La
mujer sufre cuando viaja pero no se desanima, al contrario se
esfuerza en hacerlo, siente un impulso interior que le hace
abrir su alma al mundo.
A
los veinte años la mujer siguió un instinto que le
decía:
-
Vete, vete, si te quedas luego te vas a arrepentir.
Se
fue a vivir a otro país, a pesar de que su familia no estaba de acuerdo. Lo pasó mal, su estomago
y todo su cuerpo, sentada en un tren incómodo durante veinticuatro
horas, tras tres cambios de vagones y numerosos retrasos. Era una mujer
enamorada, pero esa es otra historia.
La
mujer es la que convence al marido para que se marchen unos días. Con los hijos pequeños viajaban todos juntos, nunca los dejaron con los abuelos, luego cuando los muchachos son independientes, empiezan a salir con amigos, sin embargo ahora la mujer quiere que sea él su único compañero de viaje,
por eso saca dos pasajes de avión.
Es
el primer verano que no vuelve a su tierra, durante cuarenta años no
ha fallado nunca, pero desde que los padres han fallecido, siente
que ya va siendo hora de ver nuevos horizontes.
Salen
con antelación de casa para llegar al aeropuerto, se sientan en la
sala de espera, leyendo un libro hasta que anuncian el embarque de su vuelo. Él, algunas semanas antes de salir para la isla, reserva, a
través de Internet, hotel y coche, sin embargo en la zona de
llegadas del aeropuerto de Chania no ven ninguna ventanilla o letrero
con el nombre de su compañía.
Miran y vuelven a mirar las agencias de alquiler de coches y no viendo la
suya la mujer le dice a él:
-
Esperemos que no nos hayan timado, voy a pedir información a una empleada de otra empresa.
-
Vale, le dice él mirando sin cesar todas los establecimientos.
Una azafata desdeñosa le indica una puerta enrollable cerrada.
-
Y ahora que hacemos, se dicen mirándose, un poco angustiados.
Mientras
tanto ven a una chica con el pelo rizado que les sonríe exponiendo
un cartelito con sus apellidos.
Los
dos se dirigen hacia ella más tranquilos. Sentados en unos asientos laterales firman el contrato de alquiler que la chica les
ha preparado. Luego pagan. Les entregan un coche, un Fiat Panda gris, un
poco viejo, pero a la mujer le parece un automóvil de lujo de lo contenta que está de que no les hayan timado.
Se
dirigen hacia el aparthorel, que está en las afueras de la ciudad,
gracias al GPS del móvil logran llegar sin problemas.
No
hay nadie en el jardín, no se ve ninguna recepción. La mujer domina
su ansiedad para que él no note que ella intuye otra pega. Empieza a temer que, habiéndose presentado más tarde de lo
previsto, el gerente se haya marchado y tengan que volver mañana.
-
Voy a llamar al número que nos han dado al efectuar la reserva, dice
ella.
Le
contesta una voz joven en un inglés extraño, ella no entiende
nada, por suerte alguien se asoma por la ventana.
Es
una china de unos cuarenta años, quien baja por las
escaleras exteriores, sigue diciendo algo que ellos no entienden. Se
marcha, pero llega en seguida el dueño, luego sabrán por Sara, la
chica espabilada que se ocupa de la limpieza, que él está
casado con la china. El dueño es un cinquentón alto y barrigudo,
también habla un inglés raro y les dice que al día siguiente
tienen que cambiar de apartamento, dejar el numero cuatro y pasar al ocho.
- ¿Te has fijado en las legañas que tenía?
- Habrá dormido poco o quizás tenga conjuntivitis, dijo él.
- ¿Te has fijado en las legañas que tenía?
- Habrá dormido poco o quizás tenga conjuntivitis, dijo él.
Ya
están en la habitación del hotel, es pequeña, hay una mini cocina,
con hornillo y nevera y una mesa pequeña. El cuarto de baño
también es reducido, lo que sí es bonito es la terraza con vistas al
mar.
Se
tumban en la cama. Ella comprueba que funciona el aire acondicionado,
coge el otro mando a distancia que yace en la mesa y lo deposita en
el cajón, pues piensa que nunca van a encender el televisor.
-
Vayamos a bañarnos a la cala, dijo él.
-
Me parece una idea estupenda, dice ella.
Se
levantan y se ponen el bañador y las zapatillas.
A
pocos metros hay una playita pequeña, cuya arena no está del todo
limpia, pues hay trozos de plástico en la orilla. Una mujer mayor,
quien parece oriunda de aquel lugar, está hablando con una pareja
sentada en una silla blanca de jardín, luego la isleña se pone un
gorro y se zambulle, desapareciendo rápidamente a lo largo.
-
Debe de ser una gran nadadora, piensa ella, entrando en el agua
mansa.
El
marido también se baña mientras el sol está en el ocaso.
Suben
a ducharse y él dice:
-
¿Vamos a la ciudad?
La
mujer le contesta:
-
Bueno, vayamos, yo te sigo a donde me lleves.
Callejean
y luego pasean por el antiguo puerto veneciano antes de dar con una
casa de comidas sencilla y genuina.
-
Vayamos a cenar allí, dice él señalando una callejuela en la que la mujer no había reparado.
Ella
mira a la gente y no se fija en los establecimientos, él en cambio
es muy observador y se ubica sin problemas en los lugares nuevos.
Comen
tapas de anchoas, pulpo y otras especialidades cretenses, beben vino tinto frío, los postres, se los traen antes de pedirlos:
dos tajadas de sandía, dos pedazos de pastel y una botellita de
rakí, licor típico de Creta. La mujer habla por los codos con él y con el camarero, quizás el vino se le ha subido un poco a
la cabeza.
Ahora
ya no es una mujer sufridora sino gozosa.
-
Fíjate en nuestros vecinos no han parado de charlar y reír en toda
la noche, dice él, mirando a dos hombres isleños de unos setenta
años, quienes están sentados a su derecha.
-
Serán buenos amigos, dice ella, observando sus rostros iluminados.
Al
marcharse él le dice al camarero que los platos estaban riquísimos y le deja propina, luego pone en la mesa de los
vecinos la botella de licor casi llena. Los señores cretenses se lo
agradecen riendo y señalando la suya vacía.
Están
alegres cuando vuelven a casa y se regocijan sentados en la terraza
mirando la costa oscurecida.
Se
acuestan, se duermen enseguida, pero al cabo de un rato se tocan y se
aman como no lo hacían desde tanto tiempo.
- Me gusta vida, piensa la mujer,
mientras se vuelve a dormir abrazada al hombre que yace a su lado.
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