El otro día por la calle me encontré a Giovanna, una mujer de mi edad que vive en nuestro barrio. La conocí hace unos treinta años, en un parque, donde al salir de la escuela íbamos a que nuestros hijos jugaran, luego nos perdimos de vista.
Al principio no la reconocí, estaba más gordita, se
había cortado el pelo, sus cabellos eran escasos y canos, ya no le
quedaba nada de su preciosa melena, sin embargo su sonrisa era la
misma de antaño. Su perrito olfateaba la esquina de la calle
meneando la cola, mientras nosotras hablábamos en la
acera.
Recordaba que ella trabajaba en un hospital de la ciudad,
era la enfermera jefe.
- ¿Sigues trabajando? Le pregunté.
-
No, me jubilé antes de la pandemia, pero al cabo de pocos meses
descubrí que tenía cáncer de pulmón. A raíz de la quimioterapia
empezó a caerme el pelo.
-
¡Qué mala suerte, lo siento mucho!
- Pero dentro de la
desgracia tuve suerte, pues al hacerme una ecografía, por
otros problemas menores, descubrieron el tumor, me lo dijo, llevando
su mano derecha al pecho.
- Menos mal que fuiste a hacerte una
ecografía. Y me imagino la angustia y el sufrimiento que
sobrellevaste cuando te sometieron a tratamientos tan fuertes.
-
Pues sí, pero resistí y sobreviví a los efectos secundarios.
Siendo una mujer positiva, intenté luchar por mis dos hijos y por el
nieto que estaba a punto de nacer. Ahora parece que todo esté bajo
control: los tratamientos han funcionado y no tengo que
operarme.
Giovanna tras toser un poquito, cogió un caramelo de su bolsa, se lo puso en la boca y siguió contándome:
-
Mi marido hizo lo que pudo, pero lo pasaba muy mal cuando íbamos al
hospital, una vez incluso se desmayó. A menudo me acompañaban mis
hijos, pero a veces iba a los tratamientos de quimio y radioterapia
con una amiga.
- ¡Qué bien! ¡No todos tienen la suerte de
tener amigos y familiares que los cuiden! Le dije.
- Incluso mi
padre, que entonces tenía casi cien años, me ayudó mucho. Tenía
buen carácter y nunca se quejaba, al contrario cuando me llamaba me
animaba, contándome anécdotas y recuerdos suyos. Me alegraba mucho
escuchar su voz.
- No sabía que tu padre había llegado a
cumplir cien años. ¿Vivía en Florencia?
- No, vivía en la
zona del Monte Amiata, en la provincia de Siena, en Badia San
Salvatore, en la casa donde nació. Cuando murió mi madre, decidimos
que la mujer polaca, que con tanto cariño la había cuidado a ella,
se quedara con mi padre. Él en aquel entonces no necesitaba a nadie,
pero aceptó de buena gana nuestras decisiones porque no quería ser
un peso para los hijos. Mi hermana vivía cerca de él y le echó una
mano, pero él se las arreglaba solo: todas las mañanas bajaba al
jardín para cuidar sus flores y regar su pequeña huerta.
- Me
emociona saber que existen personas bondadosas como tu padre.
-
Fue un padre maravilloso para mí, pero creo que todos los que lo
conocieron dirían que fue un hombre bueno. Te voy a contar una cosa
curiosa: unos meses antes de su muerte recibió una carta de un
escritor español, que mi padre, cuarenta años atrás, había
conocido. En aquel entonces el chico español estaba haciendo
autostop con un amigo y mi padre los recogió. Había oscurecido y
decidió llevarlos a su casa. Mi madre preparó una buena cena y les
arregló un cuarto. En la carta además de darle las gracias a mi
padre, le decía que quería ir a verlo.
- Parece mentira que,
después de tantos años, ese escritor se acordara, de la amabilidad
y bondad de tu padre.
- En realidad, la historia es un poco más
larga. Si no tienes prisa, te lo puedo contar.
- Con mucho
gusto. Como ves estoy volviendo a casa del mercado, desde que me he
jubilado voy bien de tiempo, le dije, dejando las bolsas de la
compra en el suelo.
Giovanna entonces comenzó a contarme los
pormenores de la historia:
Mi hermana tiene dos hijos
ventiañeros. Cuando Gabriele, el menor, que hacía el último año de bachillerato, se fue de viaje de estudios
a Barcelona, sucedió algo increíble.
El profesor de letras y la profesora de gimnasia, fueron sus acompañantes. Día tras día caminaron a lo largo y ancho por la ciudad, apreciando su vitalidad y belleza. También visitaron las obras de Gaudí, el Museo Picasso y la Fundaciò Miró. Al profesor le gustaban los idiomas, le encantaba escuchar a las personas que hablaban catalán y muchas veces les hacía notar a sus alumnos la diferencia entre las dos lenguas que se hablan en Cataluña.
El día que salieron para Italia, en la frontera francesa, en una área de servicio, donde pararon para repostar gasolina, el profesor compró El País, uno de los diarios más importantes de España. Él recordaba las bases gramaticales del español, que había estudiado en el curso de literatura de la Universidad, pero no practicaba el idioma desde hacía años. Sentado en el autobús que viajaba veloz por el sur de Francia, el profesor abrió el periódico. Los chicos escuchaban música con auriculares o dormían, había un silencio insólito. Gracias a sus estudios clásicos y a su pasión por las lenguas modernas, el profesor pudo comprender bastante bien la mayoría de los artículos del periódico.
Al cabo de poco el
profesor llamó a mi sobrino por el micrófono del autocar.
-
Gabriele ¿Puedes acércate?
Él, todavía medio dormido, se
dirigió hacia la parte delantera del autocar, donde estaba sentado
el profesor.
- Un día me dijiste que tu abuelo estudió latín y
que a veces te ayudaba en tus deberes ¿No? ¿Por casualidad se llama
Angelo Mambrini? Le preguntó el profesor.
- Sí, pero no
entiendo por qué me pregunta eso ahora.
El profesor, indicando
el periódico abierto sobre sus rodillas, le contestó:
-
Porque acabo de leer en el periódico de hoy el artículo de un famoso
escritor español, donde cuenta el viaje que hizo a Italia a finales
de los años setenta. Habla del señor Angelo Mambrini, que los llevó
en coche, a él y su amigo, dos estudiantes autoestopistas, sin un
duro pero llenos de entusiasmo y curiosidad. Es emocionante cuando
cuenta que sin la ayuda de tu abuelo esa noche se habrían muerto de
frío y hambre en la cuneta de la carretera. Al chico español lo
primero que le llamó la atención de Angelo fue su mirada noble.
-
Yo no sabía nada de eso, dijo mi sobrino.
- El muchacho
español estaba estudiando Historia de Arte en la Universidad de
Granada y le gustaba mucho la lengua italiana, aunque la conociera
poco. Se asombró al descubrir que tu abuelo había estudiado latín.
Cuenta que, de vez en cuando tenían que recurrir al latín, cuando
no se entendían en sus respectivos idiomas. Describe a tu abuelo
como un hombre culto de mediana edad, pero simple como un campesino.
Recuerda con detalle la noche en que tus abuelos les dieron cobijo en
su casa de Badia San Salvatore. Acaba diciendo que a la mañana
siguiente tu abuelo los acompañó a Siena en coche, a la parada del
autobús directo a Roma y que les dio dinero para el viaje y una
botella de su mejor vino.
- Mi abuelo es realmente así: tan
bueno como el pan, le dijo Gabriele.
Giovanna dejó de hablar, tras recibir una llamada y apagar el móvil y luego me dijo:
- Tan
pronto cuando llegaron del viaje, el profesor quiso ir con Gabriele a
a ver a mi padre, para leerle el artículo.
Mi padre se emocionó vindo su nombre en el artículo del periódico y escuchando la traducción del
profesor.
- Recuerdo muy bien a los dos chicos
españoles, uno se llamaba Antonio y el otro Pedro. Los vi desde
lejos, eran dos bultos inmóviles al borde de la carretera, pero
cuando mi coche se detuvo, los dos saltaron de alegría, habían
perdido ya la esperanza de que los recogieran. Dijo riendo mi padre,
- ¿Angelo, se da
cuenta de que su gesto generoso ha sido inmortalizado en ese
artículo? Le comentó el profesor.
- Sí, por eso me gustaría
escribirle y darle las gracias a Antonio, respondió mi padre.
-
Te prometo que encontraremos su dirección, dijo mi sobrino.
Gabriele
inmediatamente escribió a la editorial, donde el escritor publicaba
y a los pocos días llegó su dirección. A la mañana siguiente, mi
padre le dictó una carta a Gabriele.
Giovanna la buscó en su
móvil y me la leyó en voz alta:
Querido Antonio,
dentro de unos días cumpliré
cien años. El mejor
regalo, que nunca hubiera
soñado para
este aniversario, ha
sido la
lectura de
tu artículo de El País, en el
que hablas
de tu
viaje a Italia de
hace más de cuarenta años.
La vida está
llena de
coincidencias
increíbles: fue obra
del azar que esa
tarde yo
transitara por
aquella
carretera
comarcal;
por
la tarde fui a Siena, pues
tenía una cita
de negocios, pero me
había
confundido, la
cita era para el
día siguiente, así que estaba
volviendo a
casa. Vosotros
os habíais perdido
por aquellos
parajes, pero
aún
no os habíais
dado cuenta. Os
vi desamparados
y sin pensarlo dos veces os
llevé a mi
casa. Todavía
recuerdo nuestras charlas, un poco en español, un poco en italiano y
algunas palabras en latín. Os
comisteis
con avidez el plato de pasta y frijoles que mi mujer
había cocinado
y bebisteis
nuestro buen vino con gusto.
Hace unos días, el
profesor de mi
sobrino Gabriele,
volviendo de un viaje de
estudios a
Barcelona, compró
El País, en la
última área de
servicio de
España, antes de la frontera francesa,
esto también es insólito. Aunque él
conociera poco
la lengua
española
echó una ojeada a tu
artículo y descubrió
mi nombre.
Todas estas coincidencias me
tocan el corazón,
no
sé cómo explicarte
las emociones que sentí al leer tu artículo.
Me siento un hombre afortunado.
Me
sacaste una sonrisa cuando leí
que yo para ti
era un campesino
culto,
sí, yo era un hombre humilde pero decidido. Tuve el privilegio de
estudiar
en la
Universidad de
Siena. Podría haber ido a Roma a ejercer mi profesión para ganar
más dinero, pero yo
quise
quedarme en
Badia San Salvatore para ayudar, con mi trabajo, a todos los
que lo
necesitaran. Estaba orgulloso de mi tierra y de mis
compaisanos.
Ahora,
sentado en mi jardín, cierro los ojos y pienso
en que hice
muy bien en tomar aquella decisión
a pesar de que algunos
familiares y
amigos me lo
desaconsejaran.
No me he vuelto ni
rico ni famoso,
no era esa
mi intención,
así que estoy en paz conmigo mismo. Ahora creo que estoy listo
para dejar mi lugar en esta Tierra a
otras
generaciones.
Muchas
felicidades por
el gran escritor en el que te has convertido.
Te agradezco de
todo corazón que
todavía me recuerdes.
Angelo
-
¡Qué carta tan
bonita! Le
dije yo.
Giovanna
se detuvo
de nuevo
unos segundos, puso una mano en su bolso, sacó un pañuelo y se secó las dos lágrimas que corrían por sus
mejillas, luego siguió su narración:
El
escritor respondió de inmediato a mi padre, diciéndole que su carta
lo había tocado profundamente y que iría a verle
lo antes posible; Pero no tuvo tiempo de hacerlo, mi padre murió unos días
después, sin molestar a nadie, una noche mientras dormía. Aceptó
la muerte como lo
había aceptado todo en su vida, lo bueno y lo malo. Me gusta pensar
que en su último sueño, se
vio recorriendo
despacio un
trecho de su camino,
sin mirar hacia atrás,
porque sabía que pronto llegaría a su destino.
- ¡Qué
lindas palabras, Giovanna! ¡Querías
mucho
a tu padre!
- Sí, lo extraño cada
día.
Mientras las campanas de la iglesia cercana estaban tocando las doce del mediodía, el perro de
Giovanna, al ver pasar a un
señor con un perro grandote, comenzó a
ladrar.
Giovanna y yo nos dimos cuenta de que había pasado casi una hora
desde que nos detuvimos hablando,
así que nos despedimos, intercambiándonos
nuestros números
de teléfono. Mientras caminaba hacia
casa con bolsas de la
compra, iba
pensando
que iba a escribir la historia
del hombre bueno,
para no olvidarla.