martedì 1 ottobre 2024

El nacimiento del día

 


A la mujer le pareció interesante el programa de septiembre de los eventos musicales de la Basílica de Santa Cruz. Había que decidirse lo antes posible, pues las entradas se agotaban rápidamente, ya que actuaban buenos artistas, el lugar era precioso y además era gratis. Sentada delante del ordenador con una taza de té en una mano y tecleando con la otra, sacó para la noche del viernes dos entradas, una para ella y otra para su marido. Estuvo un rato dudando si también sacarlas para el concierto del sábado al amanecer, a la hora temprana en que los frailes empiezan su jornada; sin embargo, ganó su curiosidad y las sacó.

A su marido le pareció bien el concierto de la noche del viernes, pero le dijo que no iría al del sábado no iría.

Ni hablar de levantarme a las cinco de la madrugada para ir a escuchar música.

La mujer no se desanimó; la basílica estaba cerca de su casa y pensó que podía ir sola o con una amiga.

Se lo comentó a varias amigas, pero a todo el mundo le daba pereza madrugar. El último viernes de septiembre a las siete de la tarde, ella y su marido fueron a escuchar música al claustro de la basílica y luego pasaron a la sala del Cenáculo, donde tenía lugar una charla con una escritora muy conocida. Allí encontraron a varios amigos y se lo pasaron bien. El marido se fue a casa un poco antes para preparar la cena. Al abrir la puerta, la mujer se puso contenta, viendo la mesa puesta con una tortilla, una ensalada, pan con tomate y una botella de vino tinto... Cenaron hablando de la velada en Santa Cruz y de los amigos que habían encontrado. Antes de acostarse ella le dijo a su marido.

Mañana por mañana voy a ir a la Basílica sola, pero no voy a poner el despertador, así dormiré mejor.

Me sabe mal que vayas sola, pero tú ya sabes lo que me cuesta a mí despertarme.

No me molesta ir sola, ¡tranquilo!

La mujer se despertó de madrugada por el calor, pues hacía unos días bochornosos, a pensar de que ya estaban en otoño. Se levantó sin hacer ruido, se fue al salón y miró el reloj de pared: eran las cuatro y media. Es la hora ideal para ir al concierto, se dijo. Se tumbó en el sofá unos minutos, pues todavía era temprano. En la penumbra, vislumbró los muebles y objetos que, a través de los años, ella y su marido habían ido juntando. La tenue luz de la calle, que entraba por las grandes ventanas, le daba un aire mágico a los muebles que cada día miraba distraídamente, sin darse cuenta de su belleza.

Me gusta ese espacio, murmuró en voz baja.

El salón era bastante minimalista. A pesar de que llevaran más de treinta años viviendo en aquel apartamento, las paredes estaban vacías, sin cuadros, los suelos sin alfombras y las ventanas sin cortinas. Los muebles no eran muchos: una mesa rectangular con seis sillas, un aparador, una alacena, un sofá, un sillón y una lámpara de pie, nada más.

En el alféizar de las ventanas, su marido puso macetas con plantas, fáciles de cultivar. La luz de la farola de la calle se reflejaba e iluminaba las plantas que él cuidaba con tanto esmero, dándole un no sé que de acogedor. Ella recordó el día en que fueron a ver el apartamento con ganas de comprarlo; aquel salón con cuatro ventanas inmensas, dos en cada lado, por donde entraba mucha luz, era un espacio bien grande y fue lo que les gustó de la vivienda. Sintió ternura por su marido y se emocionó pensando en él, que en aquel entonces se ocupó de la mudanza y de amueblar el piso; ella estaba embarazada y concentrada en su barriga. Había perdido a un hijo dos años atrás. Fue una cosa muy dolorosa; tal vez por eso el nuevo embarazo lo llevaba con cuidado, sin hacer esfuerzos inútiles. Ella estuvo a gusto en su hogar, desde el principio; allí nacieron sus dos hijos. A veces se quejaba con su esposo de que el piso era pequeño para cuatro personas, sobre todo en la época en que los hijos eran adolescentes; sin embargo, no lo hubiera cambiado por otro, a pesar de que no tuviera ni terraza, ni trastero.

La luz crepuscular devuelve sensaciones perdidas, se dijo.

Se levantó del sofá y se fue al cuarto de baño para lavarse la cara y los dientes. Entró en el dormitorio sin hacer ruido y cogió del armario una camiseta y unos pantalones. Su marido seguía durmiendo.

Se tomó un té caliente, y mirando de nuevo el reloj vio que eran las cinco y cuarto y se apresuró a salir de casa, agarrando una chaqueta y el bolso.

La calle estaba silenciosa y bien iluminada, la mujer iba despacio por la acera, pero de golpe sintió que había alguien detrás de ella. Se giró y vio a un chico en bicicleta que la estaba alcanzando. Ella siguió andando y la bicicleta se le acercó.

¡Buenos días! Le dijo él sonriendo.

¡Buenos días! Le contestó ella, apretando el paso.

¿A dónde vas sola y tan deprisa? ¿A trabajar? Le preguntó en voz ronca y con un acento extranjero.

No, voy a la iglesia de Santa Cruz.

¿Y vas sola? le volvió a preguntar, acercándose más a ella.

La mujer se dio cuenta de que aquel muchacho quería algo, quizás venderle droga o robarle el bolso; el caso es que para no arriesgarse a que las cosas fueran mal, le contestó:

No voy sola, voy con mi marido, está saliendo de casa.

El chico volvió a mirar hacia atrás para ver si llegaba el marido, pero al no verlo, insistió de nuevo, preguntándole:

¿A dónde vas tan sola?

Faltaban pocos metros para llegar a la calle San José, mucho más ancha que la otra. Entonces la mujer divisó a dos personas que se estaban acercando.

¡Esperadme! ¿Vais a la basílica de Santa Cruz? Les gritó la mujer.

Sí, vamos al concierto del alba.

¿Puedo juntarme con vosotras y caminar a vuestro lado?

Por supuesto.

La mujer se acercó deprisa a las dos desconocidas que en seguida la acogieron con amabilidad, presentándose:

Yo me llamo Luisa, dijo la rubia y yo Flavia, la morena.

El ciclista desapareció y la mujer les contó a sus salvadoras que aquel chico, que se le había acercado, tenía mala pinta.

Sí, a estas horas corren muchos traficantes y ladrones. Sobre todo atracan a las personas que van solas.

¡Y yo que iba tan tranquila! Mi casa está muy cerca de la iglesia, son cinco minutos andando.

¡Quién sabe lo que pasa de noche en las calles de nuestra ciudad! Dijo Luisa.

Yo no suelo salir sola de noche y no consideré los peligros de la mala vida nocturna, dijo la mujer.

Yo tampoco lo he pensado esta mañana mientras recorría mi calle antes de desembocar en la plaza Tasso, donde me esperaba Luisa en coche.

Me habéis salvado, os lo agradezco mucho. Perdonad, no os he dicho mi nombre, me llamo Alicia.

Las tres se dirigieron hacia la basílica y al cabo de poco divisaron una cola larga de gente disciplinada que esperaba para entrar.

¡Cuántos madrugadores hay en la ciudad! Dijo Alicia.

Y muchos son jóvenes, observó Luisa.

Es bien bonito que todos nosotros hayamos superado la pereza de quedarnos en la cama, dijo Flavia, contenta.

Veo a pocos de mi edad, yo voy a ser la más vieja, pero me hace ilusión estar rodeada de muchachos y muchachas. ¡Vosotras también sois jóvenes!

Ojalá, dijo Luisa.

¡Qué va! ¡Las dos ya hemos cumplido cincuenta años! Dijo Flavia.

Sois unas mozalbetas, comparadas conmigo que voy por los setenta.

Pues no lo pareces, dijeron al mismo tiempo risueñas.

Es la oscuridad que no os deja ver mis arrugas, contestó Alicia riendo.

A Alicia le gustaba parecer más joven, pero no siempre se esmeraba en arreglarse y vestirse bien. Aquella mañana para no hacer ruido se había puesto lo primero que había encontrado en el armario.

Las tres mujeres, ya en la cola, se pusieron a hablar y descubrieron que tenían el mismo oficio; las dos cincuentañeras eran profesoras de secundaria, Alicia lo había sido y la cosa más graciosa fue que las tres habían ganado la plaza en la misma ciudad de la costa.

¡Qué casualidad!

Estuvieron mucho rato preguntándose entre ellas si conocían a uno o a otro compañero de los colegios. Alicia de vez en cuando añoraba la escuela; hacía poco que se había jubilado y le encantaba volver a entrar en contacto con aquel mundo.

Al cabo de media hora abrieron las puertas y los espectadores presentaron su billete y se encaminaron hacia el claustro adosado a la iglesia. La gente a medida que entraba iba cogiendo esterillas para sentarse en el prado o en los lados de las arcadas del claustro y protegerse de la humedad de la noche. Las tres mujeres se sentaron bastante cerca del escenario, ubicado en el fondo del claustro, bajo las arcadas, donde los músicos habían depositado sus instrumentos. El recital empezó a las seis en punto de la mañana. La cantante catalana, que también era trompetista, hechizó al público con sus canciones, junto a un guitarrista muy bueno. Tocaron sobre todo jazz, música brasileña y dos canciones de Joan Manel Serrat.

Alicia se emocionó escuchando las canciones de la joven cantante y mirando el cielo repleto de estrellas; la luna era una pequeña hoz menguante. Los colores que la noche había eliminado, estaban apareciendo lentamente; entonces Alicia descubrió que se estaba haciendo de día. Era la primera vez que madrugaba por gusto y no por trabajo o viajes.

A las siete y media terminó el recital y las tres mujeres se despidieron. Luisa y Flavia le dijeron a Alicia que iban a desayunar a una cafetería, cerca de donde habían dejado el coche.

Yo voy a desayunar a mi casa. Gracias de verdad, me lo he pasado muy bien con vosotras.

Ya nos veremos, un día quedaremos para tomar algo, le dijo Luisa.

Sí, ha sido un placer conocerte, añadió Fulvia.

Alicia cruzó la plaza, que poco a poco iba llenándose de vida: las cafeterías ya estaban abiertas, donde los camareros iban disponiendo las mesas y sillas en las terrazas, los ambulantes iban montando sus tenderetes, los repartidores ya estaban en marcha y algún que otro turista madrugador admiraba la fachada de la basílica. La ciudad se había despertado de golpe y el cielo clareaba. Ya no había rastro de los emigrantes desafortunados que para sobrevivir se convierten en rateros o vendedores de droga. Se dirigió a casa y lo primero que hizo fue meterse de nuevo en la cama y abrazar a su esposo, para contarle lo bonito que había sido el concierto y el nacimiento del día.












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