A las mujeres casadas de vez
en cuando les gusta volver a la vida de soltera. Aunque la pareja se
lleve bien ellas necesitan ir a su aire. Antes se decía que eran los
hombres los que querían libertad, sin embargo ahora son las mujeres
las que desean pasar una temporada sin maridos, solas o con amigas.
El confinamiento y las medidas
de seguridad, que hubo que cumplir en tiempos de pandemia, no
ayudadaron a planear viajes, sin embargo cuando llegó el verano 2021
todo el mundo empezó a escaparse de la ciudad.
Mina y Hugo a principios de
julio se fueron, un fin de semana largo, a un pensión de la costa
adriática. Era la primera vez que iban sin reservar hotel. Los
primeros días fueron muy amenos y divertidos, los dos se
compenetraron bien. Fueron a la playa, visitaron lugares preciosos y
pasearon al atardecer. La última noche Mina, tras una pequeña
discusión que tuvo con Hugo, cayó en la cuenta de que desde
principios de la pandemia no se habían separado ni una sola noche y
pensó en que un poco de soltería les iría bien a los dos.
Mina era una mujer organizada,
solía siempre planear sus jornadas. Sin embargo aquel verano hizo
pocos planes.
- Casi me desconozco a mí
misma. Lo único que hemos decidido este año es ir de vacaciones en
septiembre, a mi pueblo. Julio y agosto ya veremos, todo sobre la
marcha. Les comentaba a sus amigas satisfecha.
Mina cada año en septiembre
empezaba con entusiasmo el curso, pero el dichoso virus y las clases
on-line le habían sacado energía e ilusión.
Tenía sesenta y cinco años y
se acababa de jubilar, por eso se sentía más ligera, sin el
agobio de tener que volver al trabajo. Sin embargo, tras escuchar las
experiencias de algunas de sus antiguas compañeras de Instituto, que
cayeron en depresión tras la jubilación, le daba un poco de miedo
que ella también se aburriera, echando de menos su vida frenética
de antaño.
Fue ella la que insistió
para ir en septiembre a España, lo hizo para no añorar el
principio de curso. Alquilaron un apartamento en el pueblo donde ella
había nacido, en frente de la playa, donde pasarían cuatro
semanas. Habían invitado a sus hijos. La mayor vivía en Madrid.
Estaba embarazada de casi siete meses y tenía previsto trabajar
on-line frente del mar. El pequeño vivía en Firenze, pero se había
guardado unos días de vacaciones, pues le hacía ilusión ver a su
hermana y a sus primas catalanas.
Fu
una coincidencia que al cabo
de unos días Mina
recibiera la
llamada de su amiga Stella,
a quien veía poco, pues
vivían a más de 100 km de distancia. Eran
coetáneas y se conocían
desde hacía más de treinta años, habían
ganado oposiciones
y les había tocado ir a
enseñar en el mismo
Instituto de Grosseto. En
aquel entonces Hugo trabajaba en Firenze y Mina encontró un mini
apartamento cerca del Instituto. En cambio Stella alquiló un piso
al otro lado de la ciudad,
mucho más bonito y moderno que el de Mina. Muchas tardes
quedaban para ir de
excursión por
la la Maremma y por la
noche a menudo salían
juntas,
iban al cine o al teatro.
Sin
embargo a pesar de que ambas
al terminar el curso se
trasladaron a
otros Institutos, más cerca
de sus casas,
nunca se perdieron
de vista.
Siguieron
llamándose y viéndose de vez en cuando.
- Mamá no quiere moverse de
la ciudad, el otro día cumplió noventa y cuatro años y como te
puedes imaginar, ya no tiene ánimos para salir de viaje y coger el
barco. Sólo se mueve en silla de ruedas. Además desde el año
pasado la cuida una chica peruana que va estar con ella todo el
verano. Mi hermana, con su marido y sus nietos, fueron a la isla en
julio, yo me quedé en Livorno con mamá, en agosto haremos lo
contrario. Yo a principios de agosto, cuando termine la reforma de la
cocina, voy a ir a la isla. ¿Porqué no venís tú y Hugo conmigo?
Le dijo Stella.
- Teníamos otros planes, pero
podríamos ir a verte un fin de semana, ahora se lo digo a Hugo,
creo que le va a encantar tu plan y puede que aproveche para dar una
vuelta en bici por la isla.
- Demasiado poco, un fin de
semana ¿Por qué no venís quince días? Quizás también venga mi
amiga Marta, tú la conoces. ¿Te acuerdas que vinimos a verte a
Firenze cuando nació tu segundo hijo? Pero no es seguro que venga,
ya sabes que ella cambia de idea cada dos por tres.
Era una coincidencia que no
hubiera nadie en agosto en la vieja casita con vistas al mar, Mina
recordaba que cada año estaba a tope.
Cuando Mina le comentó a Hugo
que Stella les había invitado a la isla d’Elba a pasar unos días
en la casita de su abuela, él le contestó:
- Me parece una buena idea. La
vuelta que queríamos dar por el centro de Italia en furgoneta, la
podemos postergar. ¿No te parece?
- Vale, en primavera podemos ir a Abruzo, le contestó Mina.
- ¿Por qué no te vas tú
sola a la isla, así podrás recrearte con tu amiga, yo te alcanzaré
luego, al cabo de cuatro o cinco días, en bicicleta. Se lo voy a
decir a Francisco, quizás tenga ganas de pedalear conmigo.
Mila se alegró mucho de que a
su marido le entusiasmara ir a la Isla. Llamó en seguida a Stella y
le dijo que sí, que irían.
Marta, era profesora en el
mismo colegio que Stella, era un poco más joven que ella. Era
atractiva y dinámica. Le encantaba tomar el sol como una lagartija.
Su piel estaba bronceada casi todo el año.
Stella decidió que iban a
salir las tres juntas el seis de agosto, que era viernes. Mila pensó
que iba a ser complicado ajustarse las tres, pero no le llevó la
contraria.
Hugo y Francisco planearon
salir en bici de Firenze el lunes nueve de agosto y llegar a la isla
el día siguiente, el día de San Lorenzo.
Mina vivía en Firenze, Stella
en Livorno y Marta cerca de Pisa. La anfitriona decidió que iban a
ir en su coche. Mila y Marta llegarían en tren a Livorno. Quedaron a
las diez de la mañana en la estación. Luego las tres irían juntas
a Piombino para embarcarse.
Sin embargo los planes no
salieron como Stella planeó. A Marta le salió una pega y tuvo que quedarse en Pisa para resolver un problema burocrático, Mina también
tuvo un imprevisto.
Mina el viernes seis de agosto
se levantó temprano, llegó a la estación con larga antelación,
como solía hacer siempre. Justo antes de la salida del tren, los
altavoces anunciaron que la línea de Pisa estaba cortada por un
accidente ferroviario.
Al cabo de unos diez minutos,
que a ella se le hicieron eternos, pasó por el el pasillo el jefe de
tren, una mujer uniformada que iba diciendo a los pasajeros que el
retraso seguramente sería más largo de lo previsto. Mina se fijó
en sus uñas largas y bien cuidadas.
No sabía que hacer, parecía
que todo se iba a resolver al máximo en una hora, pero cada vez el
tren iba acumulando más retraso. Consultó el móvil para buscar líneas de autocares directos para Livorno. Encontró un autobús un poco raro, que daba una gran
vuelta y que tardaba tres horas para llegar a destinación.
Decidió
ir personalmente a la estación de
autobuses, con
su maleta a cuestas,
que pesaba mucho, pues llevaba su ropa y alguna
prenda de Hugo.
Le dijeron que acababa
de salir uno y que luego había otro que iba a Grosseto, pero que la coincidencia para Livorno
sería a las doce del mediodía. Demasiado tarde para ella.
Volvió
a la estación un poco
desanimada. Mientras
cruzaba el vestíbulo,
arrastrando la maleta, cuyas ruedas de vez en cuando se le
frenaban, los
altavoces anunciaron que el retraso del
tren destino
Pisa
sería de dos horas y media.
-
Qué mala suerte, pero al menos ahora sé a que hora voy a salir, se
dijo pensativa.
Se
sentó en el último vagón
del tren. No tuvo
tiempo para pensar en nada
pues
oyó otro anuncio que les
comunicaba a
los pasajeros
para Pisa
que tenían
que cambiar de vía.
Hubo
momentos
de tensión y de ajetreo,
pues todo el mundo que estaba en
aquel tren tuvo
que bajar corriendo
e ir hacia otro
andén.
A
Mila le pesaba la maleta y
le dolía
la vejiga de la orina, de lo
llena que estaba, pero tuvo
que aguantarse un rato más y
correr, siguiendo a
la muchedumbre.
Tuvo
suerte encontrado un asiento libre. Lo
primero que hizo fue
llamar a Stella
para decirle
que
no la esperara
más
y
que se
fuera sola a Piombino. Luego
se armó de paciencia sentada al
lado de una mujer sudamericana que
sonría, susurrando Madre
de Dios y
en frente a dos
chicas cargadas con dos maletas enormes.
El
hecho de que su amiga
ya no la estuviera
esperando la tranquilizó.
Dejó la maleta a la mujer
sudamericana y se fue al lavabo que estaba en la otra punta del tren.
Mientras pasaba por los pasillos observaba a la gente amontonada por
el suelo y en las plataformas, la mayor parte eran chicos jóvenes,
enganchados en su móvil. Algunos sonreían otros
bostezaban. Cuando regresó a su asiento se sintió finalmente ligera
y se
puso a leer el libro que traía consigo en la mochila.
Mientras
leía, le
llegaban
los
susurros de la sudamericana y pedazos
de
conversación de
las
dos
chicas.
De
vez en cuando levantaba la cabeza del libro e intercambiaba alguna
palabra con las
tres
pasajeras.
La
sudamericana le dijo que iba a ver a su hermana que vivía en San
Miniato, la dos chicas en cambio se dirigían a Piombino, a coger el
barco para Cerdeña.
Se
notaba que las dos chicas
eran pareja. Una
llevaba el
pelo rapado por los
lados y tatuajes en los
brazos; era
maciza, parecía
un jugador de lucha libre.
Llevaba una camiseta
deportiva, unas bermudas y calzaba chanclas. Era
la voz cantante, al
principio era muy amable y cariñosa con la otra. pero luego perdió
la paciencia con ella y
le gritó
que se tranquilizara.
Tecleaba el móvil sin
parar, buscando horarios e
itinerarios alternativos.
La
otra muchacha era
más femenina, con el pelo
largo y bien
cuidado. Llevaba ropa
a la moda, unos pantalones tejanos
muy cortos,
que le
apretaban los muslos rellenos
y una camiseta rosa
de tirantes.
Llevaba
las uñas muy largas y pintadas
de color fucsia.
Llamó
a su madre un par de veces
para
decirle
que tenía miedo de perder
el barco.
-
¿Y si no hay taxis en Campiglia Marittima,
que haremos?
-
Ya estoy harta de tu
inseguridad, te he dicho que llegaremos al puerto a tiempo. Ahora
llamo a un taxista y reservo
un
taxi, confía en mí, no
perderemos el barco, le dijo enfadada
la
chica robusta.
Tras
la llamada al taxista la
chica del pelo largo
se quedó
tranquila y se durmió con
la cabeza apoyada en
el hombro
de la otra.
La
muchacha hombruna
le contó a Mina que
al llegar a Pisa cogerían
un tren
rápido. El
único inconveniente era
que no iba
a parar en la
estación de Piombino porto,
donde tenían
previsto su embarque,
sino en
la estación anterior, en
Campiglia Marittima,
en donde
cogerían un
taxi.
-
¿Quiere venir con nosotras?
Le
preguntó a Mina.
-
No, gracias, prefiero coger
el tren normal, el que va
directo hasta
Piombino. No me importa llegar más
tarde,
no
tengo prisa como vosotras, hay muchos barcos para la isla d'Elba,
le contestó Mina.
Las dos chicas se apearon en
Pisa, con sus grandes maletas y desaparecieron entre la muchedumbre.
Mina bajó del vagón
despacio, observando el bullicio de gente. Su tren salía al cabo de
una hora.
La
estación de Pisa estaba muy concurrida. Todo
el mundo corría y tenía prisa.
Mina se fue
a la taquilla para
pedir información. Hizo un poco de cola, pero le valió la pena, ya
que le devolvieron el coste del
billete del tren retrasado
y sacó
otro para
Piombino.
El
tren ya estaba en la vía, subió
al primer
vagón, donde había poca gente y se puso a leer de nuevo. Mirando
por la ventanilla comió
la fruta, que por la mañana
se puso
en la mochila y
bebió un poco de agua de su cantimplora.
Mientras el
tren recorría la costa toscana Mina
se iba
relajando.
Llegó
al puerto de
Piombino casi a las tres. Acababa
de salir un barco para Rio
Marina, el
pueblo que estaba a dos kilómetros de la casita de
Stella. El
siguiente barco iba a salir
al
cabo de una hora.
Se
sentó en el
único bar que había en el puerto y
se puso a escribir en una libreta apuntes
de aquel viaje que aún no había terminado.
A
las cuatro menos cuarto Mina
subió al barco, se
sentó en un banco de madera
de cubierta y
se puso a contemplar el
mar. Le pareció más
azul que nunca.
Llegó
a Rio Marina al cabo de unos
cuarenta y cinco minutos.
Stella
estaba esperandola
en el muelle. Había sido
largo y complicado llegar a
Rio Marina,
sin embargo todo aquel
cansancio había valido la
pena. El
color del mar
y el cielo sin nubes le dieron a
Mila una sensación de gran
bienestar.
Stella la
recibió con los brazos abiertos. Su
perrito juguetón
también pareció
contento de su llegada.
Antes de dirigirse a la
casita, pasaron por el supermercado del pueblo para hacer la compra.
La casita disponía de tres dormitorios, una cocina, un comedor, un
sala de estar con un sofá cama y un pequeño cuarto de baño.
Stella
dejó
que Mina
escogiera
la habitación que más le
gustara, ella escogió
la que tenía la
ventana con vistas al mar;
deshizo la maleta y
luego las dos amigas se sentaron en el porche. Se pusieron a
hablar
de sus cosas y sin darse
cuenta empezó a oscurecer.
Mina
escuchó con detenimiento
las palabras de Stella.
-
No se si darle la culpa al
confinamiento, pero cada
vez me vuelvo más
solitaria. Salgo
poco, sólo
de vez en cuando voy
a cenar con mis
tres
amigas, las de
la universidad.
Últimamente soporto menos
cosas, a veces me harto de
las locuras de mi madre, es tozuda, no quiere andar y podría
hacerlo, solo lo hace con el fisioterapeuta,
un chico que va a su casa una vez por semana.
Pero
reconozco que tuvimos suerte al
encontrar a la
cuidadora peruana,
es ordenada, puntual y
amable con mi madre.
-
Hay que tener paciencia,
recuerdo que mi padre también tenía sus
rarezas. Y cambiando de tema
¿Hay
hombres en tu
horizonte? Le preguntó Mina
a bocajarro.
-
¡De hombres nada chica!! Me estoy volviendo un anacoreta. El
perrito es mi única
compañía. Me conformo con
mi rutina: trabajo, libros y
series de
televisión.
-
No te digo que busques un
novio, entiendo que cuando uno
lleva tantos años viviendo solo,
no es fácil convivir con otra
persona, pero eso sí,
tendrías que salir más:
ir
al cine, a exposiciones, a
presentaciones de libros,
etc, de esta manera podrías conocer a gente
nueva. La vida da muchas
vueltas, pero hay que
ayudarla, le dijo Mina.
-
¡Me da pereza salir! A ver
si cuando me jubile
me animo
un poco,
pero lo veo
difícil.
Acabaré como, Anita la
hermana de mi tatarabuela, que se encerró, tras la muerte de su
prometido, en el caserón familiar y no quiso volver a salir nunca
más, le dijo Stella
aspirando profundamente el humo de su
cigarrillo.
-
Me das miedo cuando te
comparas con tus antepasadas, deja de pensar en ellas.
-
¿Y tú que tal con Hugo? Le
preguntó Stella.
-
Nos llevamos bien, pero
creo que esos
pocos días que estaremos
separados nos
van
a ir de maravilla
a los dos. Me
gusta añorarlo. Gracias por
haberme invitado. Volviendo a ti ¿Pero
qué
es lo que no te deja
salir?
-
Siento
pesadumbre y tristeza, pensando en lo que habría podido hacer y no
hice. Los dos amores de mi vida se esfumaron y yo me
quedé quieta sin dar un
paso para recuperarlos.
Estaba ofendida y mi orgullo no me dejó averiguar el porqué de mis
fracasos amorosos. Nunca sabré porque me dejaron,
dijo Stella,
con una risa nerviosa.
-
No digas eso, deja de pensar
en el pasado, haz borrón y cuenta nueva. Esfuérzate. Perdona si
insisto, yo no soy quien
para darte consejos, pero creo que hablar con las amigas ayuda
siempre,
aunque no se
solucione nada.
Stella,
cambió de tema contándole anécdotas del
pasado de su familia, le
encantaba la historia de su abuela
Rosalía, mujer independiente que sacó adelante a
la familia, cuando quedó
viuda, tras la muerte de su marido en alta mar. Y luego siguió hablándole de su abuelo
Alejandro que era un gran marinero y el mejor pescador
de pulpos de la isla.
Mina
se entristeció, dándose
cuenta de que a Stella le
costaba hablar de si misma, solo
le gustaba contar cosas de sus
antepasados, no
escuchaba lo que uno decía y le cortaba las frases a quien estuviera conversando con ella. Y
para más inri había
empezado a fumar de nuevo
como un carretero.
Mina
en seguida se
sacó de la cabeza esos pensamientos tristes y se animó reconociendo
que el hecho que Stella
les hubiera
invitado a ella y a Marta,
era una buena señal.
No es que Mina fuera una
cocinera excelente, pero no le costaba nada trajinar cacharros por la
cocina. Le gustaba preparar platos en abundancia que luego reciclaba
al día siguiente. No tiraba nada, disfrutaba inventando nuevas
recetas con las sobras. Quizás por eso desde hacía tiempo, fuera
donde fuera, a ella le tocaba hacer la comida para todos. Pero
aquella noche estaba cansada y preparó una ensalada de atún.
Cenaron en el porche, pues bajo la parra soplaba viento fuerte,
encendieron dos velas y siguieron hablando hasta que cayeron
rendidas.
A la mañana siguiente Stella
no quiso bajar a la cala que había justo debajo de la casa. Dijo que
hacía demasiado viento. Había que recorrer un tramo muy empinado
por el bosque para llegar a la pequeña playa, entre rocas y agua
cristalina.
Mina bajó a la cala, conocía
bien aquel lugar solitario y le pareció raro que hubiera tanta gente.
Sin embargo halló un pedacito de arena libre, en la sombra y allí puso su toalla. Contemplando el mar, dejó de molestarle que hubiera tanta gente a su alrededor.
El sol, cada vez más alto,
iba conquistando la playa, cuando desapareció totalmente la sombra
que hacían las copas de los árboles, sintió la piel que se le
quemaba, entonces se tiró al agua y disfrutó un rato nadando. Por
la tarde fueron al puerto a recoger a Marta. En un bar donde fueron a
comprar tabaco les dijeron que las playas de la zona estaban a tope
porque se habían hecho famosas, saliendo en una guía.
Mina no se acordaba de Marta,
pero en seguida le cayó bien. Marta era una mujer abierta y
simpática, sin embargo algo en ella no le encajaba del todo. Stella le
había contado que Marta estaba separada y que estaba obsesionada
buscando novio.
₋ No sé como le ha salido
un hijo tan serio, con lo loca y atrevida que es ella y no digamos
del padre del niño, que aún está más pirado, le comentó Stella a
Mina, antes de llegar al puerto.
Los primeros cuatro días en la
casita fueron muy amenos, por la mañana iban a la playa. No solían cocinar para el almuerzo, se las arreglaban con una ensalada,
hacia las tres de la tarde. Los días que se quedaban en la playa
hasta media tarde tomaban un poco de fruta. La cena la seguía preparando Mina.
Marta y Stella reían y reñían
continuamente. Marta desesaba ir a recorrer la isla, descubriendo nuevas playas, Stella
quería quedarse en la cala cerca de casa.
- Toda la isla está
abarrotada de gente. Además no me apetece coger el coche. Yo sólo
estoy bien en mi playa, dijo Stella.
- Lo que digas tú, le
contestó de mala gana Marta, pero te pierdes playas preciosas.
- En agosto no son preciosas,
se vuelven una pesadilla cuando hay tanta gente, le contestó Stella.
- Vayamos a ver la playa de
Cavo y así nos daremos cuenta de la situación de la carretera,
aparcamientos, etc. Les dijo Mina, que no sabía que hacer para que
se pusieran de acuerdo las dos amigas.
Era como una cuerda que cada
día se iba rompiendo un poco más, Stella tiraba por un lado y Marta
por el otro. Mina al principio intentó menguar la tensión entre
las dos mujeres, pero al final se cansó, cogía su libro y no les
hacía caso, pues se dio cuenta de que ellas muy pronto se olvidaban
de sus peleas y como si nada, volvían a reír y a bromear.
Marta cada mañana madrugaba
para ir al pueblo andando, pero por la tarde, al volver de la playa,
se le notaba aburrida.
- Marta ¿Qué te pasa? ¿Por
qué no sales a pasear ? Le preguntó Mina, el segundo día,
mientras escribía debajo de la parra, viéndola, sentada en una
tumbona, con cara de pocos amigos.
- Al atardecer tengo miedo de
ir a caminar sola, me aterran los bichos.
El martes por la tarde
llegaron los ciclistas y se acabó la soltería de Mina. Mientras
abrazaba a su marido pensó que lo había echado de menos.
Los dos hombres dieron un
impulso positivo a la rutina de las tres mujeres. Las comidas fueron
más amenas, las sobremesas largas y divertidas e hicieron algunas
excursiones por la zona, cosa que le encantó a Marta, pues ya estaba
harta de estar quieta en aquella casa.
Las dos mujeres contrincantes
se apaciguaron un poco. Marta por las noches se ponía vestidos y
atuendos llamativos, sobre todo cuando fueron al pueblo a cenar.
Mina se sintió un poco
incómoda, notando que Marta les llamaba mucho la atención a los
hombres.
- Pero que me está pasando,
no quiero estar celosa, se dijo riñiéndose.
Marta,
una tarde que estaba sola con Mina en la playa, le contó su vida. A Mina le pareció
una película en la que los
protagonistas masculinos
eran muchos.
De
joven, al terminar la carrera, vivió
diez
años con un chico del que
estaba muy enamorada, pero un día la policía lo detuvo a
él por tráfico
de cocaína y estuvo una
temporada en la cárcel.
Ella no había sospechado
nada, a pesar de que él
tuviera tanto dinero,
trabajando tan poco.
Era el gran amor de su vida, según ella.
Luego,
desilusionada, dejó el trabajo y se
fue a vivir a
París, allí
conoció a un músico
africano que
tocaba tambores
por la calle. Vivieron
unos
meses
juntos y ella se quedó
embarazada. El niño salió
muy guapo
con la
piel de color avellana y
sobre todo muy
tranquilo. La
pareja muy pronto se peleó
y se separó
de mala manera.
Al
cabo de dos años ella
regresó a
Italia
con el niño y tuvo la
suerte que se pudo incorporar de nuevo como profesora de Física en
el Instituto, donde antes
trabajaba. En aquella época
tuvo varios novios, pero
todos los amoríos acabaron
mal. A
los cincuenta años, cuando su niño
tenía diez, se fue a
buscar al padre del hijo a París,
donde él seguía
haciendo vida bohemia. Marta
le convenció para que se
fuera a Italia a vivir con
ella. Ya desde el principio
su convivencia fue un
fracaso, pero ella no quiso
darse cuenta, porque estaba convencida de que su hijo necesitaba a
su
padre.
Las cosa fueron de mal en
peor, Marta un día llamó a la guardia civil y lo echó de casa,
pero él volvió al día siguiente, pues no tenía a donde ir. Desde
aquel entonces la situación fue volviéndose cada vez más tensa,
el músico se fue a dormir en el sofá y cada uno se despreocupó del
otro. Marta volvió a sus andanzas, saliendo casi cada noche a bailar
y a ligar.
- Mira, esas son las
fotografías de mis últimos ligues. ¿ Son guapos a que sí? Pero
tengo mala suerte, me duran poco, le dijo, enseñándole su móvil,
en donde aparecían imágenes de hombres treintañeros, la mayor
parte negritos o mulatos.
Mina ya no estaba celosa de
aquella mujer, al contrario sintió ternura y quizás un poco de pena
por todos aquellos líos donde se había metido e intentó animarla:
- Verás que pronto
encontrarás una persona ideal para ti, mientras tanto tienes que
estar contenta de que tu hijo sea un buen chico, con la vida
ajetreada que has tenido, podía haber salido rebelde y conflictivo, le
susurró Mina.
- No me quejo, lo que me pasa
es que no soporto estar sola, necesito a un hombre a mi lado, pero
mientras el padre de mi hijo esté todo el día tirado por mi casa, fumando porros, no hay solución. Tiene todos los papeles
caducados y no trabaja, yo lo mantengo, pero ya estoy harta. Hace
meses que no nos hablamos. No sé que hacer.
- Yo le arreglaría los
papeles y le daría dinero para que volviera a París, ayúdale,
quizás él tenga un depresión y no logre hacerlo. Le aconsejó
Mina.
- Hay otra cosa que me provoca sufrimiento: no me quiero vacunar y por consiguiente no podré volver al
trabajo, siguió diciéndole Marta.
- Madre mía, que vida tan
complicada que tienes. Vacúnate ¡Así todo será más fácil! Le
dijo Mina.
- Tengo miedo de las vacunas,
esperaré hasta octubre a ver si funciona la terapia de los
anticuerpos monoclonales, le contestó convencida Marta.
Llegaron los demás a la playa
y la pesadumbre de la historia de Marta se evaporó como el agua del
mar y volvió la alegría entre ellos.
Francisco se marchó al cabo
de dos días porque lo esperaba su mujer en Firenze, para salir de
vacaciones a Sicilia. Hugo lo acompañó en bici al puerto.
Día tras día la convivencia
de los cuatro empezó a funcionar, aunque fueran tan distintos entre
ellos. Poco a poco iban aprendiendo a respetarse.
Todos
se enriquecieron un
poco en aquella
casita con vista al mar.
Stella dejó
de hablar de su familia y a
su manera se abrió
un poco con las dos mujeres,
a veces quejándose de su
vida sentimental tan vacía
y llena de telarañas, otras
compartiendo con
ellas sus ansiedades y
alegrías. Marta
se desahogó contando sus
peripecias amorosas
y descubrió
las cualidades de la vida
sedentaria y la rutina que
reinaba en la casita.
Hugo
se olvidó de los defectos
de Mina y apreció muchas
cosas de
ella,
le encantaron sus mimos eróticos en la penumbra de la cama,
escuchando
las olas del mar.
Mina
también miró con otros
ojos a su marido y se sintió
más enamorada que nunca de
él. Las
ganas de soltería las guardó para más adelante.