Desde
que hace frío dejamos la fruta y las hortalizas en el alfeizar de la
ventana de la cocina. Pues en la nevera no cabe toda la verdura que
suelo comprar los sábados en el mercado.
Aquel día amaneció soleado, sin embargo hacia mediodía unas nubes grises
envolvieron y cubrieron los tibios rayos de sol invernal que tanto me
gusta. Iba a salir para comprar el periódico y luego leer un libro
sentada en una mesa de un establecimiento un poco destartalado que
hay cerca del río. Tuve que cambiar de planes ya que el día
empezaba a estropearse, di solo una vuelta por nuestro barrio y
volví abrigada con una bufanda de lana suave y una boina roja.
Me
entretuve un rato leyendo en el sofá los periódicos. Los domingos
compro dos, el de siempre y otro que tiene una buena página cultural
y que además desde hace un mes lleva consigo un pequeño libro de relatos. Me encanta cada semana descubrir un nuevo cuento o a un
escritor desconocido. Aquel día leí un relato breve de Joseph
Roth: “Esta mañana ha llegado una carta”. Era la historia de un
hombre solo a quien le cambiaba el rumbo de su vida, al recibir una
carta.
Miré
el reloj, aún era temprano para almorzar; me sobraba tiempo, quizás
porque mi paseo había sido corto y mi marido aún no había llegado
de su largo recorrido en bicicleta.
Cogiendo
una mandarina del alfeizar, vi la coliflor, escondida entre acelgas,
pimientos, cebollas y patatas.
-
Voy a hacerla al horno con besamel, me dije.
Recordé
la primera vez que había comido aquel manjar, era a
finales de los años setenta. Nos había invitado a cenar un amigo
pintor, quien llevaba una vida bastante descabellada. Vivía solo en
una buhardilla pero cuando no tenía ni un duro iba a comer a casa de sus padres. Su
familia resultó ser muy simpática y amable, el hermano pequeño la
mar de bromista, pero a quien más aprecié aquella noche fue a la abuela. Ella era la cocinera, pero no quiso cenar
con nosotros. Nos saludó al entrar y luego al despedirnos apareció
otra vez en el pasillo, entonces vi que sus ojos emanaban amor y
admiración hacia sus nietos. Su pelo blanco, su porte
aristocrático y su bondad me infundieron ternura.
Mi
marido volvió antes de lo previsto, ya que empezaba a lloviznar;
como podéis imaginar la comida no estaba lista, pero por el olor
fuerte adivinó de que plato se trataba. Para
qué mentirnos, después de hervir la coliflor tuve que abrir las
ventanas y airear la casa, pero no fue suficiente pues aquel olor, casi desagradable, se quedó flotando por el aire.
Preparé
una ensalada rápida, después de comer nos recreamos leyendo en el
sofá, a media tarde salimos a pasear hasta que empezó a llover de
nuevo y nos metimos en un cine de barrio.
Por
la noche puse la mesa con un mantel amarillo y por fin probamos la
coliflor gratinada. Mientras comíamos, tomando una copa de vino
tinto, pensé de nuevo en abuela cocinera, la que me hizo probar aquel plato y caí en la cuenta de que se parecía
mucho a la señora Frida, nuestra vecina. Nunca había pensado en
ello.
-
Quizás a la señora Frida, le guste mi coliflor.
Al
día siguiente fui a su casa con una fiambrera llena de coliflor
gratinada. Se puso contenta de verme y me agradeció, por la visita inesperada y por la comida
que le había traído, dicéndome:
- Ese plato nos encantaba a mí y a mi marido. El sabía quitar el olor fuerte
de la hortaliza. Le añadía un poco de comino en el agua de
cocción. Y me decía contento: ¿A qué sí, que huele poco?
Luego, mientras apagaba el hornillo donde había una olla humeante, contó que su marido era carpintero y que cuando se jubiló empezó a
dar largos paseos por el campo. Tomaba un autobús a las nueve de
la mañana y se iba hacia las afueras de la ciudad. Volvía de
sus caminatas llevando consigo ramilletes de hierbas. Cuando hacía mal tiempo iba por los mercados a buscar hierbas medicinales. Luego siguió
diciéndome con cara de pícara:
-
Yo también tenía remedios para evitar el olor fuerte: ponía
una miga de pan mojada en la leche en el agua de la cocción y
también un chorrito de vinagre. Incluso a veces ponía una rodaja
de limón encima de la olla, sin embargo él no sabía nada de mis
trucos y siempre yo le iba repitiendo que su comino era milagroso.
Eramos
vecinas desde hacía más de veinte años. Al principio nos conociamos poco, nos
saludábamos por la calle, sabía solamente que era la modista y que hacía arreglos para todo el vecindario. Era discreta y
de pocas palabras, pero cuando iba con su perrito negro por la
calle, era muy cariñosa. Lo mimaba como a un hijo sin
embargo era firme y le exigía obediencia.
Hasta
que un día le envié una carta con un breve relato que narraba la
historia de su máquina de coser, está claro con mucha fantasía.
-
Es la primera vez que alguien se fija en mí, que escribe algo sobre
mi vida, me dijo abrazándome y besándome en medio de
la calle.
Desde
entonces la señora Frida, si pasamos muchos días sin
vernos por la calle, me llama por teléfono; yo cuando puedo le toco el timbre para saber
si todo anda bien.
El día en que le llevé la coliflor no me demoré mucho porque el reloj de su cocina marcaba las
doce y media. Recuerdo que el mantel de cuadros rojizos que cubría su mesa,
puesta para un solo comensal, me infundió una gran ternura.
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