Todo el mundo en el pueblo me llama l'home del banc, porque
desde hace años paso muchas horas sentado en un banco de la
plazuela.
Mis abuelos, a finales del siglo XIX, llegaron, con una pequeña maleta de cartón y la ropa puesta, al
pueblo, en donde mis padres crecieron y en el que yo vivo desde que
nací. Un pariente lejano, emigrado allí algunos años antes, les había dicho
que, en aquel lugar de la costa catalana, uno podía ganarse la vida
trabajando en las minas de hierro.
Vivíamos en el barrio más pobre de la aldea, sin embargo poco a poco la gente del pueblo empezó a apreciarnos, a pesar de que fuéramos de fuera, éramos murcianos. El azar quiso de que yo fuera demasiado pequeño para ir
a la guerra civil, en la que murieron dos de mis cinco hermanos. El
día en que entró por nuestra calle el ejercito de Franco yo acababa
de cumplir doce años.
A veces pienso que mi vida ha sido un poco mejor que la
de otros habitantes del pueblo, quizás porque pude divertirme de
chiquillo correteando por las calles, me salvé tras los bombardeos,
tuve la suerte de ir a trabajar a la fábrica local de
productos químicos y sobre todo porque me casé con Paca, una
mujer hermosa y de buen corazón, quien ha sido mi fiel
compañera durante toda la vida, hasta que se murió hace cinco
años.
Os preguntaréis el porqué de mi afición por sentarme
en el mismo banco día tras día, hora tras hora. Pero empecemos por
el principio.
A los chavales del pueblo, nos
ponían a trabajar en la fábrica, en la primera planta, donde llegaban, con
unos vagones especiales, las substancias tóxicas. Llevábamos guantes
y una especie de traje de lona gruesa, pero siempre sin mascarilla.
A veces había escapes de gas. Sonaba la sirena y un
grupo de muchachos con sendas máscaras íbamos a cerrar
herméticamente la zona afectada.
Al principio, el contacto con los productos nocivos no
me perjudicó en nada, sin embargo a medida que pasaban los años
notaba que me picaba la piel y que siempre tenía calor, de día y de
noche, sea en verano que en invierno. En nuestra pequeña casa, que
con mucho sacrificio nos habíamos comprado, el sol tocaba todo el
día y yo sudaba y sudaba.
Mientras Paca dormía yo salía al balcón, miraba las
estrellas y fumaba un cigarrillo. Una madrugada de verano fui a
sentarme, aún recuerdo la ropa que llevaba puesta, una camiseta
blanca y pantalones cortos, en el banco de la plaza en frente de
nuestra casa. El picor desapareció lentamente. Parecía un milagro.
En el fondo de la plaza, donde había el asiento que más me gustaba,
soplaba siempre viento, aquel aire era lo único que me daba
consuelo.
Los médicos me dijeron que era una enfermedad de la piel, me dieron una pomada para las manchas enrojecidas que me iban saliendo y me aconsejaron que buscara lugares frescos donde encontraría alivio.
La empresa, tras la muerte de algunos trabajadores de la primera planta, me dio una buena pre-jubilación, para evitar más quejas y denuncias.
La empresa, tras la muerte de algunos trabajadores de la primera planta, me dio una buena pre-jubilación, para evitar más quejas y denuncias.
En una libreta voy anotando el nombre y escribiendo la
historia de todos mis compañeros de la fábrica que se han ido muriendo
de cáncer a lo largo de todos estos años. Yo he tenido suerte de que mi
enfermedad no fuera grave, en cambio ellos ya llevan mucho tiempo enterrados.
A los sesenta años supe lo que quería decir tener todo
el día libre por delante. Por la mañana iba al mercado para la compra y
luego me apañaba, arreglando los desperfectos de casa, regando las plantas, pintando el
patio, en fin haciendo alguna chapuza.
Antes de comer me sentaba un rato en el banco. Si llegaba
algún que otro jubilado, estábamos de tertulia hasta que tocaba almorzar. Por
la tarde después de la siesta iba a dar una vuelta con Paca y al
volver, ella entraba en casa, yo me quedaba quieto en mi asiento, hasta la hora de cenar, mirando a la gente que pasaba.
Los sábados al amanecer iba al monte con
algunos cazadores. No me gustaban mucho las escopetas, sin embargo iba porque saliendo con ellos gozaba del aire fresco
del campo.
Un día un compañero disparó al ver que se movían
unos matorrales. Pensaba que se trataba de un jabalí. ¡Qué susto y
qué dolor! Tuve suerte de que me hiriera solo en un brazo, pero el
médico siguió durante muchos meses sacándome perdigones. Desde entoces jamás volví a salir con los cazadores.
Desde que falleció Paca, me siento un poco
solo, sin embargo me da alivio y serenidad poder estar sentado en mi
banco. Digo mi banco, porque lo siento mío. Cada mañana lo observo desde el balcón y espero que nadie se siente en él mientras voy bajando a la plazuela y cuando mi cuerpo toca finalmente los listones de madera me pregunto:
- ¿Dónde habría ido a parar sin el banco? Al
manicomio me contesto, riendo.
Al salir de casa
pienso a menudo en que soy un hombre afortunado. Y he de confesaros que me gusta que me llamen l'home del banc.
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