Eran
los últimos días de verano de 1975 cuando Antonio sacó dos pasajes
para Buenos Aires. Era un hombre decidido y ambicioso. Marina era muy
joven y le costó poco dejarse convencer. Su padre se enfureció y le
gritó que no quería verla nunca más si se fugaba con aquel
cantamañanas. El veintinueve de septiembre, fue a la estación y
cogió el tren con Antonio para ir a Barcelona. En el puerto se paró
a mitad de la escalera del buque y dudó; sin embargo, respiró hondo
y se embarcó.
Los
años pasaron rápidamente y Marina se ocupó con ahínco de todas
las cosas buenas y malas que se le iban presentando: la carrera
universitaria, la búsqueda de un trabajo y de vivienda, el
nacimiento y la crianza de los hijos, la prosperidad de la empresa y
su quiebra, las dificultades económicas, las desavenencias
conyugales, y por último, la enfermedad y la muerte de Antonio.
Cuando
cumplió sesenta y cinco años, decidió volver. Esperó unos meses a
que terminara el confinamiento y sacaran las medidas de seguridad
contra la epidemia de coronavirus. A mitades de abril de 2021 salió
de Buenos Aires. El vuelo no se le hizo pesado, pues tuvo la suerte
de que a su lado no se sentara nadie. Ella ocupó el asiento del
pasillo, aunque le gustara más el de la ventanilla, lo escogió para
sentirse más libre de moverse. Tomó una de las pastillas que había
comprado en la herboristería y pudo dormir casi siete horas a sus
anchas. Luego se levantó para estirar las piernas y fue al baño y,
entre la comida que la azafata le trajo en una bandeja y la lectura
de un libro, se entretuvo bastante. Habló bien poco con los viajeros
de su alrededor. Solo con una señora anciana que le contó que iba a
visitar a su hijo que vivía en Barcelona.
—¡Cuánto
le hubiera gustado que su madre hubiera ido a verla a Buenos Aires!
Pensó.
En
el aeropuerto de Barcelona, cogió un taxi hasta la estación de
Sants y allí tomó el primer tren de cercanías para la costa de El
Maresme. Siempre se sentaba, a ser posible, en un asiento de
ventanilla y de dirección a la máquina. Mirando el mar, meditó
sobre lo que, hacía tantos años, había dejado atrás: sus padres,
que ya habían fallecido, su hermana y la mansión.
A
medida que el tren iba acercándose al pueblo, empezó a sentir un
ligero malestar que se transformó en un fuerte dolor en el pecho.
Para relajarse se imaginó entrando en la mansión: puso una llave en
la cerradura del portalón de madera maciza y con otra abrió la
puerta blanca con bajo relieves floreados y contempló el dintel de
cristales de colores y las jambas de azulejos geométricos; recorrió
el pasillo de la planta baja con las artísticas decoraciones de
cerámica, y miró hacia el hueco de la escalera monumental para
admirar la franja de imágenes de cenefa romana de las paredes y la
luz que penetraba por la magnífica claraboya modernista de vidrios
de colores. Entró en el despacho, en el comedor, en el inmenso
salón, en la salita y en la cocina. En la galería, entreabrió la
puerta acristalada que daba al jardín y le llegó el olor de los
rosales y de las hortensias floridas.
El
tren arrancó y un nuevo pasajero entró en el compartimento. Un
muchacho rubio, de unos cuarenta años, con a cuestas una voluminosa
mochila, se sentó a su lado y cerró los ojos.
—El
alemán huele a sudor y su cara está enrojecida. ¿Quién sabe
cuántas horas ha caminado bajo el sol? Pensó.
Marina
recordaba que se les llamaba alemanes a todos los extranjeros rubios,
al ser los primeros veraneantes que llegaron a los pueblos de la
costa.
El
tren iba parándose en las innumerables estaciones, donde bajaba más
gente de la que subía. Los pueblos pasaban rápidamente al otro lado
de la ventanilla, el alemán seguía durmiendo y Marina respiró
hondo; le faltaba un apeadero para bajar y no quería perderse la
emoción de la llegada. Siguió unos minutos sin dejar de observar al
muchacho y se dio cuenta de que hacía siglos que no miraba a un
hombre de aquella manera. Le pareció atractivo, y sin darse cuenta,
se recompuso el peinado con las manos, de forma coqueta. Luego se
fijó en las dos mujeres que acababan de subir y que se sentaron en
su compartimento. Parecían hermanas.
—Per
sort
hem recuperat la nostra casa. Espero que no hagi perdut la seva
essència, dijo
la flaca.
Aquella
conversación sacudió a Marina y se alegró por las dos muchachas
hubieran recuperado su vivienda.
La
más joven y rechoncha, tardó en hablar y, haciendo una mueca y
ladeando la cabeza, le contestó a la flaca:
—No,
les cases on hem viscut, per molt que les hagin canviat, conserven el
nostre passat.
Marina
estaba de acuerdo en que las casas, a pesar de los cambios, todavía
conservan el pasado de quien ha vivido en ellas. Y le hubiera gustado
exclamar:
—Yo
he perdido mi hogar
y mi pasado.
No
se atrevió a decir nada, pero antes de bajar del tren, ya había
elaborado un plan minucioso para apoderarse de la mansión.
En
el trascurso de cuarenta y cinco años, Marina no había visto crecer
los pueblos al otro lado de la ventanilla, ni cómo se construían
los grandes hoteles, piscinas, campings,
centros acuáticos, urbanizaciones y apeaderos nuevos. Cuando la
locomotora empezó a ralentizar para entrar en la estación de
Malgrat, miró por última vez al alemán y se dispuso a bajar su
maleta del portaequipajes.
Marina
se asombró al descubrir la gran expansión hotelera y le dijo a una
señora gorda que estaba en la plataforma e iba a bajar con ella:
—Hace
muchos años en esta llanura se cultivaban hortalizas; la tierra era
fértil. ¡Qué pena que haya desaparecido la agricultura!
—Sí,
ya quedan pocos payeses. Aquí vivimos del turismo.
Iba
ligera de equipaje y no le costó llegar al hotel que reservó desde
Buenos Aires. La parte suroeste del municipio estaba llena de
establecimientos hoteleros modernos, pero ella quiso alojarse en uno
de la parte antigua, con vistas al mar.
Durante
muchos años mantuvo correspondencia con su amiga Alicia y por ella
se enteró de la boda de Mercedes, su hermana, con Luís y, más
tarde, de la muerte de sus padres.
Alicia
era el único enlace que tenía con el pueblo. Desde que se marchó
se escribían largas cartas. Lo hacían en castellano, ya que ambas
crecieron en la época franquista, en cuyas escuelas sólo se
enseñaba la lengua oficial. Con el pasar de los años empezaron a
usar correo electrónico. Lograron reencontrarse en Buenos Aires, en
octubre de 2018, gracias a un intercambio de alumnos de bachillerato
de los dos países. Fue Alicia quien tuvo la idea y quien se ocupó
de todo. Ella presentó un proyecto al Instituto Cervantes que se
ocupa de promover el idioma español y la cultura hispana a nivel
internacional, y esto incluye también el fomento de la movilidad de
estudiantes y profesores entre España e Iberoamérica. Alicia
consiguió un vuelo para Buenos Aires a un precio accesible y
participar a las clases y actividades didácticas del colegio
argentino; en cambio, Marina fue postergando el viaje a España con
sus estudiantes y tras una serie de complicaciones, entre las cuales
la pandemia, fue anulado.
Los
alumnos de Alicia se hospedaron en los hogares de los estudiantes
argentinos y los padres se ocuparon de ellos. Alicia estuvo
completamente libre de responsabilidades durante todo un fin de
semana y Marina también, pues Antonio había ido a Río de la Plata
para zanjar un asunto de trabajo. Marina fue a recoger a Marina al
hotel donde se alojaba con Alicia con otros profesores. Las dos
amigas se abrazaron y lloraron emocionadas varios minutos. Alicia se
sonó la nariz para preguntarle:
—¿Por
qué no vuelves, Marina?
—Me
gustaría hacerlo. Llevo años pensándolo, pero desde que los
médicos descubrieron la enfermedad incurable de Antonio, no me
atrevo a dejarlo solo. Ni siquiera sé si podré participar al
intercambio.
—Primero,
tendrías que volver tú sola.
—
Quizás
el año que viene.
—¿Y
con Mercedes, qué?
—He
intentado varias veces ponerme en contacto con ella, pero nunca me ha
contestado. Cuando oye mi voz, cuelga.
Marina
seguía sufriendo por haber sido excluida, no sólo de los bienes
materiales, sino también del derecho de ser hija y hermana. Con su
padre nunca se llevó bien, al ser muy autoritario, pero a su madre
no acababa de entenderla. ¿Por qué no la había apoyado cuando le
dijo que se marchaba? ¿Por qué no quiso hablarle el día antes de
su viaje? Ella desde siempre había sido una mujer frágil y remisa,
pero en los últimos años en que Marina vivió en la mansión, algo
le debió pasar y empezó a exagerar con calmantes y somníferos. Se
encerró más en sí misma y se dejó dominar completamente por su
esposo.
—¡Pobre
mamá! ¡Qué calvario fue su vida!
Le
comentó a Alicia, después de oír las funestas noticias de su
familia.
A
parte de Mercedes, ya no quedaba nadie en el pueblo de la famila
Pons; tíos y primos, poco a poco fueron desapareciendo; algunos
fallecieron, otros se mudaron a otra ciudad.
Mercedes
tenía dos años menos que Marina y siempre fue muy celosa de ella.
Cuando Marina, una noche de finales de verano, mientras estaban
cenando, dio la noticia de que se iba a Argentina con Antonio, el
señor Pons empezó a chillar:
—Vete
y no vuelvas. Nos deshonras. La gente del pueblo nos señalará por
la calle y se burlará de nosotros; lo está deseando. Los mismos que
hasta ayer te trataban de usted, hoy te llamarán puta, que es lo que
eres.
—No
me ofendas papá; Antonio es mi novio y en Argentina nos casaremos.
—Eres
la deshonra de nuestra familia.
La
hermana y la madre se quedaron calladas.
—Mercedes,
di algo. —Diles que me apoyas. —le chilló Marina —I
tu, mare, no m’abandonis! —terminó
la frase
llorando.
La
señora Pons se retiró a su habitación y Mercedes se escabulló con
una excusa tonta. Dejaron a Marina sola con el cabeza de familia
enfurecido. Sin embargo, ella supo defenderse, replicando que era
mayor de edad y que podía actuar por su cuenta, sin pedirle permiso.
—Te
vas a arrepentir. —De mí no vas a sacar ni un duro más y te voy a
desheredar —le dijo gritando y dando un portazo.
Ambas
mujeres ya sabían lo del viaje a Argentina y le habían prometido a
Marina que la iban a apoyar; sin embargo, a la hora de la verdad no
tuvieron agallas para contradecir al tirano. Joaquina López Turró,
a quien todos llamaban señora Pons, quería a su hija y, aunque
lamentara que se fuera tan lejos, no vio nada de malo en ello. Pero
no tuvo el valor para enfrentarse a su esposo, a quien temía, desde
el día en que se casó con él. Mercedes, en cambio, se llevaba bien
con su padre, pero se calló porque no quería complicaciones e
implicarse en aquel asunto. La única cosa que en aquel momento le
pasó por la cabeza fue la certeza de que, en cuanto su hermana se
marchara, Luís, el hijo del farmacéutico, iba a ser suyo.
Dos
días después, cuando Marina fue repudiada y desheredada por su
padre, Joaquina y Mercedes tampoco hicieron nada para impedirlo.
El
señor Emilio Pons no podía ver a Antonio, porque según él era
demasiado cuentista, pero en realidad lo aborrecía porque no era
catalán. Los abuelos de Antonio eran emigrantes murcianos que
llegaron a Malgrat en 1911 para trabajar en las minas de hierro.
Antonio nació en Calella, donde su padre consiguió emplearse en una
fábrica textil. Sin embargo, durante la infancia y adolescencia, iba
a menudo a casa de sus abuelos y fue jugador de fútbol del equipo
municipal. Antonio era moreno, con ojos vivarachos que emanaban
simpatía. Le gustaba ir arreglado, pero a Marina le parecía más
atractivo cuando iba sin traje y corbata. Cuando empezó a trabajar,
la astucia y la ambición le permitieron llegar lejos.