A Fausta le gustaba arreglarse pero sin ser
llamativa, por eso se maquillaba poco y le daba vergüenza salir con
las uñas pintadas de rojo.
De pequeña mirándose al espejo no es que se viera fea,
pero ni siquiera guapa; no es que fuera una niña tímida, pues
estaba a gusto conversando con la gente, pero a veces se sentía
desplazada y aprendió muy pronto que era mejor dejar de preguntar y
de hablar de sus cosas, pues los mayores a veces le reñían por su
ingenuidad. Su carácter inseguro quizás era debido a su nombre
raro, que heredó de una abuela. También
los reproches, que su madre no paraba de hacerle, influyeron en su
manera de ser.
- ¡Qué pelos que te han salido! Tienes que depilarte
las piernas, ya. Y no digamos nada de tu pelo. ¡Qué lacio que lo
tienes! Voy a cogerte hora a la peluquería para que te hagan la permanente.
Hay que ver, con lo bonita que eras de pequeña, le decía cada dos
por tres.
Sus amigas del pueblo a los doce años empezaron a
acicalarse y a coquetear con los muchachos. Fausta se sentía
distinta, de lejos le gustaban los chicos, pero cuando uno de ellos
le iba detrás, dejaba de lado sus sentimientos platónicos y se
escabullía.
Los veraneantes le atraían más que los pueblerinos,
por eso Fausta hilaba historias e inventaba amores que iban cambiando
como el viento.
- ¿Por qué me olvido de aquel chico alemán tan guapo?
¡Qué tonta que soy! Me gustaría retenerlo en mi corazón, se decía.
La madre estaba orgullosa de que, los domingos y los
días de fiesta, sus dos hijas lucieran trajes elegantes; en cambio del hijo
pequeño muy pronto se despreocupó, pues cada
vez que le ponía unos pantalones nuevos volvía con desgarros en las
rodillas.
En aquel entonces aún no se compraban las prendas
confeccionadas, las mujeres acudían a las modistas y los hombres a
las sastrerías.
En el pueblo había dos o tres modistillas, quienes se ocupaban más que nada de remiendos y el taller de costura de las hermanas Fresones, que
cortaba y cosía trajes a la moda. Por
la tarde, las muchachas casaderas iban al taller de costura para que les fueran
enseñando a coser.
El costurero formaba parte de la
vivienda, que las hermanas habían heredado de una vieja señora, a quien la madre había servido como criada toda su vida. Era una habitación amplia y luminosa, la luz entraba por una
gran ventana que daba a la calle. Tenían dos o tres obradoras, mujeres del pueblo que sabían coser y que
necesitaban ganar un sueldecito, pues sus maridos cobraban poco trabajando a destajo en obras de albañilería o haciendo chapuzas. Las costureras se disponían, cerca de la ventana, alrededor de
una mesa en la que se mezclaban, hilos, relates, telas,
dedales, cojines para agujas y alfileres, cintas métricas y tijeras. En la pared de enfrente de la entrada había un maniquí y otra mesa, iluminada por una gran lámpara, donde se diseñaban figurines y luego con tizas de colores se trazaban líneas en las telas siguiendo los modelos de papel; en el fondo había un trastero inmenso, el cuarto de los armarios, tal era el nombre que le daban; un armario estaba repleto de retales de tejidos, el otro de perchas donde se guardan las prendas que había que probar y el último era el más valioso, pues contenía los vestidos recién terminados, que se iban a entregar, envueltos en papel fino.
Consuelo, la hermana mayor de Fausta, fue al costurero
durante muchas temporadas. Cuando volvía a casa a la hora de cenar,
les contaba a la madre y a la hermana los chismes que salían de la
boca de las cotorras, algunos eran graciosos, otros eran malignos,
dignos de mujeres superficiales.
Catalina y Paquita Fresones eran dos solteronas con
aires de grandeza. Catalina, llevaba la voz cantante. Era una
rubia, guapa y llamativa, que había tenido mala suerte en amores,
quizás porque era demasiado mandona y marisabidilla. A Paquita
también le gustaba lucir, pero era mucho más quieta y cuando
hablaba Catalina callaba, pues temía el mal genio de la hermana; en
cambio con las obradoras o con las chicas que iban a aprender, desahogaba su mal humor y les echaba reproches cuando se equivocaban.
- Qué panza que tienes Faustita, yo que ti me pondría
una faja, de otra manera no vas a encontrar novio, le decía
Catalina, riendo a carcajada limpia, mientras sacaba de la
almohadilla los alfileres que sus labios iban sujetando, antes de
clavarlos en el dobladillo del vestido que le estaba probando.
Fausta empezó a detestar a Catalina, a pesar de que cada año le hiciera
un vestido bonito, seguía aborreciéndola, porque chillaba y se
reía descaradamente de todo el mundo; además cada vez que iba
a probarse al costurero le hacía sentir un adefesio. Por aquel
entonces no es que estuviera gorda, pero aún no había hecho el
estirón. A los catorce años, cuando se volvió mujer su silueta se
estilizó, sin embargo nunca supo la cara de rabia que habrían puesto las modistas al verla, pues aquel año de ninguna manera quiso oír hablar
de las Catalinas, así llamaba su madre a las hermanas Fresones.
La madre de Fausta al principio se enojó,
pero al cabo de poco no insistió más y comenzó a comprarle la ropa
en los grandes almacenes de la ciudad, a donde iban juntas en tren.
En los años setenta, llegó la moda hippy y los jóvenes empezaron a cambiar sus
atuendos. Fausta, cuando fue a la universidad, cambió sus
blusas, faldas y abrigos por jerséis, camisas amplias, vaqueros y tabardos.
Cuando algún fin de semana volvía al pueblo y por
casualidad pasaba por la calle de las Catalinas, imaginaba lo
que estarían diciendo de ella las modistas detrás de los visillos:
- Hay que ver que desastre de ropa que lleva Faustita,
parece una pobretona. Yo de su madre no la dejaría salir de casa.
Para Fausta fueron años sin adornos, sin embargo,
cuando dejó el piso que compartía con otros estudiantes y se fue a
vivir con su novio, empezó poco a poco a engalanarse. Se pintaba
poco, pero volvió a ponerse faldas y vestidos. Los años fueron
pasando y Fausta se casó, encontró trabajo en un centro de asistencia
social y tuvo dos hijos. En aquellos años, todo eran corridas,
entre la casa y el trabajo, con poco tiempo para mirarse al espejo. Un día su
marido le regaló un vestido negro escotado y ceñido en cintura y en las caderas.
- Es muy bonito, pero me siento rara, decía Fausta,
riéndose.
- Pero que no mujer, que te queda fenomenal, le
replicaba su marido.
Se puso aquel traje negro para salir con él y se
sintió a su aire. A lo largo de los años su marido siguió regándole ropa y zapatos el día de su cumpleaños y ella a medida que los niños fueron creciendo, empezó a deleitarse poniéndose ropa más refinada.
Nunca se había pintado las uñas con colores
llamativos. Un día sin embargo, cuando tenía unos cincuenta años,
notó que habían puesto un local de belleza en la calle paralela a
la suya. Pasó en frente y vio, por la puerta ventana, a una mujer
rubia, quien enseguida le recordó a Catalina, la modista de su
infancia. Las dos, la de antaño y la de ahora, se parecían mucho,
ambas eran guapas, tenían ojos azules intensos y llevaban
el pelo recogido
en un moño, un poco desgreñado.
Fausta sin darse cuenta entró, quizás porque la rubia de la
manicura tenía una mirada afable y complaciente, pero nunca supo la
razón por la cual le pidió que le pintara las uñas de color
carmín. Hablaron primero del tiempo y luego de cosas más
personales. La rubia, mujer sencilla y campechana, le contó la
historia de su divorcio y de lo bien que estaba sin el pesado de su
ex marido. Después se acercó una peluquera, quien haciendo bromas les dio a entender los problemas que tenía con su pareja. Al salir Fausta
pensó en que aquellas dos mujeres tenían una vida ajetreada y difícil, al tener que trabajar tantas horas y no tener quien se ocupara de sus hijos adolescentes,
sin embargo conservaban el buen humor, no como las hermanas Fresones que
transformaban su infelicidad en malas caras e insolencias, luego se
miró y remiró las manos y se dijo riendo:
- ¿ Quién me lo hubiera dicho que un día me iba a encantar llevar las uñas pintadas?