Son las siete de la tarde y estoy sentada en la mesa de la cocina. Acabo de pelar patatas para hacer una tortilla, las he cortado en láminas finas, las he puesto en una sartén con bastante aceite y las he cubierto con una tapadera. Tengo que esperar una media hora para que estén en su punto, dándoles la vuelta de vez en cuando para que no se peguen. Mientras tanto, leo un libro.
Vivo en un apartamento de una ciudad italiana y no tengo muchas oportunidades de oler los aromas de las plantas del huerto. Por eso, cuando cocino, acerco a mi nariz tomates, judías, lechugas y patatas, que eran la mayor parte de las hortalizas que cultivaban mis padres en los años sesenta. Ahora, al percibir el olor de las patatas en mis dedos, me vienen destellos de recuerdos de mi infancia.
Mi familia era campesina desde hacía muchas generaciones. Vivíamos en Malgrat, un pueblo de El Maresme, en la costa noreste catalana. Mis tatarabuelos poseían un un terreno junto al río Tordera, a pocos pasos de la playa. La zona, llamada Pla de Grau, era una llanura fértil; pero hoy en día la agricultura ha dejado de florecer en ella, y se ha transformado en un área turística e industrial. Actualmente, en el pueblo solo sobreviven una decena de agricultores, es difícil de creer que, a caballo entre los años sesenta y setenta, fueran centenares las familias que vivían de los productos de la tierra.
De niña escuchaba a los mayores lamentarse de los peligros que acechaban a las cosechas. Mi abuelo, cada vez que caía un fuerte aguacero, nos repetía que cuando él era joven las lluvias torrenciales, y el consiguiente desbordamiento del río, habían podrido las raíces de las patateras. En cambio, mi padre, cuando pasábamos por la carretera de la playa, nos contaba que,debido a la grande cantidad de arena que los constructores habían extraído del lecho del río para edificar nuevas viviendas, el mar había avanzado y se había tragado casi toda la playa y que una noche de borrasca el agua salada había llegado a los campos y secado las matas sembradas; luego sonreía de satisfacción y nos decía:
—Yo luché para que el mar no llegara a nuestras tierras. La vida es una lucha, no lo olvidéis nunca.
Se le notaba que estaba orgulloso de haber fundado un comité con otros campesinos y hoteleros de la zona, y de haber logrado que el alcalde los escuchara y colocaran rocas en la playa para defender el litoral de las tempestades.
Ambas amenazas eran devastadoras, pero, por suerte, poco frecuentes. Sin embargo, cada año en primavera, mis padres temían las heladas tardías que dañaban a las plantas. Además, a finales de verano y principios de otoño, se cernía otra amenaza: las intensas granizadas que a su paso trituraban las hojas y estropeaan la cosecha; en fin, el mundo estaba lleno de peligros, pensaba yo de pequeña.
La siembra de las patatas era un rito que se repetía cada año. En otoño se recolectaban las patatas que en febrero servirían para la siembra. Se depositaban en cajas bajas y anchas y se cubrían con unos sacos para que en la oscuridad sacaran brotes. De cada ojo salía un brote del que nacía una planta nueva, ¡un milagro! Era importante que los tubérculos no se expusieran a la luzdurante todo el invierno, pues si enverdecían producían solanina, que es una toxina peligrosa.
Para sembrarlas había que esperar que pasara el riesgo de heladas y entonces comenzaba otro ritual: mi padre sacaba los tubérculos de su letargo y, con la ayuda de mi madre y otros trabajadores, los cortaba. Era importante usar cuchillos afilados, pero no demasiado para no herirse. Lo hacían sentados en corro y, mientras los dividían en dos o cuatro pedazos, cada uno con un brote, charlaban y reían, siempre con la radio encendida de fondo. Los niños correteábamos a su alrededor. La campaña de la siembra de patatas era muy importante para los ingresos de las familias campesinas. Mis padres esperaban que la cosecha fuera buena, como la de los años anteriores. Pero siempre ocurría algo que provocaba una caída en el precio y todos se quejaban de nuevo. Sin embargo, cada año mi familia volvía a sembrar patatas.
Cuando mi esposo y yo íbamos a ver a mis padres en coche, nos regalaban un saco de patatas. No se imaginaban a su hija en un país lejano, sin las patatas de El Maresme. Mi padre dejó de cultivarlas cuando enfermó, a los noventa años.
Me levanto para ver si las patatas están hechas y poder sacarlas, después las mezclo en un bol con los huevos batidos y las pongo de nuevo a fuego bajo en la sartén con poco aceite. Me gusta la tortilla cuajada y suelo darle varias vueltas para que quede dorada por ambos lados.
Mientras espero, me fijo en la bandeja repleta de patatas que tenemos encima de la nevera y me doy cuenta de que nunca la dejo vacía.
Cuando llegué a Firenze, probé las delicias de la cocina italiana; pero en la casa que compartía con otros estudiantes, acabábamos siempre comiendo pasta al pomodoro; sin embargo, de vez en cuando, cocinaba patatas para sentir el viento de casa. Tenía pocas nociones de cocina y las hacía hervidas con verdura, pero poco a poco fui aprendiendo nuevas recetas: guisadas, fritas, en puré, en tortilla y asadas al horno.
Han pasado muchos años de ello, pero sigo echando de menos las patatas del Pla de Grau y, cuando me duele la barriga, siento el impulso de comer patatas hervidas con un poco de aceite de oliva. ¿Será un instinto ancestral? No lo sé, pero me curan.
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