Era
domingo,  aquella mañana soleada y fría,  en la que yo corría, a
lo largo del río Arno. Mientras mis piernas avanzaban con grandes
zancadas  oía, a través de  los auriculares del móvil,  viejas
canciones de Serrat.  Faltaba poco para llegar al Ponte  San Niccolò
cuando   empezó  un  disco  que   recordaba poco, Versos en la
boca. Al oír  una de las
primeras canciones, el metro y la bella, empecé a correr más
despacio para escuchar  mejor la letra.
Me
saqué los auriculares, para contestar a unos turistas que me pedían
que les indicara el recorrido para ir a Piazza della Signoria. Luego  siguieron otras canciones, sin embargo  por mi cabeza sólo pasaba la
imagen  del metro de Barcelona.
El
metro, me daba una sensación muy rara cuando de pequeña iba a  la
ciudad con mis padres.  Entrando en la boca del metro  sentía mi
barriga un poco revuelta, quizás  por haber madrugado para coger el
tren, pero sobre todo por el miedo que le  tenía al médico.  Antes de entrar en la edad del pavo,  empezaron a llevarme a un especialista una vez al año,  para que me  hiciera
un chequeo, pues mi madre decía que era una etapa muy delicada y que  era  indispensable controlar el crecimiento, el desarrollo, la postura, ecc. 
Mis
padres eran  muy puntuales, si teníamos  visita a las diez, salíamos
 del pueblo a las siete de la mañana, a pesar de que el viaje en
tren durara sólo una hora y cuarto.
El
olor del  túnel subterráneo no me ayudaba a sentirme mejor, pero 
entrando  en los  vagones empezaba a desvanecer mi angustia. El metro
estaba abarrotado de empleados, dependientes, asistentas, estudiantes
y demás personas que empezaban su labor alrededor de las nueve. Yo
los miraba, siendo bajita, desde abajo hacia arriba, mientras me
rozaban y aplastaban. Al cabo de dos o tres paradas casi siempre
podíamos sentarnos y entonces  observaba  mejor a la gente,  echando
 de vez en cuando una mirada  al TBO, que  mi padre me compraba en la
estación.
Ya
sentada en el vagón del metro olvidaba completamente todos mis
pesares. El miedo  de  ir al médico desaparecía de mi cabeza,
mientras miraba la cara de una niña gitana, un poco mayor que yo,
quien llevaba un ramo de claveles, que iba vendiendo. Siempre había
uno que otro hombre canoso con gafas, quien leía con afición un
periódico o un libro. Había también amas de casa, recuerdo  que un
día  me llamó la atención un capazo de esparto con rayas rojizas  colgado en el brazo de una señora 
dicharachera, quien le comentaba  a otra que  le  encantaba  pasar
por las Ramblas temprano  para ir al mercado
de la Boquería,  no sólo porque había menos gente y el
género era  más fresco, sino porque al cerrar la puerta de casa
dejaba atrás las quejas de  su marido e  hijos parados.
-
El paro es una plaga para  todos, prefiero salir de casa y no verlos
holgazanear, decía casi  risueña.
-
¿Qué es el paro? Le preguntaba  yo a mi madre.
Ella
me contestaba, diciéndome,  primero que hacía demasiadas preguntas,
luego  me explicaba que los parados son personas que no encuentran
trabajo o que lo han perdido.
Un
 día un señor, que llevaba una barba blanca,  estaba empeñado en
entablar  conversación con mi padre, le  contaba  lo malo que 
era ser jubilado en la ciudad.
-
Mi mayor  deseo era y sigue siendo vivir en la aldea donde  nació mi
 abuelo, en paz descanse,  dijo eso  al saber que nosotros
eramos  de un pueblo de la costa. 
Tampoco
sabía lo que significaba, en paz descanse, pero me gustaban
aquellas palabras; esa vez  se lo pregunté a mi padre. El me  contó
que era una cosa  que se  les  deseaba las personas que se habían muerto, para que
pudieran reposar mejor donde se hallaran, si es que estaban en algún sitio. Entonces
mi madre interrumpió  nuestra charla, remarcando su religiosidad.
-
En el cielo o  en el infierno, ¿dónde quieres que
estén los difuntos?
-
Yo no creo que haya nada de nada después de nuestra muerte. Le dijo él.
-
No digas tonterías, tiene que existir algo, de lo contrario sería
una bobada nacer y por consiguiente vivir.
Menos
mal que aquel día ya faltaba poco para  nuestra parada, pues la 
discusión entre mis padres se hacía cada vez más animada.
Cuando se abrían  las puertas del vagón siempre nos costaba salir porque la gente de dentro apretaba y los de fuera entraban, sin  prestar atención al letrero que decía, dejen salir.
Siempre
bajábamos en una  de las estaciones nuevas de la parte superior del
ensanche, tocando la Diagonal y al  salir al aire libre, mis entrañas
 empezaban  retorcerse de nuevo, a medida que íbamos llegando al
portal de la consulta del médico.
El
viaje de vuelta era más ameno, pero  al principio no me podía sacar
el mal gusto que me había dejado el doctor,  quien, mientras me
miraba desnuda, parecía un  cochinillo, como el que  asaban mis tíos
en el campo una vez al año. No podía olvidar sus ojos  rasgados que
brillaban  tanto, su cara gorda y rosada,  los cabellos grasientos
que le cubrían mal la cabeza casi calva, sus orejas  puntiagudas 
que sobresalían,   por encima de las varillas de las gafas de pasta.
 Su bigote  se movía  al compás de  la nariz pequeña y chata por
la que  salían resoplidos rápidos. Pero la cosa más horrible eran
sus enormes manos  peludas  que invadían mi cuerpo sin pedir
permiso.
Cuando
fui a estudiar a Barcelona aprendí a moverme por las principales
lineas de metro. En aquellos años se matricularon muchos estudiantes en  la Universidad, quizás por eso  a mí me tocó un
curso  de tarde, que  terminaba  a las ocho o a  las nueve de la
noche. 
Cogía
el metro en la plaza  Urquinaona para ir a la zona universitaria;  tardaba casi
una hora, ya que tenía  que efectuar dos enlaces. Los pasillos eran
largos y estrechos, llenos de  mendigos, pidiendo limosna, cantidad
de limpiabotas, músicos y todo tipo de vendedores, quienes intentaban ganar alguna peseta. Sobre todo  durante el viaje
de vuelta veía tantas personas raras. 
En aquel entonces tenía
dieciocho años, sin embargo me  seguía encantando  observar  a los demás e
imaginar la vida que llevaban, como solía hacer de pequeña.
Sentada en el vagón,  mirando a los desconocidos que subían o se apeaban, soñaba
con ser independiente, enamorarme, terminar la carrera y encontar trabajo.
Corriendo por el Ponte Vecchio mis pasos se hicieron más cortos, porque tenía que dejar pasar a los turistas,  fue entonces cuando  me
 llegaron, como una ráfaga rápida  y suave,  los  recuerdos de un  
día del otoño  de 1976, en el que mi vida  cambió de ruta al subir
al metro.
La
tarde en que conocí a U. estuvimos tomando una cerveza con unos amigos en la Plaza Real y luego  cogí con él el metro en las Ramblas. Cada vez que nos
parábamos en una estación, al decirme  él, ciao, con
una gran sonrisa,  yo sentía  que  mi barriga se 
movía,  quizás porque pensaba que  él iba a bajar. No sabiendo  su
idioma, creía que aquella palabra tenía un solo significado, adiós;
no   caí en la cuenta de que  también  significaba, hola.
Mirando a la gente que cruzaba el puente pensé en que casi todos mis sueños de aquel entonces se realizaron muy pronto: me enamoré, terminé la carrera en Firenze y encontré trabajo, conseguiendo ser independiente.
Mirando a la gente que cruzaba el puente pensé en que casi todos mis sueños de aquel entonces se realizaron muy pronto: me enamoré, terminé la carrera en Firenze y encontré trabajo, conseguiendo ser independiente.
Volví
a correr más deprisa, como si  un resorte me empujara, dejando atrás
Piazza Santa Croce.  
Cuando
llegué  a casa me duché, mientras el agua se deslizaba por mi piel  seguía
pensando en  el metro de Barcelona  y no oí  a  U. quien entraba, 
tras volver de una vuelta en bicicleta con unos amigos. Al abrir
la puerta del cuarto de baño  me sorprendió  verlo,  sonriendo 
le di un beso y le comenté   que la mejor cosa  que
había  ocurrido en el metro de Barcelona había sido nuestro
enamoramiento.

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