venerdì 5 agosto 2016

El peine perdido













Los objetos a veces tienen duende, se decía Jacinta, pensando en el peine que perdió el día en que ella y Ugo, su marido, fueron a una playa de la costa toscana, cerca de Pisa. Lo había puesto en la bolsa de lona negra, la que usaba para ir al gimnasio. Las toallas en la parte central, la crema solar, la leche hidratante y el peine blanco en una cremallera lateral y al otro lado los bocadillos, la fruta, algunas servilletas, un cuchillo y una botella de agua mineral. Estaba segura de ello.
Cuando salió del agua, se secó al viento y antes de echarse en la toalla abrió la bolsa negra, pero no halló el peine de plástico blanco. A ella le gustaba nadar y mojarse el pelo, pero sus cabellos eran tan finos que se le enredaban. Su cerebro ya estaba anticipando la acción que anhelaba, la que no podría hacer: se veía peinándose las marañas de su melena corta, que desde hacía tiempo se teñía de rubio.
- No puede ser. Es imposible que se me haya caído, pensaba mientras buscaba y rebuscaba el peine.
- No puc anar com una xixona, le dijo en su lengua materna a Ugo.
Él se puso a reír ya que le encantaban aquellas palabras, pues recordaba que eran las mismas que decía la madre de Jacinta cuando tenía que salir de repente y no iba arreglada, llevando una bata de estar por casa.
- Xixona ¿Querrá decir realmente descuidada? Quizás sólo hace parte del léxico dialectal de antaño del pueblo, lo tengo que averiguar, pensó Ugo, sentado en la sombra.
- No te preocupes, estás guapa incluso con el pelo revuelto, como una xixona, le dijo él, repitiendo con énfasis la ultima palabra, mientras cerraba el libro que estaba leyendo y se echaba al lado de su mujer sin  salir de  la sombra del parasol.
Todo el mundo la llamaba Cinta, había empezado su madre nombrándola con aquel diminutivo, pues no soportaba que su segunda hija llevara el nombre de la suegra. A Jacinta, le pesó un poco aquel nombre durante la infancia, sobre todo cuando pasaban lista en el colegio, le parecía que llamaran a otra persona; pero a medida que crecía, fue encariñándose con él.
Jacinta nunca había sido presumida. Su juventud en los setenta, no daba para mucho esmero, pues ella como todas las chicas llevaba pantalones vaqueros, jersey ancho o camiseta holgada y no se sacaba de encima las botas camperas. Sin embargo a lo largo de los años empezó a arreglarse cada vez más.
Ugo se tiró al agua y ella siguió sacando todas las cosas y registrando minuciosamente la bolsa negra.
- Nada de nada ¡Qué misterio! Pensó.
A la vuelta buscó el objeto perdido en los asientos y en el maletero del coche, sin hallarlo.
Cinta, fue a una tienda para comprar otro peine, pero no logró encontrarlo como deseaba, por lo tanto empezó a usar el de su marido, que  no le iba tan bien por lo tupidas que eran las púas. 
La búsqueda de su peine quedó postergada porque por aquel entonces habían planeado ir de viaje a Barcelona, junto a una pareja de amigos, que conocían desde hacía tiempo. Eran personas alegres y campechanas, por lo tanto a pesar de que fueran las primeras vacaciones que iban a pasar juntos, Cinta estaba segura de que se llevarían bien.
Víctor y Margarita pasaban  cada verano en una casa de campo a pocos kilómetros de la costa Norte del Maresme, por eso y porque era buenos amigos de Ugo y Jacinta, les habían prestado su piso, ubicado en la parte alta de la ciudad. Marga les esperaba en el portal cuando llegaron en taxi del aeropuerto de Barcelona. Cinta, besándola, pensó que era un lujo tener a una amiga tan complaciente, generosa, siempre afable, sencilla, sin ningún interés alguno por las ceremonias y formulismos.
Era una vivienda señorial del Ensanche, situada en el entresuelo de un edificio de principios de siglo, con una fachada modernista. Marga les asignó a cada pareja un dormitorio con sendos cuartos de baño.
Cinta se sintió en seguida a gusto en aquel nido, donde entraba la luz por los polos opuestos, la de la calle por un gran ventanal y la de atrás por un hermoso jardín. Los demás cuartos daban a patios interiores, por lo cual poco iluminados. Eso en lugar de ser un defecto convertía la vivienda en una especie de refugio, en que acogerse y sentirse seguro.
Lo primero que vio en el cuarto de baño, fue un peine blanco de dientes anchos, similar al que había perdido. Le pareció un buen presagio.
Los días dieron mucho de sí, visitando la ciudad. Sin embargo una de las cosas que más le gustó  a Jacinta fue volver a ver a su hija, quien vivía desde hacía cuatro años en Madrid. Llegó de la estación de Sants con  una mochila llena de entusismo. Habían planeado también ir todos juntos a pasar unos días a la playa, por lo tanto al cuarto día recogieron todas sus cosas y prepararon otra vez la maleta. Con las prisas Ugo se dejó las  camisas en el armario y Cinta puso, sin darse cuenta, el peine blanco de Marga en su neceser.
Fueron días muy amenos: nadaron, descansaron en la arena bajo una sombrilla de colores,  fueron a Girona y a la costa Brava. Además, como cada año Jacinta fue a ver a sus hermanos y sobrinos, quienes vivían en la aldea. Una noche cenó e hizo tertulia con ellos, otra la pasó con sus primos e incluso tuvo tiempo para visitar a dos de sus amigas de toda la vida y charlar un rato con ellas.
Jacinta no tuvo tiempo de ir al cementerio pero pensó mucho en sus padres, sobre todo una tarde, mientras estaba sentada en un banco de la iglesia, donde había acudido para el entierro de la madre de otra amiga suya.
Se había marchado del pueblo hacía casi cuarenta años, estaba contenta de ello, pero lo único que le sabía mal era el hecho de no haber podido estar presente cuando su madre se había caído y de consecuencia se había quebrado un hueso de la cadera y muerta al cabo de pocos días; tampoco estaba unos años más tarde, el día en que su padre tuvo un ataque de corazón.
Volvieron a Barcelona a pasar los tres últimos días de vacaciones que les quedaban. Jacinta depositó de nuevo el peine de Marga en el cuarto de baño, lo puso donde lo vio por primera vez, pero un poco escondido, para no equivocarse de nuevo y cogerlo distraídamente.
Víctor y Marga volvieron a Barcelona al atardecer del penúltimo día, no sólo porque se iban al día siguiente de vacaciones a una isla griega y tenían el vuelo de madrugada, sino también para despedirse y transcurrir la velada con ellos. En la parte alta de la ciudad aquella noche soplaba un poco de viento y pasear por las calles, casi vacías,  siendo el último fin de semana de julio  mucha gente se había escapado a las localidades de veraneo, era una delicia. Acabaron cenando en un local casero, un restaurante japonés que se hallaba cerca de casa, donde Víctor y Marga iban a menudo desde hacía varios años: los miércoles Victor invitaba a cenar a todos sus hijos con  sendos  novios  o novias, unas sobrinas que estudiaban en Barcelona y algún que otro amigo que caía por su casa,  por eso conocía tan bien al dueño, quien  los trató como reyes.
Jacinta hizo el equipaje la noche antes de salir, pero dejó el neceser en el cuarto de baño para poder usarlo al levantarse. Por la mañana, recogieron las últimas cosas, cerraron las maletas y la casa, luego dejaron las llaves en el buzón de la entrada. Al salir, mientras un transeúnte les tiraba una foto en frente de la fachada de la casa, Jacinta  no podía saber que deshaciendo la maleta hallaría en ella  el peine  blanco, que en realidad no era de Marga sino de Victor  y que volvería a pensar que los objetos a veces tienen duende.



Nessun commento:

Posta un commento