Era
domingo, Silvia se despertó de madrugada, pues tenía los pies
fríos. A pesar de que fuera noviembre, los días eran templados, por
eso aún no había puesto el edredón en la cama, seguía con una
manta ligera y poco cálida. Cogió un chal de lana que había en la
silla de su cuarto y se lo puso encima de la colcha. Sus pies se le
fueron calentado y se volvió a dormir. Hacia las ocho abrió los
ojos y vio la luz tenue que entraba por la persiana entreabierta.
Se
levantó contenta por el día soleado casi sin nubes, no se lo
esperaba, pues las previsiones meterológicas para aquel fin de
semana eran pésimas.
Miró
a Pietro, su marido, que estaba dormido. Encendió la lamparita, la
puso en el suelo para que a él no le molestara la luz y empezó a
leer un relato.
Era la historia de una muchacha que vivía con su
marido, unos quince años mayor que ella, en una granja, donde
hospedaban y alquilaban caballos, además de dar clases de
equitación, pero la lluvia incesante de aquellos días había
alejado a muchos clientes. El marido a veces era áspero e
intratable, sin embargo en aquella época de lluvias su mal humor
creció exponencialmente a causa de las deudas que se le iban
acumulando. Ella no tenía acceso a la cuenta bancaria, tampoco tenía
dinero efectivo para hacerse una nueva vida lejos de la granja. No
soportaba más al marido que cada día la despreciaba y maltrataba
verbalmente. Para ganar algo se ocupaba de los quehaceres doménticos
de la casa rural que lindaba con su finca. Una mañana mientras
limpiaba los cristales de las ventanas de la vecina se puso a llorar.
Cuando se apaciguó le contó sus penas a la señora, quien le dijo
que intentaría ayudarla para que se fugara de casa, pues tenía una
amiga en Toronto que podía darle cobijo hasta que encontrara un
nuevo empleo. Llovía sin cesar, el terreno estaba lleno de lodo. Para tranquilizar a los caballos y darse sosiego,
los sacaba de la cuadra un par de veces al día, cuando regresaba estaba calada de pies a cabeza y aún
estaba más triste.
La
vida de Silvia a menudo se mezclaba con las historias de los
personajes de los libros que leía, aquella mañana mientras
imaginaba las huellas de los caballos en los lodazales, pensó que le
apetecería ir a caminar por la senda del río, para olvidar tanta
lluvia y tanto barro. Cerró el libro antes de que la protagonista
huyera a Toronto.
A
veces iba a caminar sola, otras con dos amigas, pero casi nunca con
Pietro. Él desde que estaba jubilado se había vuelto un ciclista
empedernido, salía a dar una vuelta dos veces por semana, los jueves
y los domingos. Pero aquel día el grupo de aficionados no salió por
el mal tiempo anunciado.
Silvia
se levantó, se preparó un té verde y se puso a desayunar leyendo
el periódico del día anterior. A Silvia le encantaba tomar dos o
tres tazas de té, un par de tostadas con mermelada de naranja y
algunas galletas de harina integral.
Hacia
las nueve Pietro se levantó y desayunó con ella. Silvia le contó
que le gustaría ir andando por la senda del río.
-
Si me esperas iré contigo, dijo Pietro.
-
Vale. Ojalá no llueva ¿Salimos dentro de media de hora? ¿Qué te
parece? Le preguntó Silvia a su marido.
Silvia
se asomó por la ventana del salón y vio que el cielo estaba
limpio, pero hacia las montañas del Appennino se divisaban nubes
negras.
-
Muy bien, dentro de poco estaré listo. Coge uno de mis chalecos
amarillos, que son muy buenos para la lluvia, le contestó él.
Salieron
de casa hacia las diez. Mientras sus pies se movían rápidamente,
sus ojos miraban las aguas del río, que tras las lluvias
torrenciales de los días anteriores corrían turbulentas y de sus
bocas iban saliendo palabras y más palabras. En casa hablaban poco,
en cambio cuando se desplazaban en coche, en tren o iban andando no
paraban de charlar. Tocaron temas de actualidad, pero sobre todo de la vida
cotidiana, hablaron largo rato de lo mucho que les gustaría
invitar a unos amigos a cenar, de lo qué harían para las fiestas de
Navidad, de los dos hijos treintañeros, de quien llegaría antes y
de quien luego se volvería a marchar y de que les encantaría hacer
un viaje por el sur de Italia o por Marruecos.
Ya
fuera de la ciudad, siguiendo la senda que corría a lo largo del
río, divisaron a un pescador que con su caña había atrapado a una
carpa, que luego la soltó al agua. Pietro le tiró una foto a la
carpa gigante antes de que volviera al río.
Hacia
las once y media llegaron a un pueblecito a unos siete kilómetros de Florencia. La vuelta fue más rápida,
aceleraron el ritmo viendo que los nubarrones iban creciendo. Cuando
estaban a punto de llegar a casa se puso a llover. Entonces empezaron
a correr, pero se mojaron bastante a pesar de los impermeables
amarillos que llevaban.
En
primer lugar se duchó Pietro, Silvia encendió la radio y preparó
una rica ensalada mixta con semillas de girasol, de sésamo y de calabaza. Hacía
tiempo que tenían la costumbre de usar semillas porque sabían que eran
muy saludables e indispensables para compensar su falta de proteínas debido a la dieta sin carne que seguían.
Luego
Silvia se fue a duchar y entre tanto Pietro descorchó una botella
de vino tinto y puso la mesa con esmero.
Mientras
el agua se deslizaba por su cuerpo, Silvia pensó que aquella tarde
lluviosa era ideal para ir al cine. Recordó los domingos de su
adolescencia, cuando iba con sus amigas del barrio a ver dos
películas seguidas. La sesión empezaba a las cinco, primero ponían
la película mala, la de reestreno, a veces en blanco y negro; la
segunda, la buena, era de estreno. A Silvia le gustaban casi siempre
las dos.
Las
chiquillas charlaban sin parar, a menudo se peleaban y reñían con
los niños, quienes solían sentarse en la fila de atrás y no
dejaban de hacerles bromas y tirarles cáscaras de pipas. Armaban un
gran barullo en el descanso, que ellos llamaban media parte. Silvia
se aislaba de todo aquel jaleo y no se distraía ni un minuto, se
ensimismaba sumergiéndose en la historia de las películas.
La
sala estaba envuelta en una capa de humo, pues los chicos mayores
fumaban cigarrillos de tabaco negro que compraban en la tienda de
Lola, la dueña del estanco y la madre de una de las mejores amigas
de Silvia. Alguna que otra tarde al salir del colegio las dos niñas
se metían detrás del mostrador para repostar paquetes y cartones de
tabaco en las estanterías. A Silvia le encantaba ir a la tienda
porque mientras colocaba el tabaco iba observando a los fumadores que
entraban y compraban, picadura, papel de fumar, puros o cigarrillos
sin filtro. Los clientes más adinerados compraban una cajetilla de
cigarrillos rubios, a quienes Lola les regalaba una cajita de
cerillas.
En
el suelo de la sala iba creciendo una alfombra de cáscaras de
pipas, y cacahuetes, palos chupados de regaliz, trozos de piruletas,
papeles de caramelos y demás envoltorios de golosinas. Bartolo era
el hombre de la pierna de palo, vendía toda clase de chucherías.
Cada domingo Bartolo y su mujer se ponían en una esquina de la plaza
mayor con su carrito de madera, repleto de golosinas. Por la mañana
las vendían a los niños que salían de misa y por la tarde a los
que iban al cine.
Silvia
seguía en la ducha, no se decidía a cerrar el grifo del agua
caliente y a abrir la manpara, porque se delieitaba pensando en las
tardes de cine de su infancia. Se acordó de un domingo de cine
entrañable. Pusieron una vieja película del oeste que les encantó
a todos, la segunda fue, según los muchachos, un rollo, por eso
toda la pandilla salió del cine antes de que terminara, en cambio
Silvia no quiso marcharse y se quedó sola sentada en una butaca de
la tercera fila.
Era
una película italiana, cuyo título era El incomprendido. Se
acordó poco a poco de la historia: tras la enfermedad y muerte de
la madre, el padre centraba su atención en el hijo pequeño,
descuidando totalmente al mayor, el protagonista, a quien no lo
entendía y lo trataba exageradamente como un adulto. El niño era
muy sensible y pasaba muchas horas solo en el jardín encima de un
árbol.
Silvia
salió de la ducha, se abrochó el albornoz y se enrolló una toalla
en la cabeza, luego conectó el ordenador, en busca de la película
del niño triste y descubrió que la rodaron en 1966. Pensó en que
quizás la obra llegara a España en 1967, cuando ella tenía 11
años. Trasladándose cincuenta años atrás, se estremeció al
verse llorando en la oscuridad del cine para que nadie la viera.
-
¿Por qué me conmovió tanto aquella historia? Se preguntó.
Luego
fue pensando en la misteriosa enfermedad pulmonar de su madre, que
todos pronunciaban en voz baja. Se prometió que cuando volviera a
ver a su hermana mayor o la llamara, le preguntaría cosas de los
años de su infancia, en los que su madre guardaba cama, tras el
nacimiento de su hermanito y la enfermedad innombrable. Recordaba
sólo que cada día iba Rosita, una señora rechoncha, que hacía
la comida, lavaba los platos y limpiaba toda la casa. El padre
contrató también a Fuensanta, una monja que se ocupaba de la
enferma y del bebé. Silvia tenía unos cinco años, se acordaba
poco de aquella época de pesadumbre, que duró largos meses, pero
aún tenía grabada la cara de pena de aquellas dos mujeres.
Se
vistió, cogió el periódico y leyendo la cartelera, se dio cuenta
de que en un cine, no muy lejos de casa, al que podían ir a
pie, ponían dos películas interesantes.
-
¿Te apetecería ir al cine esta tarde? Ponen dos películas buenas,
a las cuatro una más intimista y a las seis una de acción. Le
preguntó Silvia a Pietro, mientras comían la ensalada.
-
La primera sesión empieza demasiado pronto, prefiero ir a las seis a
ver la película de acción, respondió él.
Quedaron
en que a las cuatro iría ella a ver la película, La vita invisibile di Erudice Gusmao, basada en una
novela de una escritora brasileña y que luego, a las seis, él la
alcanzaría para ver juntos la película de acción.
A
Silvia le gustó la idea de ir al cine a ver dos películas como
cuando era pequeña.
Se
asomó por la ventana y se dio cuenta de que llovía a cántaros,
pero no se desanimó, se puso las botas con la suela de goma gruesa,
la gabardina, la boina y cogió el paraguas más grande que tenía.
Hacia
el final de la película, mientras le descendía una lágrima por
la mejilla, oyó que su móvil vibraba en el bolso.
Dejó
que el teléfono sonara, pues quería saborear la última parte de la
historia. Mientras estaba leyendo los títulos de crédito entró su
marido en la sala. La besó. A Silvia aquel encuentro en el cine le
causó alegría. Él se sentó a su lado y al cabo de poco ella se
acordó del móvil. Tenía un mensaje que decía:
-
Mamá he pasado por casa para recoger la mochila grande, la
necesito para mañana, pero no hay nadie ¿Cuándo vais a volver?
Le
leyó el mensaje al marido, que le dijo:
-
¡Qué nos espere, podía haber avisado antes!
A
Silvia le sabía mal dejar al hijo a la intemperie, con el tiempo tan
malo que hacía, pero tampoco le apetecía abandonar a su marido
recién llegado, además jamás se había escabullido de un cine.
Mientras se preguntaba qué es lo que quería realmente, tomó su
decisión:
-
¿Y si me marchara? Acabo de ver una película preciosa, la que ponen
ahora no me atrae para nada, se dijo.
-
Me voy a casa. Luego te cuento, le susurró a Pietro mientras se
estaban apagando las luces.
La
lluvia seguía cayendo cuando Silvia salió del cine. Se fue
caminando deprisa por las calles desiertas, cobijada bajo su
paraguas. Cuando llegó a casa, su hijo, la estaba esperando
en la puerta y en seguida la besó agradeciéndole que se hubiera sacrificado por
él.
-
He perdido las llaves de vuestro piso, le dijo el chico.
-
No te preocupes haremos una copia de mi juego de llaves, pero tenías
que habernos avisado que esta tarde aparecerías por casa, le
contestó Silvia.
El
chico cogió la mochila y se fue corriendo pues había quedado con
unos amigos.
Cuando
volvió Pietro, Silvia le contó las peripecias del hijo y luego le
preguntó:
-
¿Qué tal la película?
-
Menos mal que no te has quedado, has acertado en marcharte, la
película no te hubiera gustado nada, a mí tampoco me ha convencido,
le dijo él.
Pietro
empezó a poner la mesa, luego preparó rebanadas de pan con tomate y albahaca y las colocó en una bandeja con lonchas de queso
y trozos de tortilla de patatas del día anterior. Cuando terminaron
de cenar Silvia se sentó en el sofá, retomó su libro de relatos y
se sumergió en la historia de los lodazales.
Fangaie
Era
domenica, Silvia si svegliò all'alba, perché aveva i piedi freddi.
Sebbene fosse novembre, i giorni erano miti, per questo non aveva
ancora messo la trapunta sul letto, che aveva solo una coperta
leggera e poco calda. Prese lo scialle di lana che era appoggiato
sulla sedia e lo mise sul copriletto. I suoi piedi si riscaldarono
subito e si riaddormentò. Intorno alle otto aprì gli occhi e vide
la luce che entrava dalla persiana semiaperta.
Si
alzò contenta per la giornata di sole che non si aspettava, dato che
le previsioni del tempo per quel fine settimana erano pessime.
Guardò
a lungo Pietro, suo marito, che ancora dormiva. Accese la lampada del comodino, poi la posò sul pavimento in modo che lui non fosse
disturbato dalla luce e cominciò a leggere un racconto; era la
storia di una ragazza che viveva con il compagno, circa quindici anni
più grande di lei, in una fattoria, dove tenevano e affittavano
cavalli, oltre che a insegnare a cavalcare, ma la pioggia incessante
di quei giorni aveva allontanato molti clienti. L'uomo a volte era
ruvido e intrattabile, tuttavia in quella stagione delle piogge il
suo cattivo umore era cresciuto in forma esponenziale a causa dei
debiti che stava accumulando. Lei non aveva accesso al conto corrente
bancario e non aveva neppure risparmi per poter rifarsi una nuova
vita lontano dalla fattoria. La ragazza non sopportava più l'uomo
per cui aveva lasciato la sua famiglia, che ogni giorno la
disprezzava e la maltrattava verbalmente. Per guadagnare un po'
soldi, si prese cura delle faccende domestiche della casa rurale che
confinava con la loro tenuta. Una mattina mentre puliva i vetri delle
finestre della vicina di casa, cominciò a piangere. Quando si calmò,
raccontò alla donna i suoi guai, la padrona di casa le disse che
avrebbe cercato di aiutarla a fuggire, dato che aveva un'amica a
Toronto che poteva ospitarla fino a quando non avesse trovato un
nuovo lavoro. Pioveva incessantemente, la terra era diventata
un'immensa fangaia con alcuni tratti paludosi. Per trovare un po' di
calma la ragazza portava i cavalli fuori dalla stalla un paio di
volte al giorno, ma quando rientrava, zuppa d'acqua, era ancora più
triste.
La
vita di Silvia si mescolava spesso con le storie dei personaggi dei
romanzi che leggeva, quella mattina mentre immaginava le orme dei
cavalli nelle fangaie, pensò che le sarebbe piaciuto fare una
passeggiata lungo il sentiero del fiume, per dimenticare tanta
pioggia e tanto fango. Chiuse il libro prima che la protagonista
fuggisse verso Toronto.
Spesso
Silvia andava a camminare da sola, qualche volta con due amiche, ma
quasi mai con Pietro. Lui era diventato un vero ciclista da quando
era in pensione, percorreva una sessantina di chilometri due volte a
settimana, il giovedì e la domenica. Ma quel giorno il gruppo di
ciclisti non si era dato appuntamento a causa del brutto tempo
annunciato.
Silvia
si alzò dal letto, preparò un tè verde e iniziò a fare colazione
mentre leggeva il giornale del giorno prima. A Silvia piaceva
prendere con calma due o tre tazze di tè con un paio di fette
biscottate con marmellata di arance e alcuni biscotti integrali.
Verso
le nove si alzò anche Pietro e fece colazione con lei. Silvia gli
fece sapere che aveva deciso di andare a camminare lungo il sentiero
del fiume.
-
Se mi aspetti, verrò anch'io, le rispose Pietro.
-
Ti aspetto volentieri, sono contenta che tu venga con me. Spero che
non piova. Partiamo tra mezz'ora? Che ne pensi? Domandò Silvia al
marito.
-
Perfetto, sarò pronto tra un attimo; forse sarebbe meglio prendere i
giubbotti gialli quasi mai piovesse, rispose lui.
Silvia
si affacciò dalla finestra del soggiorno e vide che il cielo era
limpido, ma verso l'Appennino si intravedevano alcune nuvole nere.
Partirono
di casa verso le dieci. Le acque del fiume scorrevano turbolente,
dopo le copiose piogge dei giorni precedenti. I loro piedi si
muovevano rapidamente, mentre dalle loro bocche uscivano parole e
ancora più parole. A casa parlavano poco, ma quando si muovevano in
auto, in treno o a piedi non smettevano di chiacchierare. Appena si
misero in cammino parlarono di argomenti di attualità, ma subito
dopo passarono a quelli della vita di tutti i giorni: Silvia propose
di invitare amici a cena il prossimo fine settimana; poi entrambi si
posero il problema di come avrebbero organizzato le feste di Natale,
dopo l'arrivo dei due figli trentenni. Ripassarono le date degli
arrivi e quelle delle partenza e parlarono anche di voler fare un
viaggio per il sud Italia o in Marocco.
Già
fuori città, seguendo il sentiero che costeggiava il fiume,
avvistarono un pescatore il quale con la sua canna aveva catturato
una carpa, che poi gettò in acqua. Pietro scattò una foto al pesce
gigante prima di essere ributtato al fiume.
Verso
le undici e mezzo raggiunsero la loro meta, un paesino a circa sette
chilometri da Firenze. Il ritorno fu più veloce, cominciarono ad
accelerare il passo vedendo che le nuvole stavano crescendo. Quando
mancava poco per arrivare a casa cominciò a piovere e loro
iniziarono a correre, ma si bagnarono un po' nonostante gli
impermeabili gialli che indossavano.
Pietro
fece per primo la doccia, Silvia si tolse i vestiti bagnati, accese
la radio e preparò una ricca insalata mista con semi di girasole,
sesamo e zucca. Avevano da tempo l'abitudine di aggiungere semi alle
pietanze perché sapevano che facevano bene alla salute, soprattutto
per compensare la mancanza di proteine della loro dieta senza carne.
Dopo
Silvia andò a fare la doccia e nel frattempo Pietro stappò una
bottiglia di vino rosso e apparecchiò con cura la tavola.
Mentre
l'acqua scivolava sul suo corpo, Silvia pensò che quel pomeriggio
piovoso fosse ideale per andare al cinema. Ricordava le domeniche
della sua adolescenza, quando andava con gli amici del quartiere a
vedere due film, uno dietro l'altro. Lo spettacolo iniziava alle
cinque in punto, prima davano un film vecchio, a volte in bianco e
nero, dopo quello recente. A Silvia piacevano quasi sempre entrambi.
Le
ragazze chiacchieravano ininterrottamente, spesso litigavano con i
maschi, che erano seduti di solito nella fila di dietro. I ragazzi
non smettevano di fare battute e di lanciare alle ragazze bucce di
girasole. Facevano un gran baccano soprattutto durante l'intervallo.
Silvia si isolava da tutto quel rumore e non si distraeva nemmeno un
minuto, da quanto era coinvolta nella storia del film.
La
sala era avvolta da uno strato di fumo, che proveniva dalle numerose
sigarette che fumavano i ragazzi più grandi. Le acquistavano
nell'unica tabaccheria del paese, la cui proprietaria era Lola, la
madre di una delle migliori amiche di Silvia. Qualche pomeriggio,
all'uscita della scuola, le due ragazze si davano da fare dietro il
bancone per sistemare le scatole di sigari e i pacchetti di sigarette
sugli scaffali. A Silvia piaceva andare al negozio perché mentre
metteva i pacchi a posto guardava i fumatori che entravano e
compravano tabacco sfuso, cartine, sigari o sigarette senza filtro. I
clienti migliori acquistavano vari pacchetti di sigarette bionde, a
cui Lola regalava una piccola scatola di fiammiferi.
Sul
pavimento della sala cinematografica cresceva un tappeto di bucce di
semi di girasole e di arachidi, bastoncini di liquirizia, pezzi di
lecca-lecca, carte di caramelle o altri involucri di dolciumi vari.
Bartolo, l'uomo della la gamba di legno, vendeva tutti i tipi di
chicche. Ogni domenica Bartolo e sua moglie posizionavano il loro
carro di legno, pieno di leccornie in un angolo della piazza
principale. Al mattino vendevano caramelle ai bambini che uscivano
dalla Messa e nel pomeriggio a quelli che andavano al cinema.
Silvia,
ancora sotto la doccia, non si decideva a chiudere il rubinetto
dell'acqua calda, perché era felice ripensando ai pomeriggi
cinematografici della sua infanzia. Ricordò una domenica speciale.
Davano per primo un vecchio film western che aveva soddisfatto tutti,
il secondo film non piacque molto alla comitiva, che lasciò il
cinema prima della fine; invece Silvia non volle andarsene, rimase da
sola seduta su una poltrona della terza fila.
Era
un film italiano, il cui titolo era L'incompreso. Piano piano ricordò
la storia: dopo la malattia e la morte della madre, il padre
focalizzò la sua attenzione sul figlio piccolo, trascurando
completamente il maggiore, il protagonista, che non capiva e
trattava esageratamente da adulto. Il ragazzo triste era piuttosto
sensibile e trascorreva molte ore da solo nel giardino in cima a un
albero.
Silvia
uscì dalla doccia, si allacciò l'accappatoio e si arrotolò un
asciugamano sopra la testa, poi accese il computer, per cercare
notizie sul film del ragazzo triste ed scoprì che era stato girato
nel 1966. Pensò che fosse arrivato in Spagna verso il 1967, quando
lei aveva undici anni. Tornando indietro di cinquant'anni,
rabbrividì nel vedersi piangere nell'oscurità del cinema per non
esser vista da nessuno.
-
Perché quella storia la commosse così tanto? Si domandò.
Poi
pensò alla misteriosa malattia polmonare di sua madre, che tutti
pronunciavano a sotto voce. Si promise che quando avrebbe visto di
nuovo sua sorella maggiore o l'avesse chiamata, le avrebbe chiesto
tanto cose su gli anni della loro infanzia, in cui sua madre era
costretta a stare a letto, dopo la nascita del fratellino e la
comparsa dell'innominabile malattia. Ricordava solo che ogni giorno
Rosita, una signora paffutella, arrivava la mattina per pulire la
casa, cucinare e lavare i piatti. Il padre assunse anche Fuensanta,
una suora che si prese cura della malata e del bambino. Silvia aveva
circa cinque anni, ricordava poco di quel periodo doloroso, che durò
lunghi mesi, ma aveva ancora in mente lo sguardo compassionevole
delle due donne.
Si
vestì, prese il giornale e cercò il cartellone, subito si rese
conto che in un cinema, dove potevano recarsi a piedi, davano due
film interessanti.
-
Ti piacerebbe andare al cinema questo pomeriggio, ci sarebbero due
bei film, uno più intimista alle quattro e uno di azione alle sei?
Domandò Silvia a Pietro mentre mangiavano l'insalata.
- Il
primo spettacolo inizia troppo presto, preferisco andare alle sei,
rispose lui.
Concordarono
che alle quattro sarebbe andata lei a vedere il film, La vita invisibile di Erudice Gusmao, basato su un
romanzo di una scrittrice brasiliana e poi, alle sei, lui l' avrebbe
raggiunta per vedere insieme il film d'azione.
A
Silvia piacque l'idea di andare a vedere due film come quando era
piccola.
Si
affacciò dalla finestra e si rese conto che pioveva a dirotto, ma
non si scoraggiò, si mise gli stivali con la spessa suola di gomma,
l'impermeabile, il berretto e prese l'ombrello più grande che aveva.
Verso
la fine del film, mentre una lacrima le scorreva lungo la guancia,
sentì il cellulare vibrare nella sua borsa.
Lasciò
squillare il telefono, perché voleva godersi l'ultima parte della
storia. Mentre stava leggendo i titoli di coda, suo marito entrò
nella sala. A Silvia quell'incontro al cinema suscitò allegria.
Lui si sedette accanto a lei, dopo qualche minuto lei si ricordò
del cellulare.
Aveva
un messaggio che diceva:
-
Mamma, sono venuto da voi a prendere lo zaino grande, ne ho bisogno
per domani, ma non ho trovato nessuno. Quando tornerai?
Lesse
il messaggio al marito, il quale disse:
-
Io gli direi di aspettarci, avrebbe potuto avvisarci prima!
A
Silvia dispiaceva lasciare il figlio all'aperto, con quel brutto
tempo, ma d'altro canto non aveva voglia di abbandonare suo
marito, appena arrivato, inoltre non era mai scappata via da un
cinema. Mentre si chiedeva cosa volesse fare davvero, prese la sua
decisione:
-
E se me ne andassi? Ho appena visto un film bellissimo, quello che
comincerà adesso non mi interessa molto, si disse.
-
Vado a casa. Poi ti racconterò, sussurrò all'orecchio di Pietro
mentre le luci si stavano spegnendo.
Non
aveva ancora smesso di piovere quando Silvia uscì dal cinema.
Camminò rapidamente per le strade deserte sotto l'ombrello. Quando
arrivò a casa, suo figlio, che la stava aspettando alla porta,
l'abbracciò ringraziandola per esserci sacrificata per lui.
-
Ho perso le chiavi del vostro appartamento, disse il ragazzo.
- Non ti preoccupare, faremo una copia del mio mazzo, ma piuttosto
avresti dovuto dirci prima che avevi intenzione di venire questo pomeriggio, rispose Silvia.
Il
ragazzo si scusò di nuovo, prese lo zaino e se ne andò in fretta e
furia perché aveva un appuntamento con degli amici.
Quando
Pietro tornò, Silvia gli raccontò le disavventure del figlio e poi
gli domandò:
-
Com'era il film?
-
Meno male che non sei rimasta, non ti sarebbe piaciuto per niente,
non ha convinto nemmeno me, rispose lui.
Pietro
iniziò a apparecchiare, poi preparò delle fette di pane
con pomodoro e basilico e le mise in un vassoio con pezzettini di
formaggio e di tortilla di patate che avevano fatto il giorno prima.
Quando finirono di cenare, Silvia si sedette sul divano, riprese il
suo libro e si immerse di nuovo nella storia delle fangaie.