Aquellas
vacaciones de verano empezaban de una forma muy rara. Habíamos
planeado ir dos semanas, con mi cuñado y su mujer, a dar una
vuelta en furgoneta-caravan por el norte de Europa.
- En
julio no puedo ir más de una semana de vacaciones. Me dijo mi marido una noche mientras cenábamos.
- Eso
quiere decir que no vamos a irnos de viaje. Le contesté yo.
- En una
semana no podemos recorrer el norte de Europa, sin embargo podemos
ir unos días a la playa. ¿Te gustaría volver a la Isla d'Elba?
- Me
parece maravilloso lo que propones. Le dije convencida pues
yo en aquella época había trabajado trabajo y también necesitaba descanso.
Llamé a una amiga que había nacido en la isla, quien por consiguiente
tenía muchos contactos, para decirle que deseábamos alquilar un
apartamento en Río Marina.
Mi amiga
logró encontrarnos un piso a un precio muy bueno, por ser su tía
la dueña. Era antiguo y estaba en el centro del pueblo, no muy lejos
del puerto. Era ideal para nosotros.
Decidimos
dejar el coche en Piombino, el puerto desde donde salen los barcos
para la Isla d'Elba, porque habíamos traído dos bicicletas, y por
lo tanto el coche no lo íbamos a utilizar para nada.
Sentada en
el barco, que avanzaba lentamente hacia Río Marina, iba
inmaginándome a mí misma pedaleando a través de la costa rocosa
por el camino que conducía a una serie de calas. En la más bonita,
llamada Luisi d'Angelo, había una playa pequeña con el agua
transparente, donde los padres de mi amiga, tenían en lo alto una
casita, desde donde se divisaba un panorama estupendo.
Llegamos al
puerto hacia las doce del mediodía. Nos estaba esperando nuestra
amiga para entregarnos las llaves del piso.
Después de
habernos instalado, la amiga nos invitó a comer en la terraza
panorámica de la casa de su familia y no dejó que cogiéramos las
bicicletas, diciéndonos que hacía demasiado calor y que ella nos
llevaría en coche.
Me dolía un
poco el brazo desde la noche anterior, pero no le dí mucha
importancia y pensé que era un ligero esguince muscular, debido al
hecho de haber subido y bajando maletas.
Fue
maravilloso bañarse aquella tarde en el mar que tanto había soñado.
Por la noche nos despedimos de nuestra amiga y fuimos a un
restaurante del puerto. Mientras comíamos recordamos con deleite las
temporadas que habíamos pasado en aquella isla cuando nuestros hijos
eran pequeños, luego paseamos por el pueblo. En fin transcurrimos
una velada muy agradable.
Cada vez que
habíamos entrado y salido del edificio, donde en primer piso estaba
ubicado nuestro apartamento, veíamos al inquilino de la planta
baja. Era un viejecito enclenque, su piel era morena pero casi
tirando a amarilla, sus piernas flacas y torcidas le daban un aire
cómico. Su boca desdentada chupaba con mucha afición cigarrillos
sin filtro. Llevaba siempre una camiseta de tirantes blanca o más
bien grisácea, con unos pantalones cortos y unas chancletas de
playa. Su cabeza redonda era casi calva, sus pocos cabellos eran
amarillentos màs que blancos y le caían a los lados formando una
melenita. Su mirada era esquiva pues al vernos pasar dirigía sus ojos
hacia la pantalla de la tele o al plato cuando estaba sentado en la
mesa.
Era un
hombre muy huraño, sin embargo siempre dejaba abierta la puerta de
su pequeño apartamento. Todo su ser era huidizo y nunca nos
contestaba cuando lo saludábamos. Era muy raro.
Aquella
noche al abrir el portal y luego cruzando el pasillo me fijé de
nuevo en el viejecito de la plata baja. Vi que nos estaba espiando de
reojo y que su boca dibujaba una sonrisa un poco sarcástica.
Estábamos
tan cansados que nos acostamos antes de medianoche. Cogí de la
mesita de noche el libro que estaba leyendo, Anna Karenina,
con la intención de leer un buen rato. Sin embargo después de haber
doblado tres páginas se mezclaron en mi cabeza la imagen del viejo
huraño y la de Nikolaj, el hermano enfermo de Levin, uno de los
protagonistas de la novela. Me dormí y dejé caer lentamente el
libro a mi lado. Sin embargo
me desperté al cabo de una hora con un dolor fuerte en el hombro.
Me levanté
e intenté calmarme diciéndome que seguro que me pasaría. Pero
el tormento era cada vez más intenso. No lograba apoyar el brazo. No
pegué ojo en toda la noche. Mi marido tampoco durmió pues
intentaba animarme y me ayudaba para que pudiera
cambiar de posición. Pasaba continuamente de la cama al sofá, luego al sillón y de nuevo al lecho. Fue una de
las noches más largas y dolorosas de mi vida.
Estaba
asustada, no sabía que hacer para aliviar el dolor atroz, pues no tenía ningún
calmante en casa. No
conseguía mover el brazo izquierdo era como si me hubiera roto un
hueso.
- Si no
he caído no puedo tener ninguna fractura ¿Por qué me duele tanto?
Me preguntaba continuamente.
- Mañana,
lo antes posible tengo que ir al médico para que me dé un remedio,
me dije.
La doctora
del pueblo, me diagnosticó una Periartritis, me recetó un
analgésico y me dijo que no moviera demasiado el brazo. Me aconsejó
que no fuera a la playa por un par de días.
El día
siguiente lo pasamos paseando por el puerto, leyendo, escribiendo y
sobre todo descansando.
Hacía años
que no dormía una siesta tan plácida, quizás aquella periartritis
no era tan mala como me imaginaba.
Por la noche
fuimos a cenar a casa de los padres de nuestra amiga. También estaba
su tía y luego llegaron dos viudas que en verano pasaban solas
largas temporadas en unas casitas cercanas. Mi marido preparó una riquísima
cena para todos: spaghetti con una salsa a base de ajo, alcaparras,
anchoas y tomates y una tortilla de patatas. A pesar de que la edad media de los comensales
fuera de unos ochenta años fue una cena placentera con
conversaciones muy amenas.
Mientras
contemplábamos el mar, comiendo los postres, me acordé de nuestro
vecino
- ¿Qué se
sabe del hombre que tiene siempre la puerta abierta de casa y que no
saluda a nadie? Le pregunté a la tía de mi amiga.
- Es una
historia muy larga. Si quieres te la puedo contar.
La señora empezó diciendo que nuestro vecino ya desde
joven había sido un personaje muy raro. Lo llamaban tre
rote1
porque su padre era cojo y llevaba siempre un bastón. Ahora tre rote estaba
jubilado y nunca se había casado. Solo tenía una hermana que hacía
muchos años que se había mudado con su marido a la zona más turística
de la isla para abrir una pizzeria. Cada dos por tres volvía a Río
Marina. Sin embargo hacía mucho tiempo que nadie sabía nada de
ella, decían que los hermanos, después de la muerte de su padre, se habían
peleado y que ella había jurado no volver a pisar el pueblo.
Tre rote
todo el día miraba culebrones en la televisión porque estaba muy
solo y sobre todo porque le encantaba enterase de la vida de los
demás, ya que la suya era muy árida. En realidad era un gran fisgón
por eso siempre dejaba abierta la puerta de su vivienda, para poder ver
a la gente que subía y bajaba por las escaleras.
Se escondía
o hacía ver que no miraba a nadie, porque a él lo que le gustaba
era espiar.
Durante
muchos años había vivido en frente del pequeño supermercado del
pueblo y solía pasar todo el día en la zona de los carritos para
poder observar a la gente. Necesitaba saber quien entraba y quien
salía de la tienda y más que nada le encantaba escuchar los
comentarios de las mujeres.
A veces
alguien le daba algunas monedas, pues creía que era uno de los
ambulantes que se ganaban un poco de calderilla poniendo bien los
carritos. Entonces Tre rote se enfurecía y sacaba su carácter
fuerte, diciendo.
- ¿Por quién
me ha tomado Usted?
Había pasado
muchos años trabajando en las minas. Él, como su padre, desde muy
joven cada amanecer entraba en aquellas cuevas de ematite y
solo salía al cabo de muchas horas, cuando el cielo estaba casi tan
negro como los minerales que allí se explotaban.
En la plaza
principal había una taberna, cuya parte de atrás comunicaba con un
cuartucho que hacía de tienda de ultramarinos. Los mineros antes de
irse a casa a cenar solían pasar por la taberna, Tre rote en
cambio se sentaba en la tienda y miraba entrar y salir a las mujeres
atareadas, quienes se movían deprisa con sus canastos todavía vacíos.
Algunas compraban un poco de arroz y azafrán, otras un trocito
bacalao o una sardina arenque. Las mujeres se ocupaban, de los hijos, de las faenas
del campo y de los animales , por consiguiente se apañaban con poca cosa para guisar. Casi siempre compraban lo mismo.
Sentado
cerca del mostrador, observándolas, a Tre rote le gustaba imaginarse la vida
de cada una de ellas.
Ya era muy de
noche cuando regresaba lentamente hacia su casucha, donde el padre, quien dejó de ir a la mina después del accidente en el que casi perdió la pierna, estaba terminando de cenar. Padre e hija cenaban antes de que él llegara, pero le dejaban siempre un potaje
u otro manjar recalentado.
Cuando le ocurrió al padre la desgracia, él aún no había superado la muerte repentina de la madre, a pesar de que hubieran pasado algunos años, quizás por eso había
decidido huir de su vida.
Encerrado en
la mina, le pasaban los años y notaba que cada día se sentía más cansado y le costaba respirar, sin embargo aguantaba porque sabía que al salir de la gruta iría a la tienda y se sentaría un rato en su silla, entrando en otras vidas más llevaderas que
la suya.
En el pueblo
aún se acuerdan del día en que Tre rote se jubiló. Estaba
tan contento que ofreció un vaso tras otro de vino a todos los parroquianos de
la taberna. Mientras los hombres bebían no paraban de charlar, sin embargo Tre
rote seguía callado como de costumbre, mirando a los que jugaban a cartas. Cuando el dueño anunció que era tarde y que iba a cerrar él se levantó de la silla, se encendió un pitillo y
dijo:
- Desde mañana voy a ociar.
Al día siguiente, muy temprano, con una cara un poco desmejorada por la resaca,
se sentó en la entrada de la tienda de ultramarinos y allí pasó largas horas. De esta manera trascurrieron uno tras otro sus días; hasta que abrieron en la parte nueva del pueblo un pequeño
supermercado y por consiguiente cerraron la tienda de la taberna.
Tre rote,
alquiló un piso que lindaba con el nuevo supermercado. Se le veía
cada día en la acera sentado en una silla, que había sacado de casa,
con un cigarrillo en la boca y su mirada fija hacia los carritos.
La tía de
mi amiga concluyó diciendo que Tre rote nunca había tenido
muchos amigos, sin embargo desde el día en que que lo desahuciaron del apartamento cercano al supermercado, se volvió un hombre todavía más solitario. Con la pensión tan baja que cobraba pudo permitirse sólo una planta baja cerca del puerto.
Salía sólo
de su vivienda para ir a comprar cigarrillos, un poco de pescado y una barra de pan. A veces se paraba en un bar y tomaba un carajillo. El
supermercado le quedaba un poco lejos y no tenía ánimos ni fuerzas
para ir andando, por lo tanto la única posibilidad que tenía de
entrar en la vida de los demás era dejar la puerta abierta de su
casa. En el edificio había cuatro pisos, con dos viviendas en cada
uno.
- Al menos podré espiar a ocho familias, se decía.
- Al menos podré espiar a ocho familias, se decía.
Desde que me
dolía el hombro, todos me trataban muy bien, sin embargo los padres
y la tía de mi amiga además de mimarme me buscaban todos los
remedios posibles para que no sufriera: infusiones de manzanilla,
parches contra el dolor, hielo, jerseys de lana, aspirinas, bolitas de árnica, etc. Cada
uno tenía su remedio.
No sé si
fueron los cuidados recibidos o el medicamento que tomé lo que me
alivió un poco el dolor.
La segunda
noche me desperté a las tres y media de la madrugada contenta porque
había podido dormir unas cuantas horas.
Me levanté
y me senté en el sofá del salón. Estaba apaciguada con el mundo y
lograba saborear el bienestar de aquella noche silenciosa.
La semana
pasó volando y los últimos días pude bañarme en la calita que
tanto me gustaba.
El día en
que nos marchamos, bajamos por las escaleras, primero las bicicletas,
luego las bolsas y a continuación las maletas.
Tre rote
seguía sentado impertérrito en su mesa.
Mientras
bajábamos la última maleta llegó mi amiga. Se paró en la puerta
de Tre rote, le dijo algunas palabras con dulzura y al final
le dio recuerdos de parte de su tía.
La cara de
aquel viejecito cambió. Sus facciones se volvieron más suaves y
nos dijo con una voz ronca, como la de la mayor parte de los
fumadores, pero quizás aún más cavernosa:
- ¡Buenos
días! y ¡Buen viaje!
Sentada en
el barco pensé que la dulzura y los mimos eran fundamentales para
curar todos los males: Tre rote quizás
no se iba a curar jamás de los suyos, sin embargo cuando nos
despedimos tenía un semblante más plácido y positivo hacia el
mundo exterior y por lo que a mí se refería, la periartritis casi
había desaparecido tras los cuidados que había
recibido.
1Tres
ruedas
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