giovedì 4 luglio 2024

El regalo

 


Acababa de empezar el otoño y mis noches eran muy raras. Dormía poco y me despertaba antes del amanecer. En aquellas horas, que no pertenecen ni al día ni a la noche, mi cabeza ya estaba empezando a funcionar; en cambio, mis ojos permanecían cerrados. Podría decirse que, por una parte, añoraba la cama y, por la otra, estaba impaciente por levantarme. A veces me invadía un no sé qué de ansiedad, quizás por las tantas cosas que debía hacer durante la jornada de trabajo y en casa; había heredado de mi padre el sentido de la responsabilidad y jamás quería dejar nada para el día siguiente, ni llegar tarde a ningún sitio.

Finalmente abría los párpados y veía sólo tinieblas, sin embargo poco a poco la oscuridad se me hacía más llevadera, un poco grisácea, como si se mezclara con un ligero resplandor. Con las manos buscaba las gafas encima de la mesita de noche y miraba qué hora era en el despertador, todo ello sin hacer ruido y con cuidado para que no me cayera el libro, el que solía leer antes de acostarme. Si eran las dos o las tres de la madrugada me quedaba en la cama, pero si ya eran las seis no me costaba nada empujar mi cuerpo y levantarme.

Un sábado al despertar noté una luminosidad insólita, como más tenue, que entraba por las rendijas de la persiana. Aquellas débiles franjas podían ser debidas a las farolas de la calle o a la luz del amanecer. No quise mirar el despertador y me levanté.

- Ojalá ya sea de día, murmuré mientras salía del dormitorio, dejando en la cama a mi marido, que dormía profundamente.

Efectivamente, clareaba, eran las seis y media.

-¡Qué tonta, me podía haber levantado más tarde! Me dije.

Había quedado con unas amigas para ir a pasear por un parque a las afueras de la ciudad. La cita era a las diez y media, por lo tanto no tenía ninguna prisa.

Desayuné despacio, luego me senté en el sofá del salón. No quería volver a la cama y despertar a mi marido, por eso tomé al azar un libro de una estantería de la biblioteca y me puse a leer.

Hacia las ocho, todo seguía silencioso. Me preparé otra taza de té. Mientras sorbía lentamente la infusión, leí la dedicatoria que había en la primera página de una novela de Milan Kundera y mi mente se fue al 29 de septiembre de 1987.

Tras ganar oposiciones para la enseñanza secundaria, fui destinada a Grosseto. Tuve que mudarme allí, dejando a mi marido en Florencia. Pero él solía venir a verme cada viernes, cuando salía del trabajo, y el sábado, cuando yo terminaba mis clases, regresábamos juntos a nuestro hogar. Un día me dio una sorpresa, viniendo entre semana y me trajo un regalo envuelto en un papel amarillo y atado con una cinta de seda de color verde botella. Dentro de la caja había un libro. Lo escogió porque él lo había leído y apreciado mucho y también porque sabía que a mí me había encantado la película basada en aquella novela, pues el día que la vi  en un cine de Grosseto, lo llamé por teléfono y le dije entusiasmada:

- El protagonista se te parece mucho; me gusta su gran nariz, tan bien perfilada; ¡Uy! Y no digamos de sus labios carnosos y sus ojos vivarachos; ¡y su pelo rizado!

- ¡No exageres!

- Pues también me fijé en su porte, era elegante como el tuyo.

Aquel regalo fue una gran sorpresa para mí. Había algo más en el paquete. Todavía recuerdo lo contenta que me puse cuando descubrí que en el fondo de la caja, debajo del libro, había otra cosa; un papel blanco fino envolvía una combinación y unas medias de seda. Me las probé enseguida y me sentí como otra mujer.

Me puse aquellas prendas en ocasiones especiales, sobre todo cuando salíamos a cenar mi marido y yo. También recordé que una de las veces que fui al pueblo a ver a mis padres me puse un vestido negro y las medias finas, pues quería que me vieran elegante. Por la noche tenía una cita en un restaurante para cenar con mis antiguas compañeras del colegio, entonces treintañeras. Después de los postres fui al lavabo con una de ellas.

- ¡Ay, qué estilosa! ¡y qué elegancia! Me dijo.

- Desde que nos mudamos a la ciudad, me arreglo más. Cuando vivíamos en el campo me ponía siempre tejanos y prendas deportivas.

Y mientras decía eso, me arremangué el vestido y le enseñé a mi amiga mis medias, sujetas por un liguero.

- ¡Ay! Chica, ¡qué pasada! Yo no me atrevo a sacarme los pantalones. ¡Mis piernas destapadas parecen dos palillos ! Y, además, me cohíbe ponerme ropa interior tan fina; sin embargo, últimamente, yo también me estoy emperifollando más.

- ¡Estás guapísima!

-¿Te gusta mi blusa nueva? Me preguntó y, sin dejarme contestar, añadió: -¡Quién nos hubiera dicho que de mayores íbamos a ser tan coquetas!

- Me encanta te queda, muy bien, le contesté.

Al volver a la mesa, observé detenidamente a mis amigas allí reunidas y me di cuenta de que ya no eran las muchachas de antaño: casi todas estaban casadas o vivían en pareja, algunas ya tenían hijos. Muy pocas se habían convertido en amas de casa, la mayor parte había acabado una carrera universitaria y trabajaba para conseguir un sueldo decente; sin embargo, todas ellas se habían convertido en mujeres atareadas, siempre de prisa y corriendo, haciendo dos o tres cosas al mismo tiempo y tal vez con poco tiempo para ellas mismas.

También pensé en que les quedaba bien poco de aquellas chicas progres de los años setenta; las que no se sacaban de encima los vaqueros y las botas camperas, que soñaban con ser más independientes y con un mundo mejor del que les había tocado vivir a sus madres o abuelas.

Las campanas de una iglesia cercana tocaron las ocho de la mañana y me hicieron volver a la realidad. Sin hacer ruido, entré en el cuarto donde mi marido aún dormía y busqué a tientas, en el cajón del armario, las prendas de seda. Me las puse y me acosté de nuevo con él. Lo abracé por la espalda y sentí que volvía a ser la muchacha de antaño.

Unas horas más tarde, paseaba entre los árboles y escuchaba detenidamente el ruido que hacían mis botas, pisando las hojas muertas. Me quedé un poco rezagada; mis amigas iban hablando a pocos metros delante de mí. Me paré y miré hacia arriba. Y mientras admiraba las tonalidades rojizas y amarillentas de los árboles, iba pensando en mi despertar.

- Estás muy callada, ¿te pasa algo? me preguntó una de mis amigas, alcanzándome.

- No, qué va. ¡Estoy muy bien! Perdona, estaba ensimismada, pensando en lo movida que ha sido mi noche. Me he levantado y acostado varias veces. Le contesté sonriendo.







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