Calenturas
Era un
viernes por la tarde, había poca gente en la peluquería. Mientras
el más joven de los dos peluqueros me estaba cortando el pelo oí
la voz chillona de una señora, quien acababa de entrar y que
decía demostrando enfado:
- ¡Qué
bochorno! Tengo mucho calor, sea dentro de casa que fuera por la
calle.
Luego siguió
quejándose:
- En este
salón el aire es tan caliente que no logro respirar.
Lo repitió enfáticamente y moviendo sus anchas caderas. Luego
se paró en frente del otro peluquero y le dijo, tocándose su cabellera negra como el azabache, demasiado larga para su edad.
- Dime,
Giuseppe ¿dónde puedo encontrar un poco de frescura? No aguanto más
ese suplicio.
Creo
que en
aquel momento todos pensamos que la señora cascarrabias era muy
rara, pues tenía demasiado calor en pleno invierno y no podía ser
debido a la menopausea, ya que tenía unos setenta años. Era sin duda una pesada, por lo tanto se merecería un escarmiento; sin embargo nadie se podía imaginar lo que iba a
decir Giuseppe:
- El lugar
en el que Usted estaría más fresca es el cementerio.
El salón se
quedó silencioso por algunos segundos, cesó el ruido de los
secadores de mano, las lacas dejaron de silbar, los peluqueros
posaron en la cesta los peines, las tijeras y los cepillos. La chica
de la manicura dejó encima de la mesita el frasco de pinta uñas y
la que lavaba el pelo levantó sus manos enjabonadas. La muchacha peliroja, dejó su revista y movió un
poco su cabeza llena de rulos. Una señora, a quien le estaban tiñendo
de rubio, se rascó la cabeza y enseguida se secó sus manos con la
toalla blanca que le cubría la espalda. Todo el mundo estaba al
tanto de lo que iba a suceder.
En realidad
no pasó nada, pues al cabo de algunos segundos la señora de las calenturas
refunfuñó:
- Ni se te
ocurra, Giuseppe, yo no quiero saber nada de cementerios, siento terror sólo
pronunciando la palabra. Ni siquiera voy a llevar flores a mis
difuntos el día de los muertos. No me hables nunca más de
camposantos.
Se fue
hacia la puerta abanicándose y antes de salir, como
si no hubiera ocurrido nada, dijo:
- Guardadme
tanda para mañana a la misma hora de siempre.
Vado
permanente
Tenía que
ir a la oficina del ayuntamiento a arreglar el lío que teníamos con
el vado permanente de nuestro garaje. Lo habíamos comprado hacía
pocos años, sin embargo no nos habíamos entendido con los antiguos
dueños y los pagos seguían llegándoles a ellos; por
consiguiente tenía que firmar unos papeles para cambiar la
propiedad.
Era una
oficina muy rara, debía de haber sido una vivienda, pues entrando había un pasillo central, a los lados varias oficinas que debían de ser las antiguas habitaciones, en el fondo un cuarto más grande en donde tenía que ir yo. Había dos empleadas de
unos cincuenta años en el despacho donde entré, sus caras
tristes y las dos mesas repletas de papeles desordenados emanaban
descuido.
- Seguro que
se aburren y no les gusta nada su empleo, pensé.
Tuve que
salir para ir al estanco a comprar sellos, crucé por un
barrio que no conocía y lentamente volví a la oficina pensando en
las empleadas aburridas.
La más robusta, la que me atendió, iba vestida de estar por casa, con un
chándal gris y zapatillas de gimnasia, la otra llevaba una
chaqueta de lana con pantalones vaqueros.
Nuestra
conversación fue a parar al uso que hacíamos del garaje, que si la
moto, que si el coche, que si la lavadora y la ropa tendida, que si
las bicicletas.
Nació
espontáneamente una conversación muy amena, las secretarias
empezaron a sonreír. Quizás yo había sido su única
distracción en aquella mañana lluviosa y por consiguiente
desierta.
Entró otra
empleada a buscar unos papeles, sin embrago se demoró en el despacho
escuchando nuestra tertulia. Luego se sentó encima de una mesa
del fondo y las cuatro, empezamos a hablar de sendos hijos
ventiañeros y de los problemas de los jóvenes que no encontraban
trabajo en el país.
Luego la flaca me preguntó:
- ¿Por lo que he entendido Usted tiende la ropa en el garaje? ¡Qué complicado que lo tiene!
- Si, cada día bajo la colada, cruzo la calle y la llevo al garaje, que está en otro edificio. Les decía yo divertida.
- ¡Qué locura! Mira que tener que salir de casa para tender la ropa, dijo la flaca riendo.
La de la sudadera gris y la que había entrado por último también empezaron a reír.
La oficina
se animó, parecía otra. Nuestra charla había roto la rutina de
aquel despacho. Salí contenta, pues había arreglado la dichosa
historia del vado permanente y reído a gusto con aquellas mujeres.
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