Catalina es bonito y aristocrático, le dijo la mujer a la nuera.
- ¡Ni que fuera Usted su madre! ¿Quién la ha parido? Yo ¿No? Pues  le voy a poner  Gracia y san se acabó.
Estuvieron reñidas varios días hasta que se pusieron de acuerdo; el primer nombre de bautizo iba a ser Gracia, el segundo Catalina y el tercero Rosalía, que era el nombre de la pobre abuela materna que no contaba mucho en aquella familia, pero los familiares la llamarían Nina.
Para la madre de Nina su nacimiento fue un don del cielo, porque había perdido en pocos años tres criaturas, antes de acabar el primer trimestre de embarazo. Cada vez le pasaba lo mismo, sólo unas pocas semanas de alegría y felicidad tras descubrir que estaba preñada, luego de golpe se le aparecían unas manchitas de sangre en las bragas, las cuales al cabo de unas horas iban formando pequeños coágulos y volviéndose más oscuras, al final se convertían en una verdadera hemorragia.
La madre le contó, un día en que Nina fue verla al hospital, donde estaba ingresada por una operación de útero, pero de eso hacía muchos años, que los abortos eran como una regla fuertísima, con punzadas en la barriga. Además del dolor, se sufría una gran decepción por haber sido despojada de una vida que nunca más tendría lugar.
- Hija, verás que a ti no te va a pasar eso, tú te pareces a la abuela Catalina, que tuvo siete hijos sanos. Ya es hora de que te quedes embarazada, has cumplido treinta años ¿Qué esperas?
- Pero mamá ¡Qué dices! Tú sabes cuánto me gustaría tener un niño, pero tenemos que esperar a que me hagan un buen contrato en la oficina. No te preocupes y no sufras, le dijo Nina a la madre, besándola.
Nina por aquel entonces ya estaba embarazada pero aún no lo sabía. No abortó, pero su primer bebé murió pocos días después de nacer, pero esa es otra historia, que sus neuronas no quisieron ir a desenterrar aquella tarde.
Al cumplir los cincuenta años Nina empezó a pronunciar su primer nombre sin tantos aspavientos.
- Quién me lo hubiera dicho, cuando era pequeña, Grazia me sonaba a persona mayor e intentaba esconderlo, ahora algo ha cambiado en mí;  pero es bien raro, dicen que el bajón de hormonas a las cinquentañeras les hace sentir inseguras, en cambio a mí la menopausia me ha  dado fuerza y he perdido la verguenza; vete a saber por qué, le dice a una amiga  una tarde  yendo al cine.
Ya no le importaba tener un nombre bonito o feo. Claro que le encantaba que la llamen Nina, que en su lengua nativa significa muñeca,  sin embargo a todos les dice cuando se presenta:
- Me llamo Gracia, pero todo el mundo me llama Nina, que es el diminutivo de Catalina, mi segundo nombre de bautizo.
Siguió pensando en todo eso apoyada en el fregadero. Lavó el cuenco azul que usaba para salsas o verduras aliñadas. Al enjuagarlo se dio cuenta de que había una grieta.
Tocó con los dedos la línea quebrada  y pensó que debería romperlo y tirarlo al cubo de la basura:
- En las grietas pueden quedarse atrapados restos de comida, aunque se laven bien, como le pasó a Conchita cuando quiso preparar un arroz en una cazuela de barro, se dijo.
Nina recordó detalles, que había olvidado completamente, de aquella vivencia de finales de los setenta:
- Mañana voy a preparar un arroz como el que hacían nuestras abuelas en las cazuelas de barro, dijo Conchita, la mar de contenta un viernes por la tarde al entrar en casa de la suegra.
- Estupendo, yo te compro el pescado y todo lo que necesites. Hoy al anochecer llegarán los barcos cargados de marisco, voy a ir a la pescadería mañana a primera hora, le dijo la madre de Nina a su nuera.
Nina pensó en su madre quien detestaba pasarse horas y horas en la cocina, por eso cuándo alguien le proponía guisar en su lugar, ella saltaba de alegría. Algunos domingos, fiestas o aniversarios se agobiaba con tantos quehaceres. El padre de Nina se empeñaba en invitar a menudo a los hijos, yernos, nuera, nietos y consuegros. No podía faltar nadie alrededor de la mesa. A la madre de Nina le gustaba reunir a la familia pero en un restaurante, por eso cuando su marido organizaba comilonas ella temblaba, pensando en las tareas que se le presentaban, sin embargo las hijas, la consuegra y la nuera la ayudaban y al final la comida salía mejor de lo que se imaginaba.
Todos estaban emocionados aquel domingo porque iban a comer el arroz que Conchita estaba guisando en la cazuela de los tatarabuelos.
Conchita era joven por eso no tenía mucha experiencia, pero le encantaba cocinar, además su madre, al regentar una pensión le había enseñado algunos trucos. Sacó del trastero una de las cazuela apiladas e hizo un sofrito rico y gustoso con tomate, cebolla, ajo, perejil y pimiento picante, luego añadió el marisco, que la suegra le compró en la mejor pescadería del puerto, el arroz y un poco de caldo vegetal.
A las dos en punto empezaron con los entremeses, a base de, aceitunas, anchoas, berberechos, quesos y embutidos, al cabo de media hora, Conchita anunció:
- El arroz ya está listo.
Todos se sentaron. Para celebrar el acontecimiento, el padre de Nina decidió destapar una botella de cava y brindar por la cocinera. El hermano de Nina era aficionado de fotografía, no salía de casa sin su cámara, por eso aquel día, antes de empezar a servir los platos, tiró algunas fotos a la cazuela y a los comensales.
- ¿Qué tal me ha salido? Preguntó impaciente Conchita, pues en la mesa reinaba un gran silencio.
- A mí me parece un poco rancio, dijo el padre de Nina.
- No puede ser, dijo asustada Conchita, con el tenedor en la mano sin lograr acercárselo a la boca.
- No te ofendas Conchita, quizás dependa de la cazuela, tú no tienes la culpa, insistió su suegro.
- Lo siento, puedo aseguraros que he lavado bien la cazuela antes de usarla, no puede ser que haya salido rancio ¿No será por culpa de las grietas? Dijo Conchita sollozando.
- Yo no me lo como el arroz porque tengo el estómago delicado, pero quizás a los demás no les moleste tanto como a mí ese sabor raro, le dijo su suegro, intentando consolarla.
Hubo un poco de desconcierto, pero la mayor parte de los comensales no se quejó y siguió comiendo mariscos y dejando de lado el arroz, como si no pasara nada.
La madre y la hermana mayor de Nina empezaron a cortar rebanadas de pan y lo aliñaron con aceite, sal y tomate maduro, también sacaron de la nevera más aceitunas, quesos y embutidos.
- Menos mal que el pastel, que habían traído los padres de Conchita, las botellas de vino y el buen humor de las mujeres salvaron aquella comida, pensó Nina, sonriendo.
Puso el cuenco agrietado en la encimera, para que cuando su marido lo viera lo partiera, a él le encantaba echar todo lo que estaba medio roto, a ella en cambio le sabía mal desprenderse de las cosas viejas. Cogió otro cuenco y siguió preparando la tarta en la cocina que ya iba haciéndose  suya.











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