Una
mañana, cambiando las sábanas de la cama de mi hijo,
vi en su mesita de noche unos tapones para las orejas. Pensé dos
cosas: la primera que él no conseguía dormir, a causa del ruido de afuera, pues dejaba la ventana abierta de par en par, para
aliviar el bochorno de aquel verano; la segunda que mi hijo
me recordaba a mi padre en muchas cosas.
En
la mesita de noche de mi padre había siempre, unas monedas, un
palillo, un pañuelo de algodón blanco con unas rayas finas en los
bordes, un vaso de agua, dos o tres páginas dobladas del periódico
del día anterior, un estuche con sus gafas y una cajita con dos tapones para los oídos.
A mi padre le gustaba trasnochar sentado en el viejo sofá, mirando algún que otro
programa de televisión: le interesaba el telediario, esperaba con impaciencia al hombre del tiempo y le entusiasmaban los debates políticos, al final hacia medianoche se distraía con concursos de baile.
No
se dejaba escapar jamás las noticias de las nueve, pero durante los
últimos años, tenía la manía de escucharlas de nuevo y de nuevo, junto a las
previsiones meteorológicas, en los canales que las repetían sin
cesar, hora tras hora.
La
habitación de mis padres tenía dos grandes ventanales que se
asomaban a un balcón. Por la calle, donde estaba ubicada nuestra
casa, en verano a menudo, pasaban turistas o jóvenes de pueblo
haciendo bullicio. Por eso entraban por las ventanas ruidos y voces.
Durante los días laborables de verano mi padre tenía que madrugar,
para ir a trabajar; era esa época en la que a él le costaba más
dormirse, por eso para descansar unas pocas horas, se ponía tapones
en las orejas.
Sin
embrago, con el pasar de los años, se tomaba también cada noche media
pastilla de somnífero y si no conseguía dormirse tomaba media más.
Antes de acostarse preparaba los tapones y los trocitos de pastilla, que
depositaba en el cajón de la mesita de noche, por si acaso le caía
encima una noche insomne.
Me
senté en la cama de mi hijo y descubrí en un anaquel, el reloj de mi
padre, era moderno, de acero inoxidable. A su muerte él había
querido quedárselo.
Me
lo puse y sentí el contacto frío del metal en mi piel, quizás era
el mismo que experimentaba mi padre cada mañana, cuando a los
noventa años, se quedó viudo y tenía que esforzarse para
levantarse. Sabía que le quedaban pocos días, meses o quizás,
con suerte, algún año de vida. Ya no tenía muchas ganas de seguir
luchando, sin embargo lo hacía y se enfrentaba al nuevo día, tomándose, antes de desayunar, una píldora para la circulación,
cosa que a él no le acababa de convencer.
- Hem de prendre els medicaments amb moderació, doncs per una part poden curar-nos i per una altra matar-nos, me decía, cada dos por tres, mi
padre.
Dejé
el reloj en su sitio, seguí arreglando la casa.
Aquel día no trabajaba y me demoré en tareas que no suelo hacer,
por falta de tiempo.
Puse dos pares de zapatos de mi hijo, que estaban desparramados por el suelo
de su cuarto, en los cajones del mueble zapatero, que tenemos en el
pasillo y dentro de uno de ellos encontré sus plantillas.
Hacía
dos años que había ido a un especialista, porque decía que le
dolían los pies. En aquel entonces había acabado los estudios
superiores y hacía de camarero, por lo que pasaba muchas horas de
pie. Descubrió que tenía los pies planos, como mi padre.
Después
de la limpieza, aquel día me sentía bien porque todas las cosas
iban encajando, cada una tenía su lugar, como lo había tenido en
este mundo mi padre, quien era una buena persona y como la tenía su
nieto, que en eso también se le parecía.
-
¡Cuántas cosa había heredado mi hijo de su abuelo!