Cuando
se hace una tarta u otro manjar en una cocina que no es la de
siempre, hay que ambientarse y acostumbrarse a los cacharros y
electrodomésticos nuevos. Nina, al llegar a la casa de campo, que
desde algunos años habían alquilado para ir a pasar los fines de
semana, buscó un cuenco en la alacena, pues quería preparar una tarta de manzanas para unos amigos, quienes les habían invitado a cenar.
Encendió
el horno, graduó la temperatura, luego con todos los ingredientes
sobre la encimera empezó a preparar la masa y a pelar la fruta.
Hacía
calor por eso habían cerrado las persianas para que no entrara el
sol. Fue a buscar un trapo de cocina en el mueble de la habitación
de los invitados, la que antes era de sus hijos; en ella vio un
cuadro que su marido había colgado aquel día. Era su título de
licenciatura.
-
Doña Gracia Campos y Solana, casi me suena a otra persona, le dijo a
su marido.
-
Desde ahora dejaré de llamarte Nina y para mí serás Doña Gracia,
le dijo riendo su marido.
Según
la tradición ella tenía que llamarse Catalina, como su abuela
paterna. La abuela no consiguió darle su nombre, pero sí que la
llamaran Nina, ya que no soportaba el nombre que madre se obstinaba
en ponerle.
-
Gracia es un nombre cursi, me saca de quicio, en cambio Catalina es
bonito y aristocrático, le dijo la mujer a la nuera.
-
¡Ni que fuera Usted su madre! ¿Quién la ha parido? Yo ¿No? Pues le voy a poner Gracia y
san se acabó.
Estuvieron
reñidas varios días hasta que se pusieron de acuerdo; el primer
nombre de bautizo iba a ser Gracia, el segundo Catalina y el tercero
Rosalía, que era el nombre de la pobre abuela materna que no contaba
mucho en aquella familia, pero los familiares la llamarían Nina.
Para
la madre de Nina su nacimiento fue un don del cielo, porque había
perdido en pocos años tres criaturas, antes de acabar el primer
trimestre de embarazo. Cada vez le pasaba lo mismo, sólo unas pocas
semanas de alegría y felicidad tras descubrir que estaba preñada,
luego de golpe se le aparecían unas manchitas de sangre en las
bragas, las cuales al cabo de unas horas iban formando pequeños
coágulos y volviéndose más oscuras, al final se convertían en una
verdadera hemorragia.
La
madre le contó, un día en que Nina fue verla al hospital, donde
estaba ingresada por una operación de útero, pero de eso hacía
muchos años, que los abortos eran como una regla fuertísima, con
punzadas en la barriga. Además del dolor, se sufría una gran
decepción por haber sido despojada de una vida que nunca más
tendría lugar.
-
Hija, verás que a ti no te va a pasar eso, tú te pareces a la
abuela Catalina, que tuvo siete hijos sanos. Ya es hora de que te
quedes embarazada, has cumplido treinta años ¿Qué esperas?
-
Pero mamá ¡Qué dices! Tú sabes cuánto me gustaría tener un
niño, pero tenemos que esperar a que me hagan un buen contrato en la
oficina. No te preocupes y no sufras, le dijo Nina a la madre,
besándola.
Nina
por aquel entonces ya estaba embarazada pero aún no lo sabía. No
abortó, pero su primer bebé murió pocos días después de nacer,
pero esa es otra historia, que sus neuronas no quisieron ir a
desenterrar aquella tarde.
Al
cumplir los cincuenta años Nina empezó a pronunciar su primer
nombre sin tantos aspavientos.
- Quién me lo hubiera dicho, cuando era
pequeña, Grazia me sonaba a persona mayor e intentaba
esconderlo, ahora algo ha cambiado en mí; pero es bien raro,
dicen que el bajón de hormonas a las cinquentañeras les hace sentir inseguras, en cambio a mí la menopausia me ha dado fuerza y he perdido la verguenza; vete a saber por qué, le dice a una amiga una tarde yendo al cine.
Ya no le importaba tener un nombre bonito o feo. Claro que
le encantaba que la llamen Nina, que en su lengua nativa significa
muñeca, sin embargo a todos les dice cuando se presenta:
-
Me llamo Gracia, pero todo el mundo me llama Nina, que es el
diminutivo de Catalina, mi segundo nombre de bautizo.
Siguió
pensando en todo eso apoyada en el fregadero. Lavó el cuenco azul
que usaba para salsas o verduras aliñadas. Al enjuagarlo se dio
cuenta de que había una grieta.
Tocó
con los dedos la línea quebrada y pensó que debería romperlo y tirarlo al
cubo de la basura:
-
En las grietas pueden quedarse atrapados restos de comida, aunque se
laven bien, como le pasó a Conchita cuando quiso preparar un arroz
en una cazuela de barro, se dijo.
Nina
recordó detalles, que había olvidado completamente, de aquella
vivencia de finales de los setenta:
-
Mañana voy a preparar un arroz como el que hacían nuestras abuelas
en las cazuelas de barro, dijo Conchita, la mar de contenta un
viernes por la tarde al entrar en casa de la suegra.
-
Estupendo, yo te compro el pescado y todo lo que necesites. Hoy al
anochecer llegarán los barcos cargados de marisco, voy a ir a la
pescadería mañana a primera hora, le dijo la madre de Nina a su
nuera.
Nina
pensó en su madre quien detestaba pasarse horas y horas en la
cocina, por eso cuándo alguien le proponía guisar en su lugar, ella
saltaba de alegría. Algunos domingos, fiestas o aniversarios se
agobiaba con tantos quehaceres. El padre de Nina se empeñaba en
invitar a menudo a los hijos, yernos, nuera, nietos y consuegros. No
podía faltar nadie alrededor de la mesa. A la madre de Nina le
gustaba reunir a la familia pero en un restaurante, por eso cuando su
marido organizaba comilonas ella temblaba, pensando en las tareas que
se le presentaban, sin embargo las hijas, la consuegra y la nuera la
ayudaban y al final la comida salía mejor de lo que se imaginaba.
Todos
estaban emocionados aquel domingo porque iban a comer el arroz que
Conchita estaba guisando en la cazuela de los tatarabuelos.
Conchita
era joven por eso no tenía mucha experiencia, pero le encantaba
cocinar, además su madre, al regentar una pensión le había
enseñado algunos trucos. Sacó del trastero una de las cazuela
apiladas e hizo un sofrito rico y gustoso con tomate, cebolla, ajo,
perejil y pimiento picante, luego añadió el marisco, que la suegra
le compró en la mejor pescadería del puerto, el arroz y un poco
de caldo vegetal.
A
las dos en punto empezaron con los entremeses, a base de, aceitunas,
anchoas, berberechos, quesos y embutidos, al cabo de media hora,
Conchita anunció:
-
El arroz ya está listo.
Todos
se sentaron. Para celebrar el acontecimiento, el padre de Nina
decidió destapar una botella de cava y brindar por la cocinera. El
hermano de Nina era aficionado de fotografía, no salía de casa sin
su cámara, por eso aquel día, antes de empezar a servir los platos,
tiró algunas fotos a la cazuela y a los comensales.
-
¿Qué tal me ha salido? Preguntó impaciente Conchita, pues en la
mesa reinaba un gran silencio.
-
A mí me parece un poco rancio, dijo el padre de Nina.
-
No puede ser, dijo asustada Conchita, con el tenedor en la mano sin
lograr acercárselo a la boca.
-
No te ofendas Conchita, quizás dependa de la cazuela, tú no
tienes la culpa, insistió su suegro.
-
Lo siento, puedo aseguraros que he lavado bien la cazuela antes de
usarla, no puede ser que haya salido rancio ¿No será por culpa de
las grietas? Dijo Conchita sollozando.
-
Yo no me lo como el arroz porque tengo el estómago delicado, pero
quizás a los demás no les moleste tanto como a mí ese sabor raro,
le dijo su suegro, intentando consolarla.
Hubo
un poco de desconcierto, pero la mayor parte de los comensales no se
quejó y siguió comiendo mariscos y dejando de lado el arroz, como
si no pasara nada.
La madre y la hermana mayor de Nina empezaron a cortar
rebanadas de pan y lo aliñaron con aceite, sal y tomate maduro,
también sacaron de la nevera más aceitunas, quesos y embutidos.
- Menos mal que el pastel, que habían traído los
padres de Conchita, las botellas de vino y el buen humor de las
mujeres salvaron aquella comida, pensó Nina, sonriendo.
Puso
el cuenco agrietado en la encimera, para que cuando su marido lo
viera lo partiera, a él le encantaba echar todo lo que estaba medio
roto, a ella en cambio le sabía mal desprenderse de las cosas
viejas. Cogió otro cuenco y siguió preparando la tarta en la
cocina que ya iba haciéndose suya.