Los objetos a veces tienen duende, se decía Jacinta, pensando en el peine que perdió el día en que ella y Ugo, su marido, fueron a una playa de la costa toscana, cerca de Pisa. Lo había puesto en la bolsa de lona negra, la que usaba para ir al gimnasio. Las toallas en la parte central, la crema solar, la leche hidratante y el peine blanco en una cremallera lateral y al otro lado los bocadillos, la fruta, algunas servilletas, un cuchillo y una botella de agua mineral. Estaba segura de ello.
Cuando salió del agua, se secó al viento y antes de
echarse en la toalla abrió la bolsa negra, pero no halló el peine
de plástico blanco. A ella le gustaba nadar y mojarse el pelo, pero
sus cabellos eran tan finos que se le enredaban. Su cerebro ya
estaba anticipando la acción que anhelaba, la que no podría hacer:
se veía peinándose las marañas de su melena corta, que desde
hacía tiempo se teñía de rubio.
- No puede ser. Es imposible que se me haya caído,
pensaba mientras buscaba y rebuscaba el peine.
-
No puc anar com una
xixona,
le dijo en su lengua materna a Ugo.
Él
se puso a reír ya que le encantaban aquellas palabras, pues
recordaba que eran las mismas que decía la madre de Jacinta cuando
tenía que salir de repente y no iba arreglada, llevando una bata de
estar por casa.
- Xixona
¿Querrá decir realmente descuidada? Quizás sólo hace parte del
léxico dialectal de antaño del pueblo, lo tengo que averiguar,
pensó Ugo, sentado en la sombra.
-
No te preocupes, estás guapa incluso con el pelo revuelto, como una
xixona, le
dijo él, repitiendo con énfasis la ultima palabra, mientras cerraba
el libro que estaba leyendo y se echaba al lado de su mujer sin salir de la sombra del parasol.
Todo el mundo la llamaba Cinta, había empezado su madre
nombrándola con aquel diminutivo, pues no soportaba que su segunda
hija llevara el nombre de la suegra. A Jacinta, le pesó un poco
aquel nombre durante la infancia, sobre todo cuando pasaban lista en
el colegio, le parecía que llamaran a otra persona; pero a medida
que crecía, fue encariñándose con él.
Jacinta nunca había sido presumida. Su juventud en los
setenta, no daba para mucho esmero, pues ella como todas las chicas
llevaba pantalones vaqueros, jersey ancho o camiseta holgada y no se
sacaba de encima las botas camperas. Sin embargo a lo largo de los
años empezó a arreglarse cada vez más.
Ugo se tiró al agua y ella siguió sacando todas las
cosas y registrando minuciosamente la bolsa negra.
- Nada de nada ¡Qué misterio! Pensó.
A la vuelta buscó el objeto perdido en los asientos y
en el maletero del coche, sin hallarlo.
Cinta, fue a una tienda para comprar otro peine, pero no
logró encontrarlo como deseaba, por lo tanto empezó a usar el de
su marido, que no le iba tan bien por lo tupidas que eran
las púas.
La búsqueda de su peine quedó postergada porque por
aquel entonces habían planeado ir de viaje a Barcelona, junto a una
pareja de amigos, que conocían desde hacía tiempo. Eran personas
alegres y campechanas, por lo tanto a pesar de que fueran las
primeras vacaciones que iban a pasar juntos, Cinta estaba segura de
que se llevarían bien.
Víctor
y Margarita pasaban cada verano en una casa de campo a pocos
kilómetros de la costa Norte del Maresme, por eso y porque era
buenos amigos de Ugo y Jacinta, les habían prestado su piso,
ubicado en la parte alta de la ciudad. Marga les esperaba en el
portal cuando llegaron en taxi del aeropuerto de Barcelona. Cinta,
besándola, pensó que era un lujo tener a una amiga tan
complaciente, generosa, siempre afable,
sencilla, sin ningún interés alguno por las ceremonias y
formulismos.
Era una
vivienda señorial del Ensanche, situada en el entresuelo de un
edificio de principios de siglo, con una fachada modernista. Marga
les asignó a cada pareja un dormitorio con sendos cuartos de baño.
Cinta se
sintió en seguida a gusto en aquel nido, donde entraba la luz por
los polos opuestos, la de la calle por un gran ventanal y la de atrás
por un hermoso jardín. Los demás cuartos daban a patios interiores,
por lo cual poco iluminados. Eso en lugar de ser un defecto
convertía la vivienda en una especie de refugio, en que acogerse y
sentirse seguro.
Lo primero
que vio en el cuarto de baño, fue un peine blanco de dientes anchos,
similar al que había perdido. Le pareció un buen presagio.
Los días dieron mucho de sí, visitando la ciudad. Sin embargo una de las cosas que más le gustó a Jacinta fue volver a ver a su hija, quien vivía desde hacía cuatro años en Madrid. Llegó de la estación de Sants con una mochila llena de entusismo. Habían planeado también ir todos juntos a pasar unos días a la playa, por lo tanto al cuarto día
recogieron todas sus cosas y prepararon otra vez la maleta. Con las
prisas Ugo se dejó las camisas en el armario y Cinta puso, sin
darse cuenta, el peine blanco de Marga en su neceser.
Fueron días
muy amenos:
nadaron, descansaron en la arena bajo una sombrilla de colores, fueron a Girona y a la costa Brava. Además, como cada año
Jacinta fue a ver a sus hermanos y sobrinos, quienes vivían en la
aldea. Una noche cenó e hizo tertulia con ellos, otra la pasó con
sus primos e incluso tuvo tiempo para visitar a dos de sus amigas
de toda la vida y charlar un rato con ellas.
Jacinta no tuvo tiempo de ir al cementerio pero pensó mucho en sus padres, sobre todo una tarde, mientras estaba
sentada en un banco de la iglesia, donde había acudido para el
entierro de la madre de otra amiga suya.
Se había
marchado del pueblo hacía casi cuarenta años, estaba contenta de
ello, pero lo único que le sabía mal era el hecho de no haber
podido estar presente cuando su madre se había caído y de
consecuencia se había quebrado un hueso de la cadera y muerta al
cabo de pocos días; tampoco estaba unos años más tarde, el día en
que su padre tuvo un ataque de corazón.
Volvieron a
Barcelona a pasar los tres últimos días de vacaciones que les
quedaban. Jacinta depositó de nuevo el peine de Marga en el cuarto
de baño, lo puso donde lo vio por primera vez, pero un poco
escondido, para no equivocarse de nuevo y cogerlo distraídamente.
Víctor y
Marga volvieron a Barcelona al atardecer del penúltimo día, no sólo
porque se iban al día siguiente de vacaciones a una isla griega y
tenían el vuelo de madrugada, sino también para despedirse y
transcurrir la velada con ellos. En la parte alta de la ciudad
aquella noche soplaba un poco de viento y pasear por las calles, casi
vacías, siendo el último fin de semana de julio mucha gente se
había escapado a las localidades de veraneo, era una delicia.
Acabaron cenando en un local casero, un restaurante japonés que se
hallaba cerca de casa, donde Víctor y Marga iban a menudo desde hacía
varios años: los miércoles Victor invitaba a cenar a todos sus hijos con sendos novios o novias, unas sobrinas que estudiaban en Barcelona y algún que otro amigo que caía por su casa, por eso conocía tan bien al dueño, quien los trató
como reyes.
Jacinta hizo
el equipaje la noche antes de salir, pero dejó el neceser en el
cuarto de baño para poder usarlo al levantarse. Por la mañana,
recogieron las últimas cosas, cerraron las maletas y la casa, luego
dejaron las llaves en el buzón de la entrada. Al salir, mientras
un transeúnte les tiraba una foto en frente de la fachada de la
casa, Jacinta no podía saber que deshaciendo la maleta hallaría en ella el peine blanco, que en realidad no era de Marga sino de Victor y que volvería a pensar que los
objetos a veces tienen duende.
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