Conocí
a Sergio Ruíz hace unos cinco años en la portería.
-
Hay un señor abajo, a quien no acabo de entender bien, creo que
tiene una cita con la profesora Lazzerini. ¿Puede ir usted a ver lo
que desea? Me dijo aquel día Antonio, uno de los bedeles de la escuela.
A Antonio le faltaba un año para jubilarse y al estar un
poco sordo no se enteraba de nada, sobre todo cuando le hablaba un
extranjero.
-
No se preocupe, voy a ir yo a la portería y lo acompañaré arriba.
Ya
en aquel entonces a Sergio Ruíz le encantaba hablar. Iba bastante
arreglado, pero con un toque deportivo, quizás porque no llevaba corbata o por sus mocasines de ante. Me llamó la atención su camisa blanca impecable.
Me dijo que había quedado con unas profesoras, para presentarles los cursillos de español para extranjeros que organizaba en Valencia y Sevilla.
La
formula era genial: clases prácticas, a veces lúdicas, que se
desarrollaban casi siempre fuera de las aulas, con profesores
nativos, jóvenes y simpáticos; los estudiantes se alojaban en familias
castellano hablantes, para que pudieran practicar mejor el
idioma.
Me
despedí rápidamente de él, cuando Carla Lazzerini y otra
compañera más joven, a quien yo apenas conocía, entraron en la
sala de profesores.
Se
sentaron en una mesa cerca de la entrada, en seguida Antonio les trajo una taza de café y se las
arregló para quedar bien con Sergio Ruíz, pues el pobre bedel se sentía
un poco culpable por haberlo abandonado en la portería.
Me
senté en la mesa del fondo, ya que tenía que corregir tareas y preparar clases, sin embargo hice poca cosa porque sin querer escuchaba la voz chillona de aquel hombre
bajito, quien no paraba de hablar y se reía con grandes
aspavientos.
Primero
les contó a las dos profesoras de lo poco que solía dormir, luego de cómo había conocido a
su mujer en una escuela de Sevilla, seis años atrás y del hijo que
habían tenido, ambos ya cuarentones. Cuando salí de allí les estaba diciendo de lo mucho que le tocaba espabilarse, pues su mujer no paraba
nunca por casa, ocupándose como se ocupaba de la parte económica de
la cadena de academias que los dos habían fundado.
Mientras
subía los peldaños de las escaleras para ir al segundo piso, seguía
pensando en Sergio Ruíz, el que se iba siempre por las ramas. En aquella media hora aún no les había explicado nada de
la didáctica de los cursos, quizás fuera su táctica para convencer
a los profesores, me dije.
Me
olvidé de él, hasta que el año pasado Carla Lazzerini me pidió que fuera una
semana con ella a Valencia con los estudiantes de cuarto.
- Vamos a matricular a los chicos en la academia de Sergio Ruíz. ¿Te acuerdas de él?
-
¿Cómo no me voy a acordar de él? Le contesté yo.
El
segundo día de nuestra estancia en la ciudad Sergio nos llamó por
teléfono para invitarnos a cenar.
Nos
vino a buscar al hotel. Escogió un restaurante con
terraza, a pesar de que aún hiciera fresco por la noche. Tomamos un
plato de pescado con verdura a la plancha y una botella de vino
tinto. Aquella noche también empezó contando que su mujer era
muy trabajadora pero que aborrecía los quehaceres domésticos.
-
Mi amor, de ahora en adelante ocúpate tú de tus camisas, le dijo
su esposa el día en que se casaron.
Sergio
tuvo que arreglárselas buscando una lavandería que lo atendiera, pero en seguida se dio cuenta de que
perdía demasiado tiempo desplazándose con la ropa a cuestas y de que le
salía muy caro el vicio de estrenar cada día una camisa limpia.
Una
noche en la que no podía dormir, empezó a buscar por Internet información sobre las lavandería de la zona. Encontró un establecimiento que ofrecía servicios de desmanchado, limpieza y planchado rápido, con entrega a domicilio. Llamó y tras regatear convenció al dueño de que le lavaran las camisas a un coste de tres euros por pieza.
Se
tuvo que comprar dos docenas de camisas nuevas, pues cada semana un muchacho pasaba
por su casa para recoger las prendas sucias y para entregarle las limpias.
La vida del hombre de las camisas mejoró después de aquel hallazgo:
- Finalmente consigo lucir una camisa blanca cada día y dormir tranquilo cada noche, nos dijo riendo.
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